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#pero realment em cal estudiar
guillemelgat · 2 years
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Examen C1 de català - Pla d’estudis
Hola a tothom! He tornat...i d’aquí a dues setmanes faig l’examen de C1 de català ahahahaha
No és que estigui assolint un nivell massa díficil (com seria el C2, que al final he decidit que ni ho intento), però tampoc puc entrar a la sala d’examens sense haver preparat res. Doncs m’he de posar a estudiar, i per fer això proposo el següent:
Tinc 2 llibres per llegir: Fungus, d’Albert Sánchez Piñol, i El llibre de meravelles, de Vicent Andrés Estellés. El que tinc pensat és acabar-los en aquestes dues setmanes, que serà difícil però crec que m’anirà bé. Cada dia intentaré llegir un capítol de Fungus i uns quants poemes, i si tinc temps, faré un post aquí de vocabulari i/o anàlisi textual (aquesta última serà o escrita o verbal, perquè necessito parlar més). Si qualsevol de vosaltres vol comentar/posar correccions sisplau fes-ho! I fins aquí el pla, ja sé que és una mica obert però estic en temporada d’examens i necessito ser flexible 😅
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bondenargentina · 5 years
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“James Bond: Los superhombres están entre nosotros” [Primera Plana, 19.04.1966]
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Cinco mil años atrás, los egipcios or­ganizaron un óptimo servicio secreto e incluyeron el espionaje entre las ciencias ocultas. Durante el reinado del faraón Thutmose III, un capitán lla­mado Thute introdujo 200 soldados en Jafa, disimulándolos bajo un carga­mento de harina, gracias a los informes de sus agentes. En la Ilíada, Homero canta a una de las obras maestras del espionaje: el Caballo de Troya. En el siglo XV, Juana de Arco fue traicionada por el Obispo Pierre Cauchon de Beauvais, un espía pagado por los in­gleses. Pero las complejidades de la guerra moderna crearon divisiones den­tro de esa ciencia vasta y deleznable.
El espionaje político, por ejemplo, persigue informaciones sobre industria, agricultura, comercio, trabajo, trans­portes y, por supuesto, política. En su ensayo La sociedad desnuda, Vance Packard analiza cómo las grandes cor­poraciones de USA establecieron hasta con los baños una vigilancia de sus em­pleadas y obreras a través de micró­fonos ocultos. Pero fue Joseph Fouché, ministro de Policía de Napoleón, el verdadero inventor de la estrategia que luego heredaría James Bond: durante el Consulado y el Imperio consiguió desbaratar todos los complots contra su príncipe.
 En el terreno militar, el privilegio de la creación suele adjudicarse a Federico el Grande, quien estableció un sólido cuerpo de agentes separado en cuatro categorías: los espías comunes, prole­tarios y campesinos que pretendían así ganarse algún dinero extra; los espías dobles, que trabajaban simultá­neamente para potencias enemigas y cuya misión era confundir al adversa­rio; los de alto rango, oficiales del Ejército, nobles y embajadores, que cobraban sueldos altísimos; y los es­pías a la fuerza, por lo general jefes de pueblos conquistados que debían pasar datos contra su voluntad. Fede­rico solía decir: "El mariscal de Sou­bise es siempre seguido por cien coci­neros; a mí me preceden cien espías".
La Primera Guerra tuvo su heroína del espionaje, Mata Hari, glorificada después por Greta Garbo y Jeanne Mo­reau; es curioso que su entregador fuera el agente alemán Walter W. Canaris a quien Hitler concedió el rango de almirante y designó jefe de la Inteli­gencia Exterior, a las órdenes de von Ribbentrop.
A fines de la Segunda Guerra, los escarceos bélicos entre la Unión So­viética y los Estados Unidos se con­centraron en sus propias centrales de espionaje: la terrible NKVD, con sede En Moscú, era conducida por el maris­cal Beba (a su muerte, en 1953, fue reorganizada y rebautizada como KVD); la CIA (Central Intelligence Agency) se fundó en 1947 y prosperó luego a las órdenes de Allen Dulles; un año después de su nacimiento, un sensacio­nal caso de espionaje se ventiló en USA: Whittaker Chambers, ex comunista, denunció que Alger Hiss, fun­cionario del Departamento de Estado, pasaba informes a la NKVD.
 Nace el Superhombre
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Toda esa rara secta de próceres más o menos embozados encontró, por fin, hace 14 años, un semidiós que los re­sumía: fue en la primavera de 1952 cuando Ian Lancaster Fleming, ex agente del Naval Intelligence britá­nico, escribía las páginas iniciales de Casino Royale e introducía al perso­naje James Bond en el universo de los mitos. El parto se consumó apacible­mente en una de las islas del Caribe: Ocarabesa, en Jamaica.
La semana pasada, Buenos Aires se sacudía a su vez con las consecuen­cias de ese acto sereno pero artero: en la sala del Gran Rex se estrenaba Operación Trueno, el cuarto film de la serie Bond, y los 83 mil espectado­res convocados durante los primeros siete días de exhibición festejaban con carcajadas o silbidos la indemnidad de este nuevo Superhombre. Más de doce años tardó esa glorificación en trasla­darse de Londres a las playas suda­mericanas: en 1953, uno de los clubes londinenses consagrados a la adoración de Bond —con 1.200 socios— libró batalla En Sobo contra una banda de eduardianos que hablan tratado de mancillar al héroe; treinta muchachos terminaron en el hospital. El 17 de abril de 1963, el Gran Rex de Buenos Aires cerraba la primera semana de exhibiciones de El satánico doctor No con una recaudación apenas superior al medio millón de pesos y un total de 10.803 espectadores; Bond se reivindicó el 22 de mayo de 1965, cuando el pri­mer balance semanal de Goldfinger (Dedos de oro, tercer film del ciclo) reveló la asistencia de 52.429 personas y un ingreso de 5.429.022 pesos, ex­cluidos los impuestos.
Entre el sábado y el domingo últimos, no menos de sesenta espectadores con­sultados por esta revista parecían estar dispuestos a fundar un Club de Amor a Bond o a inscribirse en los que hu­biera. Todavía extasiada por los re­cursos que acaba de exponer el ídolo, Adriana Divarian, de 45 años, madre de tres hijos, admitió que Sean Con­nery, el escocés que encarna a Bond, "representa el ideal masculino" y que el propio personaje es algo así como un soplo de Dios. "Lástima que trate tan mal a las mujeres —suspiró—. Ojalá cambie algún día." Miguel Bersaiz, un estudiante de arquitectura de 20 años, explicó: "Admiro su seducción. Pero lo que más me fascina son sus rasgos de sadismo". Tulio Suárez, de 31 años, agente publicitario, opinó que Bond "sintetizaba todas nuestras ansias, pese a lo sobrenatural e increíble que es, pensándolo un poco".
Es posible que nadie lo piense de­masiado; de otro modo no podría ex­plicarse que la ficción propuesta por Ian Lancaster Fleming golpee tanto la realidad, se entronque con ella en un juego de siniestros mimetismos. Cuando en 1957 un periódico inglés que folletinizó la novela De Rusia con amor incluyó una variante en el final e insinuó que James Bond habla muer­to, la redacción del diario fue acosada por centenares de iracundos que exi­gían una retractación. Asediado por las protestas, Fleming tuvo que demandar al periódico por daños, y dar fe de que 007 estaba sano y salvo. Desde que Arthur Conan Doyle decidió eli­minar a Sherlock Holmes (a manos de Moriarty, un símil del señor Goldfin­ger), no se repetía un fenómeno se­mejante. Esta vez, en cambio, los ad­miradores de Bond no se contentan con su supervivencia: se apoyan en él para extraer sus propios beneficios.
Los provechos no consisten sólo en copiar sus desplantes y en drogarse a su conjuro. Los security men de In­glaterra pidieron aumento de sueldos invocando los riesgos a que están ex­puestos. En una revista del sindicato de empleados estatales escribieron: "Se debe pensar que verdaderamente estos hombres viven una vida de James Bond y que están de servicio incluso cuando descansan. Cobran actualmente 900 li­bras esterlinas al año como máximo; deben vestir con mucho decoro, si no tan rebuscadamente como el famoso personaje de Fleming; deben también afrontar gastos excepcionales y están expuestos a continuas insidias".
Otro ejemplo: Allen Dulles, jefe de la Central Intelligence Agency, confe­só a un redactor de Life que desde que Jacqueline Kennedy puso en sus manos un libro de Fleming, se interesó cada vez más en los ingenios técnicos de 007: "Por ejemplo —reconoció—, el artefacto que Bond instala en los automóviles de sus adversarios para seguir su itinerario, inclusive a mu­chos kilómetros de distancia. Enco­mendé a nuestros expertos el estudio en el laboratorio de un aparejo se­mejante".
Los comerciantes, a su vez, no vaci­lan en exprimir la historia bondista, y, en París y Nueva York, abarrotan el mercado con batas celestes —el color que más sienta a Connery— y nuevos modelos de prendas sport. Con todo, el regalo más apreciado por los neoyorquinos, en la Navidad de 1964, resultó una réplica de la valija diplomática que Bond lució en De Rusia, y que Macy's vendió por centenares. A mediados del 65, cuando su fama había impregnado todos los estratos sociales y atrapado a los fanáticos del cine, la marca del champagne preferido de Bond, Taittinger, aumentó su venta en un 40 por ciento con respecto al año anterior, y en un 30 por ciento las importaciones de su vodka favorito. Los cuerpos casi desnudos de sus amigas (Ursula Andress, Daniella Bianchi) ilustraron las páginas de las lujosas publicaciones que exaltaban el fiction's sexiest Bond.
El éxito de las películas de Bond no es, sin embargo, sino el efecto directo que provocaron las trece novelas de la serie, clausurada por la muerte de su autor en 1964. Hasta el año pasado se habían vendido 25 millones de ejemplares de esas trece novelas, traducidas a dieciocho lenguas, incluidas el catalán y el turco. La cifra equivale a la edición total de las obras de Balzac y a todas las de Hemingway. En mitad de ese boom, es posible que John F. Kennedy haya contribuido a engrosar el torrente de adeptos cuando, en conferencia de prensa, situó a Fleming entre sus autores de cabecera y a From Russia entre las diez obras que salvarían a la humanidad del desastre atómico. Curiosamente, Kennedy y Lee Oswald, su presunto asesino, tenían gustos análogos. Semanas antes del crimen, Oswald tomó prestadas de la biblioteca pública de Dallas todas las historias de 007.
La semana pasada, en el vestíbulo del Gran Rex, la mitad de los espectadores confrontados no habían leído una sola novela de Fleming, pero casi todos prometieron una inmediata adhesión literaria, Cabría determinar, pues, los niveles de predominio: hasta qué punto Connery es Bond, o Bond es Connery.
 El vicario de 007
Pero no, Connery y Bond no se parecen realmente, salvo por sus ascendentes escoceses. Hijo de un obrero textil de Edimburgo, Sean Connery abandonó la escuela a los 13 años para ganarse una vida muy dura como lustrador de ataúdes, salvavidas, marinero, modelo, boxeador de peso liviano, aprendiz de impresor y, finalmente, como comediante de cuarto orden en una compañía de comedias musicales que cantaba South Pacific. En 1957 tuvo que optar entre ser un centro delantero profesional o un actor aceptable. Resolvió inscribirse en una escuela de arte dramático y estudiar esforzadamente: al cabo de un año, lo citaron para pequeños papeles y luego consiguió encaramarse como primera figura en los teatros provinciales de Inglaterra. Los fantasmas de Shakespeare (Macbeth, Hotspur) vivieron bajo su piel más veces que James Bond.
A los 26 años recaló por fin en el cine, contratado por la Fox, pero sólo para languidecer en una retahíla de films mediocres que culminaron con una pequeña parte en El día más largo.
Poco antes, Fleming había cedido, por fin, a las melosas presiones de los productores Harry Saltzman, canadiense, y Albert Cubby Broccoli, norteamericano, y consintió en venderles los derechos de sus novelas. Elegido en un referéndum, esa mera debilidad del novelista, ante el dinero que le prometía el cine, cambió la vida de Connery. Desde entonces trató de entender quién era Bond: "Fleming me contó —dijo el actor— que, al concebir el personaje, 007 era un simple instrumento de la policía, muy recto, sencillo, distante de cualquier forma de ingenio; en suma, un funcionario capaz de cumplir con su trabajo al pie de la letra. El snobismo del autor, sin embargo, acabó por transferirse al héroe".
La vida de Connery no cambió demasiado desde entonces, salvo por el hecho de que sus ingresos ascendieron de 18 mil dólares (la cifra que le pagaron por El satánico doctor No) a un millón. Sigue casado con Diane Cilento, conviviendo con un hijo de ella y otro hijo de los dos, cocinando su goulash y ensillando sus caballos. Pero mientras tanto, los imitadores cundieron.
 Los hijos de Bond
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A fines de 1964, la certeza de que Bond era sinónimo de oro tentó irresistiblemente a los productores de Cinecittá, en Roma: con apuro, encomendaron algunos plagios paródicos y se los endilgaron a Totó (007, de China con tenor) y a Vittorio Gassman (Slalom). En esas dos empresas invirtieron medio millón de dólares, pero los artefactos de cartón que montaron en torno de sus personajes ahuyentaron al público. El negocio resultó un fiasco, y los pequeños Bond que nacieron en los meses siguientes ya no se exportaron de Italia. Por entonces, Saltzman y Broccoli gastaron tres millones de dólares en la filmación de Goldfinger, y eso convenció a los competidores de que para acabar con Bond hacían falta juguetes caros y actores caros. Sólo Hollywood estaba en condiciones de librar semejante batalla.
En la primavera de 1965, por lo menos cuatro imitadores ingratos de 007 ya parecían listos para salir a estrangularlo: sus nombres eran Napoleon Solo, Derek Flint, Matt Helm y Modesty Blaise. Un detalle los unía al Padre Todopoderoso: o defendían una sigla, o combatían contra una sigla. El enemigo de Bond era SPECTRE; Solo, agente de la UNCLE, enfrentaba al agente TRUSH; Flint, miembro de ZOWIE, se oponía a GALAXIE; Modesty Blaise ponía los bandidos de su equipo FILET al servicio de Su Graciosa Majestad. Sólo Matt Helm sigue oscilante, todavía, entre depender de la CIA o fundar su clan propio.
Los otros elementos comunes son el sexo y las armas secretas; al Aston Martin de usos múltiples imaginado por el novelista Ian Fleming, los creadores de Flint oponen un encendedor que cumple 82 funciones (revólver, máquina fotográfica, soplete, contador geiger, microscopio, rayo laser, radio-emisora) y hasta una función extra, si el caso lo exige: la de encendedor propiamente dicho. Helm dispone de un revólver que dispara hacia atrás y viste un saco cuyos botones son cartuchos de dinamita; Modesty Blaise, extraída por el realizador Joseph Losey de una tira cómica que se publica en The Evening Standard, emplea un encendedor lanzallamas, un vaporizador de perfume que puede convertirse en máscara de oxígeno y un lápiz de labios que dispara flechas; pero ninguno de sus argumentos es más fuerte que the Nailer, el Inmovilizador, un cierre relámpago en el rompevientos de Modesty, que al abrirse deja sus pechos al descubierto e inmoviliza a los enemigos.
Es en el territorio sexual donde se despliegan los mayores refinamientos: a gloria de Bond consiste en su aptitud para vencer la resistencia de mujeres asexuadas o francamente lesbianas (como la Pussy Galore de Goldfinger); sus herederos no parecen tener otro remedio que apelar a la mecanización del amor. La eficacia de Napoleon Solo se mide por el número de mujeres que se le rinden (una decena en su última aventura, El espía con mi cara); la de Flint, por una cama de cinco plazas donde se tiende con cuatro fidelísimas amigas. Matt Helm, en cambio, duerme en un vasto diván circular y móvil que le permite estar siempre cerca de sus juguetes mecánicos: al despertarse, el diván atraviesa el cuarto, y el tabique que da a un jardín desaparece; luego, el colchón se levanta y desliza a Helm hacia una piscina cuidada por una graciosa náyade. Es la apoteosis del reposo del guerrero. Pero además, como Modesty Blaise, Helm confía en sus talentos naturales: lava y cepilla a su enjambre de admiradoras, las divierte con un sofisticado strip-tease y les canta en voz baja. Como se define a sí mismo, es el espía que viene del show.
Sin embargo, la erudición de estos semidioses en disciplinas aparentemente inútiles es lo que más impresiona al público. Bond puede reconocer hasta por el tacto el año de cosecha de un Dom Périgord o de un Pommery; Flint distingue la diferencia que hay entre dos platos de bouillabaisse por los miligramos extra de ajo que le añaden los taberneros marselleses; Modesty Blaise conoce al dedillo las fórmulas químicas de todos los perfumes posibles.
Los presupuestos bajos que el cine francés o el italiano consagraban a estos devoradores superhombres acabó por excluirlos de ese nuevo Mercado Común que se llama Club Atómico, Club de Vuelos Espaciales o Club de los Grandes Espías. Tampoco la estrategia de resucitar a Fantomas o de armar a Lemmy Caution con versos de Paul Eluard (en Alohaville) dio el menor resultado. Pero el combate de los hijos de Bond contra su Padre Todopoderoso no se libraba sólo en el campo de los efectos especiales, de las escenografías gigantescas o del lujo visual. A principios del 85, se convirtió también en un problema de estrategia empresaria.
El actor que iba a encarnar a Bond fue elegido por Saltzman y Cubby Broccoli mediante un referéndum que propició el Daily Express en Londres: se publicaron las fotografías de diez jóvenes comediantes británicos y se instó a los lectores a elegir. Una mayoría del 62 por ciento optó por Sean Connery; el segundo clasificado, un tal Terence Cooper, consiguió sólo el 7 por ciento. Cuando tuvo que designar al intérprete de su primer semidiós, Derek Flint, la Columbia concentró su referéndum en Los Angeles y aceptó al sofisticado cowboy que habían seleccionado los diez mil californianos encuestados: James Coburn. Los expertos habían decidido que Flint fuese un personaje paródico, capaz de ridiculizar a Bond con sus propias armas. Pero los resultados fueron inesperados: en el primer mes de exhibición, el éxito de Flint era arrasador, casi igual al de Bond. Pero después de ese tope, el público parecía fatigarse. Fue entonces cuando se pensó en Matt Helm, un play-boy del espionaje creado por Donald Hamilton. La Columbia eligió el cuarto libro de la serie Helm, The Silencers (Los silenciadores), y encomendó el papel a Dean. Martin. Como explicaron sus agentes de relaciones públicas, la lucha contra Bond iba a librarse ahora en todos los campos: un actor famoso contra otro, un presupuesto de 6 millones de dólares contra los 5 y medio de Operación trueno. Pero el punto de partida para el ataque no se había modificado: Helm salía con la misma consigna de Flint, derrotar a Bond por el ridículo.
Más miel para los dioses
En los tiempos de Dashiell Hammett y de Eric Ambler —poco antes de la Segunda Guerra—, el espía o el detective privado eran apenas seres duros, capaces de incurrir en el Mal. Ian Fleming agregó a esas cualidades la certidumbre de que un espía puede ser todopoderoso, salvo ante la Reina o ante su jefe. La omnipotencia encandiló a los lectores, les despertó una sed que ni siquiera James Bond podía saciar: según los sociólogos, la avalancha de espías-semidioses se debió no tanto a que encarnaban los Sueños de las Masas sino a una simple condición humana, el hubris o ciega seguridad de uno mismo.
Los ojos devoradores de aventuras consiguieron que el género del espionaje prosperara y arrasara el mercado. El más importante de los novelistas que surgió a la zaga de Fleming (y su real contracara) es el británico John Le Carré, seudónimo de David John Moore Cornwell, un funcionario del Foreign Office que nació en 1931. La fama de Le Carré se consolidó con su tercera novela, The Spy Who Came in From the Cold (El espía que no vuelve, 1963), una historia ambientada en el Berlín de la Guerra Fría, cuya versión cinematográfica acaba de estrenarse en los Estados Unidos. El clima de sordidez y desvalimiento en que se mueve Alee Leamas, el viejo agente de Spy, quizá tenga dos antecedentes: Raíces en el fango (Confidential Report, 1956, de Orson Welles), y Los espías (Les espions, 1957, de H. G. Clouzot).
Para Le Carré, el espía es un hombre común, ni atleta ni buen mozo, ni patriótico ni buscador de gloria. Elige su oficio por rutina, por necesidad de dinero. Son parte de ese suburbio de la sociedad en el que también entran los delincuentes. En el caso inglés (los antihéroes de Le Carré están, como Bond, al servicio de la Reina), esos espías denostados, arrojados al infierno por la sociedad, sometidos a la soledad y al miedo, desvalidos de armas electrónicas o complicados equipos, trabajan para God, King and Country. Las culpas no son transferidas a los espías, simples empleados del Mal, sino a quienes fabrican, inventan y mantienen las redes del espionaje. El espejo de los espías (1965, su última novela; las otras fueron Llamada para el muerto, 1961, y A Murder of Quality. 1962) es el más violento anatema contra el espionaje, como institución, que se haya escrito. Para Le Cerré, cada caso es una auténtica tragedia, y por lo tanto se niega a toda trampa. Su grandeza debe buscarse, ante todo, en el hecho de que el Mal asume la forma de un laberinto del que es imposible escapar: y en tal sentido, más que un heredero de Fleming, Le Carré puede ser visto como un epígono de Kafka.
Otro de los novelistas uncidos al aluvión es Len Deighton, cuya columna sobre recetas de cocinas aparece en The Observen de Londres. Menos afecto que Le Cerré a la disciplina que exige el oficio de narrar en serio, Deighton ya ha vendido un millón y medio de ejemplares de sus cuatro novelas y sus das recetarios. El dúo de productores Saltzman-Broccoli (que monopolizó definitivamente el mercado del espionaje al lanzar también al actor Michael Caine en The Ipcress File, otra obra de Deighton) acaba de comprar en un cuarto de millón de dólares los derechos cinematográficos de The BiIlion Dolar Brain, una novela que el Daily Express está publicando en folletín.
Los esquemas de Deighton son siempre iguales: un agente bohemio, joven, que ejerce el espionaje por azar y cuya apariencia es la de un tonto, se ve envuelto en casos importantes, y lo que es más grave, los esclarece. Deighton enfila su humor contra los jefes de los servicios secretos, flemáticos caballeros ingleses que dirigen sus oficinas como empleos burocráticos y que obligan a los espías a llenar fatigosas planillas diarias, con el resumen cronológico de sus movimientos, sólo para que justifiquen los horarios asignados. Deighton escribe con tres máquinas a la vez, en su casa de Southwark, y ha terminado por convertirse en un empresario: tiene una compañía de viajes (la Trinity Travel Co.), una casa en Portugal que suele prestar a otros escritores cuando él no la ocupa, y una editorial en formación, la Hemisphere Publications, cuyo primer volumen será el Deighton Dictionary, una enciclopedia con voces cockney y hasta malas palabras del slang vietnamita.
Dentro de este cortejo gigantesco, cuyo primer Padre fue Mickey Spillane (un narrador lleno de una fuerza grosera, elemental), son los burladores, los parodistas, quienes parecen alcanzar la mayor repercusión. Hace una década, Graham Greene ocupaba los ocios de un espía haciéndolo copiar los planos de una aspiradora (en Nuestro hombre en La Habana); en 1936, el detective Sam Spade, inventado por Dashiell Hammett, se farsaba de los expedientes policiales y convenía en que la única arma posible contra el mal era el mal. El intento de Greene era francamente satírico, un áspero dardo contra los servicios de Inteligencia británicos; de la misma manera, los personajes de Flint o Matt Helm son ridiculizaciones de Bond. Pero el caso de Sam Spade, el de los espías de Le Carré, es de un orden moral: luchan por quien les paga o por interés propio, no por obedecer a una abstracta idea de justicia. En la práctica, son agudamente asociales.
Bond se les distingue por su extrema insensibilidad, salvo ante el alcohol; por su increíble fortuna sexual, por sus contactos frecuentes con la alta burguesía. Sólo Spillane sobrelleva juegos parecidos con las mujeres: en The Flier, el violento Mickey dispone de una joven morena, vista de espalda, que se cubre apenas con un corpiño y una falda a punto de caer; en Dedos de oro, Bond asiste a la muerte de una amante dorada, desnuda, yaciendo boca abajo. Es verdaderamente el sexo lo que mejor prueba la calidad de la miel segregada por estos semidioses.
 Las mujeres de Bond
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En una entrevista para Playboy, el actor Sean Connery admitió que tenía "sólo cierta experiencia con las mujeres. Pero nunca las perseguí sádicamente, como James Bond. Por supuesto, el apetito por las chicas lindas es algo que no se pierde, aunque ahora también me fascina la conversación de los hombres. Y algo más: no siento una avidez retrospectiva por las mujeres de mi pasado". Esa imagen de buen burgués británico está en las antípodas del semidiós 007, con quien Connery suele, (muy a su pesar) ser confundido.
Para Bond, el único entendimiento posible con las mujeres es de índole sexual. Sus tres amantes casadas abastecen semanalmente todas sus exigencias sádicas: toleran que las abandone, que las castigue, que les dispense una melancólica frase de despedida. Pero el Bond típico se revela en sus relaciones ocasionales: la historia que él quisiera vivir le fue narrada por su amigo Darko Kerim, y está transcripta en De Rusia con amor. Cuenta la captura de una muchacha en Besarabia:
La había ganado en una pelea con algunos gitanos, aquí, en las colinas que crecen a, espaldas de Estambul. Me persiguieron, pero conseguí meterla en un bote. Primero tuve que desmayarla de un golpe. Todavía trataba de matarme cuando volvimos a Trebizonda, de modo que la llevé a mi casa, le quité toda la ropa y la mantuve encadenada, desnuda, debajo de la mesa. Cuando comía, me acostumbré a tirarle algunas sobras, como se hace con los perros. Ella tenía que aprender quién era el amo...
Siempre las mujeres de Bond irrumpen imprevistamente, desde un lugar lejano, y desaparecen de modo misterioso, como un desprendimiento de la carne. Los dos ejemplos extremos son Honeychile, la pescadora de caracoles de El satánico doctor No, cuyo magnetismo se concentraba íntegramente en su nariz quebrada, y Solitaire, de Vivir y dejar morir, que, oculta bajo sus tocas negras, puede leer el pensamiento y sentir el pasado y el futuro de los hombres a través del vudú.
Las únicas excepciones a las relaciones lascivas de Bond con las mujeres son las secretarias del Servicio Secreto. Llevan nombres plausibles: Leolia Ponsonby, Mary Goddnight, Moneypenny. Todas son hijas de familias honorables, que se sacrificaron durante la guerra, y por lo tanto no hay el menor riesgo de que traicionen a la Madre Inglaterra, vendiendo secretos al enemigo. La idea británica al respecto señala que si provinieran de hogares más humildes, la tentación no podría resistirse.
Según Kingsley Amis, autor de The James Bond Dossier, el agente no trata de seducir a estas ejemplares matronas porque delante de M, jefe del Servicio Secreto, siente que se reduce "su normalmente alta potencia sexual". Amis también conjetura que Bond es un adulador de M, y por lo tanto no se atrevería a contrariarlo. En el fondo, el agente 007 intuye que su jefe ejerce droits de seigneur sobre las secretarias y no toleraría ninguna usurpación de sus predios.
Esa falta de autenticidad en las relaciones del personaje con las mujeres acaban por minarlo: los rastros de pesadumbre ya son muy acentuados en You Only Live Twice, el penúltimo libro escrito por Fleming. La historia acontece en Japón, luego de un período en el que Bond vivió borracho todo el tiempo. Sin insistir demasiado en la descripción, el novelista desliza la idea de un semidiós caído, cuyas manos temblorosas sólo se ocupan de mezclar whiskies y vodkas. Su ropa está descuidada y su camisa llena de arrugas. No sólo tiene muy poco dinero: también las mujeres ya no lo toman en cuenta.
Para vencer el miedo
Bond es un hombre sin identidad y sin proyecto, con la impostura típica del psicópata en el que todo afecto es congelado. En plena Guerra Fría, aparece como uno de los pocos personajes capaces de mantener un inestable equilibrio entre dos mundos en tensión. En el contexto de la llamada revolución capitalista o neocapitalismo (una ideología que se estructura al amparo de la automación, aunque mantiene el carácter monopolista del capitalismo tradicional), Bond asume tres papeles: agente secreto, saboteador y depositario de un permiso para matar. En el fondo es también un funcionario contratado para inmovilizar el capital de un grupo contrario a su bloque (sean norteamericanos, franceses o soviéticos). Esa actitud de mero funcionario se esclarece al advertir que Bond trabaja en el área de pequeños grupos, siempre con un líder o jefe (M), con una estrategia, una táctica, una técnica y una logística en forma de código: su papel no está del todo institucionalizado, y se le permite sólo un escaso índice de espontaneidad y creatividad.
Tanto él como su mundo inmediato son manejados a distancia: vive en un clima cibernético, esto es, enajenado, reducido a la función de un instrumento. Si deja crecer su iniciativa personal tiende invariablemente al fracaso. Detrás de todo ese andamiaje subyace el gran miedo a un enfrentamiento atómico entre USA y la URSS, cuyas consecuencias catastróficas son imprevisibles. El sociólogo C. Wright Milis había sostenido que "la Tercera Guerra Mundial está en preparación y será librada fríamente en nombre del Estado soberano, por las élites mandatarias de las dos superpotencias, con la aquiescencia del público y las masas y las abstenciones de los políticos e intelectuales". Así, pues, Bond no sólo trabaja en la Guerra Fría sino también en el incubamiento de la otra: quizá sea su imagen, con la Beretta pegada al rostro, la señal más rotunda de esta época temerosa, una imagen más sádica y abominable que la del hongo atómico que la engendró.
¿Quién es James Bond?
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El cine y las tiras cómicas —pero sobre todo las biografías apócrifas— han disuelto en una especie de confusa nube la historia de James Bond, su carácter, sus gustos, el dinero que gana y hasta las cosechas de vino que prefiere. Como ocurre con todo mito, 1a anatomía de un semidiós se modifica siempre según la interpretación de sus adoradores. En este caso, mientras sobrevivan los trece libros que lan Lancaster Fleming escribió entre 1952 y 1964, siempre será posible peregrinar hasta las fuentes y establecer la verdadera anatomía del personaje.
En De Rusia con amor se determina, la edad de Bond, 35 años. El último libro de la serie, The Man of the Golden Gun, dice, sin precisar demasiado, que "anda entre los 38 ó 37". Mide un metro 83, pesa 76 kilos.
Se parece mucho a Hoagy Carmichael, el autor de "Polvo de estrellas” (Sabotaje). Tiene los ojos de un clarísimo gris azulado, un mechón que tiende a caer sobre la ceja derecho (Sabotaje) y una cicatriz blanca qui le atraviesa la mejilla izquierda (The Spv Who Loved Me).
Su padre era un escocés del Glencoe; la madre, Monique Delacroix, había nacido en el cantón suizo de Vaud. Bond fue educado por una tía de gran cultura —según la define M, jefe de Servicio Secreto— y gracias a ella pudo ingresar en Eton, donde su padre lo había inscripto desde su nacimiento A los 17 años, James ya habla representado a su colegio como boxeador de peso liviano y especialista en judo. Durante la Segunda Guerra, alcanzó el grado de comandante en la Marina.
Su renta anual es de 1.500 libras esterlinas, más mil libras exentas de impuestos (Sabotaje). Cuando está de servicio, puede gastar todo lo que quiere. Vive en un departamento pequeño en Kings Road, un barrio elegante dc Londres. Lo atiende una vieja ama de llaves escocesa, May.
Es vivamente racista. Siente horror por los negros y los chinos, detesta a los soviéticos y a los balcánicos, considera ridículos a los franceses y una de sus mejores satisfacciones es insultar a los italianos. "Los italianos son inútiles para todo —reflexiona en Diamantes eternos—. Llevan camisas bordada y pasan el dia perfumándose y comiendo spaghetti."
Cuando no le encomiendan alguna misión, su vida es opaca, tediosa. Trabaja de diez de la mañana a seis de la tarde en las oficinas del Servicio Secreto; almuerza en el restaurante de edificio: por las tardes, juega a las cartas con algún amigo o se dedica con escaso entusiasmo amoroso a una de las tres mujeres —casadas— que lo perturban. Carece de vacaciones, pero 1e conceden dos semanas libres al término de cada misión: M le encarga la solución de un caso sólo dos o tres veces año. No tiene nadie a quien mantener. Es huérfano y viudo. Se casó el 1º de enero de 1962, en el Consulado inglés de Mónaco, con la condesa corsa Teresa de Vincenzo; según se narra en Al Servicio de Su Majestad, su mujer es asesinada dos horas después del casamiento.
 Muchos de estos rasgos coinciden con los del propio Ian Fleming. El escritor había estudiado en Eton, fue corresponsal de Reuter en Moscú y redactor de The Sunday Times; combatió en la Segunda Guerra como asistente del contraalmirante Goodfrey, jefe del Ser-vicio Secreto de la Marina, y logró ser admitido como socio del Elides, el más exclusivo de los clubes londinenses. Su pasión por los automóviles llegaba casi al delirio: más rico que Bond, Fleming había conseguido cambiar un Standard caqui por un Lancia Gran Turismo; un Morris Oxford caqui por un Thunderbird de diez mil dólares. En 1941, el espía Fleming intentó ganar en el juego todos los fondos de que disponía el espionaje alemán; convocó a seis agentes del almirante Canaris ante una mesa de punto y banca en el casino de Estoril, Portugal, y fue aniquilado: los nazis le arrancaron ocho mil dólares. El espía Bond lo vengó once años después: pudo limpiar los bolsillos de Le Chiffre, uno de los jefes del SMERSH, en el casino de Royale-les-Eaux. Pero quedan todavía otras dos identificaciones claves entre el autor y su semidiós: Bond es un prodigio como hombre-rana; Fleming se lució en algunas incursiones submarinas junto al comandante Jacques-Yves Cousteau; el escritor había imaginado un coctel afrodisíaco, compuesto de tres partes de Gordon, una de vodka y media de China Lillet; en De Rusia con amor, esa receta aparece como una invención de Bond.
 El agente secreto no es nada excéntrico en sus gustos. Su encendedor es un Ronson de gas, su máquina de afeitar una Gillette, su pistola una Beretta, su reloj un Rolex Oyster Perpetual, sus palos de golf son Penfold.
Fuma de 60 a 70 cigarrillos diarios: la casa Morland, de Grosvenor Street, en Londres, se los prepara expresamente para él con mezclas muy fuertes de tabacos turcos y griegos. Cuando está demasiado intoxicado, se inclina por los Senior Service (en Operación Trueno) o los Chesterfield King Size (en Dedos de oro). También en esto es idéntico a Fleming.
Demuestra un arrasador convencionalismo en sus viajes, y eso es casi previsible si se advierte que su consejera era la Guía Michelin (For Your Eyes Only). Sólo con los automóviles y las bebidas se revela como un experto de increíble refinamiento. En Casino Royale maneja uno de los últimos Bentley modelo 1933, de 4 cilindros, color gris oscuro. Esta espléndida joya, capaz de correr a 190 kilómetros por hora, se incendia en un accidente: M, el jefe de Bond, le regala entonces un Mark VI de 1933, deportivo, color gris perla. El famoso Aston Martin de Dedos de oro (guardabarros reforzados con acero, emisor y receptor de radio, radar, patentes intercambiables, etcétera) carece de importancia en la vida de Bond: es en verdad un DB III, pro-piedad del Servicio Secreto.
Con el alcohol, Bond llega a limites casi orgiásticos: adora el champagne y el vodka, pero su sabiduría esplende al elegir Taittinger Blanc de Blancs brut, cosecha 1943, o whisky Haig & Haig Pinch-Bottle. A menudo se equivoca: el Dom Perigon es un champagne mediocre, y por lo demás, la cosecha 1948 (su predilecta) es la peor; el Pommery 1950 resulta absolutamente trivial para los expertos. Esos deslices no son demasiado frecuentes, sin embargo.
Sus menús son absolutamente ejemplares, aunque Bond no gaste en comida todo su precioso sibaritismo. En Inglaterra, se inclina por el lenguado a la parrilla, ensalada mixta con mostaza, una tostada con queso y café (Sabotaje); en la Florida prefiere los cangrejos de roca frescos, rociados con manteca fundida (Dedos de oro); en Italia, tallarines verdes al pesto y café (For Your Eyes Only); en Francia, pate de foie gras, langosta con mayonesa, frutillas con nata y café (Casino Royale).
Bond acabó por sembrar una aluvional moda, pero según el sastre italiano Caraceni, la manera de vestir del agente "es absolutamente sin errores, en todo de acuerdo con los cánones anglosajones". Jamás lleva zapatos acordonados: se consuela con mocasines cuya punta está reforzada por un bloquecito de hierro; sus camisas son de manga corta, inclusive cuando no viste de sport; su corbata es siempre negra y tejida; prefiere los trajes livianos, de alpaca o telas tropicales y de tonos azules profundos; los combina con camisas de seda, blancas o crema. En Operación Trueno incurrió en la osadía de mezclar esas camisas con sandalias negras: en The Spy Who Loved Me, descendió a la vulgaridad de ponerse un impermeable azul oscuro, con cinturón.
Todos los indicios parecen señalar que Bond es un hidalgo, como Fleming. Sólo resta averiguar hasta qué punto la hidalguía de un agente secreto se parece a la de los ladrones de guante blanco que proliferaron en el siglo XIX, a la sombra de Rediles y Arsène Lupin. En el fondo, a Bond lo acongojaban sus constantes acercamientos a la vileza. No por nada debía tomar píldoras de bencedrina para mantenerse en pie y una fuerte dosis de seconal para dormirse.
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