I've a super strict teacher and my group buddies are trying to put a photo with a dick joke in the ppt we have to hand in today.. people I am begging you to use that chunk of meat inside your skull
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‘ 𝐌𝐀𝐘𝐁𝐄 𝐖𝐄 𝐒𝐇𝐎𝐔𝐋𝐃𝐍'𝐓 ’ ♡ @sowhatt
‘ oh... ¿ni siquiera como celebración por reencontrarnos después de tanto tiempo? ’ insiste, un tinte divertido y alegre característico. en su mano un porro en consumo apuntado hacia pipper. la última vez que probaron fue antes de que la designaran como suprema y la última vez que la vio, quién sabe, los meses pasaron desde ese entonces. val viajó temporalmente a nueva orleans con pythia, sin intención de quedarse ya que la vida como nómadas los atrae más.
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Es odioso lo tranquilo que espera, apoyado en aquella pared de punto de encuentro, con las manos resguardadas del frío nocturno que comienza a sentirse en las calles de la capital nipona. Su prisa es inexistente, cuando de alguna forma, sabe que va a llegar. Eleva la mirada cuando lo siente acercarse, y una media sonrisa (de esas que con tanta facilidad le dedica al Ravnos) se forma en sus labios. "Vamos, antes de que empieces a tener alguna de esas ideas de arrepentirte~" y con una confianza extrema, se impulsa para acercarse al otro, tomarle la mano y comenzar a caminar en la dirección que quiere, donde sabe que comienza la callejuela del festival. "Hoy no pareces odiarme mucho, eh, si decidiste venir... ¿Quizá comienzo a agradarte?" molesta un poco, mirando de soslayo a su acompañante. [@hi0ta]
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de repente quiero un sexting bien desubicado.
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En la primaria miramos un documental de reptiles y anfibios (top ten el biotipito school memories) y una compañerita que si mal no recuerdo venía de una familia super católica le dijo a la maestra que ese documental era desubicado porque decía "la concha de la tortuga"
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La cuerda floja
Allí, en aquel teatro con hedor a muerte, su voz comenzó a perderse y el eco dejó de alcanzar su nombre, de pronto, cayó el telón antes de tiempo, eran las dos de la mañana y el invierno agonizaba como el silencio de las calles. Tom Penny se desplomó como una bala disparada hacia la luna. La caída fue fatal. Aquí, cerca de la última mesa, el olor del tabaco y del alcohol nubló la preocupación del público. Lo tomaban como parte de su desatinado performance. Una tos incontenible se escuchó, era la de Tom, estaba tiñendo de sangre la palestra. Súbitamente, una voz desconocida gritó: “¡Tom! ¡La vida te pegó un tiro!”. Se escucharon las sirenas de la ambulancia, los paramédicos tímidamente se acercaron a Tom, lo cargaron como un costal de basura y se lo llevaron raudamente hacia un hospital de mala muerte cerca del teatro. Cuando Tom abrió los ojos, desconcertado, no recordaba qué ocurrió. Un médico con voz torva, se acercó y le ordenó que se despida de la música, de su lacerante voz que evocaba espíritus del averno. Una extraña enfermedad degenerativa lo dejaría sin el habla para siempre y el desarrollo de una tos incontenible acechándolo lentamente, como la sombra de su inconsciente. Tom, quien había empezado su carrera desde su desolada infancia, entre el abandono de un padre y la locura de una madre, yacía solo en la desgracia. Su carrera había despegado, y las disqueras estaban considerándolo para una gira nacional en los lugares de las clases medias y altas que siempre despreció. Una marea oscura perturbó su mente, a raíz de la fría e inesperada noticia. Intentó cantar algunas estrofas conocidas, pero comenzaba a toser inconteniblemente, como si se hubiera tomado 13 botellas heladas de vodka, un baño con agua fría a la intemperie, una fibrosis de cantina y una tuberculosis bohemia. Nunca sintió la pérdida, nació desubicado, al perder su voz se esfumó su sonrisa altanera y se quebró en sus propios pensamientos. No había peor muerte para un artista en vida, que verse incapacitado de ejercer su arte. Los miembros de su banda, al enterarse de la noticia, encontraron un sustituto para Tom. Su único medio de sustento le fue arrebatado por una enfermedad que no sabe si él la buscó, pero su vida era un desorden, no era de extrañar que el caos fuera engendrado en su organismo.
Ahí se encontraba su lúgubre presencia, Tom Penny, el maldito del suburbio, decían que su voz desgarradora pelaba las sucias capas de pintura enmohecidas de los bares y teatros de la olvidada estirpe de Jersey. Estirpe de la clase más baja: ladrones tísicos, prostitutas de caucho, yonkis de alcantarillados, indigentes sin Dios, desahuciados sin escrúpulos, mafiosos con cerebro de reptil y relojes arrancados de sus agujas. Tom recordaba sus vagos días de la niñez cuando jugaba a los pequeños gánsters del cine negro. Nunca conoció el amor de madre o de padre, ni este tuvo la oportunidad de robarle suspiros como para volverse un adicto. Todo lo que recibió como aprendizaje, era sobre la maldad humana: la realidad que alguna vez leyó en los cuentos de Poe. El arte entró a su vida por un interés mundano, que luego se transformó en amor por placeres como el dinero, el sexo, las drogas y el alcohol. Nada parecía detenerlo, su hambre voraz y el esfuerzo inusitado por cantar los resentimientos de su origen, conectó indirectamente con el corazón estrujado de muchos infelices ajenos a ese sueño americano que los periódicos enorgullecían cada fin de semana. Tom siempre decía que las balas lo esquivaban a él, porque ningún peligro lo consumía, vivía sin la necesidad de Dios, sin pedirle un centavo o un día más de vida. Para él, la nada era absoluta, él y ese micrófono, él y ese escenario, él y esa banda de postpunk. De bar en bar, de teatro en teatro, de plaza en plaza, iba cosechando fama, hasta que el destino lo empujó hacia un estudio de grabación que masificó sus canciones y alentó sus demonios narcisistas. Por la calle principal de Jersey corría de boca en boca un viejo refrán que decía: “El ego de un gánster era una bala perdida hacia su reflejo”. Un vagabundo se lo dijo, pero Tom se reía, creía que jamás llegaría a ocurrirle algo que afectara su ciego sentido de invulnerabilidad.
Tom había perdido el habla. Su vida se paralizó, su mirada apuntaba hacia dentro, y el golpe de aquel evento fue la primera pieza de dominó en caer y desbaratar su cordura, su construcción plástica de chico malo. Grito en silencio: “¡No!”. Las heridas del alma, la ausencia, la vida y las ráfagas de análisis impulsivos que los despersonalizaban hasta vomitar su propia existencia. Pasaron las semanas, mientras él se aislaba, hasta que vio la luz una tarde cualquiera acompañado de su tos incontenible que no enmudecía nunca, y aceptó el cese de una vida sin brújula. Recordó que en el hospital había afiches despintados sobre citas bíblicas, alguna especie de puente hacia una vida frugal y muerta para el artista sin muchos estímulos para concebir el arte, salvo repetir las decimonónicas plegarias y cánticos de iglesias hieráticas. Tom decidió saltar al otro lado del abismo, a otra cuerda floja con un círculo vicioso de seguridad y bienaventuranza. El gentío rumoreaba por las calles: “Se suicidó”, “Lo vi robarse mi cajetilla de cigarros”, “Me saludó a lo lejos”, “Se ha redimido”. Nadie tenía la razón. Murió simbólicamente o en vida, pero algo era seguro, la luz se lo llevó. Tom era un sueño de Jersey.
Sexto escrito de la serie "Micro-relatos".
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