Tumgik
fcerrano · 6 years
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desangelados:
‘¡Veintiséis!’ suelta, luego una risa. ‘La puta madre, veintiséis.’  —Boluda, qué queda para mí — ‘para vos nada’ le contesta, un intento de empujón que no logra moverlo ni un poco ‘. Qué lindo que sos, de una, y yo te invito a vos. Nos invito a todos… no, a todos no, porque no tengo tanta plata. ¿Vamos?’  Nair mira el cigarrillo, a la mitad, y le da una calada lenta antes de tirarlo al suelo. —Yo soy Nair —le contesta. —, un gusto Facu. —Y Lara, chispeante como siempre, se pone detrás y lo va empujando dentro. Entre la gente él alcanza a ver a Gonza, uno de los amigos de Lara, pero lo pierde de vista antes de podeer decirle a ella que ahí anda. ‘Cómo dice la canción…´’ —Cuál —le pregunta.  —, cómo va. — ‘No me acuerdo. Vamos a la barra’ y va, las medias rajadas acá y allá, a pedir unas cervezas. Cree que, desde que la conoce (cinco largos años), ha visto ese par un millar de veces.  — ¿Sos de por acá? —Pregunta, amistoso. —Es medio un bardo venir desde provincia —acota, presupone que él sabrá —.Yo lo pago, Lara — ‘Na, dale’ —, sí, déjame, vos pagás después —y busca la billetera en el pantalón. La encuentra, la abre, el DNI (’mirale la cara en la foto, es muy divertida’ dice ella), la tarjeta SUBE, la de débito, la estampilla de San Expedito. Saca la plata y se la da al chico de la barra, que la agarra con un gesto parecido a una sonrisa.  —Qué calor que hace acá —dice, se baja un poco el cuello de la camiseta. Se siente un tanto desacorde al lugar, como siempre. Una vez sola se dejó influenciar por las chicas y se puso una remera de red que, según Natalia, lo hacía parecer Dargelos en la época de Miami. Horrible, espantoso. Le devuelve el cambio, que él guarda ordenado, los billetes en un lugar y las monedas en otro. Si no recuerda mal, las fotos del look ese estarán en Facebook, tan viejas son que están en Facebook. Agarra la birra, le da un trago. ‘¿Sol vino?’ Le pregunta Lara. ‘Hace bocha que no la veo a ella, ¿sigue en el trabajo? Bah, no me contestes, no sos el mensajero. Cuando la vea le pregunto, si está.’  — ¿Quién es Sol?  — ‘Sol. Una divina, no sabés, ojazos, divina. Pero a vos qué te importa’ le dice, una mueca de enfado que no se la cree nadie ‘, boludito, qué te pensas, que te voy a hacer gancho.’  —Yo no toco tu carnada.  — ‘No es mi carnada.’ Una pausa. ‘¿Ya se presentaron? Él es Nair…’ y él se guarda el sí, ya le dije Larita. ‘Un divino, cuando está muy en pedo te habla como correntino’.  — Andá a cagar.  — ‘¿Y vos nene, en qué andas estos días?’
— De Matanza —dice. Desde San Justo hasta acá tiene un buen rato de viaje. A veces elige ir hasta Liniers, de ahí hasta Once y un colectivo que lo deja a un par de cuadras del lugar donde se hace la fiesta, sobre avenida Córdoba. Si viene desde la casa de Mauro no hay vuelta que darle, toma algún bondi o simplemente camina. Y si es en Soledad en quien encuentra compañía la noche en cuestión, se toman el ciento sesenta y seis y bajan en Palermo, cenan y recien ahí pueden -según ella- escabiar tranquilos. Ella podrá ser la menor de los dos, y ha atravesado momentos de adolescencia tanto como ha podido a lo largo de sus veintitrés años, pero no es ella a la que se puede acusar de ser insensata. Es dulce, le gusta reírse y fumar porro, mira películas de Disney y no puede evitar terminar llorando... pero es la primera reconocer los errores y darse cuenta de cómo te puede ayudar cuando debe hacerlo porque sabe que no tenés noción, o que en ese momento, por la razón que sea, no podés tenerla. Aunque a veces a él le duela darse cuenta, Soledad es tanto para Facundo como para Eva (que son, después de todo, quienes más se parecen entre sí: llevan estrellas en la mirada, los movimientos desvaídos, son mucho más frágiles, merecen muchísimo más cuidado al tratar con ellos) un sostén irremplazable. Lo ha sido siempre—, ¿vos de dónde venís? —lo mira, pero para el momento en que planea decir algo más (¿qué cosa? No sabe), Lara le habla y él vuelve la mirada. Le dice que sí, que anda por ahí y que se había encontrado con una compañera de la facultad. Que si la llega a ver le va a decir que venga a saludar así pueden hablar, que ella siempre le cayó súper bien. Frente a lo que sigue, se ríe—. Estoy laburando en un bar en San Telmo, no mucho más que eso, la verdad —y pinto, piensa. Es lo que me hace más feliz. Pero a eso rara vez lo ve alguien. De tanto en tanto le llegan mails de la UNA que hablan de talleres relámpago, capacitaciones, charlas, ciclos, convocatorias. Pero es algo que le quedó lejano, que siente que podría pero nunca logra concretar… la decisión está siempre ahí al alcance de la mano pero nunca la puede alcanzar. Mauro (¡Mauro! Mauro que nunca puso un pie en la universidad, que jamás se le cruzó por la cabeza hacerlo, pero que sin embargo saca fotos y pinta y expone en lugares hermosos y sabe lo que hace porque le es natural dada la costumbre de llevar una eternidad metido en eso) lleva por lo menos dos años diciéndole que tiene que anotarse, que tiene que volver, le mira los lienzos amontonados en el cuartito y le hace críticas, comentarios, y siempre repite que no entiende por qué lo dejo. Él siempre le dice lo mismo. O no le dice nada. A esta altura él tampoco está muy seguro del por qué. Da un trago (largo, uno de esos tragos que te dicen dale, basta, deja de pensar) y a Lara la mira—. Vamos a bailar —dice, agarrándole la mano libre. A su amigo lo señala después con un ademán de la cabeza—. ¿Vos decís que viene? Che... —gira para mirarlo y le estira la mano contraria—. Vení, vamos para allá. Bailemos.  
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fcerrano · 6 years
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fcerrano · 6 years
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La sonrisa se extiende con la dulzura de siempre, y los dientes, algunos chuecos, otros no, aparecen como un rayo fugaz. —Gracias—le dice, agarra el encendedor, prende el cigarrillo después de dos chispazos sin éxito. La primera calada es larga y durante la acción le devuelve el Bic, repitiendo el gesto ahora apretando los labios. Lo mira mejor, ve la soltura, le presta atención al pelo, al glitter, a la piel que refulge con las luces de la calle. No es bueno para recordar rostros, pero la sensación de haberlo visto antes arremete con fuerza, se le pega al pecho y antes de permitirse no hacerlo, para no pasar la vergüenza de equivocarse y que realmente no sea él, su boca se abre y ya está hablando: —. Disculpá, ¿te conozco de algún lado? —Sí, piensa al instante, de acá seguro, las tres o cuatro veces que ha venido pudo notar que hay personas que están ahí siempre, bailando, tomando, besándose, agitando el pelo, con las medias de red o las camisetas transparentes, la sombra en los ojos color rojo furia o azul Bowie, los tacos, las boas, los Oxford, las drag queens. Tal vez sea conocido de Lara, quizá Nair solamente se imaginó verlo, gusta de confiar en su mente, racional y estructurada, pero a veces, como esta, le falla. Como cuando creyó haber estudiado y sabido todo sobre anatomía y cuando vio el examen quedó en blanco durante media hora, viendo sólo el Nair Vera Salazar escrito en su cursiva pulcra, de cuadernillo de caligrafía. —Y de acá, ¿no? —Se adelanta, una sonrisa vaga. Qué tarado. Da otra calada, mira una Yamaha que pasa a las chapas, como loco, y sus oídos interceptan la voz de su amiga, destacando entre los ruidos de la metrópolis: ‘Nati no me podés hacer esto ¡dale! ¡Es mi cumple! ¡Cumplo veintiséis, veintiséis! ¡Andá a saber si mañana no me pisa un auto y nunca llegamos a festejar el veintisiete!’ Casi puede escuchar a Natalia diciendo ‘¡No me digas eso, no seas forra!’. Escucha sus pasos, torpes, acercándose a él. Intenta devolverle el celular ocultando la cara de desilusión y se le cae al suelo, la pantalla directo al piso. ‘¡Ay, no, perdón! ¡Perdón!’ le dice, se tapa la boca con la mano. Nair mira el iPhone durante uno o dos segundos, recalculando, y después se agacha a agarrarlo. ‘Ay Nair perdóname te pido perdón, estoy re en pedo’ —No importa, no le pasó nada, ¿ves? —Le muestra la pantalla, la foto con Maitén de fondo. ‘Perdón’ —Está bien. — ‘¿Estás fumando?’ —Sí. —Una calada, ¡sí estoy fumando porque voy a ser psiquiatra y no sólo médico por lo que está bien y no es un colmo ni nada de eso! — ‘Me dijo que no… que está re bajón, que no sé qué, que se queda en la casa y que mañana me viene a ver.’ —Dejala, Lara, mañana se le va a pasar y seguro te hace una torta o algo para compensar. —Ella suspira, resignada, mira a su alredeor como buscando distraerswe. ‘¡Hola Facundo!’ Suelta, una sonrisa de labial violeta. ‘Pero mírate cómo estás, qué lindo te queda eso, y el pelo, ¿cómo andás?’
— Puede ser… —murmura casi, llevándose el cigarrillo a los labios. Frente a lo fijo de la mirada, ni un milímetro se hace para atrás, no mueve los ojos ni esboza ningún gesto. Ha estado todo lo que recuerda de vida oscilando entre esa frontalidad feroz, de dejar que todo de sí emerja y se vea transparente para el resto, y el querer ocultarse entre las sábanas y no brotar jamás desde detrás de la imprevisibilidad que lo guarece. A veces quisiera quedarse en un lienzo y nada más, dejarse estar ahí… por eso le gusta Mauro. Es el único que ha sabido acallar casi por completo esa necesidad innata de ser recordado, inmóvil, perpetuo. No sabe muy bien por qué, pero está bastante seguro de que no le gustaría enterarse.— Sí —continúa—, es probable. Me habrás visto bailando arriba de un ampli, seguro —ahí suelta una carcajada y deja caer la colilla del cigarro al piso. Quisiera otro. Se le ocurre que podría caminar algunas cuadras, ver si encuentra un kiosco veinticuatro horas por algún lado—. O laburando alguna que otra vez… —momento, permite que se yerga entre los dos el silencio. A Lara la ve venir, caminando con un tanto de torpeza, y esboza una media sonrisa. Frente al intercambio que se da después, prefiere no intervenir… se ve reflejado ahí, en esa poca preocupación que profesa y lo caracteriza hasta que, ¡ah!, se manda una cagada y ahí… la culpa, la culpa. La culpa se lo come. Sacándolo del bolsillo Facundo mira el propio un instante, chequea la hora de forma mecánica y al instante se le olvida, los números parecen desvanecerse y perder sentido. Se siente mejor, el aire de la calle, un poco menos viciado que el del interior de la fiesta, le hizo bien. La naúsea pareció ser nada más que pasajera, aunque avasalladora por lo repentino de la sensación. Lo desbloquea. Los ojos claros, extraños, se deslizan por la pantalla un momento. Hay ahí notificaciones de Instagram, una veintena de mensajes que han de ser de chats grupales, alguno tal vez de Mauro, de Solcito; un par de Facebook y una conversación de Snapchat que dejó colgada por la tarde después de olvidarse de qué había estado hablando. Vuelve a guardarlo enseguida (aunque bien podría dejarlo ahí, en la vereda, y al volver a salir a las seis de la mañana más que seguro nadie se lo habría llevado), al bolsillo va el Samsung blanco que a simple vista pareciera tener diez años más de los que en realidad tiene: la pantalla rajada en la parte de abajo, la tapa del lado de atrás y la misma batería sostenidas en conjunto con el aparato por unos cuantos centímetros de cinta y unos cuantos stickers (entre ellos uno violeta del puño feminista que le compró a una chica en la última marcha del 8M). Después la mira y sonríe.—. Ay, qué tarada… ¿escuché cualquier cosa o es tu cumpleaños? —pausa— ¿No van a entrar? Te invito algo por tu cumple, dale —dice, y después mira al chico al lado suyo, el pelo negro, los ojos que se entrevén oscuros. Humedece los labios—. ¿Vos me dijiste tu nombre?
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fcerrano · 6 years
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Soledad vive en la casa que alguna vez fue de su abuela, que alguna vez tuvo olor a naftalina y a la humedad que tiene todo lo que ha estado guardado demasiado tiempo, pero que ahora huele a vainilla y sahumerios comprados en la estación de Once.
Es una de esas propiedades que tienen ventanas altas en el frente con rejas de hierro y persianas blancas. La puerta de entrada del mismo material que las rejas, pesadísima, con divisiones de vidrio que se fue resquebrajando con los años y que la joven, no hace mucho, decidió reemplazar por otro coloreado. A muchos de los cristales -teñidos de naranja, amarillo, celeste- los mandó a cortar especialmente y después les pintó diseños ella misma con una pintura especial para cristales que andá a saber de dónde la sacó. Detrás de la puerta hay un pasillo de unos cinco metros que tiene las paredes pintadas de color beige y el piso con las baldosas blancas y negras de tantos años (esas que recuerdan a casas propias de allá por San Telmo o a conventillo en Caminito) en un estado que está más allá de impecable. En el final de su cauce, el corredorcito iluminado de colores brillantes gracias a la puerta desemboca en un patiecito interno que está rodeado por una galería.
En su punto medio, en el patio se erige un aljibe pequeño en el cual solían asomarse los hermanos cuando eran más chicos y a Soledad no le generaban un terror profundo las alturas. Se solían sentar en el borde de piedra rugosa o meterse con la cabeza y medio cuerpo colgando dentro del agujero, para gran disgusto de la, entonces, dueña de casa. Ahora está clausurado, por supuesto, no corre por él más agua que la de la lluvia en las ocasiones en que el clima no acompaña, y los dos llegaron a darse cuenta de que no era tan profundo como lo parecía cuando tenían siete u ocho años.
La galería, oculta bajo un techo de tejas rojas, está adornada con infinidad de objetos. Son cosas que divergen y que uno no consideraría normalmente para formar parte de un grupo, pero que, de alguna manera, cuando se las observa y pone en contraste con la persona que habita ese hogar, cobran sentido. Vinilos, una representación de un paraje del norte hecho en telar, una deidad de cerámica que a Sole le trajeron de México hace un tiempo. Macetas pintadas de colores brillantes, un comedero para pájaros donde ella suele dejarles semillas y agua y que le atrae todo tipo de maravillas a cantar al jardín… familias de zorzales, gorriones, horneros. Una tira de luces que destellan en blanco, algún llamador de ángeles hecho con cañas, macetas flotantes, sillas de mimbre, una mecedora antiquísima. La hamaca paraguaya que en los días de calor se convierte en el paraíso en la tierra, sofás, una mesa de madera que antes era una máquina de coser Singer negra y dorada. Tenders para la ropa, un chulengo que fue regalo de su ex novio, un baúl de madera con juguetes para Cash (un perro blanco, mestizo, que cuando se pone en dos patas para recibirla al volver de trabajar es casi tan alto como ella) y el colchón viejo que restauró y enfundó en una tela azul con planetas y estrellas para que duerma cómodo.
Y es imposible no mencionar las plantas… plantas que ha ido comprando en sus tantas escapadas al Tigre o vía pedir un brote después de tocarle el timbre a alguna vecina de Matanza con “el jardín más hermoso que ví” (más que nada porque para ella todos los jardines son el más hermoso que ha visto). Tiene una colección de potus de brillantes hojas verdes, mimosas de todos los colores imaginables, violetas de los alpes, azúcares, un jazmín paraguayo lila y blanco, una planta cuyo nombre Facundo siempre se olvida pero que tiene las más hermosas hojas bordó, un cerezo bonsai, cactus que han ido creciendo gracias a la paciencia y amor que ella les profesa y que dan unas flores bellísimas, el limonero. Ésta parte de la casa es una maravilla de observar, llena de color y vida y el aire que incluso durante el más asfixiante de los veranos es fresco porque en los lugares que hay tanta vegetación siempre es así, el aire es más liviano y frío y tiene la capacidad intrínseca de sanarlo todo.
El interior de la casa no dista mucho del área exterior, pero resulta mucho más cálida. Copias de obras de arte compradas en ferias en capital con las que se topó alguna tarde mientras vagaba, pósters de músicos, de películas, una biblioteca que contiene todos sus libros de la facultad y los cedés que ha ido acumulando con el tiempo. La cocina es un estallido de color en todo sentido, las paredes pintadas en lavanda que contrastan con la vajilla, manteles, servilletas de tela que todavía conserva y que alguna vez fueron de ellos, para ir al jardín. El aroma dulce a hogar se lo da la variedad del especiero: frasquitos de vidrio que contienen canela, romero, un ramo de laureles colgado junto a las cabezas de ajo al lado de la ventana, chocolate amargo, vainilla en polvo, pimienta, azúcar negra.
Cuando Facundo abre los ojos, enredado en la sábana y cagado de calor, se da media vuelta y se topa con un bulto que opone resistencia. Norma, la gata tricolor que Soledad rescató después de que la atropellara una moto en la esquina de su casa cuando era muy, muy bebé, y que zafó sólo porque su hermana menor tiene magia de la más pura en el corazón y el alma más buena, se estira como pancha por su casa. De más está decir, está ocupando la mitad de la cama. Desde el living escucha venir música, pero no puede especificar de qué artista se trata. Tratando de no importunar a la felina, que lo mira con un ojo verde abierto y el otro cerrado, la cabeza tornada en una posición poco creíble, se pone de pie y empieza el ritual de todos los días. Va al baño, mea, se baña, se viste con un calzoncillo limpio y un short de fútbol que tenía guardado en la mochila y media hora después aparece, con los rulos húmedos sobre la frente, frente a su hermana. Tiene el pelo oscuro atado en una especie de rodete y varios mechones cortos le caen en torno al rostro, enmarcándolo. Los ojos marrones le sonríen incluso antes de que el gesto pase a la boca, algo que a él le ha fascinado toda la vida… esa capacidad de dejar translucir emoción casi sin mover un músculo es algo que a él le encantaría poder blandir.
Lo que suena ahora (Facu lo ve en la pantalla de la computadora, conectada al equipo de música a través de un cable, reproduciéndose en Youtube) es Gustavo Santaolalla en un encuentro en vivo en el CCK. Soledad sopla los mechones de pelo rebeldes, apartando del todo los apuntes de la materia de turno y el resaltador amarillo, y él se acerca para darle un beso. Ella saluda dando besos de verdad, de esos que te acarician y te hacen sentir en casa, igual que lo hace Eva. ‘¿Cómo estás?’— ¿Tomamos unos amargos? —‘Dale, pero hacelos vos que te salen tan ricos… compré unos bizcochitos de grasa, están abajo de la mesada en la canasta del pan.’ Él asiente con la cabeza y bosteza, y ella parece indecisa acerca de decir o no decir lo que le pasa por la cabeza y que él conoce perfectamente. ‘¿Me vas a contar?’— Es un machito y un pelotudo que se la da de no sé qué… y bastante lo banco. Pero no tengo ganas de hablar de eso, ¿dale?
El brillo en los pómulos resplandece de varios colores con las luces violeta, parecido a la bola de espejos gigante que cuelga del techo y refleja absolutamente todo lo que contra ella se desliza. Hay gente. Está hasta las pelotas de gente. Es una de las cosas que más le gusta de salir de noche, hasta se podría decir que lo que más le gusta. Lo que lo ha atraído siempre a dejar el confort del porro en la cama o la birra a medias fría en el balcón de su departamentito (o la vereda frente a la casa de Eva, antes de eso) en San Justo. O de salir a comer y después garchar con Mauro hasta cansarse. Pero eso, justamente hoy, no iba a pasar de cualquier manera. La gente le gusta, el espectro completo de lo que se ve acá, colores y brillo en la ropa, en el pelo, en los ojos, gente que baila, que se besa, que se ríe, que fuma, que toma, que es feliz. Gente que le contagia esa felicidad, así que se pasa una mano por el pelo y le pregunta a una piba que pasa si le puede dar un cigarrillo y le cuenta que no encuentra los suyos, y que piensa que se los olvidó en el baño cuando fue hace un rato. Ella se ríe, la chica que la acompaña también, y le pasa un Marlboro. Después se va.
Se pregunta, cuando da un par de pasos y vuelve a sentir una oleada de calor a pesar de la musculosa negra, si no se le habrá corrido el delineador que Soledad le prestó y que se puso en el baño del McDonalds de avenida Santa Fé después de bajar del colectivo. Luego de convencerse a sí mismo de que no, y de que si sí, igual está divino y que no puede más, que cualquiera con un mínimo de sentido común se podría dar cuenta de lo lindo que es con mirarlo tres segundos (así como le dice Daniela siempre, con el acento ese que derrite), se da cuenta de que está un poco mareado. ¿Va a vomitar? El estómago dice que sí, pero la cabeza que no, no, ni loco. Que “no vomito desde los quince años, dale”— ¡Sole! —ella, que se apoya contra la pared y habla con alguien que su hermano no conoce pero que igualmente saluda, lo mira preocupada. ‘¿Te sentís bien?’— Voy a salir un rato… a tomar aire —‘Bueno, dale. Cualquier cosa avisame.’ Facundo le resta importancia a esa última petición con un “sí, sí” bastante esquivo y enfila hacia destino. Después de pedirle por favor al sujeto en la entrada, de rogar y sonreír y jurar y perjurar que sólo son cinco minutos, logra salir con la promesa de que podrá volver a entrar. De igual manera lo conocen. Tampoco es para tanto. Sale. Aire… aire con un leve olor a cigarrillo pero aire al fin y al cabo. Se pone el cigarrillo entre los labios y pasa una mano por la nuca transpirada que después limpia contra el pantalón. Algo escucha. ¿Alguien le habla? La visión periférica le dice que sí. Se vuelve. Un chico morocho y alto, con el pelo negrísimo y los ojos oscuros, que lo mira con un cigarrillo en la mano— Perdoná… sí —dice, metiendo la mano para buscar en el bolsillo trasero. En el derecho no, el otro, ahí está el encendedor BIC celeste. Duda un segundo entre ofrecérselo y encender el cigarro él mismo, y al final termina pasándoselo—. Ahí está.
Nair se queda con la mirada puesta en Natalia, que se pone el vestido de raso amarillo con una parsimonia que solamente es capaz de evocar cuando el porro está excepcionalmente bueno o en los momentos posteriores al sexo (sexo de verdad, buen sexo) o por accionar de los ansiolíticos, en la época en la que los tomaba. Él no la conoció así, por suerte, cuando era un manojo de nervios que se retorcía por las calles sin dirección. No, se hallaron como adultos, gente responsable cursando carreras y ahorrando para ir al sur, tomando cerveza en el patio o en algún local artesanal, siempre dispuestos a pagar el remis del otro con tal de que llegue a casa. Igualmente siempre se ha sentido muy chica al lado suyo, como si en vez de dos años de diferencia hubiera un buen par de décadas, como si le hablara un hombre grande con cuerpo y cara de chico. Lo capta viéndola, extiende la mano hacia uno de los cajones de la mesita de luz y saca un pote de crema. Se lo empieza a pasar por las piernas, doradas por la visita a Mar del Plata con Nair a principios de enero y últimamente con las escapadas a la quinta con Aldana y su cuñado. Un hombre grande pero con cuerpo y cara de chico, Nair ya está ocupado en armar un porro y no la está viendo, así que no oculta la sonrisa que se le escapa, piensa que si le dijera ‘siempre sos como un viejito, como un hermano mayor’ Vera le contestaría que es porque lo crio gente del interior, o qué sé yo, me gusta ser serio (ella se le tiraría encima sobre la cama entonces, diciendo pero qué decís negrito si sos un cago de risa, serio las pelotas, es porque tenés esa cara de doctor, de psiquiatra, de te estoy psicoanalizando, tengo todo controlado…)
Ha pensado bastante en dejar la casa de papá en Avellaneda y venir a Boedo a vivir con Natalia. Más que nada porque Cristian le preguntó qué onda eso y, como siempre, la pregunta devino en un popurrí de consejos, de críticas, de gastadas: ‘hacete hombre, amigo, si se quieren, déjate de joder, dale, encima con lo que te banca, pobre Natalia, qué paciencia que te tiene’. Tal vez verla todos los días hablarle a las flores para que nazcan pimpollos va a cambiarle un poco el humor por las mañanas, aparte papá está insoportable, ahora le agarró de nuevo la locura de ampliar la casa y le hace muy mal el polvo, el olor a cemento, el ir y venir del serrucho cortando madera… a Nair que le encanta estudiar sin ruido, solamente algo de fondo, a él que le gustan las cosas limpias, pulcras, ordenadas, no el caos de una construcción… A Natalia le tocan el timbre media hora más tarde de lo planeado, cuando ya está en la cama sin los zapatos y a la mitad de una seca. Se levanta a las puteadas y se va a ver al espejo, se arregla el rodete con las invisibles, se calza de nuevo y se va diciendo chau no llego nos vemos más tarde. Nair escucha la puerta del departamento cerrarse de un golpe seco y fuerte y hasta doloroso. Ese va a ser un problema, piensa, Natalia es sencillamente incapaz de no pegar portazos (recuerda que le decía el padre con respecto a esto: tiene brazo de boxeador, de macho, a vos te baja de una trompada, como si Nair se tuviera que sentir mal, poca cosa. Nunca se llevó bien con él, ahora ella se está yendo a comer con el tipo y la mujer y Nair no va, porque él no lo invita y Vera tampoco querría ser invitado).
‘Qué onda locaaaaa’ dice el mensaje. En la foto Cristian está en bermudas, abrazado a su novia frente a una costa gris. Se los ve contentos, muy borrachos y contentos. Le contesta y el intercambio de texto se alarga durante un buen rato, Nair lo aprovecha para ducharse, para lavar los platos, para hacer mate. Le gusta el departamento de Natalia, a nombre de su padre y para ambas hermanas (Aldana nunca lo ha utilizado, solamente durante una época muy corta luego de terminar el secundario y antes de conocer a su novio), es colorido y tiene espacio, un patio, colores, macetas, un gato (Mushu, el gato). Le haría bien otra persona, piensa, a Natalia y a él les haría bien esto, como pareja… Recuerda haber leído una vez, mucho tiempo atrás, una frase que iba algo como temía que ese grandioso amor, que había resistido tantas pruebas, no pudiera sobrevivir a la más terrible de todas: la convivencia… No sabe qué tanto de cierto haya en eso ni si es aplicable (qué tantas pruebas habrá pasado su relación con Natalia, no más que los histeriqueos y los planteos que se hacen las parejas, y sí es grandioso pero a qué se refiere con ese grandioso amor), pero le queda dando vueltas hasta que se pone de pie y decide buscar quién lo escribió. Isabel Allende, escritora chilena nacida en Lima, Perú. Cristian le cuenta que está con los chicos, le ofrece ir a buscarlo (‘vamos en la moto, te paso a buscar’) y Nair le dice que no, que hoy tiene un cumpleaños, pero que capaz mañana sí (‘siempre es mañana con vos, bobo’).
Arregló encontrarse con Natalia a la una –a más tardar una y media- de la mañana en la puerta de la Jolie, y son casi las dos y cinco. La llamó una vez y le dio apagado, pero ahora va por la segunda. Le atiende.  — ¿Qué onda? — ‘Me peleé con mi viejo. Estoy caminando a mi casa, no quiero ir’. —Dale, es el cumpleaños de Lara, es tu mejor amiga — ‘Ya sé, ya sé’ suelta. Nair se siente mal de forma automática, recién ahora nota que tiene la voz así como suena luego del llanto ese que sale y no para de salir y te deja frustrado y sin aliento. — ¿Querés que vaya para allá? — ‘No, quiero estar sola’. — ¿Qué le digo a Lara? — ‘Después le digo yo, Nair, no me hagas tantas preguntas’. —Bueno, dale. Avísame cuando llegas. —Cuelga él, sintiéndose bastante pelotudo. Respira profundo. Trata de entenderla, a él con papá (a Pablo lo entiende sin palabras, con Maitén se pelea como pelean los hermanos y a Solara no le discute nada desde hace años porque es al pedo) no quiere ver a nadie, sale a caminar un par de cuadras o se concentra en leer algo para distraer la cabeza. A ella le después del llanto le llega el enojo y la frustración siempre, pero es así (él lo sabe, antes de ser novios fueron amigos y le tocó vivirlo por ese lado también), complicada como cualquier otro ser humano, lo entiende. Ella se lo advirtió alguna vez (‘soy esto’ y él pensaba yo te quiero conocer igual…) y hoy en día está tan acostumbrado a sus drásticos cambios de humor que esto no va a pasar a ser una molestia de ahora y mañana dará igual porque siempre pasa. Le va a preguntar a Cristian si siguen todos levantados así se ven.
‘¡Nair!’ Escucha. De adentro sale Lara, con su escaso metro sesenta tratando de camuflarse en plataformas y una campera de cuero a lo motociclista. Tiene el pelo lila, medias de red, los ojos como a punto de salirse de las cuencas. Está drogada, mucho, feliz, veintiséis añooooooos gritaba hace un rato, las manos en la cabeza. ‘¿Y mi nena?’ Pregunta. —No se siente bien. — ‘¿Cómo?’ Pregunta, alargando las vocales. —Se peleó con el papá. —  ‘¿Y si la convenzo?’ Hay una pausa. ‘¿Me prestas tu celu?, el mío se murió’ le dice, aguarda, Nair pone la contraseña y se lo pasa. La charla empieza, alcanza a oír vagamente a Natalia hablar, y luego piensa que habrá reconocido que es Lara porque la otra dice no, no pasa nada, no estés mal y Nair se aleja hasta no escuchar, le da un poco de vergüenza, no quiere meterse. —Me voy a fumar un pucho—dice, más bien al aire, Lara le hace un gesto con la mano y se apoya contra la pared, Nair camina hacia el otro extremo. Se convence de ser más bien un fumador social, pero últimamente fuma bastante del tabaco de Natalia. Hoy se compró un paquete de diez. —Amigo—empieza, muestra el Marlboro. —, ¿fuego tenés, de casualidad?
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fcerrano · 6 years
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Se levanta de la cama después de sacarse de encima el brazo de Mauro, que aprovecha el momento para acomodarse atravesado sobre el somier como si le hiciese falta espacio. Piensa que puede dormir desnudo, con una pierna apenas aprisionada entre las sábanas blancas que siempre tira un poco más para su lado de la cama, pero siempre le hierve la piel de la misma manera. Facundo no sabe bien por qué es. Se dio cuenta una de las primeras veces que durmió con él y, sin importar la época del año o cuánto baje la temperatura, el hecho no cambió más. La boca lo mismo. Siempre caliente y húmeda, con la barba oscura que raspa y le hace cosquillas cuando le besa el cuello. Será que todavía lo calienta tanto o que lo tiene idealizado, pero le produce un placer un poco morboso pensar en eso, cómo lo toca y lo reduce a nada.
Frente al ropero, abre un par de cajones que el mayor vació y le concedió hace algún tiempo ya y de adentro agarra un calzoncillo y un pantalón corto. Hace calor, siente la piel transpirada en la nuca y los rulos pegoteados. Entorna la puerta después de salir del dormitorio y, así como está, pasa al baño. Se da una ducha en un par de minutos... le encanta el perfume fuerte y un tanto amargo del champú de Mauro, lo hace sentir en paz.
El pelo gotea sobre los hombros y la espalda cuando sale y hace una pausa para mirarse al espejo. Tiene cara de cansado, las ojeras y la barba incipiente en la quijada no ayudan a disimularlo. Piensa en que no quiere afeitarse ahora, pasa una mano por entre los mechones mojados y trata de acomodarlos para que después no sean un desastre. Cosa difícil. Encima de la mesa de la cocina, vibra un celular y de golpe se acuerda que de nuevo se olvidó  que tenía que llamar a Soledad. Ya escucha su voz cuando le atienda, la ve con la sonrisa con la que siempre lo gasta y el cigarrillo armado a las apuradas encima de la mesa de hierro y cristal del patio de Eva: “colgado, como siempre, mi hermanito Facu”. Corre a la cocina después de vestirse con un par de tirones a la tela y mira la pantalla del IPhone que tiene una ilustración de Jimi Hendrix setteada como fondo de pantalla. Juliana. Es lo único que dice. Juliana. Juliana y la puta que te parió. Mauro y la puta que te parió. La puta que te parió, ¡hijo de puta! No se mueve de al lado de la mesa, pero tampoco atiende. Podría desbloquearlo y atender y andá a saber para qué carajo querría hacer semejante cosa. La contraseña la sabe, son cuatro números que señalan el día y el mes (éste con un cero adelante porque Mercedes es ariana) del cumpleaños de su suegra. Pero ¿por qué no lo hace? Respira profundo.
Mauro le toca la cintura tratando de acercarlo (ante esto Facundo se sobresalta y se aparta casi por instinto). Sosa, que tiene todavía la piel de la mejilla izquierda marcada con los pliegues de las sábanas de la cama en la que anoche garcharon, pregunta quién llama. Se pregunta si decirle o no, si sacar la bronca de que esto esté pasando otra vez y sin el más mínimo pudor, y en su lugar camina los tres pasos que lo separan de la cocina para prender una hornalla. No tiene por qué ser igual que antes, ¿no? Se distrae. ¿Querrá café o mate? Abre la boca para preguntarle y no sale nada, ni un sonido. Llena la pava de metal violáceo de agua y la pone a calentar. El mayor permanece en silencio, lo sigue un instante con esos ojos que Cerrano nunca sabe si son verdes o marrones. Al final pasa un dedo por la pantalla del teléfono y, ¡gracias a Dios!, deja de vibrar, violento, contra la mesa. A Facundo le hace eco en la cabeza por un rato más. Lo tiene harto, siente la cara caliente y las manos temblorosas. 
‘Facu...’ el menor corre un rulo mojado que le hace cosquillas en la frente y lo mira— ¿Me alcanzás el mate del secaplatos? —‘¿Qué?’— El mate, Mauri... dejá, yo lo agarro. Sacá el paquete de yerba de la alacena —‘Creo que no hay más...’—. Sí, hay, amor. Compré ayer. 
El pantalón, de jean negro, tiene alguna que otra mancha de pintura. Lo usa no tanto por el hecho de que parece sacado del fondo de una caja olvidada de una feria americana y complementa el look, sino porque le queda bien y le gusta. La remera es nueva, así que no hay nada para decir. Tela negra, lisa. Zapatillas blancas y, desde hace un rato apenas, manchadas en la punta con un poco de birra que se le cayó del vaso cuando quiso abrazar a Solci que acababa de entrar a la sala de exposición. El lugar no es muy grande (Brasil diría que está más bien “hasta las pelotas”, con ese acento que no se quiere ir ni siquiera cuando se ríe y que empeora cuando está borracha o drogada, o ambas) pero a él le parece que es hermoso y la ubicación de las obras está bien planeada. Él, bocetado en carbonilla negra y nada más, está repetido dos veces entre un par de otros cuadros colgados sobre la pared norte de la sala.
El arte es hermoso. Los cuadros son hermosos. Todo le parece hermoso. La luz suave, el mural en una de las esquinas de la sala del centro cultural en la que se divisa a Juana Azurduy y Evita, a San Martín y Evo Morales, a Néstor y Cristina abrazados, al Che... las flores que fumó con Sol hace un rato e incluso la cerveza que ya no está tan fría. Inspira por la nariz, profundo, y levanta los brazos por encima de la cabeza para estirar la columna, que parece relajarse. Hay un ensamble tocando música con un violín, una caja y un ukelele y una piba que se llama Romina y que cuando canta te hace olvidar de absolutamente todo. La noche está fresca y reflexiona sobre que si no estuvieran clavados en la mitad de la maravillosa Ciudad de Buenos Aires es seguro que el cielo estaría totalmente borracho de estrellas. 
De la casa de Mauro se fue después del medio día incluso aunque tenía que encontrarse con Dani a las seis en su departamentito en Villa Sarmiento para tomar el ochenta y ocho hasta Once. Alrededor de las dos cayó a tocarle el timbre sin avisar y la despertó. Ella bajó a abrirle la puerta con el flequillo hecho cualquier cosa y el pelo inflado de haber estado durmiendo después de acostarse a las seis. Para aplacarle el entrecejo fruncido y la cara de orto, le dijo que traía esos chipá de la estación de San Justo que hace una señora que se llama Maribel y que les sonríe siempre que los ve pasar. A ella, como por arte de magia, se le pasó la chinche ni bien lo escuchó. Tomaron mate, fumaron una tuca que Facundo traía en el paquete de Marlboro y la ayudó a elegir la ropa para la noche. Nada de otro mundo. Una camisa azul marino con dibujos en blanco de algunos planetas y estrellas, con una pollera de jean negra que se abotona al frente y los borcegos de siempre. Un bolso de Puro con flores en turquesa y rosa viejo cruzado a través del pecho que Facundo le regaló para su último cumpleaños completa la visión. 
Ahora la mira. Gesticula con las manos y entretiene porque su personalidad es así de brillante y chispea, siempre, sin importar en dónde esté. Brasil (como él le dice, porque es natural de Río y su mamá actualmente vive allá) tiene los cachetes grandes y la nariz chiquitita y con la gracilidad que ostenta a él siempre le hizo acordar a uno de los cuadros de ojos grandes de Margaret Keane. Es preciosa... cerveza en mano y los gestos de sacada. Ella le cede la palabra a alguien más (¿de qué mierda hablaba?) y se acerca a pasarle un brazo por la cintura a Facu. ‘Lo tenés que dejar’ dice, y le clava los dedos con fuerza en las costillas. Él pega un salto. Si no fuera porque la ama, le daría un cachetazo. O un tirón de pelo cortito, de esos que duelen. ‘¿Me escuchás?’— Ay, dale, Dani. Dejame de joder —‘¿Yo te jodo?’ le pone los ojos en blanco. Cuando está loca se le van a la mierda todos los pocos filtros que tiene por lo general—. Soltame... voy al baño —‘Vaya nomás’. Lo molesta. No pasa seguido, pero pasa. La mayoría de las veces cuando le dice cosas que no quiere escuchar. 
Se despega de ella y marcha en dirección al baño. A medio camino de ahí termina el vaso de cerveza en un par de tragos (está horrible) y cuando se da vuelta para buscar algún lugar donde dejarlo se choca contra alguien más. Por supuesto, putea en voz alta— ¿Te mojé? —lo mira— Disculpame. 
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fcerrano · 6 years
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El efecto dominó dado entre vos y yo, si me acerco te ponés a temblar. Eso me confunde mucho Algo pasa entre nosotros dos Y no quiero entusiasmarme con palabras Ya no hago más que especular, Mejor seria demostrártelo…
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fcerrano · 6 years
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