Tumgik
#saturno rants
treasure-hwa · 8 months
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D-4 ATEEZ in Brazil 🇧🇷🇧🇷🇧🇷
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bonivers · 1 year
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maybe i should get tickets for rauw🤔
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hipertexto · 1 year
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Extractos de Hecho en Saturno por Rita Indiana
Llevaba cuarenta y ocho horas sin heroína y había vomitado en el avión, las azafatas cubanas, con sus uniformes y peinados anacrónicos, lucían tan absurdas como las tabletas de Alka-Seltzer que le ofrecían para aliviarlo…al meter la jeringuilla en la ampolleta le dijo «es Buprenorfina, una morfina sintética que se usa para sanar la adicción». Lo inyectó allí mismo, en el estacionamiento del aeropuerto José Martí, con la tranquilidad y legalidad que su profesión le per­ mitía y Argenis se dejó hacer como una enamorada mientras taxistas en Cadillacs de otra era iban y ve­ nían con turistas de la nostalgia…. rumbo a La Pradera, una clínica para los turistas de la salud que llegaban a Cuba de todas partes del mundo…. Coloridas serigrafías con mapas y banderas de distintos pueblos del mundo homenajeaban el trabajo médico como un baluarte de la revolución. En uno, el líquido de una inmensa inyección ana­ ranjada entraba en un mapa de Latinoamérica, Haití era la afortunada vena; en otro momento Argenis hubiera hecho un chiste…El nuevo químico entraba en Argenis al atrope­ llado ritmo de la conversación de Bengoa; un to­ rrente de fechas emblemáticas de la lucha anti­ imperialista, recetas para batidas profilácticas, tro­ zos de canciones de Silvio, Amaury Pérez y Los Guaraguaos, economía china y estadísticas de béis­ bol. …Privilegio; sentía la palabra en su boca, que hacía los mismos movimientos para la ele y la ge que para saborear y tragar una cucharada de frosting. La decía cada mañana tras lavarse los dientes y la cara mientras se ponía el pequeño traje de baño Speedo que su madre había elegido. Luego nadaba un poco, sin mucho atletismo, y daba un par de vueltas en estilo pecho. …Jamás iban a revelarle lo que Hay­ dee pensaba de los extranjeros con dólares con ac­ ceso a lugares y atenciones con los que los cubanos no podían ni soñar. Según Bengoa, Argenis no es­ taba en La Pradera por los dólares que su papá le había hecho llegar en una de sus valijas en el vuelo de Cubana, sino por los méritos revolucionarios de su padre, la carrera política de su padre, la órbita en expansión de sus atributos.
Bengoa le había hecho ver que estaba enfermo, que la adicción era una condi­ ción y que estaba allí para curarse. Iba a curarse del consumo, porque la adicción como tal no tenía cura. «Tu cerebro siempre va a sentir esa hambre, esa sed de alivio», le había dicho entregándole una cajetilla de cigarrillos…. Bengoa había estado en la sierra con Fidel y había conocido al padre de Argenis du­ rante la Conferencia Latinoamericana de Solida­ ridad, en el 67. Hablaba de estos eventos con la solemnidad de un predicador, haciendo hincapié en fechas y nombres de parajes perdidos en los que había curado las heridas, las fiebres, las infec­ ciones y el asma de la carne revolucionaria. Cada día, Bengoa extraía una muestra del saco sin fondo de sus anécdotas. La porción de estas memorias era tan precisa como la dosis de Buprenorfina de Argenis, y era evidente que lo llenaban del mismo sosiego que a su paciente su medicina. El recuerdo de aquellos eventos y el recuerdo que de ellos te­ nían sus sentidos le dilataba las pupilas, le acele­ raba el pulso; luego venía el inevitable bajón, que le hacía mirar el agua de la piscina y tirar una última línea, por lo general trágica, con la que disminuir lo forzoso de su aterrizaje.
Tras el desahogo histórico diario de Bengoa so­ lían faltar minutos para las cuatro en punto de la tarde, hora en que sin falta inyectaba a Argenis en su habitación. Podía hacerlo frente a la piscina pero éste prefería relajarse en la cama un rato, mirar el abanico de techo o fijar la vista en una calcomanía con la bandera argentina que alguien había pegado en la puerta corrediza de vidrio. Argenis pensaba que la bandera aludía al Che Gue­ vara, pero Bengoa le explicó orgulloso que Mara­ dona había estado en aquella clínica y le mostró la calcomanía como prueba fehaciente de la pasada presencia del astro. La calcomanía se había empe­ zado a despegar y los bordes transparentes habían adquirido, gracias a la suciedad del ambiente, el mismo color ambarino de las ampolletas de Tem­ gesic…«Orlando Martínez», le dijo Etelvina mientras esperaban a que Silvano abriera la puerta de su ta­ ller para recibirlos, «murió para que gente como Silvano y como tú puedan hoy ser libres.»…éste se atrevió a decirle que su afán de pulcritud no era más que un remanente trujillista. Etelvina estuvo tres años sin hablarle
La flojera volvió a apode­ rarse de él, una pereza profunda, un cansancio del mundo en general. Mi abuela ya dobló suficiente ropa, pensó, como si los años de trabajo duro de la negra lo exoneraran a él del mismo. Esa exone­ ración que había comprado su abuela con su sudor era la excusa que utilizaba para quedarse, los días que duró su matrimonio con Mirta, metido en internet viendo porno y oliendo coca, en aquel entonces su droga predilecta, mientras su exesposa cumplía su horario de nueve a cinco en el Banco Hipotecario.
No era la primera vez que estaba en la ciudad. En el 92 había ido a un campamento para niños y jóve­ nes revolucionarios de toda Latinoamérica. La impresión había sido la misma, una desgarradora mezcla de necesidad y belleza. Asomado al balcón del apartamento se sintió la humilde corchea de una grandiosa sinfonía cuyos sonidos, audibles sólo por el alma, superaban con mucho el aspecto de su partitura de mampostería colonial, agua sucia e ideología.
le hicieron pensar en la obsesión de los cubanos por los sintetizadores ochenteros. Esos teclados decididamente blandos que para ellos son la suma de la modernidad y con los que Phil Collins y Peter Gabriel hicieron millones. Millones. Con el alivio que trajo la puya saboreó la idea por primera vez. Si tuviese millones com­ praría la heroína necesaria para el resto de su vida. Manteca de la pureza más cabrona. Viviría tran­ quilo sin joder a nadie, disciplinado y satisfecho con su ración diaria de felicidad, triunfal como un trabajador de propaganda soviética, con la jeringa en un puño y la cuchara en la otra.
José Alfredo le había hecho memorizar un héroe por cada letra del alfa­ beto y sin importar la hora o el lugar, cuando decía una letra mirando a Ernesto éste respondía como un perro que espera una galleta. «Nguyen Van Troi, guerrillero del Frente Nacional de Libe­ ración de Vietnam», dijo Ernesto aquella tarde, po­ niéndose de pie como su padre le exigía porque casi toda aquella gente que él tenía que embote­ llarse estaba muerta.
¿Cuántos niños habían sido nombrados con aquellos nombres del diccionario de su papá y Er­ nesto? ¿Cuántos conocían la historia detrás de los mismos? ¿Les importaba? ¿Había honrado alguno dicha memoria con una acción bélica, con la perse­ cución práctica de un ideal, con un hacer revolu­ cionario? Aquellos niños, marcados por la pasión ideológica de sus padres, ¿quiénes eran ahora?… En la puerta del closet, junto a un afi­ che del Che Guevara, había un calendario de Avena Quaker fijado con una chincheta. Allí jun­ tos, la cara del Che plasmada en gorras y stickers por todo el mundo y el feliz Quakero, eran los extremos de un grotesco yin yang. Por un lado, el ideal socialista convertido en mercancía; por otro, la marca capitalista de contrabando que sostenía a duras penas el funcionamiento biológico de la Revolución. Las páginas de los meses pasados ha­ bían sido arrancadas del calendario y los días de abril, el mes en curso, saltaban del naranja del fondo en azul oscuro.
No había nacido en un ingenio azucarero como su padre, ni lo habían torturado y deportado como ha­ bían hecho con los amigos de sus padres en los años setenta. ¿Qué coños le pasaba?
y siguió, sin saber cuántas cuadras lo separaban del mar, con la certeza que compartía con todos en Cuba de que, tras un determinado número de pasos, no importa en qué dirección, se alcanza siempre la orilla.
Camino al Malecón le sorpren­ dían las paredes y los postes sin publicidad, porque más allá de la anacrónica propaganda del gobierno, La Habana era una ciudad desnuda y las consignas y los héroes pintados lucían rústicos e ingenuos como los tatuajes hechos a mano en los brazos y la espalda de un preso…. «Hasta la victoria siempre» era su favorita. A su hermano Ernesto le había hecho memorizar, además del diccionario de héroes revolucionarios, la carta de despedida del Che Guevara a Fidel de donde salía aquella frase, su frase más famosa. …Años atrás, cuando todavía perseguía una ca­ rrera como artista, había odiado lo que llamaba «el oportunismo cubano». Entendía que la Revolución y el consiguiente embargo estadounidense eran un issue interesante que los cubanos explotaban como artistas. Que la facilidad con que podían pedir asilo político era una injusticia. Que las redes que creaban cuando lograban salir de Cuba para dar a conocer y distribuir su trabajo eran una mafia cubiche. Todas patrañas producto de su envidia. Porque eran y seguían siendo, a pesar del dete­ rioro, y de una oximorónica manera, el verdadero y único Nueva York del Caribe, el París de la Anti­ llas, la Nueva Delhi de las Indias Occidentales. Se lo comía la envidia, envidia de sus deliciosas elo­ cuencias, de su Wifredo Lam, de su Gutiérrez Alea, de su Lecuona y de su Alejo Carpentier, envi­ dia hasta de su hambre y de sus sufrimientos.
Quizás ésta era su oportunidad. Dejar la vaina. Dejar el Temgesic. Limpiarse. Aguantar como un macho los síntomas. Ya no estaba enganchado a la heroína, pero estaba claro que ahora había una mano igual de fuerte alrededor de su voluntad. Quizás podía conseguir Temgesic en la calle, qui­ zás si no aparecía el Temgesic podía conseguir un poco de heroína. Tenía veinte dólares y mucha experiencia haciendo preguntas extrañas en barrios calientes. Ya se veía con un placer sin culpa pegán­ dole fuego a la cuchara. Quizás era el destino. Des­ pués de todo, nunca había querido dejar la hero­ ína. Lo habían secuestrado, lo habían obligado.
Argenis era un tecato. Tremendo tecato. Tan tecato que se había enganchado a la medicina para desinto­ xicarse. Como si no fuese suficiente, al verlo cabi­ zbajo jugando con la azucarera en la mesa del comedor, Bengoa cambió el tono y le habló como a un niño. «Argenis, mijo, tienes que aprovechar esta oportunidad, piensa en tu papá, que está invir­ tiendo dinero en ti, no puedes quedarle mal.»…Argenis espiaba su cara tras la pista de algún desprecio en su empatia. Pero Susana no era así. Venía de una realidad a años luz de la suya, en la que su adicción era un fenómeno más y no un escándalo.
«¿por qué ya no pintas?». «La pintura está quedá», le explicó él, «ahora la gente quiere juguetes japoneses, loops de videos en veinte pantallas, mujeres que se metan alambres de púa por el culo.»
«¿El placer?», repitió Argenis para ganar tiempo,
y luego, a modo de respuesta, le preguntó «¿el pla­ cer sin los otros?». Ante su pregunta Susana hizo el mismo gesto que le habían merecido el repollo y la avena de Bengoa y le dijo «en ese tema, el ex­ perto eres tú». El resto del camino al Malecón Argenis fue un remolino de ideas. Pensaba en la heroína, el para­ digma de la gratificación individual. Había sacri­ ficado todo. Familia, trabajo, salud, por eso. Pero pintar, algo que lo había hecho feliz desde niño y con lo que no hacía daño a nadie, le aterraba. O mejor dicho, le aterraba hacer algo que no tuviese salida, algo atrasado, le tenía miedo al rechazo, a la burla, a la crítica. Eran los miedos de un niño con zapatos viejos de los que sus compañeros se bur­ lan.
«Mujeres que tienen el coño de azúcar», así las llamaban los viejos pintores de la cafetería El Conde durante las conversaciones sobre arte, sexo y política que se llevaban a cabo todas las tardes a la hora de su salida de la escuela de Bellas Artes en los noventa. Mujeres que despiertan las papilas gustativas que tiene el glande y hacen que uno pruebe esa exquisita miel con la lengua en la que se convierte el pene por unos minutos. Mientras penetraba a Susana por primera vez sobre la mesa del comedor, Argenis elevó una plegaria por aque­ llos honorables sabios, elevados ahora, tras el ha­ llazgo de dicha mujer, a la categoría de profetas.
Allí Bengoa tenía un escritorio, dos sillas plega­ dizas de metal, un mueble con puerta de vidrio y, en la pared, un afiche con el Saturno devorando a su hijo de Goya, un suvenir del Museo del Prado cuyo nombre llevaba en el borde y que Bengoa había traído de su único viaje fuera de la isla…En él leyó por primera vez la historia de Cronos, Saturno para los romanos, quien, como la gran mayoría de los dio­ ses y héroes antiguos, recibe una puñetera profecía en la que uno de sus hijos ha de destronarlo. Para evitarlo se traga a los niños tan pronto nacen. Su esposa, desesperada con la macabra barbacoa, es­ conde a su sexto hijo (Júpiter/Zeus) en una isla y en su lugar le da a Cronos una piedra por al­ muerzo. Ya adulto, y apoyado por una conspiración cósmica, Zeus le da un vomitivo a su padre del que salen enteritos todos sus hermanos. Susana, cuyos conocimientos mitológicos eran menos rudimentarios que los de Argenis, lo ilustró sobre el atributo principal del dios, la hoz, mien­ tras tomaban café en el balcón. En el fondo sonaba «I’m Your Captain» de Grand Funk Railroad, que Argenis había puesto en la mañana y que ella le pidió repetir. «Saturno castró a su padre El Cielo con la hoz; la hoz es el tiempo, que define nuestra dimensión, la conquista de los movimientos celes­ tes con la que se administra la cosecha aquí en la Tierra.»
Un día, mientras preparaban una sopa de plátanos, Argenis le preguntó «¿por qué no matan a Castro?». Ella palideció, como si el mismo Castro los hubiese escuchado y estuviese de camino a comérselos vivos. Se sentó en el sofá de la sala y muy quedo le dijo «ya no sabemos qué creer». Se quedó allí con los ojos aguados mirando la mesita de centro hasta que la sopa estuvo lista y Argenis se arrepintió de haber abierto esa puerta, se sintió frívolo e ignorante, como esos turistas americanos que dicen ándale ándale como Speedy Gonzales cuando están borrachos en un país latinoa­ mericano.
Susana lo miró con ternura y desaprobación y luego le preguntó si ya le había dicho a Bengoa o a su padre que le diera los qui­ nientos dólares a él directamente. Argenis le dijo que no, que estaba esperando un momento apro­ piado para hacerlo. Con su padre no había tenido ningún contacto y le daba un poco de pena des­ pedir a Bengoa de su función más lucrativa
«¿Sabes qué es eso que suena?», le preguntó con un tono de voz nuevo en él.«Es Beethoven», respondió Argenis. «La Sin­ fonía número seis.» «No», dijo Bengoa y bajó el volumen del aparato para sentarse otra vez frente a las damas chinas, frente a su paciente, «es el sonido de la avaricia». Las festivas notas del comienzo de la Pastoral desencajaban con el parco tono del médico. «Esta casa que tú ves aquí me la dio Fidel. Fidel mismo. Me la dio intacta en el 62, como la dejaron sus gu­ sanos cuando se fueron huyendo de la Revolución, huyendo de la justicia. Dejé esta salita como me la entregaron, jamás he sacado ese disco de su sitio, el último que oyeron esas ratas, para recordarme que existe gente como tú, que entienden que lo merecen todo.» Bengoa se puso de pie y le informó: «José Al­ fredo hace un mes y medio que no te manda nada. Me he encargado de todo, del apartamento, de la medicina, de todo».
Zeus se salvó de ser devorado por su padre gra­ cias a una piedra. Una piedra oculta en ropa que Saturno se comió pensando que era su hijo. Su madre sabía de qué era capaz José Alfredo y había llenado las maletas de Argenis con piedras para Saturno. Bengoa era la boca que su padre había usado para masticarlo. Si recordaba la leyenda co­ rrectamente, algún día lograría vencerlo y lograría que el titán vomitase todo lo que se había tragado, empezando por el boombox.
Ahora que nada le quedaba para intercambiar por una ampolleta de Temgesic veía aquellos Adi­ das bajo una nueva luz. Con los ojos cerrados y respirando profundo, como había aprendido para postergar la siguiente oleada de cólicos, especuló sobre cuántas ampolletas le darían por los tenis. Una mano sin cuerpo se abría frente a él con tres, cinco, dos, una ampolleta. Volvía a sentir el olor a nuevo que los zapatos habían desprendido aquella tarde cuando, cual tecata, Madre Teresa se los en­ tregó al travestí.
En la pared había otro afi­ che, en él Castro gesticulaba en un podio sobre la frase «Patria o muerte. ¡Venceremos!». Los tenis de los ochenta han envejecido mejor que estas con­ signas, pensó Argenis, para enseguida volver a escuchar las suelas de Vantroi marcando el beat de una canción. Al parecer todavía ensayaba produ­ ciendo aquel roce rítmico. El sonido se definió y Argenis ahora lo escuchaba dentro de su casa. Pero Susana no iba a dejar que Vantroi ensayara en la sala. Estiró la pierna llena de piquetitos, en la que se inyectaba de vez en cuando para dejar descansar el brazo y metió el dedo gordo del pie por la rendija para abrir la puerta. Al fondo del pasillo, Bengoa se cogía a Susana en el sofá de ratán de la sala. Le cla­ vaba su pene color salchichón por detrás soste­ niéndola por la cintura, los dos con el frente hacia la habitación de Argenis y recostados de lado en cojines rameados con flores del paraíso. Sus cojo­ nes color kaki colgaban hacia un lado y sacaba una lengua larga y roja, con las gafas de ver todavía puestas, para tocar con ella la redonda y rosadita que Susana le ofrecía. «Hijos de la gran puta», gritó Argenis con fuerzas que no tenía. Al verse descubierta, Susana forcejeó para zafarse, pero el doctor la sujetó y aumentó la velocidad de los gol­ pes de cadera hasta que sacó el miembro que empezaba a encogerse y se vino y su leche era densa como un hilo de pasta fresca. Argenis in­ tentó levantarse, afuera Susana peleaba con Ben­ goa. Como las estrellitas que orbitan alrededor del Pato Donald cuando le dan un trancazo, los Reebok Classic, los pies de Bengoa y el diente dorado del sastre de su padre daban vueltas en su cerebro. La ira lo llenó de un extraño vigor. Salió a la sala ma­ reado y decidido. Bengoa se terminaba de abotonar los pantalones con una sonrisita tan vulgar como sus pezones peludos, Susana lloraba en la cocina con la ropa mal puesta. Argenis se aferró al cuello del doctor Bengoa, pero Bengoa era más grande y no estaba enfermo. Con una sola mano se deshizo de la precaria horca y rechazó el intento de Susana de ayudar a Argenis tirando a ambos al suelo, le metió un puño en el oído a su paciente, lo agarró por la camiseta, abrió la puerta y lo echó fuera. Oculto el sol, la escalera se hallaba en tinieblas. Una modesta erección vaticinaba el fin del sín­ drome de abstinencia. Allí, sobre el piso helado, le zumbaba el oído y recordó al sastre y su cinta mé­ trica, acercándose con una menta de anís en la mano para decirle «un día, cuando seas grande, haré un traje para ti». Se tocó la tutuma dura bajo el pantalón, metió la mano dentro y se aferró al ca­ rrito, era el carrito que Santa Claus le había traído aquella Navidad, un carrito rojo, made in China, que su papá, con su traje nuevo al hombro y cu­ bierto en plástico, le había hecho escoger en una vitrina de viejos y empolvados juguetes al por mayor de la Mella.
Mientras orinaba Mickey Mouse, Fred Astaire, Sonia Braga, Boy George, Marcello Mastroianni y, por supuesto, Janet Jackson clavaban en él sus céle­ bres ojitos.
qué sabes hacer?».Sabía reconocer la cocaína cortada con acetona. Fabricar excusas. Recostarse en los otros. Preparar una jeringuilla de manteca. Hincársela. Sabía hacer arroz, un arroz empegotao y desabrido. Se miró las manos, enormes y huesudas, las palmas de piel amarillenta, mucho más claras que el resto de su cuerpo. Le picaban. «¿Tienes lápiz y papel?», le preguntó a Vantroi. Su anfitrión abrió una ga­ veta en la cocina y sacó un cabito de Berol Mirado y un pedazo de papel manila en el que alguien había escrito una lista de materiales que incluía tinte negro wiki wiki y gorras de béisbol. «Ponte ahí», le pidió a Vantroi y señaló la puerta que daba al bal­ cón para que la tierna luz de un cielo que comen­ zaba a nublarse le diera de perfil. Volteó la hoja para usar el lado en blanco y sus dedos se cerraron en torno a aquella pulgada de lápiz como los péta­ los de una cayena cuando llega la noche, hizo entonces bailar el grafito sobre el papel sin mucho esfuerzo, hasta convertir la carne de su salvador en una hermosa convergencia de líneas oscuras.
Qué fácil era colgar la foto enmarcada con el comandante en la sala de un apartamento en Naco, con la nevera repleta de quesos importados, vegetales frescos y diez libras de churrasco.
Casas de una alcurnia que en la segunda mitad del siglo xx emigró hacia el norte. A Miami los de La Habana y a las afueras de la ciudad los de Santo Domingo. Los primeros huyendo de los Castro y los segundos huyendo de un proletariado que se había hecho en Nueva York de dinero con el que comprar y mutilar las antiguas estructuras para convertirlas en pensiones, colmados, salones de be­ lleza y centros de internet.
Su adicción era un eterno perseguir aquella momentánea abolición de la culpa, la necesidad, la responsabilidad y la introspección.
Recostado de lado sobre la cama se la ofreció a Argenis, quien la clavó en la ampo­ lleta para buscarle luego la vena a Bebo con los pul­ gares bajo las medias deportivas. Se tocaban con la familiaridad de la adicción, una que Argenis no compartía con ningún otro hombre.
Veo veo. ¿Qué ves? Una cosita. ¿De qué color? Dorada. ¿De qué tamaño? Pequeña. ¿De qué está hecha? De metal. ¿De hierro? No, de oro. ¿Tus argollas? ¿Tus anillos? Así por media hora. ¿Una pista? Está en la mano de un ángel. Arge­ nis buscaba una respuesta en las nubes gigantes a ambos lados de la carretera. Luego, cansado, su mi­ rada caía sin esfuerzo sobre la estampita de San Miguel Arcángel que colgaba del espejo retrovisor. La espada alzada sobre un demonio que comen­ zaba a arder bajo la bota del soldado celestial y en la mano izquierda la balanza de oro de la justicia divina.
Midiéndose un traje a la medida que pagaría con el dinero del regalo de Navidad de su hijo.
Bajó en un ascensor forrado de espejos, en el que su cabeza, una cabeza un poco cuadrada, pero hermosa, se reflejaba infinitamente. Sentía cierto placer y seguridad gracias a la ropa de Bebo, como si el disfraz que llevaba puesto despistase sus com­ plejos. Se imaginó en un traje a la medida en el opening de su primera exposición individual. Ima­ ginó que vendía todas las piezas y que algún perió­ dico le dedicaba la portada del suplemento de cul­ tura. Al llegar al Hotel Nacional un empleado de segu­ ridad le tocó el pecho con una mano puntiaguda. «Aquí no se permiten nacionales, compañero.» Compañero del culo, pensó Argenis y sacó el pa­ saporte dominicano, un pasaporte que en medio mundo le hubiese traído problemas, pero que aquí, gracias a las estupideces de la Revolución, era tan bueno como uno suizo. «Perdone, caballero», se excusó el seguridad, mien­ tras le mostraba el camino hacia el locutorio de cubículos tapizados y lleno de voces extranjeras, desde donde había llamado a su tía Niurka por pri­ mera vez hacía una semana con el dinero de Bebo. Cuando su tía levantó el teléfono al otro lado de la línea se escuchaba el ruido del tapón del viernes por la noche frente al edificio en Santo Domingo. Había regresado de Europa hacía poco y alquilaba un apartamento en la Bolívar, en ese Gazcue que Argenis comparaba otra vez con el mortecino Ve­ dado.Argenis extrañaba aquellos ruidos. Los choferes maledicentes, la chopería frenética, la basura ase­ diada por miles de mimes en las cunetas, los carga­ dores para celulares, plátanos y musús, las hin­ chadas manos de los mendigos haitianos, extra­ ñaba su pocilga. De vez en cuando, en medio de la turba uno sentía algo hermoso. Una luz que ilumi­ naba todo, un color y una luz que hacía que el mo­ lote cobrara un sentido secreto. Como una canción de doble sentido, sólo que esta vez la canción era vulgar y el sentido oculto sublime.
Maquillada por la oscuridad, La Habana recobraba algo de su antigua gloria, como una puta vieja con las luces apagadas. Aprovecharía aquellas últimas horas para pasearse como un turista. Admiraría la arquitectura barroca, las ceibas cente­ narias, las amplias aceras europeas, sin preguntas capciosas sobre las carencias de nadie, ni sobre el derrumbe inminente de infinitas ruinas dispuestas como sobras en el plato de un titán.
José Alfredo tenía preparadas unas preguntas sobre historia dominicana reciente: la revolución de abril, las hermanas Mirabal, Orlando Martínez, que Ernesto respondía elocuente para el deleite de don Emilio. Argenis, mientras tanto, se escurría hacia la habitación de su abuela, una habi­ tación oscura y húmeda en la que sólo entraba luz por una persiana de un pie cuadrado que daba a la calle.
Susana le había advertido en el balcón de La Ha­ bana: «lo único que ha cambiado desde la Edad Media es la tecnología, la carne del mundo sigue presa de las mismas supersticiones». Junto al por­ tón, viejos y viejas asediaban a los billeteros con di­ nero en las manos, solicitando números específicos con los que habían soñado durante la noche
Antes de que el humo que salía de su boca se disi­ para, Charlie le pasó la bonga a Argenis para que prendiera con un encendedor la yerba en la bande- jita y halara. El encendedor tenía una mujer im­ presa con tetas de enormes pezones rosados y el agua en el fondo de la bonga sonaba bulub bulub bulub. Al fondo, el disco Nice Guys de los Art Ensemble of Chicago daba vueltas en el tocadiscos de Charlie Catrain. Junto al tocadiscos, adornando el mueble de teca pulida, había otros aparatos aná­ logos de los años setenta y en el extremo opuesto al tocadiscos una cabeza de Buda de piedra que son­ reía estúpidamente. A Charlie lo conocía de toda la vida. Su papá, Tony Catrain, y José Alfredo los habían enviado a ambos a Cuba al primer Congreso de la Juventud Comunista Latinoamericana, una especie de campamento de verano cuyo lema era «Seremos como el Che».
Horas más tarde, la mesa del comedor de Char­ lie se convertiría en un modesto laboratorio, cu­ bierto con las pipas humeantes, ziplocs con ma­ rihuana hidropónica, pastillas y líneas de perico de sus invitados, exalumnos de la escuelita progre a la que Argenis iba de niño e hijos, como él, de miem­ bros del partido. Dioradna y Fifo ya no eran aque­ llos miembros de Greenpeace que pedían firmas en la calle el Conde, ahora eran funcionarios del gobierno que preferían hablar de arte contem­ poráneo que de política.
«la asquerosa limosna balaguerista��;
Etelvina era nombre de sir­ vienta, de analfabeta. Era un nombre que convo­ caba todo lo que Etelvina quería limpiar del mundo. Pobreza, ignorancia y suciedad. Argenis estaba convencido de que, a pesar de su pasada militancia marxista, su madre odiaba a los pobres. Los odiaba por sus pies descalzos coge lombrices, por sus harapos y por la cruz con que en su infan­ cia firmaban la cuenta en el colmado de su papá.
El socialismo olía a jabón de lavar y a libro de texto nuevo, era la pócima mágica contra la fealdad del mundo. No contra la injusticia, sino contra la desi­ gualdad estética de los hombres.
La mayor parte de estos tesoros venía del vertedero de Duquesa, era basura rescatada por los buzos que luego vendían sobre una toalla en la calle, tuercas, marcos de fotos y loncheras de plástico descolorido. Éste es, pensó Argenis, el purgatorio de los obje­ tos. Aquí terminan los que no alcanzan el cielo de las antigüedades y los que escapan al infierno de Duquesa. Quizás me toque a mí redimir una de estas cosas y elevarla a una vida eterna en mi habi­ tación.
Hizo un esfuerzo por recordar otros detalles, moverse dentro del re­ cuerdo como en una realidad virtual, virar la ca­ beza y caminar por la casa, viajar en el tiempo.
«San Miguel se las trae», dijo Niurka con una voz extraña pues aguantaba el humo de la yerba dentro.
Argenis pensó que San Miguel había abusado de su caballo, como esos oficiales que en las guerras de independencia montaban los suyos hasta que se les desplomaban muertos…sin quitar los ojos del noticiero, mientras hacía comentarios en voz alta sobre los reportajes con la misma pasión e ignorancia que le dedicaba a los enredos y revela­ ciones de las telenovelas. Da igual, pensó Argenis, ha visto pasar la historia con la misma pasividad con que ve sus novelitas, imágenes en movi­ miento. Nunca se le ocurrió intervenir, rebelarse, envenenar a sus opresores.Tan pronto como se dio cuenta de lo mucho que se parecía a su abuela se llenó de desprecio por sí mismo. Era un altanero. En eso también se le pare­ cía. Su padre, en cambio, si bien era un hipócrita, por lo menos había intentado hacer algo para cam­ biar las cosas. ¿Qué había hecho Consuelo? Aguan­ tar. Aguantar como Rocky en la primera Rocky. Aguantar sin caer knockeada por cincuenta años de sartenes grasientas y de sucias medias ajena
sintió el pánico de su padre, las ganas que tenía en aquellos años de cambiar el mundo, la muerte que le pisaba los talo­ nes.
Loudón le pidió que alzara los brazos otra vez para marcar con alfileres los puntos que necesi­ taban ajuste. Los hombros, la cintura, el ruedo. El sastre hacía su trabajo en silencio, permitiendo que su cliente permaneciese frente a sí mismo. Aquello sí que era un arte, pensó Argenis ante la exquisitez del corte, la simetría de las partes, la caída de la tela sobre sus miembros, la forma en que el color blanco contrastaba con su tez de mu­ lato lavao. Por primera vez desde que saliera de la escuela de Chavón sintió que participaba de un proceso creador relevante, que este nuevo Argenis, el que se asomaba al otro lado del espejo, era su propuesta conceptual, su obra de arte, un nuevo avatar de sí mismo, el hombre nuevo, y no pudo evitar una carcajada, como decía el Che Guevara.
Ésta es la revolución dominicana, se dijo con una paleta de cordero en la boca, tanta sangre derramada para comer langosta…lo saludó con un respeto que Argenis sabía posado y sintió pena por los aires que su padre se daba cuando gente blanca y rica le dirigía la palabra.
Argenis no hubiese podido pintar aquello de nuevo. Recordaba haber ejecutado la pieza, pero no recordaba todos los detalles del trabajo. ¿De dónde había sacado aquella osadía? ¿Aquellos trazos con pincel grueso de la fibra en los brazos de los buca­ neros? ¿Aquellas manchas de aspecto accidental con que saltaban de la tela detalles lejanos del pai­ saje tropical? ¿Las gotitas de luz al estilo Vermeer con que había dado vida a las manos? Lo que sí recordaba eran los nombres de aquéllos. Nombres que su sicosis le había confiado. Roque, Ngombe, bucaneros que vivían del ganado cimarrón. Ven­ dían sus cueros a los contrabandistas. No sabía si los había inventado para nutrir sus pinturas o si los había pintado para poder lidiar con su insis­ tente e inoportuna presencia…. Estas pinturas lo han pasado mejor que yo en el aire acondicionado de esta galería, admiradas y mantenidas, pensó Argenis
Quería cambiar el che­ que cuanto antes, sentir el olor a gasolina de aque­ llos billetes. Bajaron hasta la 27 de febrero y, contra todos las advertencias de Argenis, el chofer decidió cogerla. Eran las dos de la tarde y un solo tapón la recorría en todos sus kilómetros. Las caras de los peatones que esperaban por carros públicos y gua­ guas en las aceras lucían una tristeza endémica, una mezcla de resentimiento y conformidad, de odio disfrazado de desenfreno. La desesperanza vestida con uniforme de Burger King sostenía celu­ lares prepagados con monstruosas uñas de porce­ lana china. Décadas de saqueo sistemático, de escuelas públicas que eran granjas de contención, de mierda en pote, habían esculpido esta marea de ojos sin horizonte. ¿Quién podrá defenderlos?, pensó Argenis, ahora que los elegidos se han con­ vertido en rumiantes. ¿Le tocaba a él? ¿A sus frí­ volos amigos? «Esto no tiene remedio», dijo en voz alta y el chofer que, pensó que hablaba del tapón, le aseguró «no te apure’, manín, que más adelante la vaina afloja».
camino a la mesa de los pintores, evadir la de los poetas, casi todos seudo- intelectuales decimonónicos con halitosis.
En dos sillitas que lo flanqueaban alguien había colocado dos cuadros para la venta. En ambos líneas temblorosas intentaban evocar la fachada de la catedral. No era el intento de un niño, era el logro de alguien que intenta pintar de la memoria o de un sueño con líneas sobre cuyo flujo ya no tiene control la vista. Céspedes se había quedado ciego.
Llegaron al edificio, una sólida construcción de la época de Trujillo en la que alguna vez hubo ofi­ cinas de lujo y ahora vivían haitianos, prostitutas y Céspedes.
«Saturno se comía a sus hijos para que no lo
destronaran», le dijo el anciano alzando la voz por encima del dembow del colmado. «Saturno era un hijo de puta, como Balaguer.» Entre oraciones, el anciano chupaba tan fuerte su cigarrillo que con cada jalada quemaba un centímetro del papel. «La mamá de Júpiter lo escondió en una isla y cuando éste tuvo edad castró a su padre», continuó. «Saturno sin su vitalidad se convirtió en un ser hu­ mano mortal y fue coronado rey en la tierra. Su rei­ nado se conoció como la Edad de Oro», su tono era de sorna, «donde no había ladrones, ni asesinos y los bienes se repartían equitativamente.» El viejo le mostró el dedo del medio al cielo y gritó «¡Saturno, hijo e tu maldita mai!
Quería pintar esa luz, someterla.
Aquellos enormes mulatos habían salido de la miseria gracias a que podían lanzar bolas a noventa millas. Recordó el negativo. ¿A cuántas millas iba aquella molotov? Al colocar sus mocasines de gamuza azul marino en la bandeja se le hizo un nudo en la garganta. El amor que su viejo sentía por él le llegó impoluto, como aquella bomba casera a los pies de la policía. Se vio los pies descalzos, pies planos por los que lo hubieran rechazado en el ejército, un par de pies que debían durarle toda la vida y que andaban por­ que él les ordenaba «anden».
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treasure-hwa · 7 months
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How and when will I live my silly little romantic fantasies????? :((
(I found my song ksksksk)
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treasure-hwa · 1 year
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I made it. I made a LinkedIn. Full on corporate now.
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treasure-hwa · 1 year
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Guys, markets over here are selling easter eggs already!!!!!! That's why the world is getting so anxious
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treasure-hwa · 8 months
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SEEING ATEEZ IN LESS THAN 12 HOURS MIGHT THROW UP PASS OUT PASS AWAY
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treasure-hwa · 1 year
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Oh the dark circles under my eyes telling me I'm done for the week
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treasure-hwa · 11 months
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I believe in slow it down, make it bouncy, jigeumbuteo fly, jom dareun spicy, cheong-yanggochu vibe, if you wanna know how, I can show you right now, urin madeulji bouncy, buri buteo, fly supremacy
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treasure-hwa · 11 months
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Soooo I had to prepare some things for my English class students tonight, but I ended up doing crochet and watching Supernatural for two hours.........
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treasure-hwa · 2 years
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To: People from tumblr who are married adults and keep creating content for their fandoms
I love you. I aspire to be you.
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treasure-hwa · 2 years
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Currently on my third Star Wars movie and you can bet I will have to write something for Seonghwa once I know more about this universe
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treasure-hwa · 1 year
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Today, I watched the movie RRR and I think everybody should watch that masterpiece!
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treasure-hwa · 1 year
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Am I living or just waiting hopelessly for a studio version of hhu Hug?
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treasure-hwa · 2 years
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treasure-hwa · 1 year
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YOU AND I, WE DON'T WANNA BE LIKE THEM, WE CAN MAKE IT 'TIL THE END, NOTHING CAN COME BETWEEN YOU AND I
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