Tumgik
xenophon13 · 2 years
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Domingo 3 de julio de 2022.
Otro día triste. De camino a Bosques en busca de tortillas y unas gazas, me han vuelto a perseguir los perros rabiosos de la depresión y el suicidio. Le decía a Emma que la mayoría de las veces se comportan como sombras; están siempre presentes, pero no siempre se materializan. Sin embargo, cuando lo hacen, son estremecedoramente peligrosas. Me han soltado al menos un par de mordiscos, y al menos uno, en medio del trayecto entre una y otra farmacia, me ha obligado a soltar un par de lágrimas.
Aproveché el camino de vuelta para tratar de delimitar y comprender las emociones que me abordan cuando me siento así, y al menos pude concluir que el dolor es solo una parte de todo lo que me agobia. Cuando pienso en terminar con todo, en realidad, lo que más me embarga es la sensación brutal, azotadora, de desesperanza. También el vacío que siento entre mis pulmones y el estómago, un vacío que tiende a convertirse en un nudo que no puedo desatar ni siquiera al intentar hablar. Miedo, desesperanza, vacío, dolor. Todos confluyen en una sola dirección y le dan forma a un solo pensamiento: que no puedo, que estoy rebasado y que en algún momento los planes vagos se terminarán transfigurando en realidades.
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xenophon13 · 2 years
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Castillo de los sueños: juventud perdida.
Caminé por el castillo durante horas, desubicado, con mucha hambre y sed debido a que, según yo, no había comido absolutamente nada desde el momento en que llegué a aquel lugar extraño, tan grande y a la vez tan fantástico que no podía evitar que inundara mis sentidos. Cómo fue que eso pasó, es decir, que terminara andando por los recovecos, pasillos y salones de aquella mole, no lo entiendo ni lo entenderé nunca.
A primera vista la construcción parecía un complejo cualquiera; una decena de edificios antiguos en los que aguerridos soldados medievales solían guarnecerse para hacer frente a las amenazantes invasiones de un millar de infieles. Tanto el suelo como las paredes, enmohecidas por el tiempo, eran de piedra seca y húmeda, de aspecto viejo y lúgubre; mis zapatos hacían mucho ruido cada vez que pisaba sobre la roca, sonido liso y seco que era lo único que podía percibir. El espacio era oscuro, adornado apenas por unas cuantas antorchas colocadas una tras otra según un determinado espacio.
Al principio tenía miedo, porque no sabía en dónde estaba ni entendía la razón por la que me encontraba ahí. Insisto en que no recordaba cómo había llegado ni quién me había traído, si es que alguien lo había hecho. Estaba confundido, así que, para asegurarme que no alucinaba, me puse de pie y empecé a palmar las paredes rocosas de la fortaleza. Las sentí reales, tan reales como la armadura oxidada y apestosa de un soldado que encontré un par de metros más adelante. Camine durante un buen rato, recorriendo en línea recta el mismo pasillo que parecía no tener fin, hasta que llegué a una serie de habitaciones enmarcadas en puertas de madera podrida, despostilladas todas, con los goznes viejos y oxidados. Abrí la primera y me encontré ante una absorbente oscuridad, una negritud pesada, de cierta forma viva, en la que no podía distinguir absolutamente nada. No me atrevía a entrar.
Seguí caminando hasta que arribé a otra habitación. Entré a ella y encontré paredes y suelos blancos. Unas imágenes peculiares se paseaban por las paredes de la recamara, como si fuesen reproducidas por un aparato cinematográfico que yo no alcanzaba a ver. No pude comprender nada, o tal vez no quería porque estaba demasiado confundido y asustado; no lo sé. Así que, como hice con el cuarto anterior, cerré la puerta y continué caminando
Sin que me diera cuenta, el paisaje se había tornado diferente. Las paredes y los pisos habían dejado de ser de piedra para convertirse en metal, un metal muy brillante y pulido que me hizo pensar en la plata. No podía saber qué clase de mineral era, pero cuando toqué las paredes sentí un frío muy fresco que, no sé por qué razón, también resultaba tranquilizador. Las antorchas habían desaparecido y habían sido sustituidas por pequeños espacios en las esquinas del techo, donde, suponía yo, había focos eléctricos. Las paredes habían sido recubiertas por cuadros de barcos, aviones, coches y un montón de figuras capturadas en encuentros deportivos. También había fotografías de parques, canchas, plazas y fiestas al aire libre. Aquella mudanza de medio me imbuía curiosidad, pero también me causaba escalofríos. ¿Qué estaba pasando ahí? Mire a mí alrededor. Todo era muy gris, opaco y brillante a la vez; vivo, pero sin fuerza.
Encontré más puertas, del mismo material que el suelo y los muros. Las perillas y los goznes relucían de nuevos y limpios. Me acerqué a uno de los cuartos pero no quise abrirlo; ruido de voces venían de los dormitorios, voces de niños y grandes, riendo y llorando. ¡Era tan extraño! Sentía que debía seguir el camino, pero  lo que más ansiaba en ese momento era encontrar una salida de aquel lugar que me parecía eterno.
Caminé hasta que llegué a un puente que unía un lado del pasillo con otro, separado por verdes arboles de gran tamaño y un hermoso sol surgiendo en un amanecer naranja y frío. Era como una imagen de fantasía; la luz del astro bañando las copas de los cipreses, el viento ondulando las hojas pálidas entre las ramas y el canto de los pájaros.
Estando ahí, de pie, inamovible, pude ver una parte del castillo por fuera; seguía el mismo modelo metálico plata que vi primero en el pasillo. Más decidido, o menos asustado, que es lo mismo, terminé el tramo del puente y me hallé de frente con otra puerta, pero ésta de un lujo que yo no había visto nunca; de madera fina y oscura como el palisandro, pero teñida de oro en las esquinas y en la parte media, por donde se encontraban encajadas en forma vertical un montón de piedras preciosas de colores que ni siquiera podía nombrar. No dejaba de preguntarme si estaba soñando o sí lo que veía era o no real, así que quise cerciorarme tocando las joyas para sentir su textura cristalina y sus costados estilizados, puntiagudos. Eran tan reales como la pluma que sostengo mientras escribo o, por lo menos, lo parecían.
Coloqué mi mano en la perilla de oro rematada por un primoroso rubí que destellaba en múltiples reflejos la luz del sol moribundo, abrí la puerta y di un paso al frente. Para mi sorpresa y sugestión me encontré con un corredor totalmente oscuro, tan negro y siniestro como la primera habitación que encontré en aquel cada vez más extraño palacio. Sudando, di la vuelta para volver al puente, pero la entrada se había cerrado y no podía encontrarla debido a la negrura que se había hecho con el lugar. Tenía la impresión de que las tinieblas me habían engullido y llevado a otra parte. El pánico se apoderó de mí; de momento no supe qué hacer ni qué pensar. Por puro instinto me replegué hacia la pared más cercana; sentí el muro y supuse que era de madera. Comencé a avanzar, casi acurrucado contra la esquina del pasillo y palmando el muro mientras temblaba. No escuchaba nada, y no parecía que hubiera nadie cerca. A pesar de ello, tenía la sensación de que a cada paso que daba era sujeto de la mirada de una especie de presencia amenazadora que no podía ubicar en el espacio y mucho menos entender.
Seguí adelante, hasta que mis manos toparon con un recuadro pegado a la pared. Lo toqué y noté que, enmarcado en el cuadro, se encontraba un trozo de tela. Tomé el cuadro entre mis manos y de pronto aquel pequeño espacio en el que me encontraba se iluminó, dejando a oscuras el resto del pasillo. El pedazo de tela enmarcado era una bandera, roja y negra, dividida por la mitad en una línea horizontal, pero nada más. Mi mente empezó a dar vueltas, confundida. ¿Qué era aquello? ¿Qué significaba? Dejé aquella cosa en el suelo y continué el camino sin dejar el muro. La luz que me había permitido ver qué era lo que había en el cuadro había desaparecido por completo.
Unos pasos más adelante mis rodillas se tropezaron con algo y tuve que detenerme de nuevo. Tanteé el suelo en busca de aquello con lo que había chocado. Era una caja, o un cofre. Una vez más, la luz se aproximó a mí cuando toqué aquel artefacto de madera y hierro pesado. Alguien, de eso estaba completamente seguro, me guiaba y estaba deseoso de que prestara atención a ciertas cosas que había por ahí. Lo que tenía entre manos era una caja de madera clara, ribetes oscuros y remates de acero en las esquinas y remaches. Me sorprendió lo que encontré dentro de ella. No sé por qué, pero esperaba que fuera otra cosa. Eran hojas, papeles orlados con extraños símbolos, cartas de un lenguaje que recordaba pero que ahora se me imponía como una nube de incertidumbre. De todas formas, supe que tiempo atrás había conocido lo que los símbolos, provenientes de una mano temblorosa e inexperta, significaban. Similares a jeroglíficos, pero más pequeños que estos y de poca relación el uno con otro, como si cada garabato fuera la letra de un alfabeto y fuera imperativo conocer su sonido específico para descifrar su significado. Debía haber como una cincuentena de hojas similares. Dejé aquel cofre en su lugar después de cerrarlo y volví a aferrarme a la pared, inquieto y desesperado por encontrar la ruta de escape, la clásica luz al final del pasillo.
Llegué a una parte en donde la madera se había puesto fría y húmeda, por lo que quedarme pegado a la pared se me antojaba bastante asqueroso. Como no veía nada, todo lo que podía hacer era suponer. Por desgracia, aquél que camina entre tinieblas es consciente de todas sus fobias. Me alejé de ella y empecé a guiarme por el suelo que, suponía yo, era de cemento mal puesto.
Ya así, encorvado y concentrado en los pasos que daba, salté directo al pánico cuando comencé a escuchar gritos, lúcidos lloriqueos de gente adulta y de niños. Eran gritos furiosos, impregnados de rabia y sufrimiento que sacudían el ambiente al mismo tiempo que sacudían mis sentidos. No podía ver nada, no podía saber de dónde provenían aquellos sonidos aterradores. Tuve miedo, mucho, un terror parecido al que siente un niño a la incertidumbre y la adversidad, y ese sentimiento me hizo casi desfallecer; mi cuerpo buscó instintivamente la protección de los muros, viscosos y fríos de aquel extraño lugar. Sentado contra la pared cerré los ojos envueltos en lágrimas y me tapé los oídos con fuerza, hasta que después de un par de minutos desapareció el eco de aquellas voces. Me había quedado dormido entre llantos.
Cuando desperté, pasó un buen rato para que me decidiera a continuar. Tenía los ojos lagañosos y pesados por las lágrimas, sudaba, sentía la presión a tope y mi corazón arremetiendo contra mi pecho en busca de una salida. Buscaba aire, lo jalaba con fuerza y me era difícil no volver a sollozar.
No estaba preparado para lo que seguía.
Metros más a través de aquel lugar surgió un llanto, uno solo. Alguien gimoteaba con violencia, de manera frenética, desbocada; era un timbre acompañado de un dolor que parecía provenir del más bajo de los infiernos personales. Volví a amedrentarme, pero la sensación de miedo y desasosiego no duró mucho. Pronto fue sustituida por un sentimiento de pena empática, de dolor y amargura que estrujaban mi pecho. Hice lo posible por controlarme pero no lo conseguí. Solté a berrear de nuevo, esta vez acompañando la melodía penosa de aquel otro llanto que venía de quien sabe dónde, pero que me desgarraba las entrañas. Eran lamentos de pena, de afección por una pérdida de algo valioso y muy querido. Lo que no podía entender era por qué yo también lloraba. Minutos (¿u horas?) había durado el miedo el que me había provocado el vendaval, pero ahora gimoteaba porque podía sentir el dolor de la pérdida justo en los recovecos de mi psique. Tal vez el sentimiento se me había pegado, tal vez sí había algo del miedo y del montón de emociones confusas que surgieron en mí tan pronto como me vi sumergido en el interior de esa mazmorra.
Lloré mucho rato.
Cuando hube terminado, la oscuridad se había esfumado y una serie de focos viejos y sucios cobraron vida en el techo del recinto. Ahora podía ver que aquel lugar estaba construido de lo que se me figuraba como madera fina, parecida a la del cofre que había tenido en mis manos tan poco tiempo antes, o a la de la última puerta por la que había cruzado. Pude ver el final a pocos metros de donde me hallaba. Era un portón de metal al fondo del pasillo; al medio tenía una enorme perilla. Tan pronto como la sujeté pensé que sería imposible para mí mover ese bloque yo solo. Pero no fue así. La enorme rueda se movió como si estuviera completamente engrasada o yo poseyera una fuerza desconocida, aunque a decir verdad estaba hecho un trapo y andaba como si estuviera muerto en vida. Inmediatamente, una irradiación de luz solar segó mi vista. Cuando mis ojos empezaron a acostumbrarse a la fuerza del sol, pude empezar a distinguir las figuras que se abrían paso frente a mi vista.
Ante mí se encontraba otro puente. Sin embargo, éste era sobremanera diferente del otro por el que había caminado anteriormente. Era más ancho, largo y de una belleza arquitectónica que me parecía perfecta. Los suelos eran de mármol rosa, lustrados y claramente iluminados por el astro. A los costados, en los barandales, se alzaban adornos, estatuas de cuerpo entero y bustos de personajes y símbolos que sugerían la existencia de una era de prestigio y poder. El cielo era naranja y las nubes escasas. El viento soplaba tranquilo desde el horizonte y una extrañísima sensación de alegría y tranquilidad se adentró en mi cuerpo.
Emprendí el camino mientras observaba los adornos de oro y plata que cruzaban el puente como ríos, líneas bien definidas de metal precioso empotradas en la superficie. Me acerqué al barandal y pude apreciar el vacío, por donde no se veía otra cosa más que eso, un vacío escudado por nubes; era como si me encontrara en la cima del mundo.
Levanté de nuevo la mirada. A mi costado derecho se alzaba una ciudad enorme, la urbe más bella y perfecta que jamás pensé que podría ver en mi vida. Gigantescos edificios de mármol perfilaban el cuadro de mi vista. Tenía la estúpida sensación de que todo había sido recién construido, moldeado y remodelado para mí. Las calles, las casas, las estatuas, los parques y las áreas de recreo. Al fondo, dominando el lugar, se levantaba una construcción imposible. Debía ser el centro de la ciudad, el lugar donde residían los poderosos y los líderes. Del más puro blanco, aquella mole de columnatas era culminada en una grandiosa cúpula que debía tener el diámetro de un estadio de fútbol.
La gente caminaba por todos lados de manera tranquila. Vestían ropas holgadas y cómodas, pero a la vez elegantes; había seda y muselina. Se antojaba como el lugar perfecto para vivir. El sitio irradiaba felicidad, confort, y una extraña melancolía de viejos tiempos que se había transformado en verdadera alegría, como si me encontrara en el paraíso, como si yo perteneciera a ese lugar. Caminé por el puente durante largo rato, observando el sol calentar con dulzura a la ciudad, creando un clima perfecto y cálido.
Yo sonreía, porque me parecía que después de tanto caminar por un recinto que se me hacía confuso y que por momentos me había matado de miedo, sin tomar en cuenta que había despertado mis más insalubres sentimientos, por fin había encontrado un lugar en el que podía respirar en paz. Sentía amor, verdadero amor por ese momento tan confortable.
De pronto sentí la necesidad de darle nombre y de pronunciarlo; vino a mí en un santiamén. De un momento a otro sabía que me encontraba en El Imperio de los Sueños. No sé cómo llegué a esa conclusión, pues jamás había pensado en nada parecido, pero aquel nombre, ese epíteto encajaba perfecto con ese laberinto de construcciones y gente caritativa, bondadosa y soñadora, en donde no existía ni miedo, ni tristeza, ni dolor y mucho menos sufrimiento; donde todo era amor, paz, tranquilidad y extrema felicidad.
Me quedé pasmado ahí, inmóvil, sin ganas de irme, sintiendo, de repente, que aquello podía terminar, lo cual, finalmente ocurrió. Lentamente, como en un cronograma, aquello fue perdiéndose. Llegó la noche, tranquila, apacible, conciliadora, como lo había sido la tarde. Simplemente algo no estaba bien. Pude sentir que la nostalgia empezaba a hacer merma en mis sentidos. Y de pronto todo fue muy rápido.
Observé de nuevo a la gente y noté que algo había cambiado en ellos. Caminaban cansados, sus rostros se habían demacrado y donde antes existieron expresiones de dicha y bienestar, ahora había muecas de turbación, y pena. Sendas ojeras se postraron debajo de sus antes lustrosos ojos. Parecían enfermos, agotados, como si se hubieran cansado de vivir. Luego la ciudad comenzó a ponerse vieja, la vegetación empezó a ganar terreno entre los edificios y una clase de moho se aglomeraba contra el mármol. El oro, la plata y el bronce se fueron oxidando y tomaron un color verde. Entonces inició el fuego. Un incendio aquí, otro haya, uno más lejos que los otros. Llamas, calor. El ígneo torbellino comenzó a consumir la ciudad justo cuando empezaron a suscitarse los disparos, el retumbar de los cañones y las armas de fuego. La gente gritaba y corría de un lado a otro, entre calles y avenidas para protegerse o tomar parte en la batalla.
No sabía qué hacer. El temor me paralizó de pronto y en lugar de escapar sólo atiné a quedarme postrado. No pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que yo ahí no era más que una sombra, un simple espectador. Para esa gente yo no existía, y comenzaba a sospechar que en realidad ellos tampoco estaban ahí.
Como fuera, instintivamente quise saber quién había comenzado la agresión contra gente tan bondadosa, cuando me di cuenta de que eran ellos contra ellos mismos. Era una guerra civil a toda regla. La noche se cubría de humo mientras las estrellas danzaban con el ardor de los incendios.
No lo noté de inmediato, pero de pronto sentí lo salado de mis lágrimas en el paladar; llevaban un buen rato recorriendo mis mejillas. Supe que mi corazón estaba negro, sangrando a chorros en el interior de mi pecho, como si un millar de agujas hubiesen sido remachadas en lo más profundo de mí ser.
En cuestión de horas, aquella maravilla de la imaginación, ese producto de lo más perfecto que existe en el alma humana, murió, como debe perecer todo lo que existe en el mundo.
 Domingo 15 de noviembre de 2015.
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xenophon13 · 4 years
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12 años.
Han pasado 12 años y el fondo sigue siendo el mismo. Los rostros y los tonos de voz mutan pero las situaciones se repiten cíclicamente en los mismos ritmos violentos de siempre. Las formalidades varían, pero la esencia perdura. Las palabras y las acciones podrán haber tomado la forma de cuchillos o sables, pero de todas formas cortan. He tenido que callarme desde que tengo memoria, mucho más allá de esos dos sexenios; he tenido que aceptar sin chistar, que guardar lo que pienso, siento y quisiera decir por temor a ser tildado, por enésima vez, de grosero, violento, egocéntrico y, más recientemente, loco; he tenido que ceder incluso cuando la razón me ha gritado y exigido que debería resistir, plantar cara, defender y tener la fuerza para no flaquear.
Pero ahí está el problema. Los flagelos venidos de afuera son responsables e incluso culpables, sin duda, pero su responsabilidad muere cuando la fuerza propia decide no tomar vida y hacerle frente. El verdadero problema es que no he sabido, no he querido y no he podido plantarle cara a las maacro y micro violencias -porque eso son, violencias- que me han marcado, y lo seguirán haciendo, a lo largo de toda mi vida.
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xenophon13 · 4 years
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Hereditary, la moderna tragedia griega.
La cuarentena, en lo personal, me ha venido bastante rentable para saciar el ansia cinéfila que me ha acompañado toda la vida. No llevo la cuenta de las películas que he visto en este mes y cacho porque no todas me han llamado la atención igual y no he escrito de todas. Sin embargo, las únicas dos pelis de horror que me he animado a ver en este lapso me han parecido, ambas, geniales. Y resulta que son obra del mismo director, que al mismo tiempo es el guionista y productor, Ari Aster; se trata de Hereditary, de 2018, y Midsomar, de 2019. El análisis opinión del día de hoy trata sobre la primera.
Pocas veces he visto películas de terror que jueguen con el simbolismo y el uso de metáforas de la forma en que lo hace Hereditary. Seguramente no hace falta quien pueda enumerar un buen número de películas de horror que cumplen características similares (y a mí me vienen a la mente unas cuantas), pero, de todas formas, creo que si las contrastamos con el número total de películas de ese género que se producen y estrenan cada año, la verdad es que la comparación entre nuestros largometrajes resaltables y aquéllas películas que abusan de los estereotipos y caen en lo simple, resulta abismal.
No pretendo detallar demasiado la trama de la peli, porque parte del objetivo de este breve escrito es que se animen a verla en caso de que no haya sido así. Quiero hablar de uno de los simbolismos más resaltables que puede percibirse en la historia como un todo: la idea de que lo que le ocurre a la familia de Annie, la protagonista, es una tragedia en el sentido griego de la expresión. Y lo hago no partiendo únicamente de mi visión personal del filme, sino, también, de un par de escenas que simbólica e indirectamente transmiten esa idea.
 Ambos actos transcurren en la escuela, en clase de Peter, el hijo de 16 años de la familia en la que se centra el drama. La primera se presenta pocos minutos después de dar comienzo la historia. Peter está en clase y la cámara nos lo muestra distraído, prestando escaza atención al tema del que se está tratando en clase. Pasa que el profesor –de literatura, al parecer- estaba explicando la trágica muerte de Heracles, el héroe griego por excelencia. Una de las compañeras de Peter (precisamente la que captaba la mirada del adolescente) afirma que el gran problema de Heracles, aquello que primordialmente lo arrastra a la muerte, es su arrogancia, que lo ciega y no le permite entrever el destino fatal que le espera. Satisfecho en parte con la respuesta, el profesor ahora pregunta si la muerte del héroe resulta ser más o menos trágica porque estaba predestinada por los mismos dioses.
De aquí uno puede empezar a preguntarse, sin haber visto el final del filme, si lo que nos están presentando es, precisamente, una tragedia griega no sólo porque su final pueda llegar a ser nefasto, como en cualquier drama trágico -en el que los protagonistas mueren o se ven sometidos a fuerzas superiores que los dañan a ellos o a personas cercanas que aprecian-, sino porque, además, no hay escapatoria posible al destino que está de antemano establecido por un ente superior. Ejemplos de ese tipo de pensamiento en la literatura griega abundan. El caso de Heracles en la obra sofoclea del siglo V a.C. es poco conocido, aunque no por eso deja de ser revelador.
El famoso héroe griego muere asesinado, involuntariamente, a manos de su esposa, Deyanira. Ésta se había enterado de que Heracles estaba enamorada de Yole, la hija del rey de Ecalia, en la isla griega de Eubea, a quien el héroe había raptado después de asesinar a su padre y conquistar la ciudad. Deyanira sabe del amor de Heracles hacia Yole porque ésta, junto con el grupo de esclavas al que pertenecía, se habían adelantado en el trayecto. Asustada de perder a su esposo, Deyanira recurre a una poción que le había dado Neso, centauro que en su tiempo intentó violarla y que, por eso mismo, había sido asesinado por el mismo Heracles. La pócima debía tener la acción de enamorar a quien fuera que la utilizara, de tal manera que Deyanira supuso que sería buena idea empapar con el filtro una túnica que pensaba enviarle al héroe como obsequio. A fin de cuentas, ¿qué podía salir mal? Pues que, tristemente para Heracles, la pócima era venenosa y tan pronto éste se puso la prenda empezó a convulsionarse, acosado por el efecto del brebaje.
El drama resulta intenso, y muy humano, además, pero no concluye ahí. Desesperada y sintiéndose terriblemente culpable por el ardid que había sufrido de parte de Neso, que evidentemente había engañado a Deyanira, ésta se clava una espada en el costado, quitándose la vida.
Al final del drama es Hilo, el hijo de Heracles, el que nos explica que la muerte de su padre estaba profetizada; el oráculo afirmaba que el famoso héroe moriría por culpa de un habitante del Hades –evidentemente se trata de Neso-  y que sus trabajos terminarían al concluir la campaña de Eubea. Estando muerto, Heracles no podía cumplir más misiones para los dioses. Y, a todo esto, ¿qué pudo haber hecho Heracles para impedir ese futuro? Absolutamente nada, porque estaba sellado por la voluntad divina. De la misma manera en que no pudo hacer nada el mítico rey Edipo, protagonista de otra de las obras trágicas de Sófocles.
Edipo es un ejemplo muy esclarecedor sobre cómo funcionan las tragedias griegas. Edipo era hijo del rey de Tebas, Layo, y de su esposa, Yocasta. Antes de su nacimiento, a Layo le había sido comunicado un oráculo que le afirmaba que, en el caso de que algún día llegara a ser padre, ese hijo suyo lo mataría y después, no contento con haberse zurrado a su progenitor, se desposaría con su madre. Aterrorizado por la sentencia divina, Layo se cuidaba de no procrear hijos con su esposa, pero, en un descuido provocado por una borrachera de las que se daban en la antigüedad, Yocasta quedó embarazada.
Se imaginarán el espanto de Layo, griego religiosísimo, cuando vio salir del vientre de Yocasta a un niño varón que, según le habían profetizado, estaba destinado a quitarlo de todas sus posiciones de honor: padre, rey, esposo. Más rápido de lo que uno tarda en embriagarse en un bacanal griego, Layo tomó al niño, le atravesó sus diminutos pies con un par de fíbulas y lo abandonó para que muriera a los pies del monte Citerón. No obstante, el infante no murió, sino que tuvo la suerte de ser encontrado por unos pastores que después se lo entregaron a Pólibo, el rey de Corinto. Mérope, la esposa del monarca, se encargó de la crianza de Edipo, a quién le llamaron así por sus piecitos pinchados (pues, en efecto, Οἰδίπους significa, literalmente, “pies hinchados”).
Sin embargo, pasados veinte años, fue Edipo mismo quien se vio abordado por la profecía. El mismo Oráculo de Delfos le aseguró a Edipo que estaba destinado a matar a su padre para después casarse con su madre. Evidentemente, nuestro héroe desdichado piensa en ese momento que a quien se refiere la profecía es a sus padres adoptivos, de los que él no sabe que lo han recibido después de haber sido abandonado por los verdaderos. Alarmado, asume que lo mejor que pude hacer en ese momento es no volver a Corinto para, de esa forma, eludir el terrible destino. Por desgracia, en su camino de auto exilio Edipo termina encontrándose en una encrucijada con Layo, su verdadero padre. Éste, encolerizado porque Edipo ha tardado mucho tiempo en cederle el paso, termina por ordenar a su heraldo que mate a uno de los caballos del joven viajero. Edipo, presa de la ira, decide asesinar tanto al heraldo como a su padre Layo, cumpliendo así la primera parte de la profecía del oráculo délfico.
Ya deberíamos sospechar el resto de la historia, pero aquí la resumo. Edipo es nombrado rey de Tebas luego de responder correctamente los acertijos presentados por la Esfinge. Como nuevo monarca, busca ganar legitimidad casándose con la esposa del rey anterior, por lo que sin saberlo termina desposando a su madre y teniendo varios hijos con ella.
Vamos concluyendo que, por más que los distintos agentes humanos de la trama buscan descarrilar el destino que tiene preparado el oráculo para el futuro rey, al final Edipo se vuelve consciente de que, sin saberlo antes, ha cumplido con la aciaga profecía porque ha asesinado a su padre Layo, el rey de Tebas, y se ha casado y procreado hijos con su madre, Yocasta. El impacto de la noticia es tal en la familia real que Yocasta se cuelga y Edipo se saca los ojos, desesperado porque no quiere ver los horrores de los que se ha hecho responsable, es decir, sus hijos, que al mismo tiempo son sus hermanos.
Volviendo a Hereditary, la segunda escena transcurre llegando casi al punto cumbre de la película, cuando estamos por comprender la trama en general, habiendo ya reunido casi todas sus partes. Peter está de nuevo en la escuela, pero, por obvias razones que se harán evidentes a lo largo de la narrativa, ha cambiado bastante desde la última vez que lo vimos tomando clase. De nuevo está distraído, pero ya no por la atracción sexual que siente por una de sus compañeras, sino por los eventos traumáticos que que acorralan a su familia. Así, justo antes de que la escena llegue a su clímax, el profesor de literatura menciona a otro de los personajes más importantes de la mitología griega, Agamenón, el rey de Micenas que logró aglutinar a los principales jefes griegos para hacer la guerra a la ciudad de Troya.
Uno de los sucesos más trascendentales dentro de la historia de Agamenón consiste, como hace resaltar el maestro en la escena de Hereditary, en el sacrificio que éste tuvo que entregar a la diosa Artemisa, a quien el rey había insultado gravemente al matar a uno de sus ciervos sagrados y, por si eso fuera poco, comparándose con ella. En retribución, la diosa hizo que el mar cayera en una calma absoluta momentos antes de que la expedición partiera de Áulide, en la costa griega, lo que hacía imposible que los barcos, impulsados por velas, se movieran en dirección a Troya. El sacrificio que demandaba la divinidad no era cualquiera. Consistía en que el rey debía ofrendar la vida de su propia hija, Ifigenia, a la diosa de la caza, pues solo así ésta permitiría que el viento volviera a soplar con la fuerza suficiente para impulsar los barcos que transportaban las tropas helenas. Agamenón aceptó, acosado por su hermano Menelao, garantizando así el éxito de su viaje marítimo, pero, a su vez, desencadenando los hechos que más tarde lo harían protagonista de su propia historia trágica.
Al concluir la guerra de Troya, en la que los griegos resultaron triunfantes, Agamenón vuelve a su hogar, en Micenas, para encontrarse con una conspiración organizada por Clitemnestra, su propia esposa, y por el amante de ésta, Egisto. No concluirían aquí las desgracias de la familia de los Átridas, pues el asesinato de Agamenón desencadenaría, a su vez, el de Clitemnestra y su amante a manos del hijo de ésta y de Agamenón, Orestes. Con todo y que la historia posterior es muy interesante, no pienso extenderme en ella.
En este punto me gustaría apoyarme en Aristóteles para resaltar otra de las cualidades fundamentales de la tragedia griega. Con la historia de Edipo hemos corroborado que los griegos asumían, de alguna manera, que el destino estaba sellado por los caprichos de los dioses y que los humanos poco podían hacer para cambiarlo. De la mano de Agamenón podemos notar, como se percataba ya el afamado filósofo en pleno siglo IV a.C., que en la tragedia es el héroe el que comete los actos que, a la postre, lo condenarán a una conclusión nefasta. En otras palabras, la tragedia es más tragedia en la medida en que el personaje principal es el autor de su propia destrucción. Si Agamenón no hubiera caído en la hybris (la falta religiosa producto del exceso de soberbia) de retar a la diosa Artemisa, jamás habría tenido que ofrecer a Ifigenia en sacrificio y, por ende, Clitemnestra no habría engendrado el rencor que la llevó a asesinar a su esposo. Ejemplos de ese talante abundan en el cine y Hereditary no se escapa de esa tendencia.
Sin embargo, Hereditary nos habla de la acción de Agamenón porque, además, como señala el título del largometraje, es hereditaria. Al aceptar ofrecer a su hijo a un ente superior, un tema que además es central en el drama que narra la película, el rey no solo se condena a sí mismo, sino también a sus hijos, que heredan el ciclo de venganzas por el cual Orestes debe asesinar a su madre en retribución del asesinato de su padre.
Por todo lo anterior, pienso que Annie no es la única protagonista de la historia, ni siquiera la principal; el personaje protagónico es comunitario, se trata de la familia de Annie, en especial de la rama que incluye a su madre y a sus hijos, aunque es cierto que todos se ven afectados por las decisiones que en el pasado tomó, efectivamente, la abuela, cuya sombra, o al menos la de sus acciones, persigue a los personajes durante todo el periplo al que se ven sujetos. Y vaya que se ven sujetos, impotentes incluso. El filme comienza con un acercamiento a una de las miniaturas que elabora Annie. Se trata de una casa a la que la cámara se aproxima en un acercamiento que, al final, termina por cobrar vida con la aparición de los personajes, introduciéndonos la idea de que los personajes no son más que elementos a la disposición absoluta de un ser superior que, en este caso, es demoniaco.
Es obvio que la película explora un gran número de símbolos y metáforas que permiten interpretar de forma muy vasta la historia, al parecer sencilla, que se desarrolla en las dos horas que dura el filme. Una de sus mejores propuestas es eso, precisamente, la multitud de símbolos, tanto directos y metafóricos como literarios, que son los que he querido compartir hoy.
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xenophon13 · 4 years
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La Prueba.
Hacía mucho tiempo que no la veía. Nuestros horarios no habían coincidido y se intercalaban con las interminables jornadas mixtas causadas por las cuarentenas. Creo que, por eso, cuando me senté junto a ella, algo que por el contexto de la situación no pude evitar, me quedé pasmado. Siempre me he sentido intimidado ante la belleza de una persona atractiva. Se veía igual de bien que siempre, con su piel blanca acristalada por incontables pecas, pequeñas y bermejas, recorriendo los altos pómulos de sus mejillas. Al verme sonrió y en el acto se le marcaron levemente los hoyuelos en la comisura de la boca, muy finos sus labios y blancos sus dientes. Ro era una mujer muy delgada, con los contornos de sus muñecas y la estreches de sus dedos casi siendo esqueléticos, pero, a decir verdad, elegantes. Además -con su cuello alto y delgado y su cabello quebrado, espeso, amarrado en una especie de cola de caballo elevada- esa tarde soleada lucía aristocrática, a pesar del tapabocas blanco que reposaba arrugado bajo la yugular y de los guantes quirúrgicos en los que había enfundado sus manos.
Ella misma me había pedido que me sentara a su lado, separados al menos por un metro y medio de distancia. Yo respondí amablemente con una inclinación de cabeza y con un saludo ahogado por el nerviosismo. Insisto en que para mí era inevitable sentirme intimidado por su belleza física. En mi mente había jugado varias veces, a lo largo de mi vida, con la idea de una escala de hermosura, clasificando a las personas más bellas que había visto alguna vez -entre hombres y mujeres- y Ro estaba en el top cinco de esa escala.
-¿Estás nervioso? -me preguntó.
Por un instante sentí que escupía el nudo que se me había formado en medio de la garganta. “¿Se habrá dado cuenta de que me intimida? ¿Seré tan obvio?”
-¿Cómo? -mascullé- ¿Por qué?
-Por la prueba -dijo ella de forma totalmente natural.
En ese momento comprendí, sonrojándome inadvertidamente. Hablaba de la prueba de COVID-21 que iban a hacernos a todos de forma obligatoria. Desde que los contagios se hicieron incontrolables e incontables para el gobierno, y desde que la enfermedad mutó a una cepa mucho más violenta y mortal, todos los ciudadanos de la República estábamos siendo sujetos de pruebas obligatorias en nuestros lugares de trabajo, en las escuelas, áreas públicas restringidas o controladas por las autoridades militares e, incluso, en concurrencias sociales inevitables, como las que organizaba el nuevo gobierno del país para ofrecer información pero, sobre todo, para legitimarse.
-Es exagerado, ¿no crees? –señaló ella evidentemente molesta- que nos hagan pruebas obligatorias. Estoy segura de que es una violación de los derechos humanos.
-Es difícil de decir –repuse, ya más entrado en confianza-. Desde que las cosas se le escaparon de las manos al gobierno le viene bien decirnos que es por nuestra seguridad. Y en parte lo es. Si me lo preguntas a mí, todo era mejor cuando hacer la prueba era caro y poco práctico.
Cuando el primer brote de la enfermedad estalló en China y después se esparció al resto del orbe uno de los problemas más acuciantes para los diversos gobiernos del mundo fue proseguir la detección de infectados cuando éstos empezaban a ser miles; las pruebas eran poco accesibles y, por lo mismo, difícilmente practicables. Con todo, es cierto que la necesidad (y la especulación) impulsa el ingenio humano y no pasó mucho tiempo para que una de las grandes empresas farmacéuticas alemanas elaborara una prueba económica y de fácil acceso. Sin embargo, en lugar de ponerla a disposición de la población en general, la gran mayoría de los gobiernos del mundo la monopolizaron y la emplearon bajo sus términos y condiciones. Pronto saltaron las voces que acusaban al gobierno federal de México de utilizar el mecanismo de detección para fines estrictamente políticos y no sanitarios. Hubo quienes directamente señalaron que la prueba estaba siendo ocupada por el presidente de la República para sustraer del espacio público a sus enemigos políticos de oposición. No obstante, a pesar de la extravagancia en la que había emanado el nuevo gobierno, las pruebas presentadas no eran ni por asomo determinantes o incriminatorias. La situación se complicó más porque la mayoría de la población estaba ahora contagiada por la enfermedad y el gobierno se reservaba el derecho de poner en cuarentena obligatoria, bajo observación de la Secretaria de la Defensa, solo a quienes hubieran desarrollado síntomas de la cepa mutada.
-En realidad –continuó Ro la conversación, sacándome de mis pensamientos- todo era mejor antes de que el virus mutara.
En ese momento no pude evitar que se me escapara una risa maliciosa.
-En ese caso, -afirmé- todo habría sido mejor si la enfermedad nunca hubiera pasado del pangolín a los humanos.
Había pasado poco más de un año y medio desde que aquello comenzara, desde el momento en que el nuevo coronavirus hizo su aparición en la provincia china de Wuhan, en 2019, y apenas seis meses desde que la cepa se tornó un patógeno mucho más agresivo. Antes, la tasa de casos graves rondaba cerca del 15% del total de contagiados, mientras que la de mortandad estaba entre el 2 y 3% para las naciones menos afectadas. Por supuesto, las estadísticas variaban de un país o región a otra. Pero la nueva forma del COVID rebasaba el 50% de casos graves y se acercaba al 15% en el conteo de muertos. Esas eran las cifras oficiales, aunque seguramente el 15% era una proporción demasiado positiva considerando que la mayoría de los casos comprometidos ya no eran hospitalizados debido a la falta de recursos económicos para el sector salud, lo que se traducía en escasez de camas de hospital, ventiladores, pantallas e, incluso, de personal médico cualificado, pues este había venido a la baja como consecuencia, precisamente, de la enfermedad; no solo eran los doctores que morían víctimas del virus, sino, también, los que preferían renunciar a continuar con una labor que empezaba a antojarse insuperable y en la que recibían nulo apoyo tanto del gobierno como de la sociedad.
-Ahí vienen –musitó Ro bajando la mirada. Alrededor de nosotros, en nuestra mesa y en aquéllas distribuidas por el espacio en el que estábamos, se generó un rumor que por momentos subía y bajaba en intensidad.
Quienes habían entrado eran los responsables de salud encargados de llevar a cabo la prueba. Eran hombres vestidos de pies a cabeza con trajes especiales de protección nivel dos; llevaban guantes, lentes y mascarillas. Con ellos, como guardias, iban militares enfundados en ropas similares, pero de color verde para distinguirse del personal de salubridad, que iba de blanco. Llevaban consigo maletines en donde, asumimos, portaban los materiales para realizar el diagnóstico. Tras de ellos venía un funcionario metido en traje y corbata, pero, eso sí, con guantes quirúrgicos y cubre bocas. Con toda probabilidad se encargaría solamente de la supervisión a una distancia saludable de todos nosotros. Las autoridades aseguraban que la mutación de la enfermedad sólo la había hecho más agresiva, pero no más contagiosa. A esas alturas, la mayoría de la gente se había acostumbrado al lavado constante de manos, a mantener una sana distancia, al uso de gel antibacterial y a no saludarnos mediante contacto físico.
-¿Te has sentido mal? –le pregunté a Ro para romper el silencio mientras los hombres y mujeres de sanidad se acomodaban en hilera frente al grupo de mesas en las que estábamos.
-No, ni un síntoma –murmuró ella sin despegar la vista de los recién llegados.
Los tipos se habían sentado en una mesa que quedaba horizontal frente a nosotros. Había miradas dispersas entre los asistentes.
Nos habían reunido en una de las salas comedor del edificio en el que trabajábamos. Como burócratas de la SEP, nuestra labor consistía en garantizar los pagos de los profesores del sistema educativo que no habían perdido su trabajo cuando la crisis económica llegó a su punto álgido tres meses atrás. Sin nosotros, que revisábamos el monto de los salarios, considerando las reducciones por impuestos o deudas, los pagos tardarían en llegar o, si lo hacían en tiempo, seguramente sería bajo la forma de malos cálculos que no harían otra cosa que desestabilizar más el ánimo de quienes laboraban en el gobierno.
-¿Y tú? ¿Te has sentido enfermo?
-No –contesté, ya sintiéndome un poco ansioso.
Estábamos nerviosos porque habíamos escuchado historias. Creo que no había nadie en el departamento de salarios de esa unidad en la que trabajaba que no hubiera oído alguno de los muchos relatos de personas que eran sacadas a rastras por las unidades de salud cuando daban positivo a la enfermedad. “De otra forma, ¿por qué llevar soldados a las pruebas?” mascullábamos, cuando podíamos y no éramos observados, en el horario de comida. Era inevitable sentir cómo el temor crecía al observar a los militares acariciar sus armas con la punta de sus dedos enfundados en el plástico de los guantes.
Las historias y los vídeos publicados en Twitter y Facebook traían consigo un contexto más complejo. Se decía que los positivos a la nueva cepa eran llevados en camionetas a fosas de exterminio, en donde, sin mediar palabra, te metían un balazo y dejaban reposando tus restos calcinados a la intemperie. Yo no creía eso, o al menos me negaba a hacerlo. Pensaba que los métodos del ejército y la Secretaría de Salud podían ser, en cierta medida, coercitivos y hasta violentos -sobre todo desde el momento en que el poder ejecutivo cayó en manos del PAN, con su larga tradición de militarización y solución de problemas por medio de las armas- pero no podía dejar pasar por mi mente la certeza de que el gobierno federal fuera capaz de llevar a cabo una campaña de exterminio contra sus ciudadanos bajo la premisa de que únicamente así se reducirían los casos de contagio.
Y es que para nadie era un secreto que el mundo había quedado sostenido por principios muy frágiles después de la primera oleada pandémica, durante la primera mitad de 2020. Cuando los casos de la nueva cepa se multiplicaron, incluso entre aquéllos que habían sobrevivido a su primera experiencia con el coronavirus de 2019, el orden social y económico comenzó a venirse abajo como no se había visto antes, dejando nuestra primera cuarentena como un juego de niños o como una crisis pasajera y manejable. Con el nuevo virus, no había manera de volver a la cuarentena obligatoria porque aquello habría significado el fin de la economía como se manejaba desde el final del siglo pasado y, en efecto, eso era algo que los gobiernos del mundo, impulsados por los maestros titiriteros poseedores de los medios de producción y acaparadores de la riqueza de las naciones no iban a permitir. Enormes proporciones de la población mundial se encontraron frente a la disyuntiva entre resguardarse para conservar la salud frente a la enfermedad, o salir a trabajar para evitar morir de hambre. Ante el punto de quiebre, nutridos grupos de trabajadores, campesinos, gente que lo había perdido todo –coordinados a través de diferentes métodos de comunicación- concibieron la idea de que, en una situación así, valdría la pena intentar terminar con el orden establecido de las cosas, con el capitalismo rapaz que, en algunas partes del mundo, había despojado a las personas incluso de su dignidad y de su calidad humana. Para ellos había dos opciones: o morir a causa del virus, o fenecer peleando por los medios necesarios para vivir. Las revoluciones, no siempre bajo el mismo estandarte ideológico, estallaron en diversos puntos del orbe.
En México, sin embargo, los acontecimientos siguieron un camino distinto, ambiguo y poco ortodoxo con respecto a lo que estaba ocurriendo en otras partes del mundo. Aquí la gobernabilidad de buena parte de los Estados del país se perdió desde que el presidente López Obrador falleció acosado, probablemente, por los síntomas de la enfermedad mutada,[1] en febrero de 2021. En su lugar tomó posesión momentánea de la presidencia de la República el secretario de Gobernación, Marcelo Ebrard, quien luego dio paso al candidato electo por el escrutinio secreto del Congreso de la Unión, como marcaba la constitución. Aunque la nueva presidenta salió de las filas del partido mayoritario, su legitimación popular estaba en entredicho porque, a esas alturas, una buena parte de la ciudadanía y de los grupos de poder conformados por empresarios, banqueros e inversionistas de alto nivel acusaban al partido gobernante de ser la razón principal por la que el país no se encontraba preparado para enfrentar la crisis que había generado el virus. La realidad, por supuesto, era otra totalmente diferente, pues no había nación en el mundo que pudiera hacer frente a una escalada de casos y a una virulencia como la que presentaba el COVID y su cepa mutada desde principios de marzo de 2021.
En su desesperación, los partidos políticos de oposición, todos ellos de tendencias derechistas, formaron un bloque de características golpistas que hizo todo lo posible por arrebatarle el poder al partido gobernante: desde agresiones físicas al interior del recinto legislativo hasta acusaciones difamatorias –coordinadas desde sus empresas de medios de comunicación- y amenazas de muerte contra importantes figuras del gabinete presidencial. El colmo llegó cuando la presidente fue víctima de un intento por quitarle la vida en una de las tradicionales conferencias de prensa matutinas que no se dejaron de realizar tras la muerte de AMLO. Desde el extremo derecho del salón Guillermo Prieto, entre los periodistas, se levantó un hombre cargando un revolver diminuto en su mano derecha, apuntando al pódium en el que la mandataria respondía a una de las interminables preguntas sobre el COVID-21 y la respuesta del gobierno ante el mismo.
Inevitablemente, los hechos quedaron guardados en las retículas de las cámaras y de las personas que lo han visto una y otra vez desde entonces.
El hombre grita, con voz impertérrita pero paradójicamente ahogada: “traidores, traidores a la patria”, mientras extiende el brazo y detona cinco disparos. El alboroto fue mayor por la resonancia de los sonidos entre las cuatro paredes de la extensa sala del Palacio Nacional. La mayoría de las personas reunidas reaccionaron con desenfreno, tirándose al suelo o trastabillando entre las sillas en busca de una salida. El sexto tiro no se dirige hacia la presidente, sino que sale disparado al techo del edificio pues, en ese instante, una mujer se pone a la espalda del agresor y le obliga a llevar el brazo hacia arriba. En cuestión de segundos, otros miembros del equipo de protección de la presidente someten contra el suelo al agresor mientras terceros arrastran el cuerpo de la depositaria del poder ejecutivo a una zona segura para su traslado a un hospital.
A pesar de que solo recibió dos impactos, la presidente Clouthier no contó con mucha suerte, puesto que la agresión la sumergió en un coma. Era evidente que el poder ejecutivo no podía llevar a cabo las funciones que le correspondían. Una vez más, dicho poder debía caer en manos del secretario de gobernación en tanto que, de nuevo, el Congreso se erigía en colegio electoral para la elección de un nuevo presidente. La situación parecía una comedia sacada de las páginas de Aristófanes, pero era real y teníamos que atenernos a sus consecuencias.
Se esperaba, a todas luces, que el elegido, o la elegida, saliera, una vez más, del partido gobernante; pero algo debió ocurrir entre bastidores, entre las alianzas pactadas -tal vez incluso antes de la agresión que sacó del juego a la presidente Clouthier-, que en esta ocasión la mayoría absoluta cayó sobre los hombros de uno de los prospectos políticos más importantes del Partido Acción Nacional: Mauricio Kuri, senador de la República que había sido, durante buena parte de 2018, coordinador de la bancada panista en el Senado.
Fueron las políticas del nuevo presidente las que nos habían llevado a la situación en que nos encontrábamos esa tarde de finales de otoño, en que Ro, mis compañeros y yo teníamos que someternos a la prueba obligatoria para garantizar que no fuéramos un foco de infección.
-Buenas tardes –dijo el funcionario desde el podio que le habían preparado, a varios metros de distancia de las mesas en que se sentaban los miembros del cuerpo de salud y del ejército. Su voz sonora, pero aguda, me había sacado de golpe del ensimismamiento-. Como ya saben, el nuevo procedimiento aprobado por el Consejo de Salubridad General, encabezado por el ciudadano presidente de la República, ordena revisiones periódicas de quienes forman parte de la burocracia federal y estatal. Estamos aquí para aplicarles la prueba de COVID 21. Esperamos que su cooperación sea manifiesta y regular.
La última oración sonaba ambigua. ¿A qué se refería con una cooperación regular? ¿Se habían presentado casos de personas que rechazaban manifiestamente la prueba? ¿Por qué lo harían? ¿No era mejor ser consciente de estar enfermo que andar deambulando por las calles, esparciendo el virus en personas con un sistema más endeble que el de nosotros mismos, o incluso entre nuestros familiares? De pronto sentí una punzada en el estómago. ¿Y si las historias que contaban eran ciertas? ¿Y si de verdad te subían a una camioneta después de constatar que portabas la enfermedad, sobre todo esa que era más violenta que la primera? Pero, en todo caso, ¿cómo la prueba podía determinar cuál era la cepa que portabas?
-Por favor, pasen en orden con sus compañeros de mesa, yendo de izquierda a derecha –anunció extendiendo su brazo de un lado a otro de la sala.
No sin antes lanzarse miradas de desasosiego, nuestros compañeros de la primera mesa convocada empezaron a ponerse en pie y a acercarse al jurado que representaban en ese momento los miembros de salud.
-No olviden mantenerse a una distancia de mínimo un metro entre ustedes –continuó el funcionario-. Noten cómo es que el personal de salud se encuentra separado entre sí metro y medio.
La larga procesión inició su camino hacia la mesa de las pruebas. Miré a Ro. Notaba como una de sus piernas temblaba silenciosamente, debajo del mantel de la mesa. Sentí el impulso de poner mi mano sobre su hombro, o de tocarle la mano, pero hacía mucho tiempo que ese tipo de contacto físico era inaceptable. Recordé la última vez que había tocado a alguien que no fuera mi madre o mi hermana, e incluso a ellas con bastante temor a contagiarlas por si alguien, en los trayectos, me había dejado el virus en la ropa o en las manos. Aunque limitado, yo también comenzaba a sentir el nerviosismo. Éramos los siguientes.
En el primer grupo habían pasado cinco compañeros, dos hombres y tres mujeres. Se aproximaron a la mesa, cada uno con un médico diferente. Los doctores abrieron los portafolios y sacaron de los mismos varios paquetitos, del tamaño y la forma de un plumón, del cual sacaban una pequeña espátula con una pequeñísima extremidad de algodón que, con cuidado, pasaban por la boca de nuestros camaradas de trabajo. Inmediatamente después, los médicos volvían a insertar la espátula en la diminuta funda de la que la habían sacado, presionaban un botón –que era lo que hacía que el dispositivo se asemejara a un plumón- y observaban meticulosamente –durante no más de un minuto- uno de los costados del aparato, en donde una pantalla digital arrojaba los datos que los médicos debían interpretar. Ese minuto se hacía eterno, con el ambiente en silencio e imbuido en un entorno de tensión abrumadora.
Ninguno de los compañeros de la primera mesa tenía que preocuparse de nada, habían anunciado los médicos mientras guardaban, en una bolsa aparte, los dispositivos que habían empleado para hacer la prueba.
Cuando Ro, yo y los otros cuatro compañeros sentados a nuestra mesa nos pusimos de pie para acercarnos a los doctores pudimos observar el rostro de alivio de quienes acababan de ser probados y no habían sido diagnosticados con la temible enfermedad. No obstante, yo, al momento en que me puse frente al médico, tuve miedo. Su mirada era inexpresiva y, a pesar de que llevaba la boca cubierta por la mascarilla, sabía que el tipo no estaba sonriendo. Me dio la sensación de que me habían puesto a la merced de un autómata. Traté de pensar en las últimas vacaciones que tomé con toda mi familia, antes de que mi madre y mi padre fallecieran, antes de que mi hermana decidiera irse a perder entre la selva de Veracruz, con mi cuñado, algunos de mis primos y dos de mis tías. Mientras el médico sacaba la espátula del estuche-dispositivo traté de no mirarlo a la cara; temía que notara en mí el temor que sentía nacer en mi estómago. Seguí llevando a mi mente las imágenes de la playa, del sol en lo alto de un cielo azul, sostenido en medio de un aire limpio y refrescante. Hice todo lo posible por reproducir el sonido de las olas chocando contra las rocas y la arena de la costa. La abstracción fue tan poderosa que, sin darme cuenta, había puesto en ella la imagen de Ressa; de Ressa, en quien no podía pensar sin sentir que el cuerpo se me hacía pedazos desde la punta de los pies hasta la cima de la cabeza. Vi sus ojos negros, su cabello lacio y brilloso, su piel aceitunada. Sin darme cuenta, una lágrima estaba resbalando por mi cachete cuando el doctor sacó la paleta algodonada de mi boca.
Hubo una pausa que me pareció eterna entre el momento en que el médico pasaba la espátula de mi boca al dispositivo. Cuando me vio llorar, hizo una mueca extraña que se tradujo en un par de ojos entrecerrados. ¿Me estaba juzgando por mis emociones? Dejó de verme y posó sus ojos en el aparato. Es lo último que recuerdo, la mirada del epidemiólogo centrada en la diminuta pantallita que debía indicarle si yo estaba enfermo o no. Después todo lo que viene a mi mente es el atisbo de un ruido fortísimo y la oscuridad que siguió al mismo.
Ro dice que, en tanto los doctores analizaban nuestros resultados, una explosión estalló en la pared que estaba justo al costado en el que yo me encontraba. Ro había quedado del otro lado de la mesa en que estaban haciéndose las pruebas, por lo que nos separaban cuatro personas, cada una distanciada entre sí por metro y medio. Yo caí desplomado a causa del sacudimiento de la bomba. Ella alcanzó a escuchar que el militar que escoltaba al doctor que le estaba haciendo el análisis decía que había que irse de inmediato y que los doctores eligieran, al azar, a diez de nosotros. “Empieza por ella” dijo el soldado señalando a Ro con la punta del rifle que cargaba. Ella se quedó con la boca abierta de par en par, sin entender la razón por la que querían llevarla a las furgonetas negras si ni siquiera había aparecido en la pantalla el resultado de la prueba.
Pero el médico y el doctor se tuvieron que quedar con las ganas de diezmarnos, pues antes de que se cumpliera un minuto de la explosión entraron a tropel al edificio varias personas con las caras cubiertas por máscaras, paliacates o pasamontañas; algunas de ellas iban armadas con rifles y pistolas, otras con piedras y machetes, y entre la multitud que eran no tardaron en someter al funcionario, a los médicos y a los militares que hacían de escoltas de los mismos.
-Mataron al tipo que había dado la orden de llevarnos –me dijo Ro con una sonrisa ausente mientras nos sacudíamos el polvo en una casa de campaña en la que había una cincuentena de camas sucias.
Ro me contó cómo después de la trifulca los encapuchados me llevaron a mí, que estaba inconsciente, al interior de una camioneta que tenían estacionada a unas cuadras de distancia del edificio en el que estábamos. Ro se asustó y les obligó a decirle a dónde pensaban llevarme. Al principio se mostraron renuentes, pero ante su insistencia unas mujeres le contestaron que tenían una brigada médica a las afueras de la ciudad y que ahí me atenderían de las lesiones que me había provocado el estallido. No eran muchas, en realidad. Al parecer me había afectado sobre todo la conmoción del sonido, la fuerza implosiva y los escombros que me habían caído en el cuerpo y que habían entrado a mis fosas nasales.
-¿Quiénes son estas personas? –pregunté con la voz seca y los ojos entrecerrados por el ardor, todavía muy confundido por todo lo que había pasado. Sentía que había perdido completa noción del tiempo.
Ro guardó silencio durante quince segundos que me parecieron eternos. Tenía la mirada perdida, recorriendo con sus ojos la casa de campaña y a las otras personas acostadas, heridas muchas de ellas y recostadas en las camillas.
-Dicen que son la Revolución –dijo al fin. No estoy seguro, pero podría casi jurar que la vi sonreír, de verdad sonreír, por un momento.
[1] Hoy se sospecha que fue uno de los primeros casos del Covid-21.
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