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mblmodabylara · 2 years
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Vestido de Bershka "Obsesión, fijación"
Vestido de Bershka “Obsesión, fijación”
¡Buenos días! Obsesión, fijación: estado de la persona que tiene en la mente una idea, una palabra o una imagen fija o permanente y se encuentra dominado por ella. ¿Tenéis alguna obsesión o fijación en este momento? Yo si, desde hace casi 3 semanas hay una que me quita el sueño y las ganas de hacer cualquier otra cosa. Tengo la sensación de que cualquier segundo, minuto, hora, tengo que…
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super-cannes · 1 year
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Un cuento de Chimamanda Ngozi Adichie
Una experiencia privada
Chika entra primero por la ventana de la tienda de comestibles y sostiene el postigo para que la mujer la siga. La tienda parece haber sido abandonada mucho antes de que empezaran los disturbios; las estanterías de madera están cubiertas de polvo amarillo, al igual que los contenedores metálicos amontonados en una esquina. Es una tienda pequeña, más pequeña que el vestidor que tiene Chika en su país. La mujer entra y el postigo chirría cuando Chika lo suelta. Le tiemblan las manos y le arden las pantorrillas después de correr desde el mercado tambaleándose sobre sus sandalias de tacón. Quiere dar las gracias a la mujer por haberse detenido al pasar por su lado para decirle «¡No corras hacia allí!», y haberla conducido hasta esta tienda vacía en la que esconderse. Pero antes de que pueda darle las gracias, la mujer se lleva una mano al cuello.
—He perdido collar mientras corro.
—Yo he soltado todo —dice Chika. Acababa de comprar unas naranjas y las he soltado junto con el bolso.
No añade que el bolso era un Burberry original que le compró su madre en un viaje reciente a Londres.
La mujer suspira y Chika imagina que está pensando en su collar, probablemente unas cuentas de plástico ensartadas en una cuerda. Aunque no tuviera un fuerte acento hausa, sabría que es del norte por el rostro estrecho y la curiosa curva de sus pómulos, y que es musulmana por el pañuelo. Ahora le cuelga del cuello, pero poco antes debía de llevarlo alrededor de la cara, tapándole las orejas. Un pañuelo largo y fino de color rosa y negro, con el vistoso atractivo de lo barato. Se pregunta si la mujer también la está examinando a ella, si sabe por su tez clara y el anillo rosario de plata que su madre insiste en que lleve que es igbo y cristiana. Más tarde se enterará de que, mientras las dos hablan, hay musulmanes hausas matando a cristianos igbos a machetazos y pedradas. Pero en este momento dice:
—Gracias por llamarme. Todo ha ocurrido muy deprisa y la gente ha echado a correr, y de pronto me he visto sola, sin saber qué hacer. Gracias.
—Este lugar seguro —dice la mujer en voz tan baja que suena como un suspiro—. No van a todas las tiendas pequeñas-pequeñas, sólo a las grandes-grandes y al mercado.
—Sí —dice Chika.
Pero no tiene motivos para estar de acuerdo o en desacuerdo, porque no sabe nada de disturbios; lo más cerca que ha estado de uno fue hace unas semanas en una manifestación de la universidad a favor de la democracia en la que había sostenido una rama verde y se había unido a los cantos de «¡Fuera el ejército! ¡Fuera Abacha! ¡Queremos democracia!». Además, nunca habría participado si su hermana Nnedi no hubiera estado entre los organizadores que habían ido de residencia en residencia repartiendo panfletos y hablando a los estudiantes de la importancia de «hacernos oír».
Le siguen temblando las manos. Hace justo una hora estaba con Nnedi en el mercado. Se ha parado a comprar naranjas y Nnedi ha seguido andando hasta el puesto de cacahuetes, y de pronto se han oído gritos en inglés, en el idioma criollo, en hausa y en igbo: «¡Disturbios! ¡Han matado a un hombre!».
Y a su alrededor todos se han puesto a correr, empujándose unos a otros, volcando carretas llenas de ñames y dejando atrás las verduras golpeadas por las que acababan de regatear. Ha olido a sudor y a miedo, y también se ha echado a correr por las calles anchas y luego por ese estrecho callejón que ha temido, mejor dicho, ha intuido, que era peligroso, hasta que ha visto a la mujer.
La mujer y ella se quedan un rato en silencio, mirando hacia la ventana por la que acaban de entrar, con el postigo chirriante que se balancea en el aire. Al principio la calle está silenciosa, luego se oyen unos pies corriendo. Las dos se apartan instintivamente de la ventana, aunque Chika alcanza a ver pasar a un hombre y una mujer, ella con una túnica hasta las rodillas y un crío a la espalda. El hombre hablaba rápidamente en igbo y todo lo que ha entendido Chika ha sido: «Puede que haya corrido a la casa del tío».
—Cierra ventana —dice la mujer.
Chika así lo hace, y sin el aire de la calle, el polvo que flota en la habitación es tan espeso que puede verlo por encima de ella. El ambiente está cargado y no huele como las calles de fuera, que apestan como el humo color cielo que flota alrededor en Navidad cuando la gente arroja las cabras muertas al fuego para quitar el pelo de la piel. Las calles por donde ha corrido ciegamente, sin saber hacia dónde ha ido Nnedi, sin saber si el hombre que corría a su lado era amigo o enemigo, sin saber si debía parar y recoger a alguno de los niños aturdidos que con las prisas se ha separado de su madre, sin saber quién era quién ni quién mataba a quién.
Más tarde verá los armazones de los coches incendiados, con huecos irregulares en lugar de ventanillas o parabrisas, e imaginará los coches en llamas desperdigados por toda la ciudad como hogueras, testigos silenciosos de tanta atrocidad. Averiguará que todo empezó en el aparcamiento cuando un hombre pisó con las ruedas de su furgoneta un ejemplar del Santo Corán que había a un lado de la carretera, un hombre que resultó ser un igbo cristiano. Los hombres de alrededor, que se pasaban el día jugando a las damas y que resultaron ser musulmanes, lo hicieron bajar de la furgoneta, le cortaron la cabeza de un machetazo y la llevaron al mercado pidiendo a los demás que los siguieran: ese infiel había profanado el Santo Libro. Chika imaginará la cabeza del hombre, la piel ceniza de la muerte, y tendrá arcadas y vomitará hasta que le duela la barriga. Pero ahora pregunta a la mujer:
—¿Todavía huele a humo?
—Sí. —La mujer se desabrocha la tela que lleva anudada a la cintura y la extiende en el suelo polvoriento. Debajo sólo lleva una blusa y una combinación negra rasgada por las costuras—. Siéntate.
Chika mira la tela deshilachada extendida en el suelo; probablemente es una de las dos túnicas que tiene la mujer. Baja la vista hacia su falda tejana y su camiseta roja estampada con una foto de una Estatua de la Libertad, las dos compradas el verano que Nnedi y ella pasaron dos semanas en Nueva York con unos parientes.
—Se la ensuciaré —dice.
—Siéntate —repite la mujer—. Tenemos que esperar mucho rato.
—¿Sabe cuánto…?
—Hasta esta noche o mañana por la mañana.
Chika se lleva una mano a la frente como para comprobar si tiene fiebre. El roce de su palma fría suele calmarla, pero esta vez la nota húmeda y sudada.
—He dejado a mi hermana comprando cacahuetes. No sé dónde está.
—Irá a un lugar seguro.
—Nnedi.
—¿Eh?
—Mi hermana. Se llama Nnedi.
—Nnedi —repite la mujer, y su acento hausa envuelve el nombre igbo de una suavidad plumosa.
Más tarde Chika recorrerá los depósitos de cadáveres de los hospitales buscando a Nnedi; irá a las oficinas de los periódicos con la foto que les hicieron a las dos en una boda hace una semana, en la que ella sale con una sonrisa boba porque Nnedi le dio un pellizco justo antes de que dispararan, las dos con trajes bañera de Ankara. Pegará fotos en las paredes del mercado y en las tiendas cercanas. No encontrará a Nnedi. Nunca la encontrará. Pero ahora dice a la mujer:
—Nnedi y yo llegamos la semana pasada para ver a nuestra tía. Estamos de vacaciones.
—¿Dónde estudiáis?
—Estamos en la Universidad de Lagos. Yo estudio medicina, y Nnedi ciencias políticas.
Chika se pregunta si la mujer sabe lo que significa ir a la universidad. Y se pregunta también si ha mencionado la universidad sólo para alimentarse de la realidad que ahora necesita: que Nnedi no se ha perdido en un disturbio, que está a salvo en alguna parte, probablemente riéndose con la boca abierta a su manera relajada o haciendo una de sus declaraciones políticas. Sobre cómo el gobierno del general Abacha utiliza la política exterior para legitimarse a los ojos de los demás países africanos. O que la enorme popularidad de las extensiones de pelo rubio era consecuencia directa del colonialismo británico.
—Sólo llevamos una semana aquí con nuestra tía, ni siquiera hemos estado en Kano —dice Chika, y se da cuenta de lo que está pensando: su hermana y ella no deberían verse afectadas por los disturbios. Eso era algo sobre lo que leías en los periódicos. Algo que sucedía a otras personas.
—¿Tu tía está en mercado? —pregunta la mujer.
—No, está trabajando. Es la directora de la Secretaría.
Chika vuelve a llevarse una mano a la frente. Se agacha hasta sentarse en el suelo, mucho más cerca de la mujer de lo que se habría permitido en circunstancias normales, para apoyar todo el cuerpo en la tela. Le llega el olor de la mujer, algo intenso como la pastilla de jabón con que la criada lava las sábanas.
—Tu tía está en lugar seguro.
—Sí —dice Chika. La conversación parece surrealista; tiene la sensación de estar observándose a sí misma—. Sigo sin creer que estoy en medio de un disturbio.
La mujer mira al frente. Todo en ella es largo y esbelto, las piernas extendidas ante sí, los dedos de las manos con las uñas manchadas de henna, los pies.
—Es obra del diablo —dice por fin.
Chika se pregunta si eso es lo que piensan todas las mujeres de los disturbios, si eso es todo lo que ven: el diablo. Le gustaría que Nnedi estuviera allí con ella. Imagina el marrón chocolate de sus ojos al iluminarse, sus labios moviéndose deprisa al explicar que los disturbios no ocurren en un vacío, que lo religioso y lo étnico a menudo son politizados porque el gobernante está seguro si los gobernados hambrientos se matan entre sí. Luego siente una punzada de remordimientos y se pregunta si la mente de esa mujer es lo bastante grande para entenderlo.
—¿Ya estás viendo a enfermos en la universidad? —pregunta la mujer.
Chika desvía rápidamente la mirada para que no vea su sorpresa.
—¿En mis prácticas? Sí, empezamos el año pasado. Vemos a pacientes del hospital clínico.
No añade que a menudo le invaden las dudas, que se queda al final del grupo de seis o siete estudiantes, rehuyendo la mirada del profesor y rezando para que no le pida que examine un paciente y dé su diagnóstico diferencial.
—Yo soy comerciante —dice la mujer—. Vendo cebollas.
Chika busca en vano una nota de sarcasmo o reproche en su tono. La voz suena baja y firme, una mujer que dice a qué se dedica sin más.
—Espero que no destruyan los puestos del mercado —responde; no sabe qué más decir.
—Cada vez que hay disturbios destrozan el mercado.
Chika quiere preguntarle cuántos disturbios ha presenciado, pero se contiene. Ha leído sobre los demás en el pasado: fanáticos musulmanes hausas que atacan a cristianos igbos, y a veces cristianos igbos que emprenden misiones de venganza asesinas. No quiere que empiecen a dar nombres.
—Me arden los pezones como si fueran pimienta.
Antes de que Chika pueda tragar la burbuja de sorpresa que tiene en la garganta y responder algo, la mujer se levanta la blusa y se desabrocha el cierre delantero de un gastado sujetador negro. Saca los billetes de diez y veinte nairas que lleva doblados en el sujetador antes de liberar los pechos.
—Me arden como pimienta —repite, cogiéndoselos con las manos ahuecadas e inclinándose hacia Chika como si se los ofreciera.
Chika se aparta. Recuerda la ronda en la sala de pediatría de hace una semana: su profesor, el doctor Olunloyo, quería que todos los alumnos oyeran el soplo al corazón en cuarta fase de un niño que los observaba con curiosidad. El médico le pidió a Chika que empezara y ella se puso a sudar con la mente en blanco, sin saber muy bien dónde estaba el corazón. Al final puso una mano temblorosa en el lado izquierdo de la tetilla del niño, y al notar bajo los dedos el vibrante zumbido de la sangre yendo en la otra dirección, se disculpó tartamudeando ante el niño, aunque él le sonreía.
Los pezones de la mujer no son como los de ese niño. Son marrón oscuro, y están cuarteados y tirantes, con la areola de color más claro. Chika los examina con atención, los toca.
—¿Tiene un bebé? —pregunta.
—Sí. De un año.
—Tiene los pezones secos, pero no parecen infectados. Después de dar de mamar debe aplicarse una crema. Y cuando dé de mamar, asegúrese de que el pezón y también lo otro, la areola, encajan en la boca del niño.
La mujer mira a Chika largo rato.
—La primera vez de esto. Tengo cinco hijos.
—A mi madre le pasó lo mismo. Se le agrietaron los pezones con el sexto hijo y no sabía cuál era la causa, hasta que una amiga le dijo que tenía que hidratarlos —explica Chika.
Casi nunca miente, y las pocas veces que lo hace siempre es por alguna razón. Se pregunta qué sentido tiene mentir, la necesidad de recurrir a un pasado ficticio parecido al de la mujer; Nnedi y ella son las únicas hijas de su madre. Además, su madre siempre tuvo a su disposición al doctor Iggokwe, con su formación y su afectación británicas, con sólo levantar el teléfono.
—¿Con qué se frota su madre el pezón? —pregunta la mujer.
—Manteca de coco. Las grietas se le cerraron enseguida.
—¿Eh? —La mujer observa a Chika más rato, como si esa revelación hubiera creado un vínculo—. Está bien, lo haré. —Juega un rato con su pañuelo antes de añadir—: Estoy buscando a mi hija. Vamos al mercado juntas esta mañana. Ella está vendiendo cacahuetes cerca de la parada de autobús, porque hay mucha gente. Luego empieza el disturbio y yo voy arriba y abajo buscándola.
—¿El bebé? —pregunta Chika, sabiendo lo estúpida que parece incluso mientras lo pregunta.
La mujer sacude la cabeza y en su mirada hay un destello de impaciencia, hasta de cólera.
—¿Tienes problema de oído? ¿No oyes lo que estoy diciendo?
—Lo siento.
—¡Bebé está en casa! Ésta es mi hija mayor.
La mujer se echa a llorar. Llora en silencio, sacudiendo los hombros, no con la clase de sollozos fuertes de las mujeres que conoce, que parecen decir a gritos: «Sujétame y consuélame porque no puedo soportar esto yo sola». El llanto de esta mujer es privado, como si llevara a cabo un ritual necesario que no involucra a nadie más.
Más tarde Chika lamentará la decisión de haber dejado el barrio de su tía y haber ido al mercado con Nnedi en un taxi para ver un poco del casco antiguo de Kano; también lamentará que la hija de la mujer, Halima, no se haya quedado en casa esta mañana por pereza, cansancio o indisposición, en lugar de salir a vender cacahuetes.
La mujer se seca los ojos con un extremo de la blusa.
—Que Alá proteja a tu hermana y a Halima en un lugar seguro —dice.
Y como Chika no está segura de lo que contestan los musulmanes y no puede decir «Amén», se limita a asentir.
La mujer ha descubierto un grifo oxidado en una esquina de la tienda, cerca de los contenedores metálicos. Tal vez donde el dueño se lavaba las manos, dice, y explica a Chika que las tiendas de esa calle fueron abandonadas hace meses, después de que el gobierno ordenara su demolición por tratarse de estructuras ilegales. Abre el grifo y las dos observan sorprendidas cómo sale un pequeño chorro de agua. Marronosa y tan metálica que a Chika le llega el olor. Aun así, corre.
—Lavo y rezo —dice la mujer en voz más alta, y sonríe por primera vez, dejando ver unos dientes uniformes con los incisivos manchados.
En las mejillas le salen unos hoyuelos lo bastante profundos para tragarse la mitad de un dedo, algo insólito en una cara tan delgada. Se lava torpemente las manos y la cara en el grifo, luego se quita el pañuelo del cuello y lo pone en el suelo. Chika aparta la mirada. Sabe que la mujer está de rodillas en dirección a La Meca, pero no mira. Como las lágrimas, es una experiencia privada y le gustaría salir de la tienda. O poder rezar también y creer en un dios, una presencia omnisciente en el aire viciado de la tienda. No recuerda cuándo su idea de Dios no ha sido borrosa como el reflejo de un espejo empañado por el vaho, y no se recuerda intentando limpiar el espejo.
Toca el anillo rosario que todavía lleva en el dedo, a veces en el meñique y otras en el índice, para complacer a su madre. Nnedi se lo quitó, diciendo con su risa gangosa: «Los rosarios son como pociones mágicas. No las necesito, gracias».
Más tarde la familia ofrecerá una misa tras otra para que Nnedia aparezca sana y salva, nunca por el reposo de su alma.
Y Chika pensará en esa mujer, rezando con la cabeza vuelta hacia el suelo polvoriento, y cambiará de parecer antes de decir a su madre que está malgastando el dinero con esas misas que sólo sirven para engrosar las arcas de la iglesia.
Cuando la mujer se levanta, Chika se siente extrañamente vigorizada. Han pasado más de tres horas e imagina que el disturbio se ha calmado, que los responsables ya están lejos.
Tiene que irse, tiene que volver a casa y asegurarse de que Nnedi y su tía están bien.
—Debo irme.
De nuevo la cara de impaciencia de la mujer.
—Todavía es peligroso salir.
—Creo que se han marchado. Ya no huelo el humo.
La mujer se sienta de nuevo sobre la tela sin decir nada. Chika la observa un rato, sintiéndose decepcionada sin saber por qué. Tal vez esperaba de ella una bendición.
—¿Está muy lejos tu casa? —pregunta.
—Lejos. Cojo dos autobuses.
—Entonces volveré con el chófer de mi tía para acompañarte —dice Chika.
La mujer desvía la mirada.
Chika se acerca despacio a la ventana y la abre. Espera oír gritar a la mujer que se detenga, que vuelva, que no hay prisa. Pero la mujer no dice nada y Chika nota su mirada clavada en la espalda mientras sale.
Las calles están silenciosas. Se ha puesto el sol y en la media luz crepuscular Chika mira alrededor, sin saber qué dirección tomar. Reza para que aparezca un taxi, ya sea por arte de magia, suerte o la mano de Dios. Luego reza para que Nnedi esté en ese taxi, preguntándole dónde demonios se ha metido y lo preocupados que han estado por ella. No ha llegado al final de la segunda calle en dirección al mercado cuando ve el cadáver. Apenas lo ve pero pasa tan cerca que le llega el calor. Acaban de quemarlo. El olor que desprende es repulsivo, a carne asada, no se parece a nada que haya olido antes.
Más tarde, cuando Chika y su tía recorran todo Kano con un policía en el asiento delantero del coche con aire acondicionado de su tía, verá otros cadáveres, muchos carbonizados, tendidos a lo largo de las calles como si alguien los hubiera arrastrado y colocado cuidadosamente allí. Mirará sólo uno de los cadáveres, desnudo, rígido, boca abajo, y se dará cuenta de que sólo viendo esa carne chamuscada no puede saber si el hombre parcialmente quemado es igbo o hausa, cristiano o musulmán. Escuchará por la radio la BBC y oirá las descripciones de las muertes y del disturbio («religioso con un trasfondo de tensiones étnicas», dirá la voz). Y la arrojará contra la pared y una feroz cólera la inundará ante cómo han empaquetado, saneado y comprimido todos esos cadáveres en unas pocas palabras. Pero ahora, el calor que desprende el cadáver carbonizado está tan cerca, tan presente, que se vuelve y regresa corriendo a la tienda. Siente un dolor agudo en la parte inferior de la pierna mientras corre. Llega a la tienda y golpea la ventana, y no para de golpearla hasta que la mujer abre.
Se sienta en el suelo y, a la luz cada vez más tenue, observa el hilo de sangre que le baja por la pierna. Los ojos le bailan inquietos en la cabeza. Esa sangre parece ajena a ella, como si alguien le hubiera embadurnado la pierna con puré de tomate.
—Tu pierna. Tienes sangre —dice la mujer con cierta cautela.
Moja un extremo de su pañuelo en el grifo y le lava el corte de la pierna, luego se lo enrolla alrededor y hace un nudo.
—Gracias —dice Chika.
—¿Necesitas ir al baño?
—¿Al baño? No.
—Los contenedores de allí los estamos utilizando como baños —explica la mujer.
La lleva al fondo de la tienda y en cuanto llega a la nariz de Chika el olor, mezclado con el del polvo y el agua metálica, siente náuseas. Cierra los ojos.
—Lo siento. Tengo el estómago revuelto. Por todo lo que está pasando hoy —se disculpa la mujer a sus espaldas.
Luego abre la ventana, deja el contenedor fuera y se lava las manos en el grifo. Cuando vuelve, Chika y ella se quedan sentadas una al lado de la otra en silencio; al cabo de un rato oyen el canto ronco a lo lejos, palabras que Chika no entiende. La tienda está casi totalmente oscura cuando la mujer se tiende en el suelo, con sólo la parte superior del cuerpo sobre la tela.
Más tarde Chika leerá en The Guardian que «hay antecedentes de violencia por parte de los musulmanes reaccionarios hausaparlantes del norte contra los no musulmanes», y en medio de su dolor recordará que examinó los pezones y conoció la amabilidad de una musulmana hausa.
Chika apenas duerme en toda la noche. La ventana está cerrada, el ambiente cargado, y el polvo, grueso y granulado, se le mete por las fosas nasales. No logra dejar de ver el cadáver ennegrecido flotando en un halo junto a la ventana, señalándola acusador. Al final oye a la mujer levantarse y abrir la ventana, dejando entrar el azul apagado del amanecer. Se queda un rato allí de pie antes de salir. Chika oye las pisadas de la gente que pasa por la acera. Oye a la mujer llamar a alguien, y una voz que se alza al reconocerla seguida de una parrafada en hausa rápido que no entiende.
La mujer entra de nuevo en la tienda.
—Ha terminado el peligro. Es Abu. Está vendiendo provisiones. Va a ver su tienda. Por todas partes hay policía con gas lacrim��geno. El soldado viene para aquí. Me voy antes de que el soldado empiece a acosar a todo el mundo.
Chika se levanta despacio y se estira; le duelen las articulaciones. Caminará hasta la casa con verja de su tía porque no hay taxis por las calles, sólo jeeps militares y coches patrulla destartalados. Encontrará a su tía yendo de una habitación a otra con un vaso de agua en la mano, murmurando en igbo una y otra vez: ¿Por qué os pedí a Nnedi y a ti que vinierais a verme? ¿Por qué me engañó de este modo mi chi? Y Chika agarrará a su tía con fuerza por los hombros y la llevará a un sofá.
De momento se desata el pañuelo de la pierna, lo sacude como para quitar las manchas de sangre y se lo devuelve a la mujer.
—Gracias.
—Lávate bien-bien la pierna. Saluda a tu hermana, saluda a los tuyos —dice la mujer, enrollándose la tela a la cintura.
—Saluda tú también a los tuyos. Saluda a tu bebé y a Halima.
Más tarde, cuando vuelva andando a la casa de su tía, cogerá una piedra manchada de sangre seca y la sostendrá contra el pecho como un macabro souvenir. Y ya entonces, con una extraña intuición, sabrá que nunca encontrará a Nnedi, que su hermana ha desaparecido. Pero en ese momento se vuelve hacia la mujer y añade:
—¿Puedo quedarme con su pañuelo? Está sangrando otra vez.
La mujer la mira un momento sin comprender; luego asiente. Tal vez se percibe en su rostro el principio del futuro dolor, pero esboza una sonrisa distraída antes de devolverle el pañuelo y darse la vuelta para salir por la ventana.
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regstrash · 6 months
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Me convertí en un estorbo. Quizás siempre lo fui, pero quería creer que las veces que aquel pensamiento cruzó por mi cabeza, en realidad no era mío. Era un eco.
Pero ahora, es tan tangible como la nueva almohada en tu cama, las sandalias a juego con las tuyas y ese cepillo de dientes que antes no estaba ahí. Tu lo sientes como una pieza más, yo lo siento como una sombra que devora mi espacio.
Cuando esa sombra viene, me reduzco a mi habitación. Puerta cerrada, cortinas abajo y las cobijas hasta la barbilla. ¿Así salgo de su camino? ¿Así es más fácil olvidar el número que cuelga en tu corazón y la foto en la pared?
Si quieres, puedo irme. Y los dos fingimos que solo fueron dos pulseras azules y que la rosa jamás llegó. Podemos fingir que mi cuarto siempre ha estado vacío y puedes hacer de él lo que quieras. Me puedo llevar mis fotos y así no tendrás que remarcar las líneas de mi rostro que también es suyo, nunca más.
Soy un obstáculo para que puedas sentirte pleno otra vez. Lo siento, te juro que yo no pedí llegar aquí. Te juro que he intentado irme, pero lloras cada vez que lo hago. ¿Entonces? ¿Qué se supone que haga?
Podemos fingir que no compartimos sangre. Podemos fingir que no tenemos la misma nariz. Podemos fingir que jamás hubo un padre e hija. Si con eso eres más feliz.
Solo vete un fin de semana, déjame en estas cuatro paredes que fueron mi palacio alguna vez, para despedirme de ellas antes de dejar que el rojo manche el piso del baño como las acuarelas que alguna vez te regale, y solo tienes que llegar al día siguiente y recordarme una última vez antes de bajar la caja por la tierra y dejarme soñar con las estrellas.
Entonces, te puedes dar la vuelta y fingir que jamás tuviste este estorbo en tu vida.
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elblogdelescriba · 7 months
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Nefertari
Nefertari Merry-en-Mut (“la más bella de todas, la amada de Mut”), fue la gran esposa real de Ramsés II, vivió aproximadamente entre los años 1299-1955 a.C. Sobre su vida hay información muy escasa.
Es muy probable que ya estaba casada con Ramsés antes de que subiera al trono. Tuvo cinco o seis hijos con el faraón, pero ninguno de ellos fue su suceso. Siempre estuvo al lado de Ramsés, lo cual se la puede ver como una figura política importante, incluso lo acompaño en sus viajes importantes, y esta representada en Abu Simbel, como se puede observar la fachada del templo menor donde sus estatuas tienen las mismas dimensiones que la del monarca, algo muy inusual en las representaciones egipcias.
La tumba fue descubierta en 1904 por Ernesto Schiaparelli en el Valle de las Reinas, tiene la numeración de QV 66. Si bien su tumba con su ajuar fue saqueada, solo se hallaron restos rotos de muebles, sarcófago de granito rosa, vasijas, ushabtis, unas sandalias, así como objetos pequeños. Con respecto a la momia de la reina, solo se hallaron dos piernas momificadas, parte de tibias y fémures, que hoy todo esto se encuentran en el Museo Egizio de Turín.
Lo más hermosa que se conserva son sus pinturas murales que cubren más de 500 metros cuadrados. Al momento de su descubrimiento estaban deterioradas por filtración de agua y sales, se le dio una restauración provisional, hasta que fue cerrada y entre los años 1988 y 1992 fue intervenida para para su restauración.
Entre sus representaciones podemos encontrar a los dioses del panteón egipcio como Anubis, Osiris, Neit, Hathor, entre otros, así como pasajes del Libro de los Muertos y rituales que ofrece la reina a los dioses
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moda-by-anna · 1 year
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Un look perfecto para un día de playa.
Hoy vamos a preparar un look para un día de playa en el cual habrá dos secciones, la de hoy será de ir a bañarse a la playa, está formada por un vestido blanco muy sencillo,  un bikini blanco y verde, unos pantalones con estampado floreado y unas sandalias marrones. En el apartado de complementos tenemos un bolso de playa con detalles rosas y una pinza para recogerse el pelo de color dorado.
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REFERENCIAS:
- vestido: https://es.shein.com/SHEIN-EZwear-Solid-Square-Neck-Tank-Dress-p-12760590-cat-1727.html?src_identifier=st%3D2%60sc%3Dvestido%20blanco%60sr%3D0%60ps%3D1&src_module=search&src_tab_page_id=page_goods_detail1683485601000&mallCode=1
- bikini: 
- pantalones: 
- sandalias:
- bolso: https://www.jacquemus.com/en_fr/le-panier-soli/223BA045-3088-410.html?cgid=All_bags
- pinza pelo: https://es.shein.com/Metal-Claw-Hair-Clip-p-548859-cat-3018.html?mallCode=1
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p0isonivy · 2 years
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— head above water...
god, keep my head above water i loose my breath at the bottom come rescue me, i'll be waiting i'm too young to fall asleep
tw: ahogamiento cw: casi muerte
Verano de 2006.  
📍 Oasis Sports Centre, Londres.
“ *****, por favor, espera a que papá termine de cambiarse para así entrar a la piscina juntos.” es lo que abandona los labios de la cansada mujer, ésta es la tercera vez, por cierto, desde que llegaron al lugar. Su hija, por supuesto, hace tanto caso como una niña emocionada de cinco años puede. Se mueve feliz sobre sus pies, sandalias color rosa adornadas de cuentas de colores causando salpicaduras debajo de ella, pero no le importa porque está feliz por ingresar a la alberca, un sueño que ha tenido desde que tiene memoria.  
Su primera vez en una piscina real, no como las que tenían sus primos en el patio y tenían que llenarlas con la manguera por horas. Está tan emocionada que quizá, solo quizá, valga la pena aventurarse sin su madre por unos segundos. ¡Solo para ver la piscina de cerca, nada más! No piensa zambullirse, no piensa meter ni un dedo al agua sin sus padres, pero si anhela ver el agua, deleitarse con el azul brillante de ésta contrastando con los inflables de les otres niñes.  
Es entonces que toma la decisión; mientras su madre está pidiendo un par de toallas en la recepción, la pequeña Ivy se aleja de su lado para aventurarse bajo el sol brillante, pequeñas gafas de sol sobre su nariz para evitar que los rayos lastimen su vista.  
La piscina es preciosa, con un par de personas dentro al ser tan temprano por la mañana, pero el agua sigue viéndose bastante tranquila. Ivy la compara con una gelatina que su madre le sirvió la semana pasada y no puede evitar cuestionarse si entrar en ésta se sentirá como meter un dedo a dicho postre, ¿será viscoso? ¿podrá caminar un poquito encima de ésta antes de sumergirse? Debe ser parecido, ¿no? Aunque en la tina de su baño no es así, ni en la piscina de sus primos, pero aquí debe haber otras cosas en el agua ¿no?  es con ese pensamiento que se acerca a la orilla, ojos curiosos debajo de las gafas de sol, sandalias floreadas saliendo del borde ligeramente. “ ¡¿*****?!” Grita su madre ya que tiene las toallas en la mano, sombrero gigante  sobre su cabeza que tiene que retirar un poco con su otra mano para poder ver. “¡Aquí estoy, mami!” grita Ivy de vuelta, girándose sobre sus talones para saludar a la rubia cuando — ¡plop!  
Un segundo está viendo a su madre y al otro todo es color azul brillante. 
Los rayos del sol penetran la superficie del agua y sus manitas se mueven desesperadas para alcanzarlos, pero pareciera que su cuerpo solo se hunde y se hunde. Ve a demasiadas personas acercarse, cree escuchar a su mamá gritando. Sus brazos se mueven con mayor intención, pero el agua es pesada y el pecho comienza a arderle, tiene ganas de toser, pero cada vez que lo intenta más agua entra a su boca.
El azul y los rayos de sol desaparecen justo antes que la tomen en brazos.  
“¡Abran paso!” Se escucha al salvavidas mientras recuesta el cuerpo inmóvil de la niña sobre el concreto.  
“Es solo una niñita.” Dice una madre aterrorizada.
“¿Y dónde estaban los padres?” Comenta una pareja escandalizada.  
“¿Ves? Por eso debes hacer caso .” Regaña una madre insensible a su hijo de edad similar.  
“Por favor, Dios, sálvala. Por favor, solo tiene cinco años.” Solloza la madre de Ivy en los brazos de su esposo, quien se hace el fuerte para no perjudicar más a su mujer.  
Rayos de sol... Azul brillante... Líneas rojas que flotan encima de ella... eso es lo último que recuerda haber visto antes de encontrarse con negro profundo.  
La siguiente vez que abre los ojos se encuentra con luces blancas y un techo prolijo, un tubo de aire en cada fosa nasal y el sonido de ronquidos de su padre. Ya no tiene puesto su traje de baño rosa, sus gafas no se ven por ningún lado y definitivamente no están en la piscina. Siente presión en su pecho, dolor en sus brazos, el cuello tenso. Recuerda fuego en sus pulmones, ver a sus padres en la cena de navidad, su mascota corriendo hacia ella y... ese bendito azul brillante de la piscina tragándosela de un bocado.  
“¡Nena, despertaste!” Exclama su padre con lágrimas en los ojos y su madre aparece a su lado como por arte de magia. Ambos se agachan para llenarla de besos, sus labios calientes sobre su piel helada.  
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botiga-sabate · 5 days
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Sandalia Tires Fines, Lligada al Turmell, Daniela Vega, 2277 Les sandàlies de tires fines estan fetes d'antelina, un material tèxtil que imita la textura i l'aparença de l'ante, cosa que els dóna un aspecte elegant i sofisticat. A més, el disseny per lligar al turmell permet ajustar les sandàlies a la mida perfecta per a cada persona. Estan disponibles en sis colors diferents: daurat, fúcsia, negre, plata, rosa i violeta, cosa que significa que hi ha una opció per a cada estil i gust. El model 2277 presenta una punta quadrada, que és còmoda i moderna alhora, i s'adapta a una àmplia varietat de formes de peu. La plantilla està feta de pell, cosa que augmenta la comoditat i la durabilitat de les sandàlies. El taló ample quadrat de 9cm és prou alt per donar un aspecte estilitzat i femení. Fetes a Espanya, calça normal.
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linsaad · 3 months
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La hora
Tómame ahora que aún es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.
Tómame ahora que aún es sombría
esta taciturna cabellera mía.
Ahora , que tengo la carne olorosa,
y los ojos limpios y la piel de rosa.
Ahora que calza mi planta ligera
la sandalia viva de la primavera
Ahora que en mis labios repica la risa
como una campana sacudida a prisa.
Después...¡oh, yo sé
que nada de eso más tarde tendré!
Que entonces inútil será tu deseo
como ofrenda puesta sobre un mausoleo.
¡Tómame ahora que aún es temprano
y que tengo rica de nardos la mano!
Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.
hoy, y no mañana. Oh amante, ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?
#Juana de Ibarbourou
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luisdonizetepereira · 4 months
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Sandalias Rosa en Macramé, con cordon de algodón
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tinto-de-verano · 8 months
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EL SHOW ECUESTRE DE SADAELS EN BAFWEEK
La marca de Juan Hernández Daels exploró figuras del costumbrismo argentino y el realismo mágico en su última colección.
Tomó la figura del cowboy, un personaje que no forma parte del universo argento, para repensarlo en base a la imagen del gaucho. En un guiño al universo ecuestre se incluyeron herrajes de metal y listones de premiación en los bolsos y cuellos, mientras que las modelos llevaban extensiones de pelo que remitían a las colas de los caballos. Prendas con recortes y superposiciones convivieron con otras más minimalistas, como vestidos tubo strapless, minifaldas con detalles metálicos, camisas con cutouts osados y blazers deconstruídos, bodies con transparencias y pantalones anchos que David Bowie aprobaría. En tonalidades violáceas, azules, rojos y rosas, el estilismo abarcó corbatas de bolo, elemento icónico de la estética western, sandalias peludas y pañuelos con el logo Sadaels estampado.
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vaciocaotico · 1 year
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La hora | Juana de Ibarbourou
Tómame ahora que aún es temprano Y que llevo dalias nuevas en la mano. Tómame ahora que aún es sombría Esta taciturna cabellera mía. Ahora, que tengo la carne olorosa Y los ojos limpios y la piel de rosa. Ahora, que calza mi planta ligera La sandalia viva de la primavera. Ahora que en mis labios repica la risa Como una campana sacudida a prisa. Después... ¡ah, yo sé Que ya nada de eso mas tarde tendré! Que entonces inútil será tu deseo, Como ofrenda puesta sobre un mausoleo. ¡Tómame ahora que aún es temprano Y que tengo rica de nardos la mano! Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca Y se vuelva mustia la corola fresca. Hoy, y no mañana. Oh amante ¿no ves Que la enredadera crecerá ciprés?
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bxlana · 1 year
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Chapter 5
Conocí a Hayden en el verano del 88 cuando veraneaba con mis padres en la costa. La misma tarde que pusimos un pie en la casa que habíamos alquilado, me vestí con un vestido blanco y unas sandalias romanas y salí en busca de algún granizado que calmara mi sed y calor.
Caminé durante varios minutos por las calles del pueblo, parándome en cada puesto de collares, sin, por supuesto, no comprar nada hasta llegar a la plaza principal.
Llena de niños correteando por todos sitios, tropezando y tirando sus piruletas al suelo de piedra, mientras sus padres charlaban en las terrazas de los bares. Siempre me imaginé criando a mis hijos en una pequeña ciudad con encanto, jamás en algún pueblo perdido en el horizonte, bebiendo cerveza con mis amigas sobre sillas de metal y cotilleando sobre las demás mujeres del barrio.
Inflé mis mofletes a causa del sofoco y dudé en sentarme cerca o en el borde de la fuente con tal de que alguna gota de agua fría me salpicase, pero me decanté por entrar a la heladería más cercana.
Empujé la puerta de cristal con las manos y enseguida el frescor del ventilador sacudió mi pelo rubio durante una milesíma de segundo. Una campana resonó en el local anunciando mi entrada, y el dependiente miró en mi dirección.
Cerré la puerta tras de mí y caminé hacia la cristalera de sabores con ojos golosos. Menta con chocolate, vainilla,dulce de leche, fresa con nata... Todos parecían tan apetecibles que casi me parecía imposible elegir alguno.
-Siguiente- dijo el hombre del mostrador.-Joven,¿te encargas de la señorita?
Giré la cabeza hacia donde dirigía su mandato y divisé a un chico de cabello castaño claro y ojos azules,recogiendo una de las mesas. El chico asintió y caminó hacia el mostrador sosteniendo la bandeja.
Se sacudió las manos del delantal y ocupó el puesto de su compañero frente a mi.
Apreté mis labios tímida y aclaré mi garganta, mirando las masas de helado de colores.
Esperó unos segundos en silencio a que me decidiera,tamborileando con los dedos sobre la mesita del mostrador,pero al ver mi dilema tragó saliva y se inclinó hacia delante.
-¿Puedo recomendarte uno?- me dijo con una sonrisa.
Asentí,mirándole a los ojos.
-Bien.-volvió a su lugar y señaló con el cucharón el cartel de menta y chocolate.-Este es el mejor helado del mundo.
-Lo dudo.-le rebatí con tono suave.
-El picor de la menta y el dulzor del chocolate hacen una mezcla perfecta. Si lo pruebas estoy seguro de que te encantará.
-Me gusta más un único sabor,-puse las manos a mi espalda y me balanceé hacia delante.
-Entonces te pondré uno de vainilla.
El chico rió y abrió la tarrina.
-Eres de gustos sencillos.
-Y tú muy raro. ¿Quién toma menta con chocolate? Es como arruinar los dos sabores.
Levantó la mirada y me dio una sonrisa de lado mientras colocaba una bola en el cucurucho. Sus facciones eran tan marcadas como tiernas. Ojos índigo, tan claros como el cielo,una fina nariz respingona que hacía contraste con sus pómulos y mandíbula cuadrada. Su pelo despeinado creaba leves ondas que adquirían un tono dorado con los reflejos del sol que entraba por la cristalera.
Me di cuenta de que lo estaba observando descaradamente,pero había quedado fascinada con su rostro.
Me aclaré la garganta y pasé un mechón de pelo tras mi oreja.
-Si decides cambiar de opinión-colocó una bola de vainilla.-Estaremos abiertos todo el verano.
Tardé en darme cuenta de lo que tal vez me proponía.
-Lo tendré en cuenta.-apunté mirando cómo depositaba un segundo redondel de helado sobre el anterior.
Colocó una cucharilla de color rosa sobre la última bola y tendió el producto hacia mi sobre la mesa del mostrador.
Extendí un brazo y agarré el cucurucho sin rozar su mano.
-La vainilla está bien.-dijo.
-Va más conmigo.
-Ya lo creo.-Miró mi vestido y sonrió tiernamente.
Saqué el dinero de mi bolso ante su atenta mirada y tendí las monedas.
-Hey,em...Esta noche estaré de turno hasta las nueve.¿Te gustaría...?
-Guárdame un helado de menta y chocolate.-le pedí probando el de vainilla con la lengua.-A lo mejor no está tan mal después de todo.
Alzó sus cejas sorprendido pero con una sonrisa en su rostro.
-También puedes coger uno para ti.-dije tragando el sabor dulce.
Le di una pequeña ojeada de arriba abajo,sonriente,antes de darme la vuelta y salir del local,sin dejar de pensar en la escenita de filtro que había cometido descaradamente. Dos años atrás no había sido capaz ni de pedir el helado yo sola, y sin embargo ahora ligaba con trabajadores.
Por muy extraño que sonase, ser amiga de James, había comenzado a abrirme los ojos cada vez más. Comencé a ser más segura de mi misma, y a hacer lo que me viniese en gana la mayoría del tiempo. Aunque era algo en lo que aún estaba trabajando, sentía que mejoraba.
Aquella tarde, tras haber pasado el día en la playa, subí al pisito alquilado de mis padres y tomé una ducha más larga que de costumbre, poniéndome productos y productos en el pelo con el fin de que estuviese brillante y sedoso cuando saliera por la noche.
Me vestí con un suave vestido de tirantes color crema, con volantes en la falda y unas sandalias. Dejé que mi pelo se secase al aire natural, quedando algunas ondas por las puntas y un poco de brillo en los labios con máscara de pestañas.
El sol de verano había enrojecido mis mejillas y mi nariz, pero no me desagradaba el contraste que me proporcionaba, por lo que tan sólo me apliqué un poco de crema sin tratarlo a fondo.
Salí con mis padres a cenar en un bonito restaurante cerca de la playa, y alrededor de las nueve menos cuarto dejé que se fueran a dar paseo por el pueblo y sus tiendas, mientras yo acudía a mi encuentro con el chico de la heladería.
Caminé por las callejuelas dando de comer a algún gatito que se me cruzaba, y observé las parejas que paseaban de la mano a la altura de la orilla. Sonreí al imaginar que tal vez yo pudiese estar en una situación semejante. Mi sonrisa se borró al instante en el que James apareció en mis pensamientos, con sus cabellos chocolate y sus brillantes ojos. Me aclaré la garganta intentando disipar aquellas ideas que me atormentaban, y aparté la mirada de los amantes del verano, que se perdían entre la oscuridad de la playa.
Dirigí mis ojos a la heladería al escuchar el barullo, donde cientos de personas conformaban una cola que recorría casi la mitad del espacio en el que me encontraba.
Apoyé mi espalda en una de las farolas junto a la fuente y me crucé de brazos expectante a la aparición de Hayden. Una pequeña hoja se dirigió hacia el agua de la fuente de piedra, formando círculos sobre el líquido.
-¿Siempre eres tan puntual?-dijo una voz.
Levanté mi cabeza y lo vi llegar hacia mí a paso decidido, con dos cucuruchos en las manos. Llevaba una camiseta blanca con unos pantalones beige y unos tirantes que salían de ellos hasta sus hombros. Su pelo despeinado con gracia ahora se veía más oscuro, y tuve la oportunidad de observar sus facciones más de cerca, fijándome en sus labios finos y rosados.
Sonreí instantáneamente.
-Solo cuando la situación lo requiere.-dije mirando los helados.-Las buenas elecciones, supongo.
-Las mejores.
Tendió uno de ellos hacia mí y lo acepté, comenzando a caminar. Era bastantes centímetros más alto que yo, y rápidamente olí lo que sería su perfume, algo que me pareció aceite de argán.
-Dime... -murumuró, mirándome divertido, con la esperanza de que le proporcionase mi nombre.
-Betty.-respondí con una leve sonrisa, mirándole durante unas décimas de segundo.
-Betty.-repitió-¿No eres de por aquí, verdad?
Negué con la cabeza.
-Soy del norte, he venido de vacaciones unos días.
Sacó su lengua para probar un bocado de su helado y miró hacia el frente.
-¿Tú vives aquí?- me atreví a preguntar.
Nunca se me había dado bien empezar una conversación, tenía miedo de incomodarle con preguntas cliché o quizás demasiado extrañas.
-Sí. Me mudé aquí con mi madre y mis hermanas, y desde pequeño trabajo en la heladería de mi tío.-contestó dándome una cálida mirada.
-Parece un buen sitio. Es acogedor.
-Sí que lo es, pero los uniformes son una mierda.
Giré mi cabeza bruscamente hacia el al oír esa palabra. Tal vez no fuese para tanto pero solía escandalizarme con ese tipo de vocabulario. Lo mismo ocurría con James, aunque él era mucho más grosero utilizando las palabras.
-No me mires así, es la verdad.
-A mí me gustan.-admití más rápido de lo que me hubiera gustado.
Y era cierto, aquella camiseta verde azulado que le había visto llevar por la mañana no estaba nada mal. La chapita con su nombre me pareció de lo más gracioso, y el color de sus ojos combinaba a la perfección con el atuendo.
-Cuéntame algo de ti,¿Estudias?-preguntó interesado.
-Sí, penúltimo curso.-le miré y por un momento el hizo lo mismo.-Tengo pensado estudiar periodismo en la universidad cuando acabe el instituto.
-¿Periodista?-sonrió.-La verdad es que es una profesión que nunca entendí demasiado, no soy muy aficionado a la lectura.
Ahogué un grito y me miró confundido.
-Eso es que aún no has leído un buen libro.-apunté desviando los ojos.
-¿Cómo sabré escoger el correcto?
En su tono podía leerse su personalidad curiosa, aunque igualmente, sabía que tan sólo quería tirame de la lengua para que comenzase a hablar.
Le miré y humecedí mis labios pensativa.
-Te prestaré uno.-dije tras una pausa.- Todos mis libros son los correctos.
Hayden alzó sus cejas sorprendido pero aún conservando esa mueca dulce de su rostro.
-Sí así lo quieres, claro.- formulé al ver su expresión.
-Por supuesto que quiero.-respondió con ojos sinceros mientras volvía a centrarse en el sabor del helado.
Habíamos llegado al paseo de madera frente a la playa, dejando el barullo y el ruido atrás, en los puestecitos y las calles del pueblo. Nos sentamos en la arena fría junto a la alta silla del socorrista y observamos el oscuro mar ante nosotros. Las olas rompían delicadamente en la orilla, creando un suave sonido con el que siempre soñé quedarme dormida. Aún se escuchaba el lejano murmullo de las voces de los turistas, pero no resultaba desagradable, tan sólo disfrutamos de la ligera brisa cálida durante unos segundos, hasta que el tema de la lectura y los libros volvió a cruzar mi mente.
-¿Estás seguro de que quieres que te lo preste?
-¿Por qué no iba a estarlo?- apoyó sus brazos en la arena y se recostó hacia atrás estirando las piernas.-Me has dicho que eso me ayudaría a encontrar la pasión por la lectura.
-Lo sé, pero tengo la sensación de que te estoy instruyendo mis opiniones.- continúe sentada jugueteando con la arena del huequito que se abría entre mis piernas.
-Créeme, si no quisiera leer uno, no lo haría.
-No quiero obligarte a hacerlo, por Dios. Debería ser algo que te llamase, no que te impusieran. ¿Ves? Por eso no comprendo la necesidad de mandar lecturas en los colegios. Quiero decir, los niños deberían mostrar sus inquietudes por lo que les dicte el corazón, por lo que ordene una profesora de literatura.
Era consciente de que estaba hablando demasiado rápido, aún sin mirarle y con la vista fija en las olas podía imaginarle riendo silenciosamente tras mi espalda.
-Y para colmo, seguiré sin entender cómo la asignatura de ética sigue siendo voluntaria.¿Eso es lo que queremos inculcar en la próximas generaciones? Si queremos hacer de este mundo un lugar mejor deberíamos inculcar un poco de lógica a los niños, así evitaríamos por lo menos la mitad de las desgracias que ocurren en el planeta.
Noté el cuerpo de Hayden coloc��ndose de nuevo en la posición inicial, sentado a mi lado.
-¿Puedes creer la cantidad de delincuentes que han aparecido en los últimos diez años? Sinceramente considero que todo es culpa de la pobre educación que les proporcionamos a los niños. Si se les enseñasen conceptos con los que se enriquecieran intelectualmente, la maldad y la imprudencia no serían un problema. Pero claro, ¿Cómo vamos a implantar una buena educación si ni siquiera los que se han preparado para enseñarla la entienden? A veces pienso que si me hiciera profesora mis alumnos saldrían con un excelente expediente, mandaría trabajos amenos y puede que incluso decorarse las clases con flores de papel. Blancas por supuesto, porque las amarillas no me causan demasiado...
-¿Betty?-me llamó.
-¿Si?-le observé, deteniendo mi patético discurso, agradeciendo que me hubiese interrumpido.
-¿Tienes novio?
Mis labios se entreabieron sin perder sus ojos de vista. Enterré mis pies disimuladamente en la arena, y por un momento, James volvió a regresar a mi mente.
Lo negué por completo y sonreí al joven de ojos azules frente a mí.
-No.
Hayden me sonrió de vuelta, pero no emitió palabra alguna. Tan sólo asintió, como si estuviese rememorando la conversación en su cabeza, y se levantó de su lugar, dejando la marca de su cuerpo entre los granos de arena fina.
Le observé sacudirse los pantalones hasta que me extendió su mano derecha.
-Te acompaño a casa.
Aún recuerdo el brillo en sus ojos cuando nuestros dedos hicieron contacto al tomar su palma. No comprendí en ese momento el espontáneo movimiento, tampoco su extraña pregunta, y mucho menos por qué tenía la sensación de que iba a besarme.
Pero no lo hizo, y por inusual que parezca, se lo agradecí.
Hayden me acompañó al porche del apartamento, y metió sus manos en los bolsillos, mirándome mientras abría la puerta de hierro con las llaves. Ésta chirrió, y cuando estuvo abierta, me giré al joven con mi mejor sonrisa.
¿Seguirás aquí cuando haya entrado?-bromeé.
-Me quedaré justo aquí.-sonrió.
Humedecí mis labios y el suspiró, acercándose a mi.
-¿Volverás algún verano?
Sonreí.
-Puede. Pero siempre puedes venir a visitarme.- alcé mis cejas.
Hayden ladeó su cabeza divertido. Me tomé la confianza de estirar una de mis manos y pellizcar su nariz con los nudillos de los dedos índice y corazón, provocando que arrugase su expresión de forma adorable.
Ambos reímos casi a la vez.
-Buenas noches.-le dije sin perderlo de vista.
Sus labios se acercaron a mi mejilla, en un movimiento cauteloso y relajado, depositando un suave beso sobre ella, haciéndome sonrojar.
-Buenas noches,Betty.
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laikabos · 1 year
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Me compré unas sandalias nuevas para dejar de usar las que tú me diste.
El 24 de febrero del 2022 me las regalaste. Unas roxy rosas. Me las diste porque te sentías culpable por haberme pedido un tiempo y para que las usara en mis clases de natación. Recuerdo que elegí las caras solo porque quería ver qué hacías. Me las compraste. Tenía puesto el cubrebocas y tú no lo viste pero estuve sonriendo todo el tiempo.
Fuimos a ver la película de digimon. No me gustó, me dolió el final jaja.
Después de 3 días de las sandalias, regresamos.
Me gustaron mucho las sandalias, dejé de usarlas tanto porque se rompieron un poco y quería cuidar el regalo que me habías dado.
Esta vez que terminamos pensé que regresarías como esa última vez. No pensé que fuera definitiva. Se sentía diferente.
Jamás pensé que me hubieras dejado de querer. Jamás pensé que ya tendrías a alguien más en tu corazón.
Yo te quería mucho. No sé por qué no quiero ni puedo dejarte ir. Te escribo como si te lo dijera de frente y me escucharas. La verdad nos teníamos mucha confianza. Siento que si regresaramos algún día podría decirte este tipo de cosas.
También extraño esa confianza.
Ya no puedo usar tus sandalias. Y no porque se estén rompiendo, solo ya no quiero usar algo que tú me hayas dado. Aparte no quiero que se desgaste mas algo que tú me diste.
Porque me lo diste tú y sigue siendo especial :(
No sé, no tengo la fuerza de voluntad para aceptar que dejaste de quererme y que todo fue tan sencillo que empieza desde ahí.
Con que dejaste de quererme
Dejaste de quererme
Después de 6 años dejaste de quererme
Tú dejaste de quererme
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zafira66 · 1 year
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Penélope Cruz in Dolce & Gabanna.
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cgtophmoth · 1 year
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Calzados Dama Zapatillas deportivas amarillas talle 36 Zapatillas deportivas rosa 38 Sandalias casuales 38 Sandalias tricolor 39 Botas 37 Ver catalogo completo en WhatsApp https://wa.me/c/56968282573 https://www.instagram.com/p/Cn9Yso5OaKx/?igshid=NGJjMDIxMWI=
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simplementeyosblog · 2 years
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♡ 27-Sep-22♡
Ese día se me declaró con una caja llena de dulces y rosas en donde en la tapa decía ¿Quieres ser mi novia?, lo más gracioso de eso es que me di cuenta de la caja por ir a dejar sus sandalias en su lugar y sin querer la patie y no tuvo de otra que dársela en ese momento y fue después de haber tenido sexo.
~N
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