Tumgik
santifr-ar · 4 years
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Un escrito para los días venideros
Asistimos a días irracionales, inmersos involuntariamente en una espiral sin retorno. Días oscuros, camuflados en luces led y pantallas táctiles, donde la cordura se ha vuelto un bien sumamente escaso. ¿Formará parte esto de la nueva normalidad de la que tanto hablan? Atestiguamos en primera fila la destrucción de todos los límites éticos y morales existentes, la destrucción desalmada de la naturaleza, el odio alzado y venerado como bandera de guerra, y vemos como el bienestar y la salud humana han pasado a un decimoquinto plano. Seas político, productor del agro o empresario, ya podés decir sin ningún tapujo que no te importa que muera gente en tu camino al éxito. En efecto, esas mismas potenciales víctimas son quienes ahora militan (en esas calles que siempre les dieron tanto asco) por esa abundancia para unos pocos que ni siquiera les darán migajas, en detrimento de su vida y de la de sus pares, movilizados por el desprecio a un tercero que en realidad es su semejante. Por supuesto que esto no es algo casual, sino el resultado del accionar de una maquinaria perfectamente aceitada y pulida con el paso del tiempo.
El desquicio es una carta valiosa para un sector que busca romper un juego en el que, con las reglas existentes, está perdiendo. Cuando se parte desde un error de concepto (adrede) y se hace de ello una ideología política, no cabe lugar alguno para debatir en términos lógicos. Gritar siempre va a ser más tajante que pensar. En un mundo de inmediatez, de tiempos cortos, de contenidos previamente digeridos, de revulsión constante, tomarse el tiempo para reflexionar parece resultar un lujo que no muchos están dispuestos a tomarse. Indignate, aplaudí, cancelá, movete y después te cuento por qué. Y así, en ese mismo mundo en donde hay tantas cosas que están mal, en un país donde hay tantas cosas que están mal, en una ciudad donde hay tantas cosas que están mal, donde no existen soluciones totales ni verdades absolutas, las discusiones en busca de salidas racionales son dejadas de lado por discursos tan rimbombantes como nocivos. “La razón” dejó de ser algo que uno pueda tener a raíz de un intercambio de ideas y pasó a ser algo que se secuestra bruscamente.
Y en el medio, entre tanto desquicio se pierden también las causas nobles. Porque las injusticias del mundo y el infortunio constante no cesan por una pandemia, ni hacen cuarentena. El odio, allí, actúa como un enorme agujero negro que únicamente se alimenta de la masa para crecer en tamaño. El odio y su poder destructivo no distinguen de consignas, ni de banderas políticas, ni de figuras.
Como elemento vital de ese agujero negro, cual leña para el fuego, están los medios de comunicación, que saben perfectamente, desde las épocas más remotas, que es mucho más fácil vender descontento que optimismo. Por eso también, en parte, es que no existen los llamados “diarios de buenas noticias”. Es un concepto que, si uno se pone a pensarlo, incluso sería casi contra natura, ya que difícilmente alguien pueda creer en buenas noticias cuando a su alrededor sólo padece y presencia miserias. Nadie puede escuchar hablar sobre desendeudamiento, crecimiento e inversiones cuando se acerca fin de mes y ya no alcanzan los malabares para poder llegar. Nadie puede creer en sonrisas y victorias cuando su estómago hace ruido, o cuando hace frío y falta la plata para poder arreglar el caño de gas que permita encender la estufa y tener agua caliente. La solidaridad suena a un concepto lejano cuando tus vecinos destilan odio sin pudor, cuando los tuyos sufren por culpa de los otros y el otro deja de ser la patria.
Decían que de esta íbamos a salir mejores, que el mundo iba a ser mejor, que el capitalismo no iba a existir más, que se venía una etapa superadora para la especie humana. No había ninguna evidencia para creer en eso, más que una alguna positividad ilusa, y por supuesto no sucedió. Hoy el mundo es un lugar peor, más oscuro, más turbio, con más ira, con menos fe. Estamos presos en libertad, presos de la tecnología, presos de los extremismos, presos de la angustia. Si no nos mata una enfermedad nos mata una bala perdida, el humo que a diario intoxica nuestros pulmones o nos mata la soledad.
En un mundo donde nos quieren crear enemigos constantemente, donde sentimos que todo el tiempo se está librando una batalla de la que intempestivamente formamos parte -aún cuando no sepamos de entrada cuáles son los bandos-, la lucha real, aunque no parezca, será contra uno mismo. Lograr salirse de las garras de esa maquinaria boba y buscar algo de lo que aferrarse. Buscarlo, encontrarlo y abrazarlo hasta que todo pase. Aunque sea un momento, aunque sea una sensación, aunque sea una esperanza. El mundo va a ser un lugar de mierda y de eso ya no queda ninguna duda. El pedazo de tierra que hoy habitamos quizás se desvanezca en el corto plazo.
6/9/2020 - 17/9/2020
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santifr-ar · 4 years
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Paja
Es raro creer en el tiempo. Ahora, por ejemplo, sé que me quedan unas pocas horas para poder escribir y completar los 3.000 caracteres y eso me genera cierto apuro e incomodidad; pero al mismo tiempo, hace siete días -según el celular- siento que el tiempo no corre, y en realidad, eso tampoco me pone más tranquilo.
Desde un comienzo, uno creía que esto de la cuarentena iba a ser de suma utilidad para poder leer aquellos libros entusiasmadamente empezados y prolijamente colgados, para continuar escribiendo aquella novela que un día surgió y que la rutina enclaustró, para ordenar la casa y las ideas y para meterle una desconexión a la vorágine de todos los días que aprovecha el ruido para silenciosamente comerte poco a poco. Era una tragedia, pero también una oportunidad.
Sin embargo, henos aquí. Estamos más separados que nunca, pero a la vez más conectados que siempre. Nos alejamos cada vez más de lo físico, de lo real, lo palpable, al tiempo que nos volvemos más humanos, pero virtuales. Lo que no escribía antes no lo estoy escribiendo ahora. Lo que no leía antes, no lo estoy leyendo ahora. La cuarentena es física, pero no mental. Hoy me entreno, pero mañana no. La vieja y querida paja.
Paja que hace que tengas todo el tiempo del mundo y aún así estés acá, volviendo a pensar en el tiempo, haciendo trabajar tu mente a contrarreloj, dejando todo siempre para el final, jugando a noquear en el último round después de comerte una paliza toda la pelea. Paja.
Afuera está la nada y están todos. La calle vacía es irrumpida cada tanto por el paso de algún colectivo vacío, conducido por un chofer que... ¿en qué estará pensando? ¿Estará enojade por tener que manejar un colectivo vacío por una ciudad vacía? ¿Tendrá miedo por estar en ese colectivo vacío en esa ciudad vacía en época de pandemia? ¿Creerá que el coronavirus es un bicho que se le mete por la ventanilla? ¿Descreerá de todo y pensará “qué giles que somos”? ¿Qué pensará ese hombre o qué pensará esa mujer cuando llegue a su casa y su hije vaya a abrazarle? ¿Sentirá culpa? ¿Sentirá alivio?
Afuera está vacío, pero están todos. Por primera vez en mi existencia, en pleno centro de Rosario, si me asomo por la ventana puedo ver vida a más de tres metros de altura. Esos innumerables balcones de esos innumerables edificios que desde mis 10 años veo vacíos, salvo contadas y recordadas excepciones, hoy lucen repletos. En cada balcón hay una persona, hay una familia, hay una historia. De repente no se escucha ruido, se escucha música. De repente no se escucha bullicio, se escuchan conversaciones. De repente, hay vida. ¿O de repente me doy cuenta? ¿O de repente todes nos dimos cuenta?
Si bajo la cabeza, en la mano tengo mi celular, y en todo este tiempo nos hicieron creer que allí hay más vida que allá. Abro Instagram y veo una horda de personas queriendo canalizar su hastío y su embole a través de imágenes. En la parte superior, quince transmiten en vivo, y la mitad lo hacen de forma conjunta con otros más. En la parte inferior, un meme de un gato me recuerda que estamos en cuarentena y que esto va para largo. A la derecha, un avión de papel me indica que tengo quince mensajes sin leer, y ese número me da paja, por lo que no los leeré. Al rato se acumularán, y me dará más paja.
Cuando me dé cuenta, habré perdido tanto tiempo que el sol ya se habrá despedido y la gente se habrá vuelto a meter en sus casas. Y ahí estaré yo: solo, en lo oscuro, con una pantalla brillosa en la mano, viendo vida donde no hay vida y sintiendo que mi vida se va con la de ellos, a esa gran nube de almas virtuales que dicen y no sienten.
Pienso en que no pensé nada, que perdí tiempo, que tengo que escribir y que no leí el libro que tengo en la página cincuenta desde la semana pasada.
¿Pienso?
Construiré una balsa y me iré a transmitirlo por streaming.
23/03/20, en contexto de un Mundial de Escritura, en contexto de una pandemia.
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santifr-ar · 4 years
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Fuerza
Cuando hablamos de fuerza, en relación al ser humano, generalmente se suele pensar primero en algún ejemplo del destacado esfuerzo que realizan a diario atletas y deportistas, con un sufrido entrenamiento en el que obtienen físicos privilegiados que los llevan a cumplir destrezas alejadas del común, televisándoseles y fotografiándoseles día y noche, o en aquellos trabajadores que mantienen en pie al mundo y que se juegan el cuerpo para llevar un mango a la casa (como los obreros de la construcción) o en post de ayudar a la sociedad en la que vivimos (como un bombero voluntario).
Sin embargo, poco se suele hablar en lo cotidiano de la fuerza interna, del extraordinario esfuerzo mental que requiere sostener a diario toda esa estructura de vida que es uno y, en especial, de aquellas personas a las que las mismas experiencias del recorrido se la complican aún más y que día a día hacen un esfuerzo sobrehumano para aferrarse a ese corazón que tienen ya en su mano y no estamparlo contra una pared de durlock.
Muchos son, también, los que quedan en el camino.
Ante una historia así me encuentro ahora. Una vida que claramente se apagó mucho más temprano que lo que el tiempo le indicaba. Una escena cargada en el ambiente de la calma que procede al huracán; esa calma que no es la misma que la que antecede a uno, sino la del silencio del llanto atragantado, de la mirada atónita, de la garganta cerrada. El silencio de lo increíble. El silencio de las mentes que tratan de asimilar lo que ven, y el silencio las mentes que en ese mismo espacio ya no intentan, no ven, ni sienten.
¿Quién mierda me mandó a estar acá? Hace treinta minutos estaba tirado en mi sillón, haciendo maratón de Los Simuladores y sin siquiera revisar mi celular, que hace dos horas no paraba de vibrar como loco. Seguro, igual, eran giladas que mandaban a alguno de los mil grupos en los que estoy. Si no era el Negro mandando algo sobre Newell's, era Fede mandando videos porno bizarros o Nico con alguno de sus eternos mambos irresolutos y audios interminables. La sed, la maldita y traicionera sed, el antojo de un simple mortal de clase media que puede darse lujos (o lo que cree que son lujos), me hizo bajar del departamento para ir a comprar una birra al almacén de la vuelta.
En ese trayecto tranquilo, casi con la misma ropa que tenía en casa y sintiendo esa hermosa brisa de las 8 de la noche de un verano, cuando el sol ya está escondido pero la oscuridad aún es lo menos, un gendarme se me interpone y, con su mejor cara de chanta, se presenta y me pregunta si tengo algún apuro.
Asustado, como si estuvieran a punto de encontrarme una bolsa de cinco kilos de cocaína (aunque en realidad sólo tuviera en un bolsillo la billetera semivacía y en el otro el control del tele, que como pelotudo en el apuro me lo vine a dejar ahí en vez de agarrar el celular), atiné a responder la verdad con mi mejor cara de póker.
- “No no, nomás estoy yendo al kiosco de acá a la esquina y me vuelvo”.
- “Buenísimo. Te comento, no sé si ya te tocó alguna vez. Tenemos el móvil ahí a mitad de cuadra. Esto es algo protocolar: tenemos que hacer un procedimiento y vas a tener que salir de testigo...”, introdujo, con un peculiar acento norteño. Mi mente silenció su respuesta automáticamente con esa última palabra, ya que en ese momento recordé que un amigo me había contado hacía poco que una vez lo agarraron de testigo, para un allanamiento en no sé dónde, y que lo habían tenido parado 10 horas en un ambiente totalmente turbio. “...¿entendiste?”.
- “Uh... pasa que yo en un rato tengo que ir a laburar”, atiné a responder para zafarme, siendo lo primero que se me vino a la cabeza y mintiendo de una forma tan inverosímil que ni yo me lo creí.
- “No pasa nada”, me respondió, como si hubiera estado esperando que le responda así. “Te hacemos un certificado donde conste que vos estuviste en el procedimiento”.
- “Pasa que seguro me van a descontar el día”.
- “No, ser testigo es una carga pública, así que tiene que presentarse al procedimiento y en tu trabajo por ley no te pueden ni descontar la jornada, ni echar, ni hacer nada. Si querés avisar igual, te podemos prestar un teléfono”.
La puta madre, pensé. La re puta madre. Apenas Javi me contó toda esa historia de haber sido testigo tendría que haber buscado en Google con qué excusa uno podía zafar, pero pensé que me había chamuyado.
Derrotado dialécticamente tuve que resignarme, aceptar y subirme al patrullero, donde había otro gendarme más adelante y dos minas, también testigos, en los asientos de atrás. Habremos hecho apenas unas diez o quince cuadras, para frenar en uno de los pocos edificios de más de 15 pisos que hay en el centro de la ciudad, más precisamente sobre la avenida San Martín. En el camino, llegué a escuchar que decían algo de un allanamiento, algo de drogas, pero la verdad es que yo estaba pensando más en lo incómodo de estar con ropa de entrecasa y recordando la anécdota del Javi, que decía que había visto un tiroteo, ladrillos de merca, gritos, heridos y todo.
Igual, estaba claro de entrada que esta no iba a ser una escena similar a la de aquel relato. Acá no parecía haber soldaditos, no había ningún rancho, no había un búnker, nada de eso. “¿Será acaso la casa de 'un capo'? -pensaba- “¿o le caerán a algún gil que tiene dos plantas en el balcón?”. Cuando llegamos ya había otros efectivos de la PDI, o una fuerza de esas, esperando en la puerta, y nos hicieron subir a todos hasta el piso 12.
Admito, por más que mi postura progresista me haga tener cierta reticencia a las fuerzas del orden, que me sentía algo excitado y realmente dentro de una película al ver toda esa escena, con esos hombres vestidos de militar y policía a punto de derribar esa puerta, de la cual desde el otro lado no les devolvían respuesta. Hasta miraba a ver cómo reaccionaban las dos pibas que estaban en la misma que yo, y ponía cara de canchero para que me vieran como alguien valiente (aunque creo que eso hacía notar mucho más que yo estaba el doble de cagado que ellas).
Igualmente, me parecía raro que hubiese un narco en ese departamento C al que querían entrar. Era de esos edificios nuevos, construidos con esas paredes de papel que hacen que el simple hecho de que se te caigan las llaves al piso te genere denuncias de seis vecinos y una multa por ruidos molestos. ¿Cómo podía pasar desapercibido un narco en un edificio así? De todas formas, extrañamente todos los demás departamentos del piso parecían vacíos, dada la extraña quietud del lugar ante tanto escándalo. Capaz ya los habrían limpiado antes, o capaz serían todos del mismo dueño.
Mi excitación llegó a un estado orgásmico cuando, luego de alejarnos, los gendarmes estruendosamente tiraron la puerta a la tercera patada y entraron apuntando, esperando un reflejo similar del otro lado.
Esperaba un tiroteo, pólvora, gritos desencajados, que tengamos que correr, una férrea batalla, que a alguno le vuelen la cabeza con un disparo, sea del bando que sea. Esperaba una verdadera escena tarantinesca, al mejor estilo “Bastardos Sin Gloria” o al final de “Perros de la Calle”, con cuerpos tirados por doquier, sangre al por mayor, y hasta con que en el epílogo desde adentro quede una música reproduciéndose de fondo. Quentin seguro ahí hubiera dispuesto que fuera “The Stranger”, de Billy Joel, por ejemplo, con un plano mostrando todos los cuerpos y abriéndose lentamente hasta fundirse a negro para empezar los créditos.
Pero después de la patada no hubo música, no hubo disparos, no hubo gritos, no hubo forcejeos.
Hubo silencio.
Un profundo silencio.
Esos hombres enardecidos, dispuestos a disparar, a dar su vida, ahora se miraban entre sí con los ojos bien abiertos. En silencio.
Adentro no había drogas, pero sí había sangre. Cuando nos hacen acercarnos, notamos que sobre la elegantísima alfombra roja que cubría todo aquel monoambiente había un enorme charco de sangre que llegaba desde la pared opuesta hasta la puerta y un pibe, un pendejo que no tendría más de 20 años, derrumbado sobre un escritorio, con un claro disparo en la cabeza.
Los de la PDI revisaban sin tocar nada de la escena a ver si encontraban alguna droga, y los gendarmes discutían entre ellos, desconcertados, mientras gritaban con vayaunoasaberquién por handie. En ese momento, con una sorpresiva frialdad pero con la curiosidad de quien ya se vio cien series policiales en Netflix y ahora se sentía parte de una de ellas, me puse a ver desde mi lugar alguna pista, algún indicio de qué podía haber pasado. Después de un ligero rastreo ocular, noté que en el piso, junto a la silla y empapada apenas por la sangre, se podía ver una birome. Automáticamente, vi que casi junto a su cabeza había un papel escrito, con una parte arrancada. ¿Habría estado escribiendo eso al momento de morir?.
- “Che, perdoná que me meta. ¿Tendrá que ver algo ese papel de ahí?”, interrumpí, dirigiéndome a uno de los oficiales.
Me re contra putearon.
- “Vos quedate en el molde, pibito. Que acá sabemos bien lo que tenemos que hacer. Vos tenés que mirar nomás”, me dijo enojado un gendarme, el que había visto recién en el patrullero.
Como buen hijo de puta, igual, después de bardearme fue y agarró el papel. Sinceramente, me parece que en un crimen o casos así no pueden tocar nada de la escena hasta que no venga un fiscal, pero la verdad es que no tengo la más remota idea. Después de la bardeada no les iba a decir nada. Si estaba en contra de la ley, que se hagan cargo, y de todas formas, me interesaba más el saber en ese momento qué era lo que había pasado.
- “Esto parece un cuento”, dijo, sosteniendo con su mano ese papel del tamaño de un cuadernillo grande, manchado de tinta y sangre, cortado -pareciera- como con bronca.
- “¿Puede leerlo en voz alta?”, saltó con intriga una de las testigo, morocha de pelo largo que seguro estaría rozando los 30 años.
- “No sé si debería, señorita”.
- “¡Por favor! Encima que nos hacen venir y nos tienen a todos acá, por lo menos ahora queremos saber qué pasó”, retrucó, buscando miradas cómplices.
- “Bueno... está bien. Pero no digan nada, ¿eh?”, cedió rápidamente el gendarme.
- “¡Ah! ¡A la mina sí le respondés bien! ¡Pajero!”.
(Bueno, en realidad eso último no lo dije, pero lo pensé).
Mientras el otro gendarme seguía hablando por handie y con los de la PDI, este se acercó tímidamente a nosotros, que observábamos casi desde la puerta, sin apartar los ojos ni un momento del papel pero cuidándose al mismo tiempo de no pisar el charco de sangre. Se acomodó la gorra, remojó sus labios con su lengua y arrancó:
- “Bueno, dice así...”
"Te escribo esto y ya no siento que sean mis dedos los que lo hagan. Te escribo esto y no puedo sentir que tus ojos estén leyendo estas palabras..."
(El gordo este se puso a narrar haciendo gestos y poniendo tonos como si estuviese interpretando Shakespeare. El odio que le tengo a esta altura es incalculable)
"...Te pienso, y cada vez que lo hago se me revienta el corazón en mil pedazos al saber que vos no estás pensando en mí. O peor, siquiera al no saberlo. Ya no puedo más con esta absurda máscara para tapar mis sonrisas y mis sentimientos. He de confesarte que desde hace diez años soy un cobarde, que desde hace diez años sé algo que vos no y nunca tuve el valor de decírtelo. Tengo que confesarte que, aunque las primeras veces que nos vimos no te presté demasiada atención, el día que hablamos por primera vez, en aquel cyber en frente del colegio, sentí algo que no había sentido nunca en mi vida y que desde ahí no volví a sentir con nadie. Por primera vez te vi a los ojos, te escuché reír, y desde ese momento te quise conmigo para siempre. Desde ese día, cada vez que compartía espacio con vos me invadía esa alegría de sentirme cerca tuyo y a la vez esa horrible incomodidad, extrema, de quien guarda un secreto y siente que el aire lo está torturando para que lo devele ante el ojo que todo lo ve y todo lo juzga. Desde ese día, cada uno al que miraba sentía que sabía lo que yo sentía por vos, sabía que sabían que vos no sabías, y claro que siempre me molestaron con eso. Vos nunca te enteraste. Yo por dentro siempre, en cada uno de esos días, sentía que en cualquier instante rompería el silencio gritando mi amor por vos a los cuatro vientos. Cada día imaginaba las mil maneras de que estemos solos y de decírtelo todo, absolutamente todo. En cada una de esas charlas interminables que siempre teníamos, quería frenarte y darte un beso. De una. En seco. Que todas esas palabras me las transmitieses con tu lengua y cada punto y cada coma las pongas con tus dedos. Cada día llegaba a mi casa y me hacía una paja por cada 'Te amo' que no te pude decir en todas esas horas que te vi... Jajajajajajaja"
- "¿De qué se ríe, oficial? Se acaba de morir", interrumpió la otra testigo, joven, de pelo corto rojizo, que hablaba por primera vez en la noche.
- "Es que... se le nota cara de pajero, ¿no te parece?", respondió el imbécil.
- "A mí me parece tierno", acotó la otra, la morocha.
- "¿Puede seguir?", dije.
- "No hay más. Ahí termina", contestó.
Para ese entonces, ya hasta los otros oficiales se habían enganchado a escuchar la carta. Insisto, se notaba que el pedazo de papel que faltaba había sido arrancado con la mano, con fuerza, y también se llegaba a percibir que la carta seguía, ¿pero en dónde estaba esa otra parte? No se veía en el escritorio, ni en el piso, y el tacho de basura parecía recién renovado, con excepción de un par de chicles y un paquete de puchos. Mientras todos buscábamos ese papel faltante, me acordé que como un gil tenía todavía el control del tele de mi casa en el bolsillo. Qué vergüenza. Lo único que faltaba es que alguno me lo descubra y piensen que me robé el control de ahí, o peor, que tenga que explicarles que soy un colgado.
No los voy a aburrir con toda la historia de la búsqueda, ni los voy a indignar con la cantidad de horrores que hicimos todos contaminando esa escena del crimen. El otro pedazo del papel estaba hecho una pelota extremadamente apretada casi en la otra punta del departamento, como si no sólo lo hubiese arrancado con ira o desprecio, sino que al mismo tiempo lo hiciese un bollo y lo arrojase con toda su fuerza e indignación, como para no verlo nunca más. Como si, quizás, estuviese arrojando así su corazón, al no poder soportar más tenerlo encima. O como si hubiera querido que el final, en realidad, no estuviese escrito.
“...y me sentía una mierda. Me sentía un cagón, por no tener nunca ese valor de decírtelo. Por condenar mis sentimientos a la reclusión del baño de mi casa. Por reprimir lo más honesto de mí cada puto día y hacerme sentir miserable. Por sentir que te estaba mintiendo a vos, que me mentía a mí mismo, que todo lo que nos une era una gran mentira, incluso cada vez que nos reíamos juntos. Cuando debuté, por dentro me sentía un idiota, porque yo sabía que lo quería hacer con vos y que ya no iba a tener la chance. Incluso, desde ahí tuve que coger mucho con gente que por dentro despreciaba, solamente para quitarle esa connotación especial al acto sexual. Eso tampoco nunca te lo conté. Hoy, puedo decir que nunca en mi vida hice el amor, y lejos de dejarme tranquilo, eso me destruye. Por eso hoy decidí decir basta. Por eso estoy escribiendo esto, para que sepas que en esta vida significaste tanto. Porque sé que es más importante que te diga estas cosas y me las rechaces a que no te las diga nunca. Porque quiero remendar las cosas, con vos y sobre todo conmigo. Quiero devolverte cada una de esas palabras lindas que me hiciste pensar, cada una de esas frases que jamás pensé que sería capaz de idear, y liberar mi cuerpo de tanto sentimiento hermoso retenido que lentamente me pudre. Lamentablemente, sé que las palabras más importantes que aún debo decirte quedarán en el ostracismo por este silencio eterno que desde hoy se nos interpone. Las que me debo, supongo que me las llevo conmigo, como una eterna condena por no saber decir”.
Hubo silencio.
Un profundo silencio.
Ahora nos mirábamos entre todos, mientras de reojo mirábamos al cuerpo y veíamos cómo policías y médicos entraban a la habitación y tomaban fotos. Sentía un nudo en el pecho. Ponerle alma y palabras a ese cuerpo que estaba ahí, joven, tieso, me había partido por dentro. Cuánto dolor puede llegar a sentir uno por algo tan hermoso como debería ser el amor, y cuánto de lo que uno calla al final nos termina consumiendo.
En el fondo, también, creo que lo que más me dolió fue que la carta no tenía ningún nombre, ningún destinatario, ninguna firma.
18/01/2020
“A veces no comprendo porqué camino tanto, si no he de hallar la sombra que el corazón ansía.  Quizá un profundo acorde, profundo como un llanto, he de escuchar un día”. ( “El andar”, Atahualpa Yupanqui).
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santifr-ar · 4 years
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Me levanté un día A perseguir una flor En un campo inmenso
Me levanté un día En un desierto Sin saber qué hacer
Sin saber qué hacer Me levanté En un desierto
Y patié Sólo atiné a patear Hasta que el sol cayera
Me levanté una noche Sin saber qué hacer En un desierto
Atravesé un cerco Cerré los ojos Y encontré una flor
La flor ya estaba muerta Y sólo atiné a patear Hasta que el sol saliera
12/11/2018
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santifr-ar · 4 years
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Adorno de Navidad
De vez en cuando me gusta pensar que estoy en Navidad, para acordarme de las cosas que no me importan y ejercitar la falsa moral. Ensayar un salto al vacío del exceso a las sonrisas de cristal y el glaseado en abundancia. ¿A quién me falta saludar para ganarme el cielo? Y yo miro todo desde cerca como un adorno de Navidad Presente y ausente Hermoso e innecesario Quizás dentro de un año me vuelvas a buscar
02/01/2020
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santifr-ar · 4 years
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Soñaba, sin soñar un quién
Una vez que se apagó la pantalla, me sumí en una total oscuridad. Me encontré allí, me vi a mí mismo en dos dimensiones a la vez. Tirado, acalorado, con el cuerpo desparramado y mirando hacia el techo, los auriculares puestos con un tema de The Velvet Underground. Me veía desde la perspectiva del cielo y me imaginaba una escena melodramática de una película indie. Desde abajo, sólo veía oscuridad -que no es muy distinto, en realidad-. Miraba, observaba, y no pensaba en nada. Pensaba en todo y no pensaba en nada. Soñaba que la gente volvía a mandarse cartas, mails, que se terminaban los diálogos de monosílabos y la humanidad debía comunicarse nuevamente a través de la palabra escrita en su esplendor. Desarrollando, poniendo contexto, intensidad y vida a las cosas simples de la vida. Abrirse así un poco más con el otro y sacar lo que uno tiene dentro y que hoy sería mal visto si quisiera expresarlo, por el simple hecho de intentar escapar de la prisión de lo efímero e inmediato. No hay tiempo para sentir, no hay tiempo para pensar. Estamos en la época del fuego, sin preparen ni apunten. Estamos en una época donde la fantasía y los miedos tradicionales no existen, pero la realidad tampoco. Sería la época de la posverdad si incluso no fuera por esas últimas seis letras. Soñaba con que la gente volvía a expresarse en más de 140 caracteres. Soñaba con explayarme, con pensar, con escribir y con esperar una respuesta. Con tener interés en esperar una respuesta. Alegrarme de ver un mensaje nuevo, y no sentir ahogo. Dedicar 2 minutos y no 2 segundos a ese otro. Dejar de coleccionar contactos y empezar a cosechar emociones. Volver a sentir. La puta madre, volver a sentir. Soñaba eso, sin soñar un quién. De golpe cambia la canción, que seguía en los auriculares en un volumen apenas perceptible pero aún así demasiado fuerte para el sepulcral silencio de madrugada. Suena "Wave of Mutilation" de Pixies, y tiene sentido. Una canción increíblemente oscura que dura dos minutos y hace que las venas se te corten solas. "Dejo de resistir, dándome la despedida. Manejo mi auto hacia el océano. Pensarás que estoy muerto, pero me fui navegando en una ola de mutilaciones". El tema habla de otra cosa (de la cultura japonesa, los fracasos y la muerte), pero, ¿no será ésta nuestra forma de mutilarnos? ¿Mutilar ya no nuestros cuerpos, sino nuestras emociones, nuestra capacidad crítica y nuestra forma de expresión? Al ni siquiera ver sangre es más difícil saber cuándo uno se está lastimando en un acto tan simple como agarrar el celular y empezar a revisar una red social. De la misma manera que un alcohólico no se da cuenta cuando agarra el vaso y da el primer sorbo, o un drogadicto cuando la merca en medio segundo ya empezó la recorrida por su cuerpo. Las redes sociales son mares repletos de olas de mutilaciones donde la gente critica sin antes reflexionar, donde las sonrisas y los likes son falsos pero no pesan tanto como los insultos y el odio, donde la gente juzga y está siendo juzgada constantemente, donde hay que "cancelar" algo todos los días, donde lo que te gusta está “sobrevalorado”, donde tus ídolos son forros y es de forro tener ídolos (y es de forro decir “forro”), donde es pecado ir al baño y es pecado no advertirlo, donde todo es blanco o negro, donde no hay tiempo para pensar porque hay que tener una postura definida sobre un tema que hace dos segundos no conocías, que mañana no vas a recordar y que desde el primer momento quizás ni te interesaba (¡Ah, pero cómo lo vas a debatir hoy!). Mutilaciones que pasan de lo virtual a lo tangible en forma de pensamientos que se van perpetuando en el tiempo y modifican nuestro ser, nuestra ideología y nuestras acciones. Pensarás que estoy muerto, pero estoy twitteando. Me verás callado, me verás tieso, me verás ininmutable, me verás blanco (pálido) por el reflejo de la pantalla sin modo nocturno, y cuando apague(s) el teléfono ya no me verás (aunque esté ahí).
(Soñaba, sin soñar un quién).
30/12/2019
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santifr-ar · 5 years
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Somos ilusiones
Somos impulsos
Somos risas
Somos ideas
Somos bronca
Somos enigmas
Somos hastío
Somos movimiento
Somos nostalgia
Somos luz
Somos placer
Somos fuego
Somos deseos
Somos arte
Somos barro
Somos el otro
Somos melodías
Somos, fuimos y seremos
cualquier cosa menos humanos.
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santifr-ar · 5 years
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Si uno tiene la intención de cambiar el mundo, ese tan bello, lleno de vida y lleno de colores pero tan contaminado, corrupto y desigual, solamente tiene que mirar al suelo. Por si alguno todavía mantiene esperanzas, les adelanto el final de esta historia: jamás una solución a nuestros problemas va a llegar desde arriba. Aunque muchos lo aparenten (sobre todo algunos cada cuatro años), nuestros problemas y los de la sociedad son inherentes a quienes la vida (o el dinero, o el poder) les ha beneficiado algo más y a quienes nunca mancharon de barro sus zapatos. Por eso mismo, cuando hablamos de cambiar la sociedad, de alterar el rumbo de las cosas, necesaria e indispensablemente hay que mirar hacia adentro y, luego, hacia abajo. Ahí, donde están nuestros pies, apoyados en tierra y pasto, en madera o adoquín; ahí seguramente además de encontrarnos a nosotros mismos, sabiendo dónde estamos para saber de dónde venimos y hacia dónde podemos ir, encontraremos hormigas. Sea en enjambre o solitariamente, cada vez que miremos abajo las veremos trabajando. Cada una tiene claro su rol, entre las que salen a buscar alimento y quienes protegen el hormiguero y cuidan a las buscadoras. Lo trascendental que demuestran en su labor es que cada una, por más pequeña que sea o más pequeña que sea su función, cumple una función clave para su sociedad y sus pares. Y así se van manteniendo, autogestivamente, un hormiguero a la vez. De ellas, a las que vemos ahí, más abajo pero en nuestro propio suelo, debemos aprender. Que el trabajo de hormiga nos inspire para cuidar nuestros hormigueros, a nuestra sociedad y a nuestros pares. Que nos lleve a saber que los que están más arriba de nosotros nos están mirando y existen dos reacciones: la de aprender e imitarnos, o la de pisarnos. Mientras muchos prefieren pisar y destruir, sin ponerse a pensar en el contexto de aquellas hormigas trabajadoras, otros observan, aprenden y construyen. Desde hace quince años, la Biblioteca Popular Pocho Lepratti inspira y respira trabajo de hormiga. Históricamente en el barrio de Tablada, se erige como una forma de lucha contra la desigualdad y la marginalidad que propone un sistema establecido para las clases dominantes. Desde un taller para brindarle a un niño o un adulto las herramientas que nadie nunca les dio la posibilidad de tener para poder estudiar o trabajar, hasta un lugar de entretenimiento para leer, jugar y volar lejos de la dura realidad, o hasta una radio para que se escuchen por todas partes las voces de los que nunca quisieron escuchar y siempre prefirieron mantener callados. A partir de 2018, este espacio de construcción creativa y arma de instrucción masiva tendrá su casa propia, su nuevo hormiguero. Jamás le va a faltar el color, con esas paredes que reflejan lucha, alegría, memoria, esperanza, verdad y justicia. Jamás le va a faltar el amor con aquellas personas que como las hormigas trabajan arduamente y cargan sobre sí todo aquello que después van a compartir con las demás. Jamás le va a faltar la identidad con la imagen de Pocho en cada uno de sus rincones, con cada niño que pregunten quién era él y se empape en su historia y la de los que lo siguieron. El mundo se cambia así. Mirando para abajo, aprendiendo y ayudando. Con más bibliotecas y menos cárceles. Con más escuelas que eduquen a los chicos y menos búnkeres que los vuelvan soldaditos. Con más amor y menos odio. Con más inclusión y menos marginalidad. La Biblioteca Pocho Lepratti es, sin dudas, un mundo donde caben muchos mundos. El mayor deseo es que siga creciendo, que siga expandiéndose y siga contagiando, para poder soñar con un mundo con muchos más hormigueros.
Escrito para la revista aniversario N°14 de la Biblioteca Popular Pocho Lepratti, del barrio de Tablada, Rosario, Argentina.
26/10/2017 (Foto: 6/9/2014)
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santifr-ar · 5 years
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Notificaciones
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Notificaciones La luz parpadeando La arena del reloj se va agotando Me quedan veinte minutos para sentirme triste Quizás cinco para sentir amor y otros cuatro para pensar en quién Vibración Golpes en seco La tarde gris me recuerda que el sol un día se va a apagar La lluvia, que no puedo tener todo controlado Y pienso en quién puedo amar hoy Mientras me pongo el chip de persona Escondiendo mi condición de humano para transformarme en algo más aceptado por la sociedad Pisando la tierra sin romper las flores La tierra que es barro El barro que son marcas Marcas que también te piden tapar Tirarlas bajo la alfombra que es piel Y acumularlas con las que llevás dentro Mientras las gotas golpean mis alas Y desde arriba veo tanta tristeza Un asfalto de furia y desencanto Las veredas llenas de desilusiones Vidrios rotos Palabras sueltas Golpes de puño Y un mismo desencanto que quiebra la quietud y la transforma en nada Ese silencio falso Ese dolor interno En la intensa espera de que el bondi vuelva a pasar Y esta vez no quiera irse sin mí Caras Caras que me miran Que no miran a nada Que juzgan y callan Vigilan y castigan Mientras van hacia su propio castigo En ese furgón de reos Tan libres como animal de circo (Tan tontos como el espectador) Con un grillete que les brilla en las manos Con una gorra que les grita en casa En el trabajo En la escuela Caras que me vigilan y ríen Burlonas Ofensivas Superadas Toda la vida marcando tarjeta Toda mi vida escondiéndome detrás de mi sombra Toda la vida sin saber qué hacer ... A nadie le gustan los mamberos Pero, a veces, un abrazo curaría todo
21/05/19
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santifr-ar · 5 years
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Choose Player Two
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Te necesito para que seamos dos
Los que nos encausemos en este mundo tan de mierda
Y que cuando se apaguen las luces no estemos tan solos
Te necesito para no necesitarte y que vos no me necesites a mí
Para cebarte un mate, para verte bailar
Que me preguntes cada tanto cómo ando
Y los silencios se llenen con una respiración más
Que mis gatos tengan alguien más con quien dormir
Y pensemos en una fórmula que nos permita soñar más
Más grande, más lejos
Que ames cuando tengas ganas de amar
Y me cuentes sobre esa serie que no me gustaba hasta que la vi reflejada en los ojos tuyos
Necesito encontrarle un sentido a cada risa que no puedo compartir
Aunque sepa que el amor propio es el mejor amor que puede tener uno
No soy el cantautor que se para solo ante el mundo con una guitarra
Y si lo hago ahora es porque no me queda otra
No me queda otra que abrir mi corazón para dejar salir tanto vacío
A riesgo de que pueda entrar cualquiera y empezar a desordenar
Que pueda llevarse alegrías
Que pueda llevarse recuerdos
Que pueda llevarse odios
O que quieran volver a meterme el ideal de amor romántico
Celoso, posesivo, tóxico
Que ame lo equivocado
Que crea que existe lo equivocado
O que el corazón tiene forma de duraznos
Te necesito para que enciendas el fuego que queme mi pasado
Y como el Ave Fénix renacer
Pero siempre siendo yo
21/05/19
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santifr-ar · 6 years
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Is this the life we really want?
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¿Es esta la vida que realmente queremos? Navegar a diario y sin frenos a través de un camino turbio, rodeado de inmensas y obnubilantes pantallas donde se ven representadas todas las miserias del ser humano, donde por cada gramo de amor existen ejércitos que destilan odio. Una guerra constante entre dos ideologías vacías librada por personajes ficticios, en un universo intangible. Minuto a minuto, nuestro yo físico, real, que vive, dice y siente, desintegra un poco de su ser para alimentar a ese yo virtual, irreal, que vive a través de otros, dice con palabras ajenas y pierde la capacidad de sentir (donde la risa ya no es risa). Un yo que no soy yo, para comunicarme con un aquel que no es aquel. Una gran fiesta de disfraces en pos del engaño, aún cuando se utiliza para los motivos más nobles como la amistad o el amor. Creamos un espejo en donde reflejamos lo que la otra persona quiere ver de nosotros, y perdemos lo más auténtico de nuestro espíritu por ajustarnos a ese molde. ¿Somos seres capaces de permitirnos la mentira, aún cuando ésta está hecha para hacernos sentir bien? Es, casi, la versión millennial de un debate histórico como aquel en el que unos postulan que hay ciertos engaños que son necesarios para protegernos, mientras que otros la juegan de puritanos. Mientras tanto, obviamos esas discusiones y nos seguimos sumergiendo en un universo virtual al que ya no le falta nada para ser universo: tiene sus planetas, tiene sus propios habitantes, sus propias delimitaciones geográficas (la nación Twitter, la nación Facebook, la nación Instagram, etc.), cada una con su propio idioma y su propia cultura, tiene sus líderes, sus famosos, sus representantes, tiene sus tiendas y negocios, tiene sus leyes, tiene sus teorías conspirativas, tiene sus lugares seguros y sus zonas de riesgo, tiene sus militantes y hasta tiene su forma de vida propia. ¿Por qué, aún con todas estas características, seguimos considerando a Internet como una representación virtual del planeta tierra y no lo entendemos como el acceso a un mundo aparte? A una segunda vida en donde no somos iguales, pero partimos del mismo barro. Un barro al que algunos llegan más rápido que otros, producto de las desigualdades de aquel mundo en el que ya vivíamos. La tecnología ha llegado al punto de desarrollar algo que creíamos de la ciencia ficción, como la realidad virtual, en algo mundano a través de lo cual hoy se ofrece desde una publicidad de una empresa de autos hasta porno. Una herramienta creada por aquellos perversos que saben que el ser humano es un ser endeble y que ponen el esmero de la evolución de las sociedades a través de su desarrollo tecnológico en encontrar el mecanismo propagandístico más efectivo jamás antes visto, en pos de las proclamas primordiales del capitalismo y del malgobierno, mientras abajo se sacan los ojos. Cuando creíamos que nuestro mundo no daba más, tuvimos que ocupar otro que nos permita cargar con más odio. Mientras tanto, alimentamos el más perfecto arma de manipulación masiva.
05/06/18
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santifr-ar · 6 years
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Rosario, ciudad fútbol
Si me preguntan cuáles son las dos cosas más esenciales que necesita un rosarino para vivir, sin lugar a dudas mi respuesta sería que el aire y una pelota. Desde los barrios como Las Flores, Grandoli, La Cerámica, Triángulo o Saladillo hasta las altas torres de derroche que costean el Río Paraná, no hay paisaje verde césped o marrón barro al que le falten dos arcos de fútbol. Ciudad roja y negra, ciudad azul y amarilla, con barrios donde el azul se acompaña de rojo y, en otros, de blanco. Para algunos, la pelota es la reunión con amigos, el despejarse de la rutina diaria, del trabajo, el motivo de charla y de discusión, de pelea y de reconciliación; para otros, la pelota es la comida, el honor, es ganarse la vida o desconectarse de ella por un rato. Es territorio, pertenencia, diversión, cultura, educación, inclusión, amor, odio, pasión. Es donde uno primero aprende lo que es el compañerismo -que puede brillar solo pero sin un equipo a su lado no se gana-; lo que es enamorarse -aprendiendo primero el nombre de mamá, de papá y del cuadro-; lo que es la música -escuchando el bombo y el redoblante en la cancha o con la banda de la cuadra y el coro a capella en cualquier lugar-. Ese deporte, que en el ámbito profesional se practica con 11 de cada lado pero donde en la calle no importan esos números, es uno de los patrimonios por adopción más representativos de Argentina. Dentro de esa nación futbolera y gloriosa, Rosario es, reconocida mundialmente, la ciudad donde con más intensidad se vive por hombres y mujeres, adultos y niños. Así, con ese mismo fervor con el que se palpita cada clásico y se divisan los murales hechos por los hinchas en cada rincón, año a año se continúan plantando semillas en cada potrero. De esa tierra salen los Lionel Messi, los Ángel Di María, los Éver Banega, los Ángel Correa, los Nahuel Guzmán. De allí salen los sueños y el hambre de gloria de salir y comerse al mundo, con el celeste y blanco tatuado en la piel. “Che, ¿es para tanto?” Preguntará alguien que venga de afuera y no entienda esta locura. “No, no es para tanto. Es fútbol”.
Escrito para la exposición fotográfica "¿El mejor? Simplemente, Messi", de Gustavo Ortíz.
02/03/18
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santifr-ar · 6 years
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¿El futuro será inteligente?
Durante décadas predecesoras al Siglo XXI los humanos han plasmado en numerosas formas de relato su imaginación sobre cómo sería el futuro. Autos voladores, viajes en el tiempo, teletransportación, superpoderes: la ciencia ficción estaba llena de teorías sobre cómo serían nuestras vidas tiempo más adelante. Algunas, finalmente, más acertadas que otras.
Ahora, en 2018, plena edad de la tecnología y las comunicaciones, del desarrollo de las IA, me pongo precisamente a reflexionar sobre posibles aspectos psicológicos y emocionales (sin ser psicólogo, ni sociólogo, ni intelectual, ni inteligente, y con suerte inteligible) de uno de esos avances tan pronosticados por generaciones pasadas: los robots.
¿Por qué pienso en esto? (como si no tuviera suficiente en lo que pensar con la subida del dólar y la deuda externa), porque más allá del aspecto económico, hoy nuestra vida cotidiana (en nuestra rutina, nuestro trabajo, nuestras relaciones, etc.) se ve influenciada en un enorme porcentaje por inteligencia artificial.
Quizás, no será como alguna vez se imaginaron Los Supersónicos y cientos de otras ficciones, donde contaban con robots humanoides que ayudaban en los quehaceres domésticos cual ama de casa. Sin embargo, sí contamos con artefactos como un celular, mediante el cual a través de un click podemos pedir comida, sintonizar un partido, comprar un mueble, hacer una videollamada, sacar una entrada, prender la alarma, escuchar música, mandarle una carta a Donald Trump, hablar con un amigo o programar una bomba casera.
Quizás a alguno le parecía más simpático que estos artefactos que simplifican nuestro día a día tuvieran el aspecto de Robotina, de Bender, de los NS-5 u otros creados bajo la misma imagen conceptual, pero, ¿alguna vez esa gente pensó en los peligros de que cualquiera pueda tener bajo su mando a otro ser, que aún artificial nos sea similar?
A menudo, cuando dichos artefactos no andan, en la actualidad expresamos nuestra frustración contra ellos largando insultos, o en el peor de los casos, golpeándolos o arrojándolos, arriesgando su integridad física.
En el caso de los robots, básicamente, al estar creados para comportarse como seres humanos en total estado de sumisión y esclavitud, el problema de la convivencia con éstos sería que los humanos, tarde o temprano, también se dirigirían a ellos sin la compasión con la que se dirigirían a otra persona. Cada reproche de algún error sería realizado de manera exacerbada, al mismo tiempo que las exigencias sobre el trabajo del artefacto inteligente irían en aumento.
- ¡Te pedí las tostadas a punto, apenas negritas, no quemadas!
- Perdón, amo.
- ¡Tirá esas y haceme otras, ya!
- Sí, amo.
(¿Por qué en el pasado siempre imaginaban a los robots diciendo "amo"? ¿En el fondo lo que todos querían tener era esclavos? ¿Era una forma de blanquearlo?)
Por un lado, ellos sabrán que eso a lo que le gritan se trata de un artefacto, pero por el otro, por sus características humanas, y siendo este trato algo recurrente, los humanos poco a poco irían perdiendo su humanidad de la misma forma con sus pares a la hora de enfrentarse a situaciones similares, creando un ambiente de vida hostil e individualista.
La ausencia de reacción combativa por parte de los robots generaría una superioridad interna en el humano, quien se envalentona, y esta práctica a su vez luego generaría un mayor inconformismo en la persona a la hora de discutir con otro humano sobre la calidad y/o la realización de alguna tarea, lo que incrementaría aún más y más ese ambiente nocivo hasta, quizás, alcanzar preocupantes niveles de violencia.
¿Sería, entonces, una posible solución el agregar en la IA de los robots la capacidad de responder a las exigencias humanas? ¿De que exijan un buen trato? ¿Un “por favor”? ¿Sería posible para, de esta forma, conseguir alivianar el ego humano y evitar que sea replicado hacia otros pares?
De alguna manera, la teoría de esta acción nociva ante la inacción palpable ya ocurre hoy con las redes sociales. Muchas personas se han acostumbrado a ampararse en lo que llaman libertad de expresión para descalificar las opiniones de los demás e imponer la propia, aunque sea errónea, en cada rincón del mundo web en donde no fue solicitada. La ausencia de una confrontación y una consecuencia reales impulsa a que esa persona se vea luego empoderada a replicar ese mismo accionar al salir a la calle, sintiéndose más segura que antes en sus afirmaciones y respondiendo con más violencia que antes a la hora de sostenerlas.
Por todo esto, si alguna vez en nuestra historia, finalmente, llegasen a existir robots humanoides que realicen tareas humanas y llegase a popularizarse y globalizarse su uso (ni hablemos de las consecuencias catastróficas del reemplazo de mano de obra y la caída en el empleo y las fuentes laborales humanas), tendríamos que estar preparados para darles el beneficio de la respuesta. Una leve expresión de desobediencia que mantenga en raya el egoísmo autoritario subyacente de aquellas personas y, por ende, no termine perturbando el nivel existente de paz y armonía entre los seres humanos.
- ¡Te pedí las tostadas a punto, apenas negritas, no quemadas!
- ¡Anda a la puta que te parió!
15/8/2018
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santifr-ar · 6 years
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Los nadie y las nadas
Conozco lo que es ese miedo a no llegar a ser nadie en la vida. Ese terrible temor a una nada que nos empiezan a infundir desde pequeños en forma de preguntas que nos parecen lejanas, luego en la adolescencia en forma de toma de decisiones inmediatas, en la adultez en forma de responsabilidades y objetivos incumplidos y finalmente en la vejez en forma de reproches y resignaciones.
En realidad, primero deberíamos definir un poco lo que es ser “nadie”. Para ello, debemos abordar lo que son las distintas “nadas”.
Por un lado existe lo que podríamos llamar la nada profesional, o la nada laboral. Esta misma, producto de una sociedad basada en el trabajo y mal fundada en un concepto de meritocracia, es principalmente infundida por padres, maestros y otras personas del mundo adulto en el momento en que somos pequeños, cuando nos llega a través de una inocente pregunta: “¿qué lo que queremos ser?” (“¿Qué es lo que queremos ser cuando seamos grandes?”). Esta misma, con los años, va cambiando un poco en su esencia. Alrededor de los 15 o 18 se nos transforma en un “¿qué vamos a ser?”, para luego entre los 20 y los 40 pasar al “¿qué somos?” y terminar, finalmente, en el “¿qué fuimos?”. Esta pregunta de mierda, esta necesidad de encasillar el “tener que ser” en lo que sería una profesión o un trabajo, es la que muchas veces nos hace sentir una profunda decepción de nosotros mismos. A fin de cuentas, siempre habrán querido que nosotros seamos otra cosa, y nosotros siempre habremos querido ser algo más. Quizás hoy, o quizás dentro de 20 años, no seamos el doctor, el abogado, el bombero, el presidente o el empresario que querían que nosotros fuéramos. Quizás hoy, o quizás dentro de 20 años, no seremos el jugador de fútbol que quisimos ser, ni la estrella de rock con la que siempre soñamos, ni el viajero por el mundo que antes de cumplir 24 conoció la Antártida y de quien pensamos que jamás va a pasar por algo como la crisis de los 40. Creo que jamás a un niño que le pregunten sobre qué quiere ser cuando sea grande responda que quiere pasar su vida trabajando en un call center, lavando autos en una cochera, llenando papeles, siendo troll de Twitter, atendiendo personas como si fueran números o trabajar de lo que le guste pero de forma precarizada porque es lo que hay y porque tiene que ser agradecido con que le permitan la única y esplendorosa chance de "ganar experiencia". Por eso mismo esta nada es una de las más peligrosas para nuestra autoestima, una de las más importantes para el sistema, y una nada por la que muchas personas atraviesan o atravesaron alguna vez en su vida. El miedo de no ser el “yo” que yo soñé, o en realidad ese “yo” con el que me hicieron soñar porque mi “yo” ideal ni siquiera era apto para una sociedad capitalista en la que hay que tener una carrera, después un trabajo, después una familia y después morir.
Esta nada laboral va directamente relacionado con la nada económica. Ese terror de algún día perder esa fuente de dinero con la cual de a poco estamos perdiendo el sueño de nuestro “yo” que nos hace sentir nuestra nada profesional. En otras palabras, ese miedo que nos hace pensar que si vamos detrás de aquel sueño nuestro de ser músico, de ser pintor, de bailar, de escribir poesía o de ser deportista vamos a terminar en la calle, sin plata, sin techo y sin estatus, porque sólo unos pocos pueden alcanzar esa vida, y que entonces para nosotros es mejor ser el oficinista que nunca quisimos ser, pero que nos permite “ser”.
Otra de las nadas es la nada afectiva. Porque, ¿cómo podemos ser “alguien” en la vida si nunca encontramos nuestra pareja ideal? ¿Si tenemos 30 años y todavía no apareció nuestra media naranja? O si tal vez apareció y la perdimos. ¿Cómo vamos a llegar a ser alguien si con 30 años contamos nuestros amigos (los de verdad) con los dedos de las manos y éstos nos sobran? ¿O si nuestra foto en Facebook no alcanza los 100 likes? Ese terror a estar solo, a que si no tenemos una pareja estable es porque estamos haciendo algo mal, o porque seremos feos, o porque si tenemos un grupo de amigos en el que no nos sentimos cómodos seremos en realidad nosotros el problema y uno debería adaptarse a la manada que le tocó. Sé lo que es eso. Sé lo que es perder al primer amor y andar deambulando por la vida entre cuerpos e historias que ya no nos significan lo mismo. Lo que es que cuando un día pensamos que hemos vuelto a sentir esas mismas mariposas la vida nos tira un cachetazo y nos susurra que no, que nos confundimos (seguí participando). O quizás sí, quizás volvés a formar una pareja, volvés a compartir tu vida con alguien, pero que de pronto esa nueva persona y el tipo de relación que llevan en realidad ponen en jaque ese concepto de amor ideal que nos venden desde pequeños y eso hace tambalear el futuro de ser alguien en la vida, según ese mismo concepto (y que lo peor es que nosotros lo creemos). Eso que nos lleva a pensar en el fondo que está mal tener una relación abierta, querer a alguien del mismo sexo, querer a alguien más grande que nosotros, querer a alguien que no tenga estabilidad económica, ni estudio, ni trabajo, que sea pobre o que sea feo, querer a alguien que profese otra ideología, querer a alguien y no querer casarse o atarse a esa persona, querer a alguien que no concuerde con el concepto ideal que tenían nuestros padres sobre la pareja o que sea lo que para ellos es la persona que no llegará a ser “nadie” en la vida (lo que nos llevará a nosotros a no serlo tampoco). En esta nada, generalmente el amor es retratado fielmente como una clásica película romántica, y nosotros seremos nadie si no cumplimos con esos estándares impuestos. Pobre de nosotros, entonces, cada vez que caemos en ellos y no disfrutamos el amor libre con el que soñamos, pero que al parecer realmente no sabremos bien cómo es o de qué va, ese que tampoco corresponde con el molde de familia que sí formaron nuestros hermanos o nuestros primos y que no termina siendo una respuesta convincente a la pregunta de la abuela en la fiesta de fin de año.
En esa imagen también se puede encontrar la nada ideológica. Esta nada generalmente está impuesta y es juzgada por nosotros mismos, muchas veces en consonancia con el grupo de gente al que queremos pertenecer, que nos rodea, a la persona a la que queremos enamorar o al personaje de la persona ideal que sentimos deberíamos ser. En este sentido, esta nada se refiere al sentimiento de vacío de, por ejemplo, nunca llegar a ser tan revolucionarios como queremos ser, ni tan cristianos como se nos exige ser, ni tan militantes como esperan que seamos, ni tan virtuosos como si practicásemos seríamos, ni tan inteligentes o tan exitosos como podemos ser, ni tan felices como debemos ser (la nada sentimental). Tanta teoría nos afecta la percepción a la hora de evaluar la práctica, llegando a pensar que nuestros sueños llegan mucho más lejos mucho más rápido que nuestras capacidades y que nunca nos va a dar el tiempo para alcanzarlos. Por si fuera poco, mientras reflexionamos sobre eso se nos aparece la imagen de un “otro” al lado nuestro, con quien nos comparamos y pensamos que podemos ser mejor que él, que podríamos tranquilamente conseguir lo que él consiguió, o de golpe nos sentimos mal por aparentemente no serlo y no haberlo conseguido.
De allí se desprende la nada técnica, o la incapacidad de alcanzar habilidades y destrezas o de hacer cosas que vemos y nos encantaría hacer, como poder correr diez kilómetros todos los días, hablar cinco idiomas, navegar, tocar la guitarra, escribir un libro, cocinar rico, arreglar una cañería o sacarnos 10 en los exámenes. La ausencia de cualquier habilidad de este tipo es lo que nos lleva a esta nada y es, en realidad, lo que nos impide darnos cuenta de las capacidades que realmente tenemos, simplemente por enfocarnos en aquellas que no alcanzamos. Seguramente, otra persona en el mismo momento se esté lamentando por no alcanzar esa capacidad que nosotros sí tenemos y no estamos apreciando, porque pensamos que justo esa destreza no nos hará escapar de ese maldito destino de ser “nadie”.
También están las nadas físicas, de no llegar a tener nunca el cuerpo o el pelo que soñamos tener, o las nadas materiales, de jamás alcanzar a manejar ese auto o a vivir en esa casa. Incluso existe esa nada ajena, que es la de estar pendiente constantemente de las nadas de otra persona, a quien entendemos como un “nadie” consumado o potencial, y, a raíz de sus carencias, fijar el límite mínimo y máximo de las pretensiones de nuestro "ser alguien".
Y así, en la soledad y la inutilidad aparente, llegamos a la nada misma. Esta se suele alcanzar cuando caemos en que tengamos la vida que tengamos nunca llegaremos realmente a alcanzar el “alguien” que querríamos ser por nuestro trabajo, nuestra vida amorosa, nuestra familia o nuestras habilidades (o cualquiera de ellas), y que al caer en una de todas estas “nadas” terminamos palpitando en la carne el miedo latente de no ser “nadie” y que el dedo que nos señala finalmente nos aplaste.
“Nadie”, en otras palabras, es no encajar. Es no llegar a ser ese ente clasificable que tiene el nombre de su categoría escrito en la batea, en esa al que poco a poco nos hacen creer que tenemos que llegar para poder alcanzar esa realización propia que, de hecho, nunca llega y que terminaremos legando a las futuras frustradas generaciones para que ellos sí puedan encajar dentro de la picadora de carne humana que es el sistema y terminen cumpliendo nuestro sueño de ser una albóndiga con CUIL, anillo en el dedo anular y trámites por hacer en la Afip. Por ahí la clave está en otro lado. Porque tampoco sirve que tras reflexionar sobre ese destino uno simplemente baje las pretensiones o los deseos en su objetivo de desarrollo humano por otros menos convencionales pero aún así socialmente aceptables, sino que hay que comenzar por discutirse a uno mismo cuáles son los parámetros a través de los cuáles mediremos nuestra vida, nuestra felicidad, nuestro éxito, y entendiendo que jamás nadie fabricó un manual para llevarlos adelante. En palabras resumidas: muchos seremos alguien el día que nos deje de importar ser nadie.
24/01/18
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santifr-ar · 6 years
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Bien, ¿vos?
Amanecí. La habitación, lúgubre, no daba indicios de lo que sucedía afuera. Herméticamente separado del mundo entre barreras de hormigón que no dejaban reportar el sol, las horas, ni nada; dejando sólo a la soledad así como la única certeza de lo que me habían dejado aquellas últimas horas de las que poco recordaba ya. El aliento en mi boca y las puntadas en mi espalda sin embargo me daban a entender que no habia hecho más que leer un libro y malgastar la agonía nocturna en whisky barato y la caja boba. Una noche más, y van... Entre suspiros y lamentos hube de levantarme como cada fría mañana de aquel duro invierno. Casi pensando en que el pensar me iba a matar. En el pasillo que conecta la habitación con el baño comenzaban a asomarse, tímidamente, los primeros rayos de sol. La claridad de los mismos sin embargo denotaban que todo ese panorama gris y frío era consecuencia de las nubes que asolaban en el exterior. Sumergí mi rostro en el agua helada del lavamanos, refregando, quitándome las ojeras, las lagañas, limpiándome de tal forma que el agua, ese bendito maquillaje natural, quitara de mí toda las crudas cicatrices de una noche sin espamentos, y deseando que al menos mi apariencia lograse renacer. Estaba pálido, estaba enrarecido, estaba, como todas las mañanas. Me dirigí hacia el ventanal del comedor, buscando unos rayos de luz que despertaran el día. Un manto de niebla intensa copaba la parada, adueñándose de los edificios, del sol, de las nubes, del paisaje, casi de las personas. Solamente veía los restos de lo que alguna vez fue un patio hermoso, donde hoy yacían los retazos de hojas muertas, algun que otro tallo valiente queriendo asomar, y las marcas en el suelo del efímero paso de las palomas que trajeron consigo simbólicamente ese mensaje que la vida nos envía frecuentemente. El sonido de las agujas de aquel reloj viejo de mi abuelo que colgaba en la pared del comedor, en lugar privilegiado y como centro de la atención, era lo único que rompía con la frialdad de la mañana, con esa calma que no calma, ese silencio que habla por sí solo, desesperanzado y seco. Dos cucharadas de café, agua hirviendo, un poco de leche, detalles. Quemar mi lengua y mis labios con el primer sorbo del Capuccino era, hasta ahí, el único estímulo que mi cuerpo había experimentado en el día, y quién pudiera decirme desde hace cuánto tiempo no sentía uno. No obstante esa fuerte caricia, casi golpe, poco duró. El calor se esfumó de mí más rápido que el líquido en la taza y me vi inmerso nuevamente en una neutralidad fría altamente contagiosa... aunque para el bien de la humanidad, me encontraba solo. Solo, en ese pequeño apartamento que se volvía gigantesco, y a la vez asfixiaba. Necesitaba aire, espacio, una calma sincera. El reloj daban las 7.30; apurado, cual preso queriendo escapar de su prisión, tan solo calzé mis zapatillas viejas, compañeras siempre fieles de tantos momentos y lugares que cargaban consigo ya la tierra de 4 pueblos distintos, y un pilotín azul capaz de cubrir el buzo xxl y la remera rota que usaba de entrecasa. Nada más necesitaba llevar conmigo. Los primeros pasos hacía la calle eran una tortura a la paz interna mucho mayor que de la que intentaba escapar. Los edificios grises, altos, muertos, eran una trompada certera a la falsa sensación de libertad que uno cree sentir al poder ver el cielo y dejarse llevar. Ni siquiera el sol parecía querer presenciar tan vil engaño y permanecía escondido detrás del toldo blanco de nubes que cubría la ciudad. Comencé a caminar rumbo a un lugar donde no encontrase de esos escudos de cemento que me bloqueaban en todos los sentidos. Las pequeñas veredas estaban repletas de gente y ninguna aportaba un mísero color a la mañana. Cada uno preocupado de su mundo interno, aberrando al de la par. Observaba sin quererlo, pues no tenía escapatoria ni un atajo que me permitiera llegar a destino sin cruzarme ese desfile de sombras. No veía rostros, pero ellos me miraban. Sus ojos, invisibles, pero fijos allí en mí, a la pasada, juzgándome, despreciándome, casi matándome si tan solo pudieran, parecían reflejar como un espejo toda la miseria que transitaba por mi ser. Cientos de espejos estratégicamente colocados para recordarme que no tengo escapatoria a lo que habita en mi interior, a lo que desprecio y me incomoda de mi mismo. Sorteando cada uno de ellos sin detener mi paso logré dar con el parque de la ciudad. Un espacio verde enorme, utilizado de distintas formas en cada uno de sus sectores, transformándose en su amplio estrecho desde el 'pintoresco' patio de un costoso vulgar restaurant hasta un sitio donde la mano humana pocos estragos habia causado todavía y permitía que uno pudiese recostarse en el pasto, bajo la sombra de un árbol, a la vera del río... Disfrutar del sol, del cielo, de las aves, del agua, de la vista, de la (trágicamente) máxima expresión de naturaleza a la que uno podía recurrir sin abandonar esta aburrida urbe. Desafortunadamente para mí, la lluvia, la humedad y la niebla de los días habían hecho de las suyas por estos lares. El vivo color verde de la zona hoy se encontraba apagado, casi agónico, a tono con el resto de la localidad. Ese sitio perfecto para explotar la paz de uno y admirar la belleza de las pequeñas cosas, debajo de un hermoso roble, hoy se componía de barro, ramas, piedras, algunas pocas hojas secas del allí desnudo árbol y una caja de vino tinto testigo y participe de la noche de algún alma que habría partido al amanecer. Imposibilitado, lentamente me dirigí hacia el barandal que hay ubicado al borde del río. Pero no pude, no obstante, dejar de pensar en la caja. Mas no precisamente en la caja en sí, sino en quien la había vaciado, quien la había dejado ahi. Poco me interesaba de hecho su nombre, su sexo, su contextura física, su ocupación, o su historia, pero al observar yo el envase había notado por las gotas y manchas de la bebida que esa persona había estado en ese lugar hace no más de 3 horas ni menos de 1, por lo que seguramente hubo de presenciar el amanecer allí, y eso es lo que me inquietaba a mí. Me inquietaba imaginarme ese bello amanecer, aún en los días nublados, recordar hace cuánto no veía uno. Me inquietaba pensar en que algo tan admirable, tan gustoso a la vista, ocurre todos los días mientras uno duerme, y que encima cuando despierta se encuentra con días tan tenues como estos ya consumados. Me inquietaba también pensar en cuántos amaneceres me había perdido en mi vida por estar dormido, unos 6912. Qué desgracia... no tanto por el hecho de la inmensa cantidad con los que me pude haber deleitado, sino por estar tan acostumbrado a ello, a no verlos, a llegar al punto de creer que lo normal es perdérselos para poder estar bien despierto y cumplir con la rutina, esa que lentamente y día a día acaba con uno. Y así, ¿a cuántas cosas más estaba acostumbrado yo?, ¿de cuántas me estaba privando por tal vez no dar dos pasos para acá, o levantar la cabeza un poco más allá?, los lugares donde podría estar yo en ese momento, las cosas que podría estar haciendo, y sin embargo estaba allí, con mis pies sobre la baja baranda de las tres que habían de separarme de una estrepitosa caída al agua, a unos tres metros, cuestionándome la existencia por un tetrabrick, casi como esperando un impulso que me alejara de todo en lo que mi cabeza se habia convertido, en lo que yo me habia convertido. Lo que buscaba de un lugar donde pudiera estar tranquilo y llenar mi mente de buenos pensamientos se había convertido en mi silla eléctrica. La fragilidad de mi alma se hallaba quebrantada por cada pequeño detalle del día, y recién eran las 8 y cuarto. "¿Y si salto?", pensé. "¿Qué ocurriría?, ¿Qué habrá después de la muerte?, ¿Será un sueño eterno?, ¿Será enceguecerse por el resto de la eternidad?, ¿Habrá un paraíso?, ¿Un cielo y un infierno? (¿a cuál iría?), ¿Existirá la reencarnación?, ¿Veré la luz?, ¿Qué me cuesta probar?, ¿Acaso dejar de lado estos días de sopeso, de frustración, de melancolía?, ¿Acaso concederle la victoria a los tormentos que me acechan constantemente?, ¿Acaso resignarme a ver un solo día nublado más?"... Cerré mis ojos, aflojé mis manos bien sujetas, ¿qué me costaba probar?...
-"Hey..." Escuché, y voltié rápido mi cabeza (mientras los colores volvían al día por esa voz). -"...cómo estás?" Era ella. Sonreí.
(Bien, vos?)
25/08/14
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santifr-ar · 8 years
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santifr-ar · 8 years
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Día 2
Día 2: No me sueltes. Por favor. Soy muy viejo para andar solo. Cada instante por mi cuenta me dejo llevar por el primer lujo vulgar. Caigo en las tentaciones innecesarias, en las insignificantes miserias que llenan a cuentagotas la mentira del ego y el autoestima. Removiste tu peso de la balanza, me tambalié y caí. En vez de abrazos recibí odio, en vez de amor se murió la paz. Las miradas ajenas apuntaron sobre mi y endulzaron mis oídos con crueles insensateces. Mis labios sólo decían que sí, entregué mi cuerpo sin sentir nada. Me volví crudo. Me volví seco. Me volví un muñeco. Un títere dispuesto a cumplir con las alegrías de los demás y sin cambiar nunca su cara. La pasión es la estrategia de marketing más grande del mundo. De nada sirve tener amor cuando no tiene sentido. Me siento cansado, quiero más, quiero frenar, pero digo que sí. Será que en el fondo quiero matarme con amor. Será que quiero morir abrazado. Será que la lujuria es tan grasa que sólo funciona de vez en cuando. Y a vos tampoco te fue bien. Sé que tropezaste lo mismo que yo. Supe que a ambos no nos bastó la filosofía para desterrar nuestro molde de “amor ideal”, el que nos vendieron en cómodas cuotas, y será que el ejemplo consumista cae perfecto porque el amor es consumista. El concepto del amor perfecto está basado en estereotipos que nadie comparte, pero todos aceptan. Cuando querés a alguien no es amor. Cuando amas a alguien no es amor. Cuando cogés no es amor. Cuando te matás no es amor. El amor es resignar el poder de uno para dejar que el otro lo complemente. Es sentir que ambos líquidos se pueden mezclar y formar un gran color. Es descargar el peso de uno por la mitad. Pero a veces uno se va, y la carga nunca vuelve a ser como antes. Ahora todo pesa más. Ahora todo esfuerzo es el doble. Ahora aparecen aquellos que te dicen que te van a ayudar y solo te soplan el oido o te hacen llevar sus cajas. Ahora es todo. Ayer fue nada.
04/01/16
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