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unafilleterrible · 3 years
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❝𝙲'𝚎𝚜𝚝 𝚍𝚎 𝚕'𝚊𝚖𝚘𝚞𝚛, 𝚘𝚞 𝚒𝚕 𝚗'𝚎𝚗 𝚎𝚡𝚒𝚜𝚝𝚊 𝚓𝚊𝚖𝚊𝚒𝚜: 𝚟𝚘𝚞𝚜 𝚕𝚎 𝚗𝚒𝚎𝚣 𝚋𝚒𝚎𝚗 𝚍𝚎 𝚌𝚎𝚗𝚝 𝚏𝚊𝚌̧𝚘𝚗𝚜: 𝚖𝚊𝚒𝚜 𝚟𝚘𝚞𝚜 𝚕𝚎 𝚙𝚛𝚘𝚞𝚟𝚎𝚣 𝚍𝚎 𝚖𝚒𝚕𝚕𝚎.❞ — 𝘗𝘪𝘦𝘳𝘳𝘦 𝘊𝘩𝘰𝘥𝘦𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘓𝘢𝘤𝘭𝘰𝘴, 𝘓𝘦𝘴 𝘓𝘪𝘢𝘪𝘴𝘰𝘯𝘴 𝘋𝘢𝘯𝘨𝘦𝘳𝘦𝘶𝘴𝘦𝘴.
      Cuando le conocí, tenía poco más de treinta. Yo, por mi parte, apenas me arrastraba hacia los diez. Tenía el encanto de un caballero antiguo, tal y como aquellos que se presentan en las ilustraciones eduardianas. Llevaba, en aquel momento, un esmoquin negro y un pequeño monóculo, con el cual se escondía sigilosamente entre las columnas de piedra y mármol, para mirar de reojo a las gentes y sus maneras. Sus costumbres, notaría después, distaban bastante de las que tenía mi padre, lo que debe haber sido el puntapié inicial para que mi madre cayese rendida a sus pies. 
      Algo que, tarde o temprano, también me pasaría a mí. 
[...]
      Sentada en un escondrijo del antiguo estudio de mi padre, con una copia cuasi primigenia y destartalada de la guerra y la paz de Tolstoi, escuché un par de pasos determinados acercarse a la puerta. En primera instancia, les despojé de cualquier importancia. Eventualmente, sin embargo, aunque aún inmersa entre las páginas a medio morir, agucé el oído y oí un chirrido. No lo suficientemente alto como para que un distraído, como mi madre, pudiese oírlo, pero sí lo suficiente como para un oído entrenado en susurros y puntillas como el mío. 
      Parecía determinado a pasar desapercibido, por lo que no arruiné su propósito.
      La habitación había sido una biblioteca desde la construcción de la residencia, o así me había dicho mi madre de pequeña. Era tan grande como mitad de un piso en el centro de Madrid, quizá un poco más. Sus paredes estaban cubiertas de libros, a excepción de los sitios donde las ventanas y algunos retratos residían. Según las palabras de Eduardo, solía ocupar el sitio del retrato del rey Juan Carlos uno de Franco, pero nunca pude verlo yo de frente para confirmar. Cuando solía vivir allí mi padre, los libros pasaban a un segundo plano. No por disgusto, falta de interés u holgazanería, sino por el simple hecho de que los asuntos del marquesado se sobreponían a sus placeres terrenales. Josefina nunca tuvo cabeza para los asuntos de su familia. 
      Jorge se paseó por un momento frente a las estanterías. Miró con detenimiento un par de libros, toqueteó con las yemas de los dedos otros cuantos más. Soltó un “Eureka” bastante peculiar al encontrar lo que buscaba, lo que me hizo soltar una carcajada indiscreta. Se volteó, entonces, como un niño descubierto robando galletas de la despensa. Consideré retomar mi lectura, pero me quedé estática en mi sitio por lo que parecieron eternidades apilándose. En su tiempo, soltó una carcajada aún más grande y eso me hizo retomar la mía. Nos reímos por un momento, al que le siguió un silencio profundo. A la chiquilla con la lengua incansable se le acabaron las palabras. 
      Al darse cuenta de lo que provocaba su presencia, sin querer o queriendo totalmente, se acercó con el libro en la mano. Yo intenté mantenerme medio erguida, aunque la posición en la que había estado por más de una hora me lo impedía. Allí, también, pude darme cuenta que llevaba «Las Relaciones Peligrosas», de Choderlos de Laclos, en la mano.
      La ironía se pintaría sola más tarde. 
—«Nada es tan necesario para un hombre joven como la compañía de mujeres inteligentes» —soltó, como si de pronto estuviese recitando frente a una audiencia. Yo, por mi parte, me le quedé viendo como si me hubiese encontrado un fantasma. 
      Al notar mi repentina desorientación, se apresuró a decir.
—Tolstoi —su mano derecha subió hasta su frente, donde luego se acomodó hacia atrás un mechón de pelo negro. No pude evitar seguirle los dedos con la mirada. Después, antes de que siguiese hablando, se aflojó la corbata—. Solía leerle muchísimo en Eton. También a Dostoyevski, claro… —al ver que no decía nada, continuó—. Pero era muy llorón. 
      Solté un bufido divertido, él sonrió apenas. 
—Ya —dije, procurando sonar a su altura—. Yo he leído Ana Karenina el verano pasado. Carlos me ha dicho que por aquí estaba Guerra y Paz, así que lo empecé. Por el momento me gusta.
      Asintió un par de veces, frunciendo la boca en el proceso. Siempre he terminado por fijarme en los gestos del resto, desde pequeña. Mi padre solía decirme que era una costumbre curiosa, aunque ventajosa. Mi madre, por otro lado, le llamó molesta. Era una niña problemática a sus ojos. Mientras divagaba en aquellos momentos, donde mi infancia era todavía tierna y entrañable, el heredero del vizcondado se acomodó en una silla a un metro de mí. Había tomado el libro con una sola mano, separado sus hojas y reposado, así, su palma sobre la superficie de papel rugoso y amarillento. El mechón de pelo se le volvió a escapar entonces, y me vi restringiéndome de acomodarlo yo misma. Procuré no mirarle demasiado, aunque noté que él echaba vistazos hacia mi sitio de cuando en cuando. 
      La hermana de mi padre, la tía Carlota, siempre dijo que yo había heredado el físico de mi madre. Pero de ahí en más, las similitudes acababan. Yo, sin embargo, siempre noté que los ojos no podían diferenciarse entre mi padre y mi madre. Mi personalidad, dijo también Carlota, se acercaba más a la de mi padre, pues tenía la costumbre de escarbar hasta que ya no podía sacar la cabeza del hueco en la tierra. Lo del hueco en la tierra siempre lo pensé como una metáfora de la curiosidad, de la inocente manía de querer saber todo de todos, pero terminaría inclinándose más por una más oscura. El hueco, a diferencia de mi interpretación, eran los problemas. 
      Con el tiempo, ya lejos de Valencia, Málaga o Madrid, caí en cuenta de que los problemas habían tenido siempre un par de ojos claros, una boca de la que sólo salían palabras engañosas, y un nombre en específico: 𝗝𝗼𝗿𝗴𝗲 𝗣𝗮𝗯𝗹𝗼 𝗱𝗲 𝗘𝘀𝗽𝗮𝗻̃𝗮 𝘆 𝗥𝗼𝘀𝗶𝗻̃𝗼𝗹, 𝘃𝗶𝘇𝗰𝗼𝗻𝗱𝗲 𝗱𝗲 𝗖𝗼𝘂𝘀𝗲𝗿𝗮𝗻𝘀.
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unafilleterrible · 3 years
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I. El primogénito, Eduardo de Henestrosa y Argüelles
      De los tres, Eduardo fue siempre el más aristocrático.        Aunque, al mismo tiempo, el más insufrible. 
      No existe en mi cabeza recuerdo alguno donde no estuviese sonriéndole a mi madre con extrema suficiencia, burlándose en silencio de sus ocurrencias y su inteligencia superflua. Como si, en el fondo, le despreciase por un crimen del que ni yo ni Carlos, el segundo de los tres, tuvimos nunca idea alguna. Cuando se trataba de mi padre, sin embargo, siempre intentaba mantenerse en su estima. Le llamábamos “el cachorro”, pues solía seguirlo como hacen los perros callejeros o en estado de lactancia, siempre buscando su aprobación y presencia. Eso nos parecía repulsivo, o al menos para mí lo era. Con el tiempo, y como todas las cosas, el cachorro terminó convirtiéndose en un lobo.
      El destino del animal adiestrado llegó a cumplirse cuando tenía apenas dieciséis años, aún no había terminado el bachillerato y seguía practicando tiro a la codorniz en los jardines en modo amateur.   
      Nuestro abuelo, el padre mi madre, falleció por causas naturales. Sólo tuvo un hijo, quien fue siempre opacado por las cuatro mujeres que tenía por hermanas. Nunca resintió a su esposa, la abuela, por haber tenido tantas mujeres y un solo hombre, aunque ella se encargó de engendrar ese rencor por sí sola. De haber tenido un primogénito varón, el marquesado de Villadarias hubiese caído en sus manos. No obstante, y ya que mi madre era mujer, el título terminó por caer en manos de Eduardo. Todo esto fue antes del 2006, cuando se oficializó que las mujeres podían ostentar títulos nobiliarios por derecho. La ausencia de aquella ley, claramente, deleitó de sobre manera a un chiquillo con el ego estratosférico y una extrema necesidad de sobreponerse al resto. 
      Había una cosa que el título no podía brindarle, de todas formas. La aprobación y el cariño de mi padre estaban bajo llave, aún cuando tenía al mundo en la palma de su mano.
      A los diecinueve, cuando no pudo encontrar forma alguna de llamar aún más la atención, terminó por meterse en problemas. Comenzó a beber con más frecuencia, consumir cocaína con regularidad y frecuentar sitios de los que yo sólo aprendí cuando alcancé los veinte. En aquella época, también, embarazó a una muchacha de diecisiete y de clase trabajadora. No era una historia de amor, sino más bien una de horror. Aprovechándose de su posición, prometió todo aquello que la chica pudiese haber deseado en la vida, de lo cual no terminó por cumplir ni un diez por ciento. Cuando la noticia llegó a oídos de mis padres, las reacciones fueron mixtas. Por su parte, mi padre, ya divorciado y residiendo en Málaga, pegó el grito en el cielo. Le pidió, u obligó, a tomar responsabilidad por sus acciones, como cualquier hombre remotamente respetable haría. Mi madre, sin embargo, bajó la cabeza y, por el amor inconmensurable que sentía por su primogénito insufrible, procuró encargarse cuasi personalmente de que aquel “incidente” no se interpusiese en lo que la vida le traía por delante.
      De la muchacha no volví a saber más.       Carlos, no obstante, terminó por encontrársela por casualidad. 
𝘌𝘯 𝘤𝘶𝘢𝘯𝘵𝘰 𝘢 𝘴𝘶 𝘷𝘪𝘥𝘢 𝘢𝘤𝘵𝘶𝘢𝘭, 𝘱𝘰𝘤𝘰 𝘺 𝘯𝘢𝘥𝘢 𝘩𝘦 𝘱𝘰𝘥𝘪𝘥𝘰 𝘷𝘦𝘳 𝘤𝘰𝘯 𝘮𝘪𝘴 𝘱𝘳𝘰𝘱𝘪𝘰𝘴 𝘰𝘫𝘰𝘴. 𝘈𝘶́𝘯 𝘳𝘦𝘴𝘪𝘥𝘦 𝘦𝘯 𝘝𝘢𝘭𝘦𝘯𝘤𝘪𝘢, 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘳𝘦𝘴𝘪𝘥𝘦𝘯𝘤𝘪𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘢𝘳𝘵𝘪𝘮𝘰𝘴 𝘢𝘭𝘨𝘶𝘯𝘢 𝘷𝘦𝘻 𝘭𝘰𝘴 𝘵𝘳𝘦𝘴. 𝘓𝘦 𝘢𝘤𝘰𝘮𝘱𝘢𝘯̃𝘢 𝘮𝘪 𝘮𝘢𝘥𝘳𝘦, 𝘺 𝘤𝘰𝘯 𝘦𝘭𝘭𝘢 𝘵𝘢𝘮𝘣𝘪𝘦́𝘯 𝘑𝘰𝘳𝘨𝘦, 𝘢 𝘲𝘶𝘪𝘦𝘯 𝘥𝘦𝘴𝘦𝘢𝘳𝘪́𝘢 𝘯𝘰 𝘳𝘦𝘤𝘰𝘳𝘥𝘢𝘳. 𝘌𝘴 𝘶𝘯 𝘮𝘢𝘳𝘲𝘶𝘦́𝘴, 𝘶𝘯 𝘴𝘰𝘭𝘵𝘦𝘳𝘰 𝘢𝘱𝘢𝘳𝘦𝘯𝘵𝘦𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘪𝘯𝘵𝘢𝘤𝘩𝘢𝘣𝘭𝘦 𝘺 𝘶𝘯 𝘤𝘢𝘣𝘢𝘭𝘭𝘦𝘳𝘰 𝘥𝘦 𝘵𝘪𝘯𝘵𝘢 𝘪𝘯𝘥𝘦𝘭𝘦𝘣𝘭𝘦. 𝘌𝘯 𝘮𝘪 𝘤𝘢𝘣𝘦𝘻𝘢, 𝘴𝘪𝘯 𝘦𝘮𝘣𝘢𝘳𝘨𝘰, 𝘴𝘦𝘨𝘶𝘪𝘳𝘢́ 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘴𝘪𝘦𝘮𝘱𝘳𝘦 𝘴𝘪𝘦𝘯𝘥𝘰 “𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘤𝘩𝘰𝘳𝘳𝘰”.
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unafilleterrible · 3 years
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𝐋'𝐚𝐦𝐚𝐧𝐭.
𝐄l toque de un amante desahuciado y emocionalmente inconexo no podía compararse con nada más existente en el mundo. Y era allí, entre sábanas descorridas y perfume olvidable, que podía sentir la plenitud de una aventura remanente. Tan extraña, subversiva, y compleja, que nunca terminaba de encajar en ninguna parte. No era sorpresa, entonces, que siempre estuviese viendo destellos de su final incluso en medio del éxtasis de una descarga.
𝐒olía dejarme esperando con constancia. Como aquel tipo de carta, esa carta necesaria y ausente. Que nunca llega, que siempre se pierde. Solía, también, aparecer cada cierto tiempo, con sorpresas bajo el brazo y una expresión tristona, que terminaba quitándosele por un instante en medio de la cama. Volvía, sin embargo, sin falta, cada que el picor y el calor comenzaba a desvanecerse. Creo haberlo preguntado, una vez o dos quizá, cuál era la razón de su abatimiento. La respuesta siempre era la misma, congoja permanente y crónicamente intratable. A mí me parecía fascinante, inverosímil y curioso. Después de un rato dejaba de ser importante.
𝐒iempre era el mismo modus operandi.
𝐌e tocaba como se tocan las teclas del piano, como se tocaría también un instrumento de cuerda. Con destreza, cuidado y conocimiento suficiente. Si esperaba reacción alguna, nunca lo demostró. Estas, sin embargo, pululaban y se desprendían de mi cuerpo sin siquiera poder decirles “basta”. Desde la mandíbula hasta la curva que conecta el cuello con los hombros. El hueco entre las clavículas. El recorrido ligeramente rosáceo de los pechos, pezones en flor. Camino níveo y suave, estéril del abdomen, donde el ombligo recrea un triangulo de las bermudas artesanal. Se detenía, sin falta, sobre el montículo entre mis piernas, siempre acariciando los muslos como si se tratase de una reliquia sacra. De religioso, no obstante, sólo las palabras.
𝐍unca hablábamos más de la cuenta, nada más que un par de susurros sueltos y agravios vestidos de buenas fortunas.
𝐋as malas costumbres permanecen mucho más allá que las buenas, dictaminando, así, el transcurso de una vida en constante riña.
𝐏asados los años volví a verle, esta vez con la congoja ausente y una sonrisa extrañamente esculpida en su boca. Tenía una alianza matrimonial en el dedo, un reloj de pulsera negro y llevaba anteojos. El cabello lo llevaba moteado de algunas canas rebeldes, que se escabullían entre los mechones de largo promedio. Lucía intachable, como un abogado de firma centenaria. Como un político carismático. A pesar de los detalles, sin embargo, iba solo. La falta de compañía terminó por eclipsar aquella sonrisa satisfecha, no obstante, convirtiéndola en una mueca casi infantil.
𝐍o importó que estuviese casado con alguien más, ni que yo misma fuese ahora menos emocionalmente disponible. El escozor y las maldiciones acompañaron todo el trayecto de vuelta, aún cuando su cuerpo ya no empujaba contra el mío, sus dedos y su entrepierna ya no bombeaban entre los pliegues de mi sexo, ni sus ojos permanecían semi cerrados. El sentimiento me acompañó a casa, así como el frío y el recientemente recobrado síndrome de abstinencia.
𝐄l toque de un amante desahuciado y emocionalmente inconexo no podía compararse con nada más existente en el mundo, volví a pensar. Porque, en efecto, aquél amante ya desdibujado permanece en el fondo de la mente, junto a las malas costumbres y las mentiras piadosas, para no irse jamás. Ni siquiera cuando las leyes del hombre han de querer sacarle a rastras y salar, después, la tierra que solía brindarle cobijo.
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unafilleterrible · 3 years
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Sibilla nació en una familia de clase alta y, por lado de su madre, medio de la realeza. 
Sus padres se separaron cuando aún era una niña, aunque no terminaron los trámites del divorcio hasta que cumplió los doce años. Por ello, y para evitarse aún más escándalo o problema alguna, fue enviada a un internado en Suiza, tal y como sus hermanos. 
Eventualmente, volvería para vivir junto a su madre hasta los diecisiete años. Allí, bajo su techo, se vería envuelta en una extraña, intricada relación con su padrastro, lo que le llevaría también a desarrollar severos problemas afectivos y relacionales. 
Como una forma de salir de su realidad, de la relación con su padrastro y evadirse, decidió trasladarse a otros sitios donde no le reconociesen, pudiendo así saciar sus ansias momentáneas de afecto. Estudió letras y literatura, pero también sabe de lleno sobre el negocio del vino de su padre, del cual se ocupa a medias con sus hermanos. Para ello, estudió también enología.
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Dakota for “The Rolling Stones” at TIFF19.
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unafilleterrible · 3 years
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𝐈𝐦𝐚𝐠𝐢𝐧𝐚𝐫𝐲 𝐩𝐨𝐞𝐭𝐫𝐲. 𝐈 am the woman your mother warned you about. The one you had to sworn never to stand too close to. The girl whom, in your adolescent and formative years, your father wanted you to fuck so you could live up to his teenage fantasies. The empty carcase of the collective daydream of inexperienced friends. Always too close to the sun, but never close enough to be touched. The memory of some pictures in the makeup aisle at the downtown mall. The scent of faded French perfume in the middle of a crowded subway wagon. The sometimes cynic, falsely shy smile on strange and carmine lips. The smoke that emanates off of crocked, slim cigarettes bought at some sketchy little kiosk, just because they reminded you of someone special but long now forgotten. 𝐈 am the spitting image of 𝙩𝙝𝙖𝙩 something you always wanted but somehow were never able to get. The vision reincarnated, the shadow personified. 𝐈 exist, only for you to draw my lines on paper and then bring me to life by your expert hands. To be captured, but never felt. To grow roots on the imagery of white, middle-aged, suburban fathers too tired of their families, their wives and fortunes, or lack thereof. To become the one thing boys wish for upon the deathbed of their infancy. A false anecdote to every single guy in town to carry around with, always waited to be found true at the end of the road. 𝐈'm the Jezebel, the Salome, the Circe. La Belle Dame Sans Merci. The shameless Venus, the selfish Carmilla. The blood-sucking, sexually deviant mother of underaged whores. Cautionary tale the town keeps on spreading like the holy gospel. Too young to please, but too old to settle. I exist in the mind of men and boys alike, fleshing out all the criteria they want me to meet. I represent mothers' worst nightmare, the one they go to bed wishing not to be encountered with. 𝐈'm a force of nature, one to be reckoned with. But I never existed, and never will.
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The High Note, 2020 (dir. Nisha Ganatra)
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unafilleterrible · 3 years
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𝐓he last time I saw her, she didn't see me. Couldn't, even though her eyes were wide open. She had, since, forgotten me. 
𝐓wo effigies looking at each other, gazing deeply, wondering which secrets they would be able to grasp, to catch, tooth and nail. 
𝐈 wondered, then, how long did melancholy last. I wonder, now, how am I going to forget. 
𝐒ometimes life makes it harder to battle your emotions, to fight your never-ending, shattering sorrow, and to, finally, rise up victorious from the deadly sins of a long-lost love. 
𝐀t times, while I lay awake at night, uneasy and desolated, my mind calls her memory. My recollection of former events waltzes with the metaphorical lines of her silhouette, mocking me in the process. The longest charade mind was ever able to maintain. 
𝐓he last time I saw her, she didn't see me. 𝐖ouldn't, for her stare was hollow. 𝐒he was, now, too busy forgetting herself.
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unafilleterrible · 3 years
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𝙊𝙛 𝙗𝙡𝙚𝙚𝙙𝙞𝙣𝙜, 𝙝𝙚𝙖𝙡𝙞𝙣𝙜 𝙖𝙣𝙙 𝙜𝙧𝙤𝙬𝙞𝙣𝙜
𝐈 once heard someone say you have to bleed at least one time in order to fully grow.
𝐓o fully understand how to handle things, to not fall prey to your mistakes. But, when does the bleeding become too much? I’m afraid that’s what purges me at night. When does the bleeding become too much to handle? When it’s the right moment to stop bleeding and just start growing for good? I’d dread to become senseless over time, so painfully senseless my heart no longer beats and my eyes cannot see what’s in front of me. My lips aren’t able to speak even the silliest of words and, my ears, can’t hear the quietest of sounds.
𝐈’d dread to become a shadow, a ghost, a shape-deprived figure, who’s sole purpose is to haunt the possibilities and mistakes of others, trying to make them understand that, somehow, over time, they can start losing themselves by bleeding too much. The cautionary tale, the embodiment of bleeding to grow, but bleeding far too much, much more than needed. The fallen Icarus, the broken-winged eagle, far too wounded to try and fly once again.
𝐒ometimes I wonder if bleeding actually brings lessons under its arm, or just makes a beautifully crafted metaphor. Metaphors can constitute the birth of sayings. Of ideas, of possibilities. I’m afraid of learning too little after bleeding too much. Bleeding to the point of losing the grip on reality. To bleed, but never stop.
𝐌aybe I’m just too confused or too scared. Maybe, who knows, I think too much and put too much pressure on the saying. Maybe I don’t have to bleed, maybe I don’t have to grow. Maybe, like many others before me, I’m just made out to be this imperfect person, out of the already broken mould by fear of complicating what was already perfectly made.
𝙒𝙤𝙪𝙡𝙙 𝙄 𝙠𝙣𝙤𝙬 𝙞𝙛 𝙄 𝙬𝙖𝙨 𝙖𝙡𝙧𝙚𝙖𝙙𝙮 𝙙𝙧𝙖𝙞𝙣𝙚𝙙?
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unafilleterrible · 3 years
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Dakota Johnson on The Tonight Show Starring Jimmy Fallon (2021)
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unafilleterrible · 3 years
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❝𝘝𝘦𝘳𝘺 𝘦𝘢𝘳𝘭𝘺 𝘪𝘯 𝘮𝘺 𝘭𝘪𝘧𝘦 𝘪𝘵 𝘸𝘢𝘴 𝘵𝘰𝘰 𝘭𝘢𝘵𝘦. 𝘐𝘵 𝘸𝘢𝘴 𝘢𝘭𝘳𝘦𝘢𝘥𝘺 𝘵𝘰𝘰 𝘭𝘢𝘵𝘦 𝘸𝘩𝘦𝘯 𝘐 𝘸𝘢𝘴 𝘦𝘪𝘨𝘩𝘵𝘦𝘦𝘯. 𝘉𝘦𝘵𝘸𝘦𝘦𝘯 𝘦𝘪𝘨𝘩𝘵𝘦𝘦𝘯 𝘢𝘯𝘥 𝘵𝘸𝘦𝘯𝘵𝘺-𝘧𝘪𝘷𝘦 𝘮𝘺 𝘧𝘢𝘤𝘦 𝘵𝘰𝘰𝘬 𝘰𝘧𝘧 𝘪𝘯 𝘢 𝘯𝘦𝘸 𝘥𝘪𝘳𝘦𝘤𝘵𝘪𝘰𝘯. 𝘐 𝘨𝘳𝘦𝘸 𝘰𝘭𝘥 𝘢𝘵 𝘦𝘪𝘨𝘩𝘵𝘦𝘦𝘯. 𝘐 𝘥𝘰𝘯'𝘵 𝘬𝘯𝘰𝘸 𝘪𝘧 𝘪𝘵'𝘴 𝘵𝘩𝘦 𝘴𝘢𝘮𝘦 𝘧𝘰𝘳 𝘦𝘷𝘦𝘳𝘺𝘰𝘯𝘦, 𝘐'𝘷𝘦 𝘯𝘦𝘷𝘦𝘳 𝘢𝘴𝘬𝘦𝘥. 𝘉𝘶𝘵 𝘐 𝘣𝘦𝘭𝘪𝘦𝘷𝘦 𝘐'𝘷𝘦 𝘩𝘦𝘢𝘳𝘥 𝘰𝘧 𝘵𝘩𝘦 𝘸𝘢𝘺 𝘵𝘪𝘮𝘦 𝘤𝘢𝘯 𝘴𝘶𝘥𝘥𝘦𝘯𝘭𝘺 𝘢𝘤𝘤𝘦𝘭𝘦𝘳𝘢𝘵𝘦 𝘰𝘯 𝘱𝘦𝘰𝘱𝘭𝘦 𝘸𝘩𝘦𝘯 𝘵𝘩𝘦𝘺'𝘳𝘦 𝘨𝘰𝘪𝘯𝘨 𝘵𝘩𝘳𝘰𝘶𝘨𝘩 𝘦𝘷𝘦𝘯 𝘵𝘩𝘦 𝘮𝘰𝘴𝘵 𝘺𝘰𝘶𝘵𝘩𝘧𝘶𝘭 𝘢𝘯𝘥 𝘩𝘪𝘨𝘩𝘭𝘺 𝘦𝘴𝘵𝘦𝘦𝘮𝘦𝘥 𝘴𝘵𝘢𝘨𝘦𝘴 𝘰𝘧 𝘭𝘪𝘧𝘦.❞
⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀Sibilla James de Henestrosa y Argüelles⠀⠀⠀⠀⠀⠀
x 𝐄spañola, nacida en Valencia.⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ x 𝐋icenciada en letras y lit., enólogo.⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ x 𝙚𝙨𝙩𝙖𝙛𝙖𝙙𝙤𝙧𝙖/𝙘𝙤𝙣-𝙖𝙧𝙩𝙞𝙨𝙩 (ᴀᴜ).⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ x 𝙨𝙤𝙘𝙞𝙖𝙡 𝙗𝙪𝙩𝙩𝙚𝙧𝙛𝙡𝙮. ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ x callada, metódica, perfeccionista.
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Photoshoot Dakota at TIFF19.
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