Tumgik
#paradoja de cantor
bocadosdefilosofia · 1 year
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«La aplicación del argumento de Cantor me llevó a considerar las clases que no son miembros de sí mismas; y estas, al parecer, deben formar una clase. Me pregunté si esta clase es un miembro de sí misma o no. Si es un miembro de sí misma, debe poseer la propiedad definitoria de la clase, que es no ser un miembro de sí misma. Si no es un miembro de sí misma, no debe poseer la propiedad definitoria de la clase, y, por tanto, debe ser miembro de sí misma. Así, cada alternativa conduce a la contraria y hay una contradicción.»
Bertrand Russell: La evolución de mi pensamiento filosófico. Editorial Aguilar, págs. 78-79. Madrid, 1964.
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diarioelpepazo · 3 months
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León Magno Montiel @leonmagnom Marvin Gaye nació con talento supremo para la música, fue en la ciudad-museo Washington DC, el 2 de abril de 1939. Su padre Marvin Gay era un ministro de la iglesia protestante, lo llevaba a su templo a cantar con solo 5 años de edad. Le prohibía escuchar música comercial, solo podía escuchar cánticos religiosos, gospel. Su madre una doméstica de nombre Alberta Williams, mujer austera, serena, sometida a los mandatos de su cruel esposo. La música con su vasto magnetismo, metió al joven Marvin en su centrífuga, lo hizo baterista de Smokey Robinson, en esa banda deslumbró, captó miradas, generó respeto y asombro. Aprendió a ejecutar el piano con solvencia, aunque no leía partituras. Cantaba como un tenor ligero, componía canciones, de un alto histrionismo sensorial en escena. Hasta que firmó su primer contrato como figura musical y comenzó a orbitar como un astro sonoro con la casa MOTOWN de Berry Gordy. Desde entonces, vivió una espiral se éxitos, con Motown Records de Detroit, una ciudad desgarrada por las luchas raciales, a la que llegó en 1960. Ese sello discográfico lo avaló y lo promovió en los EEUU y Europa. Marvin Gaye comenzó a liderar en las carteleras musicales, en las emisoras y en los escenarios de los años 70. Se convirtió en "El Príncipe del Soul", en el símbolo masculino de la canción negra norteamericana: un icono del canto romántico, un dandi de los escenarios. En 1971 lanzo su clásico "What's going on" (qué está sucediendo) tema con talente social. Su estrellato lo llevó a los amoríos fortuitos, a las infidelidades, cayó en excesos, en mutuos abandonos. Fue tanta su desmesura con los placeres, que se hundió en las drogas, la promiscuidad. Luego cayó en la abulia y el alcohol: ahora era un hombre en ruinas económica y espiritual. El psicólogo arquetipal estadounidense James Hillman, afirmó: "La depresión abre la puerta a algún tipo de belleza". Creo que esto le sucedió con Gaye, en medio de su caos personal, consiguió inspirarse de nuevo, crear música de alto tenor. En los Grammys de 1983 brilló al cantar en vivo su "Terapia sexual", lució elegante y risueño. Recibió dos gramófonos de oro entre ovaciones. Cuando comenzaba a resurgir de sus cenizas en 1984 con su nuevo álbum, después de pasar una temporada en una comuna hippie en Bélgica, desintoxicándose, "El príncipe de soul" comenzó un fuerte enfrentamiento con su ortodoxo padre: el hijo defendía a su madre Alberta de la violencia de su esposo iracundo, desequilibrado y alcohólico. Marvin presentía que él estaba en peligro de muerte, usaba chaleco antibalas, compró varias armas de fuego. Y aunque nadie se lo esperaba, el ministro pentecostal le disparó al pecho el 1 de abril de 1984, en su casa, eran las 12.38 de la tarde en la ciudad de Los Ángeles, allí lo asesinó con un revólver Smith and Wesson calibre 38, el que su hijo mayor Marvin, le había regalado para su defensa personal. El cantor negro Gaye Williams solo tenía 44 años de edad cuando se marchó entre flores blancas y llantos desgarrados. En sus exequiás cantó Steve Wonder y fue orador emotivo el cantor Smokey Robinson. El Príncipe del Soul se fue temprano, ese hombre talentoso que nació y murió en el mes de abril, miles de personas lo lloraron perplejos ante el horror y la paradoja, pues; su padre, el hombre que le dio la vida "el pastor de Dios", también le quitó su existencia a balazos. Al desequilibrado reverendo Gay lo sentenciaron a 6 años de prisión, sus abogados alegaron "en defensa propia". Marvin Gaye júnior fue un ser melancólico, que con su música logró formar una unidad con el cosmos, y esa unidad aún persiste: ese astro de abril, aún sigue orbitando. Para recibir en tu celular esta y otras informaciones, únete a nuestras redes sociales, síguenos en Instagram, Twitter y Facebook como @DiarioElPepazo El Pepazo
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kiro-anarka · 4 years
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Criticones, malpensados y aguafiestas siempre hubo entre la grey practicante y la adusta patronal. ¿Pero por qué se sumó la izquierda a este ejército de santurrones? ¿De dónde han salido estos pastores rojos, cancerberos del decoro social, que nos dicen qué entretenimiento es compatible con la revolución y cuál no? Machado ya hablaba de esos “pedantones al paño” que se las dan de sabios “porque no beben el vino de las tabernas”. Pues bien, ha llegado el momento de diagnosticar su mal, encontrar su origen y ofrecer un remedio a su sufrimiento. Y para eso estamos aquí. Igual que existen rigoristas en el ámbito de la religión, los hay también, desde siempre, entre los analistas y prescriptores culturales. Tras la Segunda Guerra Mundial, uno de los más influyentes (no en vano era consuegro de Stalin) fue Andréi Zhdánov. Enamorado de la música, fue el responsable de la persecución a la que fueron sometidos Shostakóvich y Prokófiev, entre muchos otros. A su juicio, se estaba produciendo en las artes soviéticas la impregnación de una «ideología extranjera», por lo que asumió personalmente la tarea de apuntalar el realismo socialista. El resultado de aquel celo, es sabido, fue un tostón de proporciones insondables. Y aquí es donde llegamos a la cuestión de la utilidad política del arte. El propio Jean-Luc Godard, fascinado por la Revolución Cultural china y tras varios años dedicado de lleno al cine político, confesó su fracaso. El cine no servía como arma revolucionaria contra la realidad. Por supuesto, él intelectualizó bastante más su respuesta, pero nosotros podríamos resumirla en estas pocas palabras: no se le puede dar la turra a la gente. Bailando, me paso el día bailando… porque puedo Una de las funestas consecuencias de la Gran Recesión de 2008 ha sido la persecución de la frivolidad. Desde entonces, una frase sirve para cortar cualquier conato de buen humor y silenciar al bromista: «Con la que está cayendo…». Empezaba así una nueva era cimentada en el ruido de las redes sociales. Nacía el moderno capillita marxista, martillo de impíos y perseguidor de placeres. Quien no respetase escrupulosamente el amargo duelo por la crisis era denunciado como colaboracionista. «Con la que está cayendo y tú con tus chistecitos». El fenómeno es grave no sólo porque sea contraproducente para la izquierda, que queda arrinconada en su tristeza cavilosa, sino porque atenta contra la propia naturaleza humana. Hay una emergencia de la alegría que entra en erupción precisamente en los momentos más inopinados. Nadie que haya vivido una larga noche de velatorio podrá negar que, en algún momento de la misma, acabó llorando de la risa. Siempre pasa. Es una vía de escape y un gozoso atributo de nuestra especie. «La alegría es el paso del hombre de una menor a una mayor perfección», decía Spinoza. Animados por su espíritu justiciero y provistos de una cuenta de Twitter, los miembros de la Congregación para la Doctrina de la Fe marxista no entienden de sentimientos y corren raudos a denunciar cualquier brote de felicidad. El posicionamiento no es nuevo ni se debe, por supuesto, únicamente a las redes sociales, ya que allí hallamos también hermosos ejemplos de saludable cachondeo que nos ayudan a rebajar la gravedad de la vida cotidiana. Pero aguafiestas, decíamos, ha habido siempre. Veamos algunos ejemplos. ¡Que te pires ya por ahí, hombre! En una de las cartas que Rosa Luxemburgo le escribió a su amiga Luise Kautsky desde la cárcel, después de recordar con nostalgia sus alegres acampadas regadas con champán Mumm, se queja de que su camarada y amante Leo Jogiches le haya afeado un arrebato romántico. Ella había arrancado un dibujo de un álbum del pintor William Turner y se lo había enviado por correo. Él se lo remitió de vuelta diciendo que aceptarlo sería «vandálico» y que debería reintegrarlo al álbum. «Leo (…) no sabe cómo amar», escribió a su amiga. «Tú y yo sí lo sabemos, ¿verdad, Luise? y si cualquier día se me antoja coger un par de estrellas para regalárselas a alguien como un par de gemelos, no quiero que un sesudo pedante venga a advertirme, con empaque doctoral, que con ello echo a perder los atlas astronómicos de las escuelas». Se le atribuye a Emma Goldman la célebre frase «si no puedo bailar, tu revolución no me interesa». En realidad, no la expresó exactamente así. El contexto en el que formuló esa idea es importante y aumenta incluso su belleza. Así lo escribió en sus memorias, Viviendo mi vida (1931): En los bailes era una de las más alegres e incansables. Una noche, un primo de Sasha, un muchacho muy joven, me llevó aparte. Con gravedad, como si fuera a anunciarme la muerte de un compañero querido, me susurró que bailar no era propio de un agitador. Al menos, no con ese abandono. (…) Mi frivolidad solo haría daño a la Causa. La insolencia del muchacho me puso furiosa. (…) No creía que una Causa que defendía un maravilloso ideal, el anarquismo, la liberación de las convenciones y los prejuicios, exigiera la negación de la vida y la felicidad. Insistí en que la Causa no podía esperar de mí que me metiera a monja y que el movimiento no debería ser convertido en un claustro. Si significaba eso, no quería saber nada de ella. «Quiero libertad, el derecho a la libre expresión, el derecho de todos a las cosas bellas y radiantes». Eso significaba el anarquismo para mí, y lo viviría así a pesar del mundo entero, de la cárcel, de las persecuciones, de todo. El derecho a «las cosas bellas» también fue el motor vital de otro autor bajo sospecha: Oscar Wilde. El escritor irlandés, con sus irónicos y agudos análisis, hizo de la frivolidad un arte. Era tan brillante que sus críticas a la moral burguesa fueron aplaudidas por los propios burgueses… hasta que se cansaron de él. Antes de dar con sus huesos en la cárcel por sodomizar a un consentido y consintiente niño de papá, su habilidad con la pluma le permitió compatibilizar su simpatía por los fabianos (que serían fundamentales en la posterior creación del Partido Laborista) y por los anarquistas con el aplauso en los salones de la alta sociedad. No era lo que hoy entenderíamos por un artista comprometido. Entre el champán y el sudor eligió lo primero, como haría cualquier persona en sus cabales, pero a su manera, diletante y provocadora, dejó perlas revolucionarias como la siguiente: Mendigar es más seguro que robar, pero mucho menos digno. No: un pobre ingrato, dispendioso, descontento y rebelde es probable que tenga verdadera personalidad y mucho que decir. Al menos la suya es una protesta saludable. Por lo que respecta a los pobres virtuosos, por supuesto, es posible compadecerlos, pero no admirarlos. Han pactado con el enemigo y vendido el derecho de primogenitura por un plato de potaje aguado. También deben de ser extraordinariamente estúpidos. Puedo entender que alguien defienda las leyes que protegen la propiedad privada y su acumulación, siempre y cuando dichas condiciones le permitan desarrollar una vida bella e intelectual. Pero me resulta increíble que las defiendan aquellos cuya vida entorpecen y afean dichas leyes. El ensayo al que pertenecen estas líneas, El alma del hombre con el socialismo, era particularmente sarcástico y esto es lo que no se le perdona, y menos a un cantor de los placeres mundanos como Wilde. Pero Wilde ya fue suficientemente perseguido y castigado en vida. ¿De verdad quieres pertenecer a un grupo que lo persiga ahora por su frivolidad? Amparados en que todo es político, habrá quienes crean que saltar a la comba con tu hija no sólo no aporta nada a la revolución sino que la entorpece. Lo mismo que zamparse un cachopo, ir al fútbol con tus amigas, ver una peli de coches que explotan o pasar una buena tarde de sexo. No pueden estar más equivocados. Tampoco hay que ponerse así La explicación a la súbita multiplicación de la figura del izquierdista cenizo podría encontrarse en la dificultad de alguna gente para convivir en el contexto actual con eso que se llama «disonancia cognitiva». Como todo está polarizado, como estás conmigo o estás contra mí, la cohabitación en su cerebro de dos ideas que se excluyen mutuamente les produce un sufrimiento insoportable. O por expresarlo de una forma más coloquial: son mu sentíos, demasiado sentíos. Nada que no se cure con un poco de relax y tolerancia intelectual. Si a pesar de todo sigues incómodo, como último recurso, y bajo tu responsabilidad, puedes recurrir a la religión. La Iglesia católica halló una fórmula magistral para cabalgar entre contradicciones: todos somos pecadores. El ardid es asombroso en su simplicidad. Ni el más puro de nosotros está a salvo de la tentación. Ni el mismo papa de Roma. Unos la resistirán, como Jesús en el desierto, y otros caerán en el oprobio pero, finalmente, tras el debido arrepentimiento… ¡serán perdonados! ¿Es genial o no? Seguramente quienes mejor entiendan este proceso sea la gente adicta a algún tipo de sustancia. Las recaídas son inevitables, puesto que nadie es de hierro, pero no te aflijas. No estás solo. Volveremos a empezar el proceso de desintoxicación juntos y a ver hasta dónde llegamos esta vez. Pase lo que pase, tu debilidad (como la mía) será perdonada. Sonará fatal, pero a lo mejor debemos convertirnos en consumidores desde la condescendencia, tanto en el plano político como en lo que se refiere a calidad artística. Dicho en otras palabras (y aplíquense éstas a cualquier producto cultural susceptible de entrar en la más zarrapastrosa de las categorías): «Es una mierda, pero me he entretenido». ¿Es eso, acaso, un pecado? ¿Y si fuera todo lo contrario? ¿Y si vivir en la paradoja fuera un virtuoso ejemplo de adaptación neurológica, un signo de inteligencia? Por nuestra salud mental para la ideología debería funcionar, como en el trabajo, una especie de desconexión digital. No podemos estar todo el día aplicando a nuestro ocio el método de análisis dialéctico de Hegel. Un poco sí, vale, pero sin fliparse. Porque el exceso envenena y, en el peor de los casos, te conducirá a una ira digital ridícula. Quien aspire a la pureza tendrá la amargura como recompensa. Y eso sí que no sirve para nada. Para apoyar esta afirmación podríamos citar a excelsas filósofas o a rotundos académicos, pero llegados a este punto, y por si aún quedara algún indeciso, tendremos que jugar fuerte y recurrir al más grande de todos: «Es preferible reír que llorar». Lo dijo Peret el rey de la rumba y no hay más que hablar.
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Borges y la libertad
Al hombre del que vamos a hablar en las siguientes líneas le gustaba considerarse no exactamente poseedor de una personalidad escindida, sino más bien, como el dios romano Jano, pensar que eran dos las personas que respondían al mismo nombre. Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico.
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“Borges y yo” es el título de la prosa poética de la que hemos tomado el anterior fragmento, y que podía haberse llamado perfectamente “Georgie y Borges”. Borges era el escritor consagrado, el políglota Homero de la Postmodernidad, el conferenciante de la Kábala o las literaturas escandinavas medievales y el coleccionista de doctorados honoris causa. Georgie, como siempre fue llamado por sus familiares y sus amigos, es el desconocido y ávido lector, el pudoroso caballero victoriano en la Buenos Aires del siglo XX, el hijo obediente y el enamoradizo y tímido galán chapado a la antigua. A estas alturas, con la multitud de biografías y estudios críticos publicados sobre la figura, resulta hasta farragoso hablar de Georgie o de Borges, es decir, del Jorge Luis Borges Acevedo biográfico o literario. Por eso proponemos examinar una faceta muy desatendida del Maestro, presente en ambas vertientes (la familiar y la literaria) y que creemos que es digna de ser resaltada: su firme compromiso con la libertad. Y es que, en una época y un ámbito geográfico en el que el pensamiento liberal entre literatos se encontraba desprestigiado y estigmatizado por una disciplinada legión de escritores enemigos de la democracia, Borges se erigió en el Atlante de la cultura argentina que, durante casi seis décadas, llevó sobre sus hombros los ideales liberales.
 La plenitud, si no literaria, sí al menos mediática, de Borges, coincide con unos años en los que ser escritor de fama hispanoamericano, activista político de izquierdas, furibundo anti-estadounidense y supuesto adalid de las libertades eran una y la misma cosa. Pero Borges no obedece a ninguno de los perfiles que podemos evocar, como García Márquez, Carpentier, Cortázar o incluso su compatriota y comprometido con los Derechos Humanos Ernesto Sábato. Borges no fue nunca una de estas estrellas del firmamento político-literario, ni el estandarte enarbolado por ninguna corriente ideológica. El compromiso de Borges con la libertad, inquebrantable y sólido, recuerda a la idea de un río subterráneo que recorre las entrañas de una montaña sin que se perciba su presencia. ¿En qué consistió, y cómo podemos descubrir, la lucha de este genial escritor, tan denostado por aquellos que han secuestrado y pervertido la palabra libertad? ¿Por qué podemos asegurar que este clarividente ciego, que parecía aislado de la realidad en su mundo de espejos, laberintos, tigres y bibliotecas, fue uno de los más inquebrantables bastiones de la libertad, en un siglo plagado de desmanes, atropellos y violaciones de ese derecho tan incuestionable, pero tan vulnerado? A estos interrogantes intentaremos atender a través de un itinerario biográfico e ideológico que muestra la actitud de Borges respecto a la libertad. Comencemos sin mayor dilación.
 El aprendiz de anarquista intelectual
La imagen pública de Borges en sus años de madurez está indisolublemente ligada a una figura femenina. Pero esta figura no es la de ninguna de sus dos esposas, Elsa Astete y María Kodama, ni la de cualquiera de la pléyade de secretarias, amanuenses, colaboradoras y discípulas que solían rodearlo. Esa figura es la de doña Leonor Acevedo, su madre, una criolla de hierro que consagró su vida a la de su hijo ciego. Borges la quiso tanto que llegó a decir que sentía no haber sido feliz no por sí mismo, sino por su madre, es decir, que hubiera deseado ser feliz para que ella también lo fuese. Doña Leonor, que murió a los noventa y nueve años totalmente lúcida y consumida por el tiempo, como la Sibila de Cumas, fue la auténtica compañera de Borges. En cambio su padre, don Jorge Guillermo, es una presencia fantasmal, ese hombre tan modesto y discreto que, en palabras de su hijo, hubiera deseado ser invisible. Borges lo evocaba a menudo, pero parecía que ese oscuro personaje no le había legado a su hijo, aparte del nombre y el apellido, más que su biblioteca en lengua inglesa y la ceguera, o, como dijo en su célebre Poema de los dones el propio Borges, los libros y la noche. Nada más lejos de la realidad. Doña Leonor pudo haber sido una madre posesiva y hasta tiránica, pero fue don Jorge Guillermo el que cinceló la personalidad de su hijo, quien le descubrió los arcanos de la Filosofía, le abrió la puerta del mundo de las letras, le transmitió la lengua de Shakespeare y Milton y, sobre todo, quien le educó para la libertad.
El padre de Borges era abogado y profesor de Psicología. Descendía a la vez de una estirpe criolla que se destacó en las guerras de emancipación y civiles en Argentina, y de una familia de piadosos y grises emigrantes ingleses protestantes. De esta segunda rama heredó don Jorge Guillermo su pragmatismo y buena parte de las ideas de las que fue impregnándose su hijo. A Borges le gustaba recordar que su padre se consideraba un anarquista filosófico o intelectual, a la manera de Herbert Spencer. Mi padre era anarquista. Él me dijo que me fijara en las banderas, en las fronteras, en los distintos colores de los diversos países de los mapas, en los uniformes, en las iglesias, porque todo eso iba a desaparecer cuando el planeta fuera uno y hubiera simplemente un gobierno municipal o policial, o quizá ninguno si la gente fuera suficientemente civilizada. Él creía que esa utopía estaba esperándonos; ahora no se nota ningún síntoma, pero quizás a la larga tenga razón. Al margen de las embestidas contra las instituciones más respetadas e intocables (patrias, ejércitos e iglesias), bastante insólitas en boca de un acomodado burgués argentino de comienzos del siglo XX, hay en las palabras del padre recreadas por el hijo un alegato a la virtud que para Borges, padre e hijo, iba indisolublemente unida a la libertad: el individualismo. Borges aprendió de su padre que la principal amenaza para la libertad no era la tiranía, sino la alienación, la negación de la individualidad y su anulación. Por eso Borges nunca se tomó demasiado en serio esas instituciones que tienden a encuadrar a la persona, a cuadricular su existencia y pensamiento, y a dirigir todos los aspectos de su existencia.
El padre de Borges no sólo desdeñaba al Estado y al intervencionismo; lo temía. Era tal su rechazo que, hasta los nueve años, no autorizó a que su primogénito fuese a la escuela pública. Como anarquista, desconfiaba de toda empresa promovida y conducida por el Estado, y se burlaba abiertamente del santoral oficial argentino que en los colegios se inculcaba a los niños, lleno de próceres ilustres, padres de la patria, invictos generales y demás figuras marmóreas, de estatua de plaza pública. No nos suena nada lejano todo esto, cuando la enseñanza y su instrumentación política son hoy continuo tema de debate.
 Borges pasó su niñez escuchando estas ideas, aunque nunca se propuso su padre la tarea de adoctrinarlo. Pasaban más tiempo hablando de libros o de Filosofía; resulta conmovedor repasar alguna vieja entrevista para oír a Borges, ya anciano, contar cómo su padre le enseñaba, siendo niño, las paradojas de Zenón con un tablero de ajedrez. Esta callada educación intelectual paterna hizo al joven Borges impermeable a las consignas que los maestros de la escuela pública, erigidos en sacerdotes de la religión de la Patria, inculcaban en sus alumnos. Borges fue educado para la libertad y para el individualismo. Se le enseñó a que las personas tienen el derecho a discrepar de una verdad, la verdad, oficialmente impuesta. Y se le enseñó a desconfiar de las intromisiones del Estado en las vidas privadas, uno de los tradicionales vicios de la izquierda desde sus orígenes.
Podría decirse que, al igual que el misterioso sacerdote persa de “Las ruinas circulares”, que sueña (y crea) un hombre a su imagen y semejanza, el profesor Jorge Guillermo Borges estaba en el camino de modelar a su joven hijo según sus patrones. Sin embargo, y demostrando haber aprendido muy bien la lección, el adolescente Borges tomó su propio camino. Fue en las lejanas tierras helvéticas.
  El “regreso” a Europa y el emblemático año 1917
Cuando la familia Borges cruzó el Atlántico, en 1914, para visitar Europa y pedir la opinión de los oftalmólogos suizos sobre la paulatina ceguera del cabeza de familia, el viaje no fue concebido como una partida, sino más bien como un retorno. Europea, británica concretamente, era la ascendencia materna del patriarca, y europeo era el ambiente cultural que se respiraba en el hogar familiar. Ignorantes del terremoto internacional que se avecinaba, los Borges partieron de la próspera Argentina casi en la víspera del estallido de la Primera Guerra Mundial. A causa de la misma, los cuatro años que duró debieron pasarlos confinados en Suiza, más exactamente en Ginebra, la ciudad de la adolescencia de Georgie.
Cuando se tuvieron noticias de la Revolución Rusa, Borges acababa de cumplir dieciocho años. Había cursado el Bachillerato en tierra extraña, y en un idioma hasta entonces desconocido como el francés. Era joven, y como joven en aquellos años estaba casi en la obligación de mirar con interés, con simpatía y con esperanza los sucesos que estaban teniendo lugar en el solar de los zares. Borges nunca fue comunista, ni siquiera en su juventud. Él no reparó en la ideología de los que guiaban al pueblo a sacudirse del yugo de los Romanov para uncirlo al de los bolcheviques; sólo veía un régimen caduco, anacrónico y medieval que era derrumbado al grito de libertad. Eso y poco más le bastó para convertirse en cantor de la Revolución en exaltados poemas que compuso entre 1918 y 1921, tanto en Suiza como en España (la familia estuvo viviendo en Mallorca, Sevilla y Madrid). Estéticamente, las simpatías de Borges por la revolución soviética se corresponden con su interés por la poesía expresionista. En Suiza se hizo asiduo lector de los principales poetas expresionistas alemanes, como Becher, Klemm, Städler o Stramm, muchos de ellos muertos en el frente, e imitó su estilo descarnado, impactante, casi tremendista, en los textos que iba componiendo. Sus títulos, como “Rusia”, “Épica bolchevique”, “Trincheras” o “Gesta maximalista”, lo dicen todo. Tenía el proyecto de reunirlos en un volumen cuyo título debía ser Los salmos rojos o Los himnos rojos, pero al final no se decidió, y sólo han sobrevivido algunos de los poemas, dispersos y fuera de sus Obras completas, al menos hasta que fueron rescatados en los valiosos volúmenes de Textos recobrados recientemente publicados por Emecé.
El rebelde y exaltado Borges, cantor adolescente de la lucha del pueblo ruso por su libertad, dio paso a una nueva etapa, tanto ideológica como estética, que se inaugura con el regreso de la familia a Argentina en 1921. A partir de ese momento, el escritor nunca dejó de considerar como una especie de “pecado de juventud” su breve idilio revolucionario, por más que su jacobinismo fuese estético y no ideológico.
 Nacionalismo, criollismo y decepción
Borges había salido de Argentina en 1914 siendo un niño, y volvió en 1921 como adulto. Tras los años de ausencia, durante la adolescencia, regresó con un insólito bagaje cultural, un conocimiento directo de las vanguardias literarias europeas y dos nuevas lenguas, el francés y el alemán. Volvía a casa, pero era en el fondo una especie de extranjero. El paso del tiempo y los propios mecanismos de la mente y su deformación de la realidad habían convertido a la Buenos Aires de 1921 en una ciudad irreconocible. La decimonónica capital poblada por la patricia aristocracia criolla se había transformado en pocos años en una megalópolis en la que se hacinaban ingentes masas de inmigrantes llegados de Europa. La nostalgia de esa Bueno Aires que apenas conoció, pero que para él era la auténtica, y la necesidad de reivindicar su argentinidad, puesta en duda por no pocos, llevaron a Borges a un cambio ideológico y literario cuyas manifestaciones se aprecian durante casi una década.
Se ha dicho muchas veces que Borges se convirtió en un simpatizante del nacionalismo, pero eso no es cierto. Borges jamás llegó a entender y a reivindicar a Argentina; en él no hay un auténtico argentinismo, sino un criollismo que entendía que era Buenos Aires el centro, esencia y cifra de todo el país. Por eso en los poemarios compuestos durante esos años (Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín) no aparece la Pampa, el escenario natural argentino por antonomasia, ni el gaucho, su figura emblemática. El escenario de estos poemas es la Buenos Aires de finales del XIX y principios del XX, recreada en una estética vanguardista (Borges llevó a Argentina el Ultraísmo, el movimiento de renovación literaria genuinamente español). Del mismo modo, en los tres primeros volúmenes de ensayos publicados también entre 1925 y 1928 (Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos), conviven la metafísica, los clásicos españoles y la preocupación por la búsqueda de unos rasgos del carácter y la lengua de los argentinos que los convirtiesen en peculiares. Si Borges hubiese sido realmente un nacionalista, habría cantado en sus versos a los hechos de armas de la historia de su país o reivindicado su expansión territorial en los litigios que tenía pendientes con alguno de sus vecinos (como el consagrado Lugones, que no mucho después proclamaba que había llegado para Argentina la hora de la espada), en lugar de intentar recuperar una Buenos Aires perdida en un tono elegíaco. También olvidan los que maliciosamente han tachado de “nacionalista” a esta etapa del autor que lo que Borges pretendía era universalizar aquellos elementos que se podían ver como típicamente argentinos. Por ejemplo, en su poema “El truco”, perteneciente a Fervor de Buenos Aires, el popular juego de cartas argentino se convierte en símbolo de la eternidad y pretexto para desarrollar la dialéctica entre lo efímero y lo perdurable:
Una lentitud cimarrona
va demorando las palabras
y como las alternativas del juego
se repiten y se repiten,
los jugadores de esta noche
copian antiguas bazas:
hecho que resucita un poco, muy poco,
a las generaciones de los mayores
que legaron al tiempo de Buenos Aires
los mismos versos y las mismas diabluras.
Si como “criollista”, y no “nacionalista”, podemos calificar al pensamiento y  la estética de Borges en los años veinte, más compleja es su definición ideológica. Los argentinos de la primera mitad del siglo XX padecían la misma enfermedad que algunos se empeñan en inocular en España: la “memoria histórica” selectiva, es decir, el guerracivilismo. Argentina padeció, como buena parte de las naciones hispanoamericanas, una cruel guerra civil a mediados del siglo XIX en la que se enfrentaron las facciones unitaria y federal, liberal y centralista la primera, y reaccionaria, militarista y regionalista la segunda. Los federales acabaron haciéndose con el poder, detentado de forma dictatorial y omnímoda por el sanguinario Juan Manuel de Rosas, quien hizo la guerra contra todos sus vecinos y se enfrentó con británicos y franceses. Todas las familias argentinas en la época de Borges tenían muy presente a qué bando habían pertenecido sus ancestros, y la división entre unitarios y federales seguía latente y muy viva, sin un ápice de perdón u olvido. Los Borges, y muy especialmente los Acevedo, la línea materna del escritor, habían sido militares y políticos unitarios. Se sabe que doña Leonor, ya nonagenaria, respondía cuando era preguntada por política, incluso en los años sesenta y setenta, que ella sería siempre una salvaje unitaria, como si las facciones y enfrentamientos de hacía un siglo siguiesen vivos.
La lucha entre unitarios y federales es la base del texto capital del pensamiento político argentino, el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, obra seminal escrita en 1845. En ella quedan recogidos y formulados, como dos polos, los conceptos de civilización y de barbarie, encarnados por ambos bandos de manera respectiva. Para Sarmiento, el culto a la violencia, el nacionalismo exacerbado y el autoritarismo de los federales de Rosas eran el sinónimo de la barbarie, mientras que el modelo político y social liberal, copiado de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, constituía la civilización, el ideal que debía importarse a Argentina para hacer que el país progresase. Los Borges, como dijimos, eran unitarios, especialmente doña Leonor, pues su marido descreía de ideologías. Borges se crió en ese ambiente, pero al regresar a Argentina tras siete años de ausencia vio en la facción contraria un elemento de identificación nacional. Hay que decir que el periodo de simpatía de Borges hacia los enemigos históricos de su familia, y de apoyo a la Unión Cívica Radical, el izquierdista y populista partido del antiguo presidente y entonces candidato Hipólito Yrigoyen, no parece sustentado en sólidas y auténticas convicciones ideológicas. Es verdad que en 1928 formó parte de un comité de apoyo electoral al viejo político, que en ese año fue elegido para un segundo mandato,  pero en ese mismo año, con Yrigoyen ya presidente, Borges comenzó a sentirse decepcionado no sólo con el líder radical, sino con la política en general, y se distanció de su órbita. Tanto es así que cuando en 1930 un golpe militar derribó al Gobierno constituido, y puso en la presidencia al general José Félix Uriburu, no pasó de manifestar su preocupación por la subida al poder de un general simpatizante de Mussolini, y no dedicó ninguna palabra de solidaridad con el mandatario depuesto.
Borges quedó profundamente decepcionado con la política de la Unión Cívica. En ella acabó viendo un partido casi tan dogmático y peligroso como el socialista, la única alternativa seria y verosímil. El populismo de Yrigoyen, la demagogia de muchos de sus colaboradores, sus apelaciones fáciles a las masas, sus reivindicaciones imposibles y su enfrentamiento con las potencias democráticas extranjeras, que eran presentadas como invasoras y entrometidas, eran intolerables. Es significativo que, a partir de ese momento, Borges se dedicase exclusivamente a la creación literaria. En 1931 se convierte en uno de los sostenes de Sur, la revista cultural, cosmopolita y elitista, de la rica hasta decir basta Victoria Ocampo, y paralelamente comienza a escribir los maravillosos ensayos que en 1936 aparecieron recopilados bajo el título de Historia de la eternidad. Aquí es cuando la crítica comienza a hablar del nacimiento del “gran” Borges, el hermeneuta del tiempo y arquitecto de laberintos, en oposición al joven vanguardista y criollista de los años veinte. Sin embargo, iban a comenzar los años de mayor compromiso de Borges con la libertad, en un periodo en el que su actitud fue una auténtica rareza en el panorama ideológico argentino.
Yo, judío
Argentina ha sido tradicionalmente el más europeo de los países iberoamericanos. Quizá por la casi total ausencia de sustrato indígena, Argentina siempre miró hacia Europa, convirtiéndose en su caja de resonancia en el Nuevo Mundo. Así se explica lo hondo que calaron las doctrinas del estado corporativo y totalitario italiana y alemana en la cúpula militar que estuvo gobernando Argentina durante los años treinta y cuarenta. Y no sólo entre los militares. La crisis del 29 se hizo notar en los sectores agrícola y ganadero, principales motores de la economía de la república, y las masas descontentas y empobrecidas comenzaron a acoger con gusto un discurso político basado en la idea de un Estado fuerte e intervencionista, el fortalecimiento del nacionalismo y la hostilidad hacia Gran Bretaña, en cuya órbita económica se encontraban tanto Argentina como Uruguay.
En 1936 Borges comenzó a escribir en El Hogar, una revista cultural popular de gran difusión. Cuando en Argentina la persecución de los judíos, el revisionismo alemán, la destrucción de la cultura y el racismo quedaban aún demasiado lejos y a casi nadie interesaban, Borges empleó la tribuna que le proporcionaba la revista para denunciar las prácticas de los gobiernos de Berlín y Roma, y para advertir a sus compatriotas de lo nefasto que sería que esas ideas se implantasen en Argentina. El Hogar, no obstante, era una revista destinada a un público popular (hay quien se ha referido a ella, un poco despectivamente, como una revista “para amas de casa”), y las advertencias de Borges no tuvieron repercusión. Lo que realmente molestaba era su labor en Sur, precisamente la publicación más despolitizada por su dedicación puramente cultural. Como adalid de la aristocrática Sur, Borges fue criticado tanto por nacionalistas, que lo acusaron de extranjerizante y apátrida, como por izquierdistas, que lo tildaron de clasista y reaccionario, y poco comprometido con la lucha social. Vemos cómo hoy sigue a la orden del día que haya personas con la presunta potestad de declarar extranjeros en su propia patria a los que no piensan como ellos, y de tachar de enemigos de la libertad a los que no son de su cuerda. Borges fue víctima de la doble calumnia, pero continuó firme en su compromiso de denuncia. Así era su carácter: en enero de 1934 la revista Crisol insinuaba el presunto origen semita de Borges, quien respondió con un texto publicado en Megáfono titulado, simplemente, “Yo, judío”. En él se sorprendía de la preocupación que causaba en ciertas personas en Argentina que otras tuviesen antepasados hebreos, y no que los tuviesen fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas.
Durante la Guerra Civil española se mantuvo prudentemente alejado tanto de los tics autoritarios de los sublevados, como de los desmanes y atropellos de anarquistas, socialistas y comunistas. El compromiso de Borges no podía ir más allá, pues en una España tan fracturada y radicalizada no encontraba a nadie que sintonizase con sus ideas liberales, moderadas y escépticas. Pero estalló la Segunda Guerra Mundial, durante la cual Borges hizo valer su condición de anti-nazi, pero también de anglófilo y liberal. En este momento ya podemos hablar de nazismo en Argentina. Existía un periódico claramente nazi, llamado El Pampero, y los gobiernos de Roberto Marcelino Ortiz y Ramón Castillo simpatizaban con el Eje. En la calle, las masas se declaraban abiertamente partidarias de Alemania, y aprovechando esa singular afinidad, Borges escribió el que seguramente es su más agudo, irónico e incisivo artículo político: la “Definición de germanófilo”, publicado en El Hogar el 13 de diciembre de 1940. En él Borges demuestra que los supuestos germanófilos argentinos ignoran por completo a Alemania: he tenido el candor de conversar con muchos germanófilos argentinos; he intentado hablar de Alemania y de lo indestructible alemán; he mencionado a Hölderlin, a Lutero, a Schopenhauer o a Leibniz; he comprobado que el interlocutor “germanófilo” apenas identificaba esos nombres y prefería hablar de un archipiélago más o menos antártico que descubrieron en 1592 los ingleses y cuyas relaciones con Alemania no he percibido aún. Borges desenmascara al germanófilo argentino, que en realidad es un antibritánico, y a su manera profetizaba las trágicas consecuencias de enfrentarse con las armas a Gran Bretaña por las islas Malvinas, como sucedió finalmente en 1982. A Borges no se le escapa lo paradójico del sentimiento racista en un país formado por miles de inmigrantes de distintas procedencias, y advierte del antisemitismo de algunos compatriotas: (el germanófilo) es, asimismo, antisemita; quiere expulsar de nuestro país a una comunidad eslavogermánica en la que predominan apellidos de origen alemán (Rosenblatt, Gruenberg, Nierenstein, Lilienthal) y que habla un dialecto alemán: el yiddish o juedisch. 
Otro esclarecedor artículo, la “Anotación del 23 de agosto de 1944” (día de la liberación de París), perteneciente a su mejor colección de ensayos, Otras inquisiciones,   también contiene un aviso, lamentablemente desoído, sobre una de las epidemias ideológicas más nefastas que está sacudiendo hoy toda Iberoamérica: el indigenismo y la reivindicación de un pasado precolombino apócrifo, unido a un fuerte componente racista, para fundamentar todo tipo de atropellos y prácticas totalitarias y dictatoriales: ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Contundentes palabras escritas, recordemos, en unos años en los que pocos argentinos pensaban igual, y muchos menos estaban dispuestos a publicarlas.
Desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial, la bajada de las importaciones acarrearon la proliferación de la pequeña y mediana industria en Buenos Aires, y con ella la llegada masiva de obreros provenientes de las provincias que formaron un proletariado despolitizado en el que el nuevo hombre fuerte del régimen, el coronel Juan Domingo Perón, responsable de la Secretaría de Trabajo desde 1943 y después vicepresidente y ministro de la Guerra, intuyó el semillero de su maquiavélico plan para hacerse con el poder. Borges lo vio desde el principio. Perón creó grandes sindicatos estatales, prohibió los que le incomodaban, persiguió a la oposición de izquierdas (aunque, a la larga, terminó absorbiéndola) y aplicó unas políticas paternalistas y demagógicas basadas en aumentos salariales y mejoras sociales que siempre dependían de la lealtad hacia su persona. En Perón vio Borges a dos de sus grandes fantasmas: el fantasma familiar de Juan Manuel de Rosas, el siniestro caudillo federal, precursor del populismo en Argentina e icono de los afectos a Perón, y el fantasma del fascismo (del que Perón, que había sido incluso agregado militar en Roma durante los años de gloria de Mussolini, era simpatizante). En su oscuro puesto de funcionario de la biblioteca municipal Miguel Cané, Borges escribía en silencio los cuentos de Ficciones y El Aleph, tal vez su particular manera de esquivar el oscuro futuro que se avecinaba. Sus amigos más cercanos festejaron el final de la Segunda Guerra Mundial y la derrota alemana, pero él vislumbró el futuro inmediato de Argentina. Rememorando esa época llego a decir, mucho después: esos nueve años son sólo una tarde monstruosa en cuyo curso clasifiqué un número infinito de libros y el Reich devoró a Francia y el Reich no devoró a las Islas Británicas y el nazismo, arrojado de Berlín, buscó nuevas regiones. Borges estaba persuadido de que Perón iba a representar para Argentina lo que Hitler fue para Alemania. Sintió que el espectro del nazismo se iba a alojar en su país, y notó en la Argentina de finales de los años cuarenta el mismo clima que se respiraba en los estertores de la República de Weimar. En 1946 Perón se convirtió en presidente, y Borges pagaría caro su firme oposición al tirano.
 El ostracismo y la gloria
A Borges le gustaba pensar que había sido Perón quien, personalmente, le había destituido de su puesto de bibliotecario en la Miguel Cané, para adjudicarle un cargo cuando menos, chocante. Seguramente en 1946 Perón ni siquiera sabía de la existencia de Borges, y fue algún nuevo gobernante local, resentido con nuestro escritor, quien le nombró “inspector de huevos, gallinas y conejos en mercados municipales”. El cargo resultaba humillante, pero lo era más aún aceptarlo, así que Borges renunció y quedó sin trabajo. Precisamente a raíz de este hecho, y de la escasez de dinero, comenzó una de las actividades que más fama mundial le reportaría: la de conferenciante. Pese a que sus puestas en escena no eran precisamente ciceronianas, su originalidad, erudición y densidad le facilitaron un empleo como profesor en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Sus amigos, bueno es decirlo, no lo abandonaron, y le organizaron un acto de desagravio en las páginas de Sur. En el discurso de agradecimiento Borges dijo cosas tan rotundas como la siguiente: Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. Después de leer estas palabras, nadie decente puede seguir diciendo que Borges no fue un escritor comprometido. Jamás un escritor hispanoamericano se expresó posteriormente en tales términos contra el totalitarismo en los años en los que las vacas sagradas del “compromiso” paseaban por La Habana y pedían a gritos crear dos, tres, muchos Vietnam entonando la necrófila consigna del Patria o muerte, venceremos.
El acoso al que el peronismo sometía al mundo de la cultura era inmenso. Francisco Ayala, que había huido de España tras la Guerra Civil, no pudo resistirlo y volvió a exiliarse. Y escritores más jóvenes como Héctor Bianchiotti o Julio Cortázar también prefirieron huir a Europa. Borges se quedó, escribiendo cuentos fantásticos, ensayos, prólogos, y agudas sátiras del mundo social, cultural y político argentino con su amigo e íntimo colaborador Adolfo Bioy Casares. El 8 de septiembre de 1948 un grupo de mujeres contrarias a las políticas de Perón se reunieron en la bonaerense calle Florida para cantar el himno nacional y distribuir unos panfletos. Entre ellas estaban doña Leonor y Norah, la madre y la hermana de Borges. Fueron condenadas a un mes de cárcel, que en caso de doña Leonor, debido a su edad, fue sustituido por arresto domiciliario. Para Borges fue una segunda afrenta personal (la primera fue su despido) del tirano populista. Eran los años en los que, según su propia confesión, lo primero que pensaba al levantarse cada mañana era en que Perón seguía en el poder. La ceguera iba también haciendo estragos, y lo último que pudo ver Borges con nitidez fue cómo desaparecía, ya para siempre, la Buenos Aires tradicional que cantó en sus primeros libros de versos y que sobrevivía en algunos barrios de las afueras, para convertirse en una ciudad grosera empapelada con los obscenos rostros de Perón y de su esposa Evita, y adornada con lemas y consignas políticas alienantes en todos sus rincones. El terror aumentó en 1953, tras la muerte de Eva. Las prisiones se llenaron de reclusos, y Perón arremetió contra la Iglesia, que no había dejado de condenar duramente su autoritarismo. En septiembre de 1955 un golpe militar, encabezado por la guarnición de Córdoba, tradicional bastión de los conservadores, y por la Armada, muy crítica con Perón, derrocó al tirano, que huyó a Centroamérica y luego a España. Era la llamada Revolución Libertadora.
El nuevo gobierno premió de inmediato a los intelectuales que se habían mantenido firmes contra Perón: Eduardo Mallea fue nombrado embajador en la UNESCO; Manuel Mujica Lainez, director general de asuntos culturales; y Borges, director de la Biblioteca Nacional. Con magnífica ironía, el destino le regaló infinitos libros cuando ya no era capaz de leerlos, pero nunca Borges fue tan feliz como en los siguientes dieciocho años, paseando en un laberinto de anaqueles y rodeado de volúmenes cuyos lomos acariciaba con devoción. Fue su época de esplendor, un esplendor también literario, pues en 1960 apareció su mejor libro de poemas, El hacedor, que rivaliza en calidad y hondura con Ficciones u Otras inquisiciones. Fue la época de su breve y anodino matrimonio con Elsa Astete, a los sesenta y ocho años, de la que se divorció tres años después. Y fueron también los años en los que se convirtió en profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, durante los cuales recorrió todo el mundo libre iluminándolo desde la penumbra de la ceguera con sus conferencias y clases. Austin, Oklahoma, Londres, Manchester, Edimburgo, Madrid, París, Ginebra, Bonn, Estocolmo, Tel Aviv o Santiago de Chile son solo algunas de las ciudades que visitó y en las que deleitó a multitud de auditorios charlando sobre los gnósticos, las Mil y una noches, Dante, Edgar Allan Poe, el tiempo circular o Quevedo. Lo significativo de estos itinerarios es la exclusión de países socialistas, con regímenes totalitarios o revolucionarios, actitud muy digna, por cierto, pues eran legión los escritores hispanoamericanos que hacían cola para viajar a La Habana a hacerse una fotografía con Fidel Castro y presentarle sus respetos al tirano. La izquierda mundial odiaba a Borges. Lo odiaba literariamente, pues sus cuentos estaban muy lejos del realismo social, pedestre, vulgar y sectario, que ellos defendían. Borges seguiría siendo siempre frívolo, escapista y poco comprometido. Y lo odiaba por sus pequeños gestos, como su visita a Israel, país a quien siempre quiso y por el que siempre manifestó gran simpatía, y que la izquierda (que nunca ha dejado de sentirse íntimamente antisemita) interpretó como una auténtica provocación. El nombre de Borges encabezó la declaración de la “Comisión Argentina de apoyo a Israel agredida”, en la que se condenaba la alianza militar árabe que en 1967, durante la Guerra de los Seis Días, se propuso lisa y llanamente acabar con la existencia del Estado de Israel y del pueblo judío: Nosotros, integrantes del pueblo argentino, por nuestro hondo sentimiento de justicia y profunda vocación por la libertad, nos dirigimos a todos los amantes de la paz a fin de que expresen su solidaridad con el democrático Estado de Israel, en la lucha por su existencia en la Tierra Sagrada de la que emanaron los principios éticos sobre los que se basa la convivencia de todos los hombres civilizados. Los futuros nóbeles García Márquez, Asturias o Neruda permanecieron mudos como sepulcros.
De esta época cuentan que cuando Borges era profesor en la Universidad de Buenos Aires, un día irrumpió un estudiante en el aula y se dirigió a él en los siguientes términos:
 - Profesor, tiene que interrumpir la clase.
- ¿Por qué? -preguntó Borges.
- Porque una asamblea estudiantil ha decidido que no se den más clases hoy para rendir homenaje al Che Guevara (que acababa de morir en Bolivia).
- Ríndanle homenaje después de la clase -respondió Borges.
- Vamos a cortar la luz -argumentó desafiante el estudiante.
- Me he tomado la precaución de ser ciego. Corte la luz.
Borges se quedó en el aula, habló a oscuras, fue el único profesor que dictó su clase hasta el final y sus alumnos, impresionados, no se movieron de sus pupitres. Cosas así eran las que sacaban de quicio a la izquierda. También comentaba cómo en sus visitas a universidades estadounidenses sistemáticamente era preguntado sobre por qué  no odiaba a los Estados Unidos, pues la gente entendía que, siendo escritor iberoamericano, estaba en la obligación de hacerlo. La gente parecía decepcionada, un par de insultos contra los Estados Unidos era lo menos que podían esperar de alguien que era anunciado como “gran escritor hispanoamericano”…
En el prólogo a su colección de cuentos El informe de Brodie (1970) el propio Borges explicó los motivos que le llevaron a adoptar formalmente una adscripción política: Me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días. En estas palabras perdura el anarquista intelectual que fue su padre, y que Borges tampoco dejó de ser jamás.
 La vuelta del innombrable y el gobierno de los caballeros
Pero en 1973 volvió Perón, tras hacerse con la victoria electoral el Partido Justicialista, y tras renunciar a la presidencia su candidato títere, Héctor Cámpora. Horrorizado por el retorno del déspota, Borges dimitió inmediatamente del cargo de director de la Biblioteca Nacional, pues era un puesto oficial y no deseaba tener vinculación alguna con el poder. No duró mucho en la Casa Rosada el antiguo general, pues falleció en 1974. Como si de una monarquía se tratase, le sucedió en la magistratura su segunda esposa, María Estela Martínez, quien, a diferencia de la anterior, Evita, era sumamente impopular. La breve presidencia de María Estela estuvo dominada por el enrarecimiento de la vida política argentina en grado sumo. La inflación, la fractura social y la violencia en las calles condujeron a que, una vez más, los militares interviniesen. En 1976 fue depuesta por una Junta encabezada por el general Jorge Rafael Videla. Al producirse el hecho, Borges respiró aliviado: por fin tendremos un gobierno de caballeros. Pero los acontecimientos de 1976 no eran los mismos que los de 1955. La Junta Militar estaba muy lejos del espíritu cívico y regenerador de la Revolución Libertadora, y condujo al país a la locura: en el interior, se desató una lucha sin cuartel contra la subversión en la que se cometieron toda clase de atropellos y violaciones de los Derechos Humanos. Y en el exterior se estuvo a punto de ir a la guerra con Chile en 1978 por la soberanía del Canal Beagle y los tres islotes que guardan su entrada. Al primer respecto, Borges condenó, en Buenos Aires, la represión en una entrevista concedida al diario La Prensa en abril 1980: no puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos desaparecidos. Y en agosto firmó el manifiesto escrito por Ernesto Sábato y publicado en el diario Clarín pidiendo cuentas al Gobierno por los desaparecidos. En cuanto a la crisis con Chile, Borges censuró la campaña anti-chilena impulsada desde el poder y destinada a movilizar a la población argentina contra el vecino en caso de conflicto. Llegó incluso a visitar Santiago, donde proclamó la insensatez de una guerra que no servía para otra cosa que no fuese la perpetuación en el poder de los militares. Allí recibió de Pinochet la máxima condecoración civil chilena, la Orden de Bernardo O’Higgins, lo cual contribuyó, sin duda, a que el Premio Nobel de Literatura del año 77 fuese para Vicente Aleixandre y no para él, como estaba previsto. Borges entendió que su visita pudo haberse interpretado como un gesto de apoyo al gobierno militar del país andino, y se disculpó asegurando que él sentía que quien le condecoraba era la nación y los lectores chilenos, y no el general Pinochet. Los atildados académicos suecos, que perdonaron a Neruda su fervor estalinista, a García Márquez su profunda devoción por la dictadura de Fidel Castro, y a Miguel Ángel Asturias su aplauso a los regímenes corruptos y tiránicos de Centroamérica, le cerraron para siempre las puertas del Nobel a Borges, razón de peso para no tener demasiado en cuenta la calidad literaria de los premiados, cada año más desconocidos, que van engrosando la lista de afortunados. Mencionemos ahora, pues ha aparecido su nombre, que Borges siempre guardó un eterno rencor hacia Neruda no sólo por estar en las antípodas ideológicas, sino especialmente por el hecho de que en el Canto general del poeta chileno aparecen condenados todos los tiranos y dictadores de Iberoamérica… o más bien los tiranos y dictadores de derechas, porque Neruda se cuidó muy bien de no nombrar a Perón, quien, a pesar de haber perseguido a los comunistas y socialistas durante sus mandatos, siempre despertó gran fascinación en las izquierdas por su retórica populista y anticapitalista. Borges sabía perfectamente que la omisión de Neruda no era un olvido involuntario, y jamás se lo perdonó.
La Junta Militar argentina carecía de cualquier tipo de iniciativa política y su popularidad, si es que alguna vez la tuvo, estaba en números rojos a comienzos de la década de los 80. Tras la breve presidencia del general Viola, su sucesor, el general Leopoldo Galtieri, cometió la increíble torpeza de invadir el archipiélago de las Malvinas, bajo soberanía británica pero reivindicado por Argentina, en un intento de desviar la atención de la galopante crisis económica y de aglutinar a todo el pueblo contra un enemigo común. Los argentinos respaldaron masivamente la acción militar, no así Borges. Y no sólo por su condición de descendiente de ingleses, y de anglófilo. Era una acción insensata, cuyas consecuencias no se habían medido: si Argentina salía victoriosa, los militares se perpetuarían en el poder. Y si Argentina perdía, la derrota militar dejaría al país al borde del colapso institucional. La voz de Borges fue de las pocas que se oyeron contra esa guerra absurda e improvisada que Argentina perdió estrepitosamente. Su alegato por la paz fue una prosa poética titulada “Juan López y John Ward”, que se incluiría en el que fue su último libro de versos, Los conjurados:
Les tocó en suerte una época extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un  pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil;  Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote. El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido  revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a  cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen. El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
La embajadora estadounidense en las Naciones Unidas lo leyó ante el Consejo de Seguridad al término del conflicto. No sirvió para reconciliar ni acercar posturas, pero sí para demostrar que el compromiso del octogenario escritor con la libertad y la paz seguía vigente. Borges mostró en ese momento la lucidez, la honestidad y la decencia que no tuvieron los diferentes sectores sociales e ideológicos argentinos (militares, medios de comunicación, políticos de diferentes tendencias), y señaló la perversión de conceptos que se había hecho para justificar una agresión militar en toda regla confundiendo dos realidades: Una, el derecho de un Estado sobre tal o cual territorio; otra, la invasión de ese territorio. La primera es de orden jurídico; la segunda es un hecho físico. Se ha invocado el derecho internacional para justificar un acto que es contrario a todo derecho. Esa transparente falacia, que no llega a ser un sofisma, tiene la culpa de la muerte de un indefinido número de hombres, que fueron enviados a morir o, lo que es mucho peor, a matar. No es menos raro el hecho de que se hable siempre del territorio y no de los habitantes, como si la nieve y la arena fueran más reales que los seres humanos. Los isleños no fueron interrogados; no lo fueron tampoco veintitantos millones de argentinos.
La Junta Militar cayó poco después que la guarnición de las Malvinas, rendida a las tropas británicas el 14 de junio. Se volvieron a convocar elecciones, y en ellas resultó ganador el candidato radical Raúl Alfonsín. Borges estaba ya demasiado viejo como para volver a tener ilusión con un proyecto político, y dedicó los pocos años que le quedaban a viajar por Francia, Estados Unidos, España, Italia, Israel, Japón, Grecia y Marruecos con María Kodama, una de sus antiguas alumnas, que desde 1975, el año de la muerte de doña Leonor, solía ser su inseparable acompañante. En noviembre de 1985, enfermo de cáncer y decepcionado de la vida política argentina, Borges se instaló en Suiza para morir en Ginebra, la ciudad de su adolescencia. Una cuestionable boda por poderes en Paraguay convirtió a María Kodama en su esposa y única heredera poco antes del 14 de junio de 1986, el día de su fallecimiento. Cumpliendo su última voluntad, fue enterrado en el cementerio ginebrino de Pleinpalais. Ese mismo día, en Buenos Aires, el Senado de la Nación le privó de un homenaje póstumo por falta de quorum. Los resentidos diputados de izquierdas se negaron a reconocer al que a buen seguro es no ya el mayor escritor argentino de todos los tiempos, sino probablemente el mayor que hay existido hasta hoy en lengua española.
Epílogo
Borges murió hace dos décadas, pero su voz, titubeante, apagada y sabia, sigue sonando. Nos quedan sus muchos libros de poemas, sus colecciones de cuentos, sus compilaciones de ensayos, sus recopilaciones de prólogos y recensiones, sus artículos periodísticos, sus guiones de cine, sus ediciones, traducciones y antologías y la maravillosa obra en colaboración que hizo con su compañero de letras, Adolfo Bioy Casares. Pulió endecasílabos con la destreza de un clásico del siglo XVII, elevó a la prosa en español a su máximo nivel de pureza, perfección y elegancia, tejió los argumentos más sorprendentes y profundos, y fatigó las literaturas de todo el mundo sin perder jamás la ilusión por la lectura. Erudito imprevisible, cosmógono y padre de utopías, huésped de cielos y de infiernos y urdidor de conjuras invisibles, fue sobre todo un hombre consagrado a la defensa de la libertad. Borges murió hace dos décadas, pero nos quedan sus palabras. Cuando se acerca el fin, escribió el anticuario Joseph Cartaphilus, que fue Homero, y que fue también el tribuno Marco Flaminio Rufo en “El inmortal”, acaso su mejor cuento, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras propias y de otros fue el inmensurable tesoro que les dejó Borges a las horas y a los siglos.
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munove · 5 years
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Así terminó el sueño de las matemáticas infalibles (y de paso, nació la computación moderna)
En 1874 el matemático conjuntista Georg Cantor despertó a la bestia y aparecieron ciertas paradojas que resultaban ser un gran problema. La hasta entonces inquebrantable ciencia de la matemática comenzó a tambalearse. Así, a principios del siglo XX estalló la llamada “crisis de los fundamentos”, que llevaría a una terrible conclusión: las matemáticas no eran infalibles. Dos jóvenes matemáticos, Kurt Gödel y Alan Turing, fueron los encargados de demostrar, entre otros, aquellas limitaciones.
etiquetas: matemáticas, georg cantor, kurt gödel, alan turing, computación
» noticia original (www.bbvaopenmind.com)
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matarifes · 7 years
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El diario de guerra de Ernst Jünger. GABRIEL ALBIAC, ABC CULTURAL (13/05/2013) No iban a encontrarse hasta casi treinta años más tarde, pero en 1914 están cada uno a un lado de las trincheras. Ven lo mismo. Lo narran, como nadie había narrado antes. Louis-Ferdinand Céline y Ernst Jünger coinciden en una recepción del gobernador militar alemán en el París ocupado. Tratan de presentarlos como iguales: héroes de la Gran Guerra que revolucionaron la literatura. Jünger queda despavorido ante el salvajismo del tipo al cual dicen su igual en Francia: «Cuando habla tiene la mirada fija propia de los maníacos, una mirada que parece brillar desde el fondo de las cavernas».
Poseemos constancia de lo sucedido en aquel diciembre de 1941. Céline había llegado, como siempre, desaliñado y furioso. Se había ido de cabeza a por el dirigente alemán. Le había interpelado con la salvajada que deja helado a Jünger: «Céline ha manifestado su extrañeza, su asombro, por el hecho de que nosotros, los soldados alemanes, no exterminemos a los judíos: por el hecho de que alguien que tiene a su disposición una bayoneta no haga un uso ilimitado de ella».
Los jóvenes escritores que asisten a la recepción hablan de un Céline que ni siquiera aguarda respuesta, se da la vuelta y desaparece con la misma ausencia de cortesía con la que había entrado; lo disculpan ante el militar alemán: es Céline, ya se sabe, no se lo tome usted demasiado en serio. Y Jünger anota cómo, en esa mirada loca del Céline que sólo ansía el exterminio –por él exigido en «Les bagatelles pour une massacre»– de la población judía, ha percibido el destello de una debilidad que el alemán desprecia: el nihilismo. Un antinazi instintivo
Todo Jünger cabe en esa paradoja, difícil de entender y, de hecho, no entendida: héroe de la primera guerra, militarista ascético, cantor de la épica combatiente, nada odia más Jünger que el nihilismo. Eso hará de él un antinazi instintivo. Como sucedió a tantos entre los militares alemanes de la Segunda Guerra Mundial. No participó directamente en el atentado de 1944 contra Hitler. Pero algunos de los implicados eran amigos suyos.
Para aquellos militares de carrera, como para Ernst Jünger, Hitler quintaesenciaba la locura plebeya que disparó los totalitarismos de entreguerras, del nacional-socialista como del bolchevique: a eso llaman «nihilismo». Y será uno de aquellos viejos conservadores, huido tras la depuración de las SA de Röhm, Hermann Rauschning, quien dará cuerpo teórico a tal rechazo en un libro de lectura indispensable para entender la tragedia alemana de entreguerras: «La revolución del nihilismo». Huirá Rauschning. El estricto sentido del deber militar impedirá a Jünger hacer lo mismo.
Era ya entonces el más prestigioso de los narradores alemanes. Sin contar con el aura de heroicidad con el que sus siete heridas en la guerra del 14 lo revestían. Eso le salvó la vida, sin duda. Aunque, en algún momento, la Gestapo lo mantuviera bajo estricta vigilancia. Pero Hitler se conmovía con la lectura de sus «Tormentas de acero». Y ni siquiera la verosímil burla del nazismo que era «Sobre los desfiladeros de mármol» lo hizo cambiar de opinión.
En la prodigiosa cabeza de Ernst Jünger
La movilización lo salvó de mayores quebraderos de cabeza. Capitán en el Estado Mayor alemán, al mando de Hans Speidel, Jünger, desde su despacho del Hotel Majestic, despliega su honda fascinación hacia París y hacia la cultura francesa. Ambos –París y la literatura y la pintura de Francia– le son tan amados cuanto detestados sus propios jefes políticos, esa insufrible plebe del Partido nazi y la Gestapo. En la prodigiosa cabeza de Ernst Jünger, el arte y la literatura han desplazado ya, a esas alturas de la vida, a la acción militar como lugar sobre el cual asienta el héroe su campamento. Solitario.
Pero el joven que se alista, apenas comenzada la Primera Guerra Mundial (entonces era sólo Gran Guerra, la vulgaridad de numerarlas no estaba todavía en uso), tiene 19 años. Aunque ya, dos años antes, ha huido del hogar paterno para alistarse en la Legión Extranjera francesa. No ha publicado aún nada: es un perfecto desconocido.
El «Diario de guerra», cuya traducción al español ve ahora la luz, no fue concebido como proyecto literario. Su autor no es todavía ese cuyas «Tempestades de acero» –para cuya elaboración estos diarios tanto han pesado– serán saludadas seis años más tarde por André Gide como «incontestablemente el más bello libro de guerra que he leído nunca, de una buena fe, de una honradez y de una veracidad perfectas».
Mapa de cicatrices
El estilista supremo que es, a partir de ese 1920, Ernst Jünger, en vano lo buscaríamos en estas anotaciones del día a día de un joven soldado que, en las trincheras, apostará por ser héroe, con una generosidad y un desapego hacia la propia vida que hielan la sangre. Y no sorprende que Gide vea en ese testimonio de la Guerra del 14 la forma suprema del relato militar. Louis-Fernand Céline, hablando de lo mismo –y escribiendo igual de bien, tal vez mejor, que el alemán– sólo ve mugre y casquería, y miedo, y una sordidez de la cual no es posible hablar más que por vía de hipérbole grotesca.
El libro de Jünger es ya –como lo será toda su obra– una apuesta de clasicismo: lo único en lo cual puede, en medio del fango y la sangre, dar voz al héroe. Puede que sólo Kipling, en su escalofriante «Una madona de las trincheras», haya sabido dar con un equivalente clasicismo para narrar esa desolación. En la reflexión teórica, lo hará Sigmund Freud en sus «Consideraciones sobre la guerra y la muerte».
Jünger dejará, en el aburrimiento de un hospital de campaña, la constancia de ese mapa de cicatrices la Guerra del 14 que es su cuerpo: «Una vez me entretuve recapitulando mis heridas. Constaté que, salvo algunas pequeñeces como tiros de rebote y desgarros, en total había recibido al menos catorce impactos, a saber, cinco disparos de fusil, dos cascos de granada, un balín de ''shrapnel'', cuatro cascos de granada de mano y dos disparos con orificio de entrada y salida». Ernst Jünger murió en febrero de 1998. Tenía 102 años.
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ciroa46 · 4 years
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libermarc · 6 years
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3 paradojas que les quitan el sueño a los matemáticos y filósofos  Esta oración es falsa. Esa es una de las paradojas más populares e ilustrativas: de ser realmente falsa, lo que la oración enuncia es verdad pero si la falsedad enunciada es real, la oración no puede ser falsa. Paradoja viene de las palabras en latín y griego que significan 'lo contrario a la opinión común' y es, según el diccionario de la Real Academia... 2. f. Hecho o expresión aparentemente contrarios a la lógica. 3. f. Ret. Empleo de expresiones o frases que encierran una aparente contradicción entre sí, como en "mira al avaro, en sus riquezas, pobre". Las hay de varios tipos, pero lo que suelen tener en común es que nos hacen detenernos a pensar, así sea por sólo un instante, como "para llegar rápido, nada mejor que ir despacio". Pero otras nos han acompañado durante años, a veces siglos, y en ocasiones ha impulsado importantes avances en la ciencia, la filosofía y las matemáticas. ¿Sigue siendo tu barco?  Cambio e identidad. En eso nos ha hecho reflexionar el historiador, biógrafo y filósofo moralista griego Plutarco (46 o 50-c. 120) durante casi 2.000 años con la paradoja de Teseo, el mítico rey fundador de Atenas, hijo de Etra y Eseo, o según otras leyendas, de Poseidón. "El barco en el que Teseo y la juventud de Atenas regresaron de Creta tenía treinta remos, y fue conservado por los atenienses incluso hasta la época de Demetrio de Falero, ya que retiraron los viejos tablones a medida que se descomponían e introdujeron madera nueva y más resistente en su lugar, tanto que este barco se convirtió en un ejemplo permanente entre los filósofos, para la pregunta lógica de las cosas que crecen, un lado sostiene que el barco sigue siendo el mismo, y el otro afirma que no". Si el barco fue conservado por los atenienses hasta la época de Demetrio de Falero, eso querría decir más o menos 300 años. Con tantos reemplazos, ¿era la nave la misma? E iba más allá. Si con la madera vieja construían otro barco idéntico, ¿cuál de los dos sería el original: el que tiene las tablas originales o el que ha sido restaurado? El movimiento no existe Para ir a cualquier lugar, tienes que recorrer primero la mitad de la distancia, luego, la mitad de la distancia que te falta por recorrer, después, la mitad de la distancia que te falta, y así hasta el infinito, así que nunca llegarás.  Esta es una de las serie de paradojas del movimiento del filósofo griego Zenón de Elea creadas para demostrar que el Universo es singular y que el cambio, incluido el movimiento, es imposible, como argumentaba su maestro Parménides. Si te parece absurda, no estás sólo: fue rechazada durante años. No obstante, la matemática ofreció una solución formal en el siglo XIX que fue aceptar que 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16... suman 1. Aunque esa solución teórica sirvió para ciertos propósitos, no respondió a lo que pasaba en la realidad: cómo algo puede llegar a su destino. Eso, que entendemos intuitivamente pues lo experimentamos a diario, es más complejo y para resolverlo hubo que esperar hasta el siglo XX para valerse de teorías que mostraran que la materia, el tiempo y el espacio no son infinitamente divisibles. La que hizo tambalear a las matemáticas Ahora que ya calentamos motores, hablemos de una paradoja que a principios del siglo XX sacudió a la comunidad matemática, incluyendo a quien la formuló: el filósofo, matemático, lógico y escritor británico ganador del Premio Nobel de Literatura Bertrand Russell.  Russell era uno de los que estaban tratando de impulsar el logicismo, la tesis filosófica que dice que la matemática, o la mayor parte de ella, puede ser reducida a la lógica. Ese proyecto incluía en su base la teoría de conjuntos de Cantor-Frege. Ambos, el alemán Georg Cantor y su compatriota Gotlob Frege, daban por supuesto que todo predicado definía un conjunto. Así, el predicado "ser de oro", define el conjunto de todas las cosas que son de oro. Suena más que evidente. Pero, Russell descubrió que había un predicado particular que contradecía la teoría: "no pertenecerse a sí mismo" Esa es la paradoja de Russell, y es compleja pero por suerte nos topamos con una de las explicaciones más claras, creada por M. Carmen Márquez García para un curso de SAEM Thales, Formación a Distancia a través de Internet, que aparece en este sitio web.  Supongamos que un conocido experto en obras de arte decide clasificar las pinturas del mundo en una de dos categorías mutuamente excluyentes. Una categoría, de muy pocos cuadros, consta de todas las pinturas que incluyen una imagen de ellas mismas en la escena presentada en el lienzo. Por ejemplo, podríamos pintar un cuadro, titulado "Interior", de una habitación y su mobiliaria -colgaduras en movimiento, una estatua, un gran piano- que incluye, colgando encima del piano, una pequeña pintura del cuadro "Interior". Así, nuestro lienzo incluiría una imagen de sí mismo. La otra categoría, mucho más corriente, constaría de todos los cuadros que no incluyen una imagen de sí mismos. Llamaremos a estos cuadros "Pinturas de Russell". La Mona Lisa, por ejemplo, es una pintura de Russell porque no tiene dentro de ella un pequeño cuadro de la Mona Lisa. Supongamos además que nuestro experto en obras de arte monta una enorme exposición que incluye todas las pinturas de Russell del mundo. Tras ímprobos esfuerzos, los reúne y los cuelga en una sala inmensa.  Orgulloso de su hazaña, el experto encarga a una artista que pinte un cuadro de la sala y de sus contenidos. Cuando el cuadro está terminado, la artista lo titula, con toda propiedad, "Todas las pinturas del Russell del mundo". El galerista examina el cuadro cuidadosamente y descubre una pequeña falla: en el lienzo, junto al cuadro de la Mona Lisa hay una representación de "Todas las pinturas de Russell del mundo". Esto quiere decir que "Todas las pinturas del mundo" es un cuadro que incluye una imagen de sí mismo, y por consiguiente, no es una pintura de Russell. En consecuencia, no pertenece a la exposición y ciertamente no debería estar colgado en las paredes. El experto pide a la artista que borre la pequeña representación. La artista la borra y le vuelve a mostrar el cuadro al experto. Tras examinarlo, éste se da cuenta de que hay un nuevo problema: la pintura "Todas las pinturas de Russell del mundo" ahora no incluye una imagen de sí misma y, por tanto, es una pintura de Russell que pertenece a la exposición. En consecuencia, debe ser pintada como colgado de alguna parte de las paredes no vaya a ser que la obra no incluya todas las pinturas de Russell. El experto vuelve a llamar a la artista y le vuelve a pedir que retoque con una pequeña imagen el "Todas las pinturas de Russell del mundo". Pero una vez que la imagen se ha añadido, estamos otra vez al principio de la historia. La imagen debe borrarse, tras lo cual debe pintarse, y luego eliminarse, y así sucesivamente. Eventualmente la artista y el experto caerán en la cuenta de que algo no funciona: han chocado con la paradoja de Russell.  Teniendo en cuenta que lo que Russell estaba tratando de hacer era reducir la matemática a la lógica y lo que había descubierto era una grieta en los fundamentos de la ciencia, no sorprende su reacción. "Sentí acerca de estas contradicciones lo mismo que debe sentir un ferviente católico acerca de los papas indignos". Pero no había vuelta atrás: lo descubierto no se puede volver a cubrir.  Aunque a unos matemáticos el asunto los dejó indiferentes y les pareció que no merecía tanta reflexión, otros destinaron buena parte del trabajo intelectual de la primera mitad del siglo XX a superar la paradoja de Russell... hasta que se decidió que un conjunto que se contenga a sí mismo realmente no es un conjunto. La solución no le gustó mucho a muchos, ni siquiera a Russell. M. Carmen Márquez García cuenta que "la tensión intelectual y su descorazonadora conclusión se cobraron un precio muy terrible". Russell recordaría cómo después de esto "se apartó de la lógica matemática con una especie de náusea". Volvió a pensar en el suicidio, aunque decidió no hacerlo porque, observó, seguramente viviría para lamentarlo.
3 paradojas que les quitan el sueño a los matemáticos y filósofos  Esta oración es falsa. Esa es una de las paradojas más populares e ilustrativas: de ser realmente falsa, lo que la oración enuncia es verdad pero si la falsedad enunciada es real, la oración no puede ser falsa. Paradoja viene de las palabras en latín y griego que significan ‘lo contrario a la opinión común’ y es, según el diccionario de la Real Academia… 2. f. Hecho o expresión aparentemente contrarios a la lógica. 3. f. Ret. Empleo de expresiones o frases que encierran una aparente contradicción entre sí, como en “mira al avaro, en sus riquezas, pobre”. Las hay de varios tipos, pero lo que suelen tener en común es que nos hacen detenernos a pensar, así sea por sólo un instante, como “para llegar rápido, nada mejor que ir despacio”. Pero otras nos han acompañado durante años, a veces siglos, y en ocasiones ha impulsado importantes avances en la ciencia, la filosofía y las matemáticas. ¿Sigue siendo tu barco?  Cambio e identidad. En eso nos ha hecho reflexionar el historiador, biógrafo y filósofo moralista griego Plutarco (46 o 50-c. 120) durante casi 2.000 años con la paradoja de Teseo, el mítico rey fundador de Atenas, hijo de Etra y Eseo, o según otras leyendas, de Poseidón. “El barco en el que Teseo y la juventud de Atenas regresaron de Creta tenía treinta remos, y fue conservado por los atenienses incluso hasta la época de Demetrio de Falero, ya que retiraron los viejos tablones a medida que se descomponían e introdujeron madera nueva y más resistente en su lugar, tanto que este barco se convirtió en un ejemplo permanente entre los filósofos, para la pregunta lógica de las cosas que crecen, un lado sostiene que el barco sigue siendo el mismo, y el otro afirma que no”. Si el barco fue conservado por los atenienses hasta la época de Demetrio de Falero, eso querría decir más o menos 300 años. Con tantos reemplazos, ¿era la nave la misma? E iba más allá. Si con la madera vieja construían otro barco idéntico, ¿cuál de los dos sería el original: el que tiene las tablas originales o el que ha sido restaurado? El movimiento no existe Para ir a cualquier lugar, tienes que recorrer primero la mitad de la distancia, luego, la mitad de la distancia que te falta por recorrer, después, la mitad de la distancia que te falta, y así hasta el infinito, así que nunca llegarás.  Esta es una de las serie de paradojas del movimiento del filósofo griego Zenón de Elea creadas para demostrar que el Universo es singular y que el cambio, incluido el movimiento, es imposible, como argumentaba su maestro Parménides. Si te parece absurda, no estás sólo: fue rechazada durante años. No obstante, la matemática ofreció una solución formal en el siglo XIX que fue aceptar que 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16… suman 1. Aunque esa solución teórica sirvió para ciertos propósitos, no respondió a lo que pasaba en la realidad: cómo algo puede llegar a su destino. Eso, que entendemos intuitivamente pues lo experimentamos a diario, es más complejo y para resolverlo hubo que esperar hasta el siglo XX para valerse de teorías que mostraran que la materia, el tiempo y el espacio no son infinitamente divisibles. La que hizo tambalear a las matemáticas Ahora que ya calentamos motores, hablemos de una paradoja que a principios del siglo XX sacudió a la comunidad matemática, incluyendo a quien la formuló: el filósofo, matemático, lógico y escritor británico ganador del Premio Nobel de Literatura Bertrand Russell.  Russell era uno de los que estaban tratando de impulsar el logicismo, la tesis filosófica que dice que la matemática, o la mayor parte de ella, puede ser reducida a la lógica. Ese proyecto incluía en su base la teoría de conjuntos de Cantor-Frege. Ambos, el alemán Georg Cantor y su compatriota Gotlob Frege, daban por supuesto que todo predicado definía un conjunto. Así, el predicado “ser de oro”, define el conjunto de todas las cosas que son de oro. Suena más que evidente. Pero, Russell descubrió que había un predicado particular que contradecía la teoría: “no pertenecerse a sí mismo” Esa es la paradoja de Russell, y es compleja pero por suerte nos topamos con una de las explicaciones más claras, creada por M. Carmen Márquez García para un curso de SAEM Thales, Formación a Distancia a través de Internet, que aparece en este sitio web.  Supongamos que un conocido experto en obras de arte decide clasificar las pinturas del mundo en una de dos categorías mutuamente excluyentes. Una categoría, de muy pocos cuadros, consta de todas las pinturas que incluyen una imagen de ellas mismas en la escena presentada en el lienzo. Por ejemplo, podríamos pintar un cuadro, titulado “Interior”, de una habitación y su mobiliaria -colgaduras en movimiento, una estatua, un gran piano- que incluye, colgando encima del piano, una pequeña pintura del cuadro “Interior”. Así, nuestro lienzo incluiría una imagen de sí mismo. La otra categoría, mucho más corriente, constaría de todos los cuadros que no incluyen una imagen de sí mismos. Llamaremos a estos cuadros “Pinturas de Russell”. La Mona Lisa, por ejemplo, es una pintura de Russell porque no tiene dentro de ella un pequeño cuadro de la Mona Lisa. Supongamos además que nuestro experto en obras de arte monta una enorme exposición que incluye todas las pinturas de Russell del mundo. Tras ímprobos esfuerzos, los reúne y los cuelga en una sala inmensa.  Orgulloso de su hazaña, el experto encarga a una artista que pinte un cuadro de la sala y de sus contenidos. Cuando el cuadro está terminado, la artista lo titula, con toda propiedad, “Todas las pinturas del Russell del mundo”. El galerista examina el cuadro cuidadosamente y descubre una pequeña falla: en el lienzo, junto al cuadro de la Mona Lisa hay una representación de “Todas las pinturas de Russell del mundo”. Esto quiere decir que “Todas las pinturas del mundo” es un cuadro que incluye una imagen de sí mismo, y por consiguiente, no es una pintura de Russell. En consecuencia, no pertenece a la exposición y ciertamente no debería estar colgado en las paredes. El experto pide a la artista que borre la pequeña representación. La artista la borra y le vuelve a mostrar el cuadro al experto. Tras examinarlo, éste se da cuenta de que hay un nuevo problema: la pintura “Todas las pinturas de Russell del mundo” ahora no incluye una imagen de sí misma y, por tanto, es una pintura de Russell que pertenece a la exposición. En consecuencia, debe ser pintada como colgado de alguna parte de las paredes no vaya a ser que la obra no incluya todas las pinturas de Russell. El experto vuelve a llamar a la artista y le vuelve a pedir que retoque con una pequeña imagen el “Todas las pinturas de Russell del mundo”. Pero una vez que la imagen se ha añadido, estamos otra vez al principio de la historia. La imagen debe borrarse, tras lo cual debe pintarse, y luego eliminarse, y así sucesivamente. Eventualmente la artista y el experto caerán en la cuenta de que algo no funciona: han chocado con la paradoja de Russell.  Teniendo en cuenta que lo que Russell estaba tratando de hacer era reducir la matemática a la lógica y lo que había descubierto era una grieta en los fundamentos de la ciencia, no sorprende su reacción. “Sentí acerca de estas contradicciones lo mismo que debe sentir un ferviente católico acerca de los papas indignos”. Pero no había vuelta atrás: lo descubierto no se puede volver a cubrir.  Aunque a unos matemáticos el asunto los dejó indiferentes y les pareció que no merecía tanta reflexión, otros destinaron buena parte del trabajo intelectual de la primera mitad del siglo XX a superar la paradoja de Russell… hasta que se decidió que un conjunto que se contenga a sí mismo realmente no es un conjunto. La solución no le gustó mucho a muchos, ni siquiera a Russell. M. Carmen Márquez García cuenta que “la tensión intelectual y su descorazonadora conclusión se cobraron un precio muy terrible”. Russell recordaría cómo después de esto “se apartó de la lógica matemática con una especie de náusea”. Volvió a pensar en el suicidio, aunque decidió no hacerlo porque, observó, seguramente viviría para lamentarlo.
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