Compré una botella de cerveza. No era una caguama, era como de setecientos mililitros. Era una pilsen. Había un malecón de madera. Estaba completamente solo. Me senté en una banca y abrí mi cerveza. Los rayos del sol me pegaban en la cara evaporando el agua salada en mi rostro, el mar me regalaba una exfoliación de bienvenida. Le di un trago a mi cerveza y una sonrisa se me dibujó de oreja a oreja ¿Conoces esa sensación de estar frente al mar al mediodía sin preocupaciones con la espuma de la cerveza resbalando entre tus labios? Parecería un detalle muy pequeño, pero a mí me provocaba una intensa felicidad. No necesitaba nada más. Estaba completamente solo, en un pueblo desconocido, bebiendo una cerveza, pensando en un poema que no había escrito todavía. Nunca me sentí tan feliz, tan libre, tan relajado y tan consciente de que ese instante quizás era el verdadero paraíso que durante años busqué entre el yoga, la religión católica, el budismo y otras filosofías.
Cielo para unos, infierno de otros. No quería más volver a la misma rutina que asfixia los sentimientos mientras libera el placer con alguien más. Hastío hasta el hueso que suscitaba la metamorfosis de un ser ordinario.
Cuando nadie me ve mi alma se complace. Puedo ser como esa niña que juega, que ríe por nada o que llora por todo cuando así lo necesita y la mirada adulta no la juzga. Cuando estoy a solas me deleito con placeres sencillos, en no hacer nada y soñarlo todo. Pasear sin ropa o sumergirme en una bañera de espuma y desinfectar mis penas y preocupaciones.
Adoro la intimidad de esos pequeños instantes en que nadie me ve. Mi mente florece de pronto y mi corazón se relaja, porque no hay nada como llegar a casa y descalzarse los pies y las penas, desnudarse de prendas opresivas y de los botones del estrés.
Valeria Sabater
Nos piden que no consumamos azúcares, que dejemos de fumar, que nos alejemos del alcohol; como si la vida fuera tan grandiosa como para querer alargar su suplicio sin placeres.