Tumgik
eldiariodelarry · 6 months
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Clases de Seducción II, parte 17: Alianzas
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12, Parte 13, Parte 14, Parte 15, Parte 16
Olivares tomó un bus comercial de regreso a la ciudad de Antofagasta después de haber ido a dejar a Sebastian hasta el regimiento de Arica.
Al llegar a la Perla del Norte de Chile, al mediodía siguiente, se tuvo que presentar en el regimiento para retomar sus labores.
—Olivares —lo saludó el Capitán Rodriguez apenas Matías cruzó la puerta del galpón principal del regimiento.
—Mi Capitán —se cuadró Olivares frente a su superior, con evidente cansancio en su semblante.
—Lo estuve llamando durante la mañana —le comentó el Capitán—, ¿por qué no le contesta a su superior?
Matías el día anterior le había entregado su viejo celular a Sebastian para entregarle novedades sobre Rubén. Si bien en el momento de tener esa idea no pensó en cómo obtener la información, ya que desconocía cualquier tipo de dato sobre Ruben (nombre completo, dirección, etc), pensó que se las arreglaría en el camino.
—Disculpe, Capi —respondió Matías, recordando que tampoco había considerado que podrían contactarlo cuando le entregó su celular a Sebastian—, perdí mi celular.
—¿Lo perdiste? —preguntó ceñudo el superior.
—Sí —respondió Matias intentando sonar lo más convincente posible—, me quedé dormido anoche en el bus y me di cuenta cuando venía para acá que ya no lo tenía.
—Vamos a la comisaría —le dijo Rodriguez, poniéndose de pie—. Tiene que hacer la denuncia del robo.
—¡No! —dijo rápidamente Matías, de manera bastante sospechosa—, no es necesario, Capi —agregó, con más calma para sonar más despreocupado—, igual tenía pensado comprarme uno nuevo esta semana con mis ahorros.
Rodriguez miró a Olivares en silencio de forma seria por un par de segundos, levantando la ceja derecha.
—Olivares, si no quiere hacer una denuncia es su problema —le aclaró el hombre—, pero nosotros tenemos que ir a la comisaría. Me llamaron porque al parecer tenemos otro fugado.
—¿Otro más? —preguntó desganado Matías, sabiendo que siempre lo mandaban a él de chaperón de los soldados que se arrancaban de sus respectivos regimientos.
—Así es, Olivares —confirmó el Capitán.
Matías y Rodriguez se subieron al sedán negro del Capitán y tomaron rumbo a la tercera comisaría de la ciudad, donde se comunicaron con el Sargento a cargo.
—¿Por qué demoraron tanto en venir? —les preguntó el Sargento tras las presentaciones correspondientes.
—Estábamos atendiendo otro asunto de mayor importancia —respondió Rodriguez—. Además, la espera le enseñará al joven que arrancarse del regimiento no es cosa fácil.
—Tampoco es que sea delito, Capitán —aclaró el Sargento—. Nosotros lo retuvimos simplemente porque no tenía documento de identidad, y no nos quiso dar mayor información de su procedencia.
—Pero nada de eso es delito, sargento —comentó Matías, con algo de indignación—. No querer decirles de dónde viene no es delito, y la identidad la pudieron corroborar pidiéndole su RUN.
—Olivares —el Capitán le llamó la atención discretamente a Matías.
—¿Y por qué lo trajeron en primer lugar? —quiso saber Matías, ignorando la llamada de atención de Rodríguez.
—Recibimos una denuncia anónima de alguien que aseguraba que esta persona se había arrancado del servicio militar.
—Buen trabajo, Sargento —reconoció el Capitán Rodríguez, y el sargento trató de disimular una sonrisa de orgullo.
—¿Cómo pueden asegurar que efectivamente es la persona correcta, si no les ha dicho de dónde viene? —preguntó Matías, algo preocupado.
Efectivamente, el Sargento había admitido que tenían detenido a alguien que no había cometido ningún delito, y tampoco estaban seguros de estar frente a la persona que supuestamente se había arrancado de un regimiento.
—Bueno, la mochila que traía evidentemente era de indumentaria militar, y en el interior cargaba su uniforme —respondió algo molesto el carabinero.
—Gracias Sargento, nosotros continuamos desde aquí —intervino Rodriguez, dando por cerrado el cuestionario de Matías, lanzándole una mirada seria y fulminante al muchacho.
El par de militares ingresaron a la sala de detención y pidieron abrir la celda donde estaba ubicado el joven desconocido que había sido denunciado como un fugado del servicio militar.
El joven levantó la vista y Olivares se dio cuenta que tenía una notoria cicatriz en la frente y otra en el mentón, que le daban un aspecto intimidante, pero a la vez atractivo.
—¡Soldado! —habló con fuerza Rodríguez—, su aventura de fin de semana ha terminado.
—Hoy recién es viernes —murmuró con hastío el joven.
Olivares miraba en silencio la interacción.
—Bueno, como sea soldado, desde hoy en adelante todos sus días serán lunes —respondió Rodríguez—. Un eterno y tedioso lunes.
Rodríguez se acercó a la banca donde estaba sentado el joven, quien se puso de pie sin esperar que el hombre lo tocara de alguna forma, y comenzó a caminar en dirección a la salida de la celda, asumiendo su destino.
—Nos dirigiremos al regimiento, para averiguar de qué castillo se escapó la princesa —le anunció Rodríguez—, y luego Olivares se asegurará de enviarte de regreso, de donde no volverás a salir en mucho, mucho tiempo, ¿entendido?
El joven desconocido simplemente asintió.
Olivares se sentó en el sedán negro en la parte trasera, al lado del soldado en fuga, quien fue todo el camino mirando por la ventana, en silencio, permitiéndole a Matias apreciar la perfecta definición de su mandíbula, que comenzaba a mostrar el crecimiento leve de su barba tras dos días sin afeitar.
Al llegar al regimiento, Rodriguez se dirigió a su oficina a revisar en la base de datos del servicio militar dónde estaba designado el joven desconocido, a quien le había pedido anotar su RUN en un papel.
—Vaya, vaya —murmuró Rodríguez al salir de su oficina—, así que el soldado Javier Gutierrez se arrancó del mismo regimiento en Arica que nuestro querido Guerrero.
Olivares al escuchar la mención a Sebastian miró de inmediato al joven.
Javier mantuvo una expresión neutra en el rostro.
—¡Olivares! —le llamó la atención Rodríguez—, asegúrese que este soldado llegue a su regimiento en buenas condiciones.
A Matías no le encantaba la idea de volver nuevamente a Arica. Esta vez sería peor incluso, ya que tendría que ir en bus comercial, en vez de avión (ya que los pasajes de avión los había asegurado el padre de Sebastian el día anterior).
—¿Es necesario que vaya hasta allá con él —preguntó Matías, notando de inmediato la cara de furia de Rodríguez—… mi Capitán?
—Su labor es asegurarse que llegue al regimiento que le corresponde —insistió Rodríguez, sin cambiar su indicación.
A pesar de que quería hablar con el amigo de Sebastian, Matías no estaba muy convencido de ir nuevamente a Arica.
—¿Alguna posibilidad de que nos envíen en avión? —Matias dudaba que la respuesta fuera afirmativa, pero no perdía nada con intentar.
Rodríguez lo miró con seriedad, lo que fue suficiente respuesta para Matías.
—¿Puedo hablar con don Rolando para que lo lleve en el bus? —insistió Matías, recurriendo a la última alternativa que le quedaba.
El Capitán se quedó pensando unos segundos. Don Rolando era el conductor del bus militar que se había llevado a Sebastian desde Antofagasta hasta Arica (y que había recogido a Javier en el camino) al inicio del servicio militar.
—Bueno, si tiene la disponibilidad, al tener su formación militar debería actuar como escolta —accedió Rodríguez.
Matías sonrió satisfecho, y tomó las llaves del sedán negro que Rodríguez le estaba extendiendo.
—Vamos —le dijo a Javier, poniendo su mano en su hombro como si fueran amigos de toda la vida.
—Olivares —le llamó la atención Rodríguez, por la cercanía demostrada con el muchacho, provocando que Matias se alejara instintivamente.
Matías llevó a Javier hasta el sedan negro, y lo hizo subirse en el asiento del copiloto.
—Soy Matías —se presentó, extendiéndole la mano.
Javier no contestó, pero le dio la mano a modo de cortesía.
Matías se sintió algo estúpido por intentar demostrar una personalidad amigable con aquel desconocido, pero no perdía nada con intentarlo. Encendió el motor del vehículo y salió del estacionamiento, tomando rumbo por la costanera.
—¿Conocías a Sebastian? —le preguntó Matías a Javier, para romper el hielo.
Matías miró de reojo a Javier, quien iba pegado mirando por la ventana del vehículo.
—Te vi cuando lo fuiste a buscar a su casa —respondió Javier con la voz apagada después de un rato—. A ti y al otro viejo culiao.
—¿Estabas ahí? —preguntó Matías sorprendido—, ¿adentro de la casa?
—Estaba en la calle —aclaró Javier—. Los vi cuando llegaron y cuando se llevaron al Sebita. ¿Cómo pueden ser así de conchesumadres?
Matías se sintió interpelado.
—La verdad no tuvimos alternativa —le aclaró—. De hecho, tuve que llevarlo hasta Arica también, hablé harto con él. Me contó que su amigo Rubén había tenido un accidente, y le prometí que iba a averiguar cómo estaba.
Javier por primera vez dejó de mirar por la ventana y miró fijamente a Matias.
—Vamos, entonces —le dijo Javier—, vamos al hospital a ver cómo está el Rube.
Matías lo miró sonriendo, como si Javier acabara de leer su mente.
—Vamos —accedió, y pisó el acelerador para llegar lo antes posible a su destino.
La pareja de soldados se dirigió al hospital primero a ver si podían obtener información, pero no tuvieron nada de suerte.
—No puedo entregarles información de ningún paciente, porque no son familiares directos —le explicó la señorita del mesón de atenciones.
—¿En serio no puede hacer nada? —insistió Matías, empleando sus habilidades blandas para poder acceder de forma amable a la información—. O quizás, no darnos detalles de su diagnóstico ni nada, pero por último saber si todavía está acá en el hospital, o si lo dieron de alta.
Matías le sonrió con amabilidad a la señorita del mesón, quien se mostró dispuesta a ayudar.
—Voy a revisar si me arroja alguna información el sistema, ya que ni siquiera me están dando el RUT del paciente —le dijo con acidez la mujer.
Matías miró a Javier, quien sonreía ilusionado ante la expectativa de obtener respuestas.
—Me aparece que tengo a dos Ruben Castillo atendidos en los últimos cinco días —les informó la mujer—, y ambos aparece que fueron dados de alta.
—¿Alta?, eso quiere decir que se fue a su casa sano y salvo, ¿cierto? —preguntó Javier—, ¿o es posible que lo hayan enviado a otro centro más especializado o algo así?
—Alta significa que se va a su casa, con tratamientos orales, no tienen mayor complicación —le indicó la mujer, tranquilizando a los muchachos.
El par de soldados agradecieron la ayuda de la mujer, a pesar de que no les quiso decir la dirección de Rubén.
—¿Te acuerdas donde vive el Seba? —le preguntó Javier a Matías.
—Sí, me acuerdo, ¿por? —respondió Matías.
—Porque el Seba y el Rubén son vecinos, y el otro día estuvimos con el Seba en la casa del Rubén —le contó Javier—. Vayamos a su casa a verlo.
—¿Cómo no lo mencionaste antes? —le preguntó Matías.
—Porque primero teníamos que venir al hospital a ver qué onda.
—Estás ganando tiempo, ¿cierto? —preguntó a modo de broma Matías, sin esperar respuesta.
El par de soldados se subieron nuevamente al sedán negro y tomaron rumbo a la casa de Sebastian.
Javier le indicó a Matías exactamente cuál era la casa de Rubén, y tocaron el timbre. Después de unos segundos salió un joven de unos veintitantos años.
—¿Rubén? —preguntó Matías, algo confundido porque pensaba que el amor de Sebastian era más joven.
El joven negó con la cabeza.
—¿Quién lo busca? —preguntó el joven.
—Somos amigos de Sebastian —se presentó Matías, venimos a ver a Rubén.
—Lo siento, pero Rubén no está en condiciones para recibir visitas —les dijo el joven.
—¿Está bien? —preguntó Javier—. Sabemos que tuvo un accidente, y queríamos saber si está bien o no, para avisarle al Seba
El joven se acercó a la reja suavizando la expresión.
—Si, está bien —respondió el joven—. Con unas esguinces y moretones, pero bien. El Rube quiere descansar bien, así que pidió no recibir visitas.
—Entendemos —dijo Matías—. Con saber que está bien nos quedamos tranquilos.
El joven se despidió tras agradecer la preocupación, y volvió a entrar a la casa cerrando la puerta tras de sí.
—Misión cumplida —comentó Matías al subirse de vuelta al sedán negro.
Javier asintió.
—Hora de volver a la realidad —respondió Javier con pesar.
—Ahora te toca hacer lo más importante —Matías intentó animarlo—, tienes que entregarle la información a Sebastian.
Matías condujo el vehículo hasta un sector residencial del lado norte de la ciudad y se detuvo frente a una casa específica y tocó la puerta. Al rato salió un hombre al borde de la tercera edad que lo saludó con afecto: era don Rolando, el conductor del bus militar.}
Matías le preguntó si tenía disponibilidad de trasladar a Javier hasta el regimiento de Arica, y Rolando lo sorprendió al decirle que coincidentemente tenía que transportar un cargamento al mismo recinto, pero que saldría a la mañana siguiente.
Javier aceptó a regañadientes su destino, y volvieron ambos en el sedán negro hasta el regimiento de Antofagasta para que Javier pudiera pernoctar.
—Si se queda acá una noche más no me interesa —le dijo Rodríguez a Matías cuando volvieron—. Sería una noche extra fuera de su regimiento, lo que le extendería su castigo solamente.
Matías se despidió de Javier con un afectuoso abrazo cuando Rodríguez no estaba mirando.
—Gracias por ayudar al Seba —le dijo Javier durante el abrazo.
—No todos somos malos acá —respondió Matías separándose de él, dándole unos golpecitos en los hombros a Javier—. A algunos nos gusta hacer el bien cuando podemos.
Matias le guiñó el ojo a modo de despedida y se dio la vuelta camino a la salida del galpón.
Felipe llegó a la casa de Roberto con una amarga sensación de vacío. Notó que la casa estaba en completo silencio, indicando que aún no llegaba nadie. Sentía que estaba completamente solo en el mundo, y tenía la convicción que se merecía estar solo, sin nadie a su alrededor a quien arruinarle la vida.
Tras la visita a su padre en la clínica, donde sus progenitores le dejaron muy en claro que ni en aquella situación de vida o muerte iban a aceptar su naturaleza, quedó con una sensación de rabia, pena y soledad mezcladas, tan fuerte, que le provocaron un profundo dolor de cabeza.
Se había dirigido a la casa de Ruben para hablar con su pololo, contarle lo que le había ocurrido, pero él mismo había pedido no ver a nadie tras su accidente. Pensó que podría haber tenido algún privilegio por ser su pololo, pero la negativa de su suegro le demostró que no.
Sentía que eso último se lo merecía, por haber actuado de tan mala manera con su pololo en el último tiempo, llegando incluso a coartar un posible contacto con Sebastian, al llamar a los carabineros para avisar que el compañero del servicio militar con quien se había fugado se encontraba en el hospital.
Llegó a pensar incluso que ese último acto había tenido algún peso kármico en la reacción que tuvieron sus padres frente a su visita en la clínica: la vida lo estaba castigando por la forma que se había comportado.
Felipe se quitó los zapatos, el pantalón y la polera, y se acostó en su cama, tapándose con las frazadas. Cerró los ojos para despejar la mente e intentar olvidar lo que había vivido ese día, y volvió a abrirlos cuando escuchó la puerta abrirse al entrar Roberto a la habitación.
—¿Y tú?, ¿no tenías turno hoy? —le preguntó Roberto a modo de saludo.
“Conchetumare”, pensó Felipe, mientras se sentaba en el borde de la cama.
Había olvidado por completo que le correspondía trabajar esa tarde, pero prefirió evitar agobiarse la mente con una preocupación más.
—Mañana diré que estaba enfermo —respondió sin ganas Felipe.
—¿Qué te pasó? —Roberto notó de inmediato que algo andaba mal. Felipe no solía faltar a ningún compromiso, laboral o académico.
—Fui a ver a mi viejo a la clínica —le contó Felipe, y Roberto se acercó de inmediato y se sentó a su lado en la cama.
—¿Cómo está él? —preguntó Roberto, temiendo visiblemente que la respuesta fuese la más trágica posible.
—Muriendo —respondió Felipe, intentando sonar lo menos emocional posible. A pesar de su tono, Roberto le dio un abrazo y no lo soltó más—. Mi visita no fue muy bienvenida —continuó—. Estaban con un pastor, que les dijo que si mi viejo quería irse al cielo no podía volver a tener contacto conmigo, aunque se estuviera muriendo.
—Viejo culiao —murmuró Roberto, con total indignación en sus palabras.
—De verdad pensé que su situación actual podía haber cambiado algo en él, en los dos —le contó Felipe—. Pensé que por estar al borde de la muerte iba a querer recuperar el tiempo que había perdido. Lo peor de todo es que después de eso lo único que quería era hablar con el Rubén, estar con él, contarle la hueá, pero no pude.
—¿Por qué? —preguntó extrañado Roberto.
—Porque su viejo me dijo que no quería recibir visitas —explicó, y luego dio un largo suspiro mientras miraba el par de zapatillas que estaban tirados en el suelo a un metro y medio de la cama.
—Entiendo que no quiera recibir visitas, después de lo que le pasó —razonó Roberto—, pero igual uno esperaría que te diera algún tipo de privilegio.
—Bueno, no es como que me lo merezca en todo caso —comentó Felipe, sin ganas.
Roberto no dijo nada, coincidiendo con el comentario.
—Asumo que aún no han podido hablar después de lo de su cumple —dijo Roberto, y Felipe negó con la cabeza.
—Ayer cuando llegó del hospital estaba con una onda como súper optimista, de dejar atrás todo lo malo y la hueá —le contó Felipe—, pero con lo de hoy creo que lo nuestro ya terminó.
—Ya, pero no pienses eso —lo tranquilizó Roberto—. Entiende que tuvo un accidente igual grave, necesita tranquilidad. Quizás ya mañana o pasado puedan hablar con calma.
Felipe asintió, dando un suspiro.
—Necesito desahogarme.
Roberto lo miró, se puso de pie y se paró frente a él.
—Pégame —le ofreció Roberto.
—¿Cómo te voy a pegar, hueón? —rechazó de inmediato Felipe.
—Bueno, si no me quieres pegar a mí, tienes un saco en el patio que podría servirte —sugirió, ahora hablando en serio.
Felipe pensó un par de segundos la idea de Roberto, y luego se puso de pie dispuesto a bajar al patio. Tomó los guantes de box que tenía guardados en el cajón del escritorio y bajó con el objetivo de descargar todas sus emociones en ese saco colgante.
Salió al patio mientras se acomodaba los guantes, y apenas tuvo frente a su cuerpo el saco, le dio un fuerte golpe de puño. Comenzó de forma normal dándole golpes casi de rutina, y luego poco a poco fue aumentando la fuerza de sus golpes, hasta provocar que el saco se soltara de una de sus amarras.
Cuando el saco se tambaleaba colgando de un gancho menos, Felipe se percató que sus guantes estaban rotos de igual forma por la fuerza de sus golpes. Se los quitó y pudo ver que en los nudillos tenía heridas provocadas por los golpes.
Detestaba tener heridas en las manos, y la misma situación de haberse provocado el daño a sí mismo le generó aún más frustración y rabia consigo mismo.
Comenzó a lanzarle patadas al saco de box que seguía meciéndose sostenido por las amarras que le quedaban, y luego volvió a golpearlo con sus puños desnudos, provocando mayor daño en sus nudillos.
Después de unos minutos el saco de box cedió de sus amarras y cayó con un golpe sordo al suelo, y Felipe se arrodilló sobre el saco y siguió golpeándolo con menor fuerza esta vez, solo con la poca energía que le iba quedando en su cuerpo.
Cuando ya no le quedaban fuerzas en sus brazos, pegó un grito desgarrador, liberando toda la angustia que llevaba acumulando en los últimos meses, lo que provocó que empezara a llorar desconsoladamente.
Felipe intentaba frenar el llanto para mantener la compostura, pero no podía. Las emociones que se había esforzado tanto en mantener dentro suyo por tanto tiempo por fin estaban saliendo a la fuerza.
De repente Felipe sintió unas manos que lo tomaban para ponerlo de pie y luego un fuerte abrazo de contención. Era Roberto que había estado probablemente viendo todo su patético espectáculo en el patio de su casa.
—Todo va a salir bien —le dijo Roberto al oído, con la voz quebrada por la emoción, acompañándolo en su llanto.
Felipe estaba seguro de que su amigo no tenía como asegurar eso, pero prefirió creer que así sería.
A Sebastian le correspondía nuevamente dormir en ese pequeño cuarto oscuro lleno de quizás qué tipo de animales e insectos.
Al igual que la noche anterior, no pudo dormir casi nada, pero esta vez, fue producto de los pensamientos que rondaban en su cabeza.
Estuvo constantemente pensando en las palabras de Julio y sus secuaces respecto a Simón, y lo que supuestamente le había pasado.
Si bien no fueron específicos en contarle qué le había pasado a Simón, Sebastian pudo deducir que le habían hecho algo, aprovechando su ausencia y la de Javier.
Ahora era Sebastian el que se encontraba completamente solo, sin el apoyo de Javier ni de Simón, dejándolo completamente vulnerable al igual que su compañero iquiqueño.
Según las palabras de Andrés, el capitán había dicho que Simón tuvo una crisis de pánico simplemente, pero podía estar cubriendo al trío de imbéciles.
“¿Pero por qué haría algo así el capitán de un regimiento?”, Se cuestionaba Sebastian intentando buscar una lógica a sus teorías: Para no exponer que no tenía realmente bajo control a su pelotón de soldados.
Eso tenía sentido.
Se imaginó a Simón completamente desfigurado por los golpes que le propinaron Julio, Luis y Mario, según habían insinuado, y le dio una profunda pena y rabía, pensando que había tenido que pasar por eso simplemente por quedar completamente solo, tras haberse fugado con Javier.
“Ojalá que esté bien”, se repetía en la mente, con angustia, no pudiendo evitar sentir algo de culpa por la situación.
No se dio cuenta cuánto tiempo había pasado cuando escuchó la puerta abrirse de forma sonora, y la voz de Ortega desde afuera dijo con fuerza:
—¡Soldado Guerrero!, puede volver a las barracas para asearse.
Sebastian sin perder tiempo se levantó de inmediato y salió a la intemperie, donde aún estaba oscuro, se cuadró frente a Ortega y corrió rumbo a las barracas. Se lanzó sobre su cama, con la esperanza de dormir al menos unos minutos.
Estaba acostado dando la espalda al resto del dormitorio cuando sintió unas manos presionando con fuerza su boca.
—Bú —pudo identificar sin lugar a duda la voz de Julio en su oído, mientras Luis y Mario lo ataban de brazos y piernas y le ponían un bozal en la boca para que no pudiera gritar.
Sebastian intentaba con todas sus fuerzas soltarse y emitir algún sonido, pero nada salía de su garganta, estaba completamente silenciado.
El trío de abusadores comenzó a darle golpes de puño en el cuerpo y la cara.
—¿Qué se siente recibir el especial Simón? —preguntó con sarcasmo Luis, mientras sacaba una navaja suiza de su bolsillo y se la entregaba a Julio.
—¿Quieres saber por qué la Simona no dijo nada de lo que hicimos? —le preguntó Julio, acercándose a Sebastian.
Sin esperar respuesta, Julio se montó encima de Sebastian, blandió la navaja y la acercó a su rostro.
Posó la punta de la hoja con una leve fuerza, suficiente para cortar la piel, y la deslizó por la frente de Sebastian.
Las lágrimas cayeron por las sienes de Sebastian, y el corazón le latía a mil por horas, sin creer que nadie a su alrededor hubiese despertado con lo que estaba pasando.
Julio tras hacer el corte en la frente, tomó con fuerza la navaja y la enterró en el bozal, y sin dudar un segundo, la arrastró con fuerza hacia donde estaba la comisura del labio de Sebastian, provocando un corte completo hasta casi llegar a la oreja.
Sebastian se retorció de dolor y comenzó a gritar con todo lo que le permitía su cuerpo, hasta que cayó de bruces al costado de la cama.
Tenía los brazos y las piernas liberadas. Se llevó las manos a la cara y no había rastros de ningún corte ni de ningún bozal. Todo había sido un mal sueño.
—¿Estás bien? —la voz adormecida de Andres desde un par de camas a la derecha lo sorprendió.
—Si, todo bien —susurró Sebastian, intentando contener el llanto.
Se percató que el corazón le latía con fuerza y estaba completamente sudado. Se quedó de pie unos segundos al lado de la cama, mirando al resto de la habitación. Todos dormían plácidamente, incluso el trío que lo atormentó en sueños.
Se volvió a recostar en la cama, sin poder volver a dormir hasta que sonaron las trompetas indicando la hora de levantarse.
Rubén despertó el viernes cerca de las nueve de la noche.
El cansancio acumulado, y los medicamentos para el dolor habían actuado de forma sinérgica ayudando a que pudiera dormir con facilidad.
Se levantó con dificultad con el único propósito de ir al baño, ya que en realidad seguía cansado y no tenía hambre ni ganas de hablar con nadie.
Al volver del baño se cruzó con su papá y su hermano que estaban en el living viendo un partido de fútbol en el cable.
—¿Cómo dormiste, hijo? —le preguntó Jorge.
—Bien —respondió Rubén, sin querer entrar en detalles.
—¿Te preparo algo para comer? —ofreció Darío, con demasiado entusiasmo como para estar ofreciendo una comida.
—Bueno —aceptó Rubén, fingiendo una sonrisa amable. A pesar de que no tenía hambre, no quería rechazar un ofrecimiento de su hermano.
Si bien, no lo soportaba la mayoría del tiempo, tenía que admitir que, en el último tiempo tras aceptar su homosexualidad, la actitud de Darío había cambiado en un ciento porciento. Se mostraba más atento que nunca, y al haber viajado desde Santiago solo porque tuvo un accidente, sentía que le debía retribuir sus buenas intenciones.
Dario le preparó un par de huevos revueltos con pan tostado, y se lo sirvió a Rubén en la mesa del comedor.
—¿Quieres compañía? —le preguntó su padre, entendiendo que Rubén ya había manifestado temprano ese día su intención de estar solo.
Rubén se encogió de hombros. No iba a responder que sí, ya que obviamente quería estar solo, y tampoco podía responderle que no, a su padre que había estado obviamente preocupado por él después del accidente.
De todas maneras, Jorge entendió el significado de su respuesta, y volvió al sillón a ver fútbol con Darío.
Rubén se comió las tostadas con huevo revuelto de Darío en menos de diez minutos. A pesar de creer que no tenía hambre, al parecer su cuerpo estaba pidiendo que lo alimentara.
Después de comer se acercó aparatosamente al living para darle un abrazo a su padre y su hermano a modo de buenas noches, y se fue a su habitación a seguir durmiendo.
Esa noche soñó nuevamente con la voz que le decía “vengo por Sebastian”, lo que le dejó una sensación amarga de que su amigo estaba en peligro.
Si bien, estaba sumamente molesto por la forma en que se habían dado las cosas cuando se fue al Servicio Militar, aún se preocupaba por él. De igual forma, se tranquilizó pensando que esa voz era solo un sueño sin ningún significado profético.
Al día siguiente estuvo toda la tarde viendo televisión en el living de su casa. No tenía ganas de ponerse a chatear por MSN ni hablar por celular con nadie, simplemente quería estar solo.
Su padre, que se había ido a trabajar antes de que él despertara, volvió durante la tarde con una grúa que llevaba el Aska que le había regalado para su cumpleaños.
Rubén sintió que se le aceleró el corazón al ver el vehículo al cual su padre le había dedicado tanto tiempo y trabajo, visiblemente dañado por su irresponsabilidad al manejar.
Intentó ocultar la culpa y la pena que le provocaba ver el resultado de su inmadurez, ante su padre que por su parte igual intentaba mantener una actitud positiva frente a la evidencia del accidente.
—¿Lo vas a restaurar? —le preguntó Rubén a su padre.
—Voy a ver si se puede hacer algo con esto —respondió su padre.
—¿No será demasiado esfuerzo para algo que quizás no vaya a funcionar? —Rubén quiso sugerir que no se esforzara en recuperar el vehículo.
—Hijo, entiendo que te pueda resultar algo chocante, o traumante ver el auto así, y seguir viéndolo, pero creo que un vehículo siempre nos va a ser necesario acá en la casa, y no tenemos plata para comprar uno nuevo. Al menos mi jefe del taller me permitió usar todas las herramientas de allá para intentar repararlo —le explicó Jorge, dándole unas palmaditas en el hombro a Rubén, y le sonrió, mientras sus ojos expresaban otras emociones.
A pesar de que Rubén no quería ver más el Aska, porque le recordaba su irresponsabilidad, su fragilidad y el trauma de haber tenido el accidente, aceptó la decisión de su padre. Si era lo que él quería hacer, no se lo iba a impedir después de haber arruinado su trabajo de años.
Durante la tarde, Rubén llamó por teléfono a Catalina, para poder desahogarse.
—¿Estás bien? —le preguntó ella, tras contestar la sorpresiva llamada de su amigo.
Rubén simplemente respondió con un suspiro.
—¿Quieres que vaya a verte? —le preguntó Catalina, preocupada. Si bien le había sorprendido la decisión de Rubén de permanecer sin visitas, no se sentía cómoda manteniendo tanta distancia después del accidente.
—No sé —respondió finalmente Rubén después de unos segundos—. La verdad no sé qué quiero.
—Si no sabes qué quieres, no es necesario que pienses en eso —le dijo Catalina—, quizás sea mejor enfocarte en qué necesitas.
—Necesito salir, dar una vuelta, respirar —comenzó a decir Rubén.
—¿Y qué te detiene? —le preguntó Catalina.
—Apenas puedo caminar —respondió Rubén con sarcasmo en la voz.
—Ya, pero qué te detiene realmente —insistió ella, ignorando el tono de voz.
Rubén dio un suspiro.
—No sé —respondió en primer lugar—. Siento que, si salgo, voy a preocupar mucho a mi papá y mi hermano. Bueno, sobre todo a mi papá.
—Bueno, yo creo que es natural que se van a preocupar, pero no por eso te vas a limitar a vivir tu vida
Se generó un silencio entre ambos, que Catalina interpretó como que había algo que Rubén se estaba guardando.
—¿Hay algo más? —preguntó ella.
—Creo que tengo miedo —admitió Rubén, con la voz temblorosa.
Catalina se quedó en silencio para dejar que Rubén se explayara.
—Ayer fui a buscar al Seba a su casa, y cuando venía de vuelta me saqué la chucha —le contó—, y aparte de la vergüenza que me dio en el momento, después me puse a pensar qué hubiese pasado si justo pasaba un auto mientras estaba tirado en el suelo, o qué pasaría si salgo ahora a la calle y pasa un auto y me atropella…
—Rube, debes entender que los accidentes pasan —lo interrumpió Catalina—, lo que te pasó a ti fue algo súper fuerte, y sí, creo que es súper normal que quedes con algunos miedos asociados a eso, pero no puedes limitar tu vida en base al miedo.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —comentó con ironía Rubén, y Catalina se rió.
—Lo sé —admitió ella—. No me puedo ni siquiera imaginar cómo te sientes realmente. Incluso yo me siento rara con lo que te pasó, y eso que no lo experimenté físicamente —hizo una pausa para respirar—. Tu mente va a estar dándole muchas vueltas al accidente por mucho tiempo yo creo. Podrías considerar ir a un psicólogo, digo, si sientes que tu mente no logra procesar todo lo que pasó.
Catalina hizo una pausa, y Rubén supo que era para que él dijera algo, pero no supo qué decir. Inmediatamente pensó que no tenía dinero para ir a terapia, y mucho menos quería molestar a su padre con más gastos después de haber arruinado el único medio de transporte independiente que tenían.
—¿Te molestaría si te pregunto qué onda con Felipe? —le pregunt�� Catalina, después del silencio de Rubén.
—¿Qué onda de qué? —Rubén se hizo el loco.
—Ay Rube, no te hagas —Catalina endureció el tono, como una madre retando a su hijo pequeño—. Tuviste el accidente después de conversar con tu pololo que te había ignorado por varios días antes de tu cumple.
—No fueron varios días —la corrigió Rubén.
—Ya, da lo mismo cuanto tiempo fue —aceptó Catalina—. Igual si no quieres contarme nada de esa noche lo entiendo, no te voy a presionar.
—Gracias —le respondió Rubén, y Catalina entendió de inmediato.
—No es que no te vaya a contar nunca —explicó Rubén—, es solo que no quiero contártelo por teléfono.
—Entiendo —aceptó ella—. Siquiera, ¿siguen pololeando, al menos?
Rubén dio un suspiro.
—No sé —respondió finalmente.
Ambos se quedaron en silencio por un par de segundos.
—¿Te puedo decir algo, Rube? —le preguntó Catalina, y Rubén aceptó—. Creo que el principal miedo que te limita a salir de tu casa es enfrentar tu situación con Felipe.
Rubén tuvo una sensación de vértigo al escuchar las palabras de su amiga.
—Te sientes seguro en tu casa porque no puede llegar allá y entrar a incomodarte —continuó ella.
—No me incomoda —acotó Rubén.
—Como digas, incomodidad o no, no lo tienes que enfrentar —continuó ella—. En cambio, si sales de tu casa, a dar una vuelta por ahí, ¿cuál sería tu excusa para no ir a verlo y hablar con él?
—Ninguna —aceptó Rubén finalmente. Su amiga había dado en el clavo—. ¿Podemos juntarnos el lunes? —le preguntó él.
—Por supuesto, donde tú quieras —accedió Catalina.
Rubén accedió por fin suspender su aislamiento para juntarse con su amiga.
—Deberías haber estudiado psicología en vez de enfermería —le comentó en broma a Catalina antes de colgar el teléfono.
—Está en mis planes apenas termine enfermería —respondió Catalina, aunque Rubén no supo si lo decía bromeando o en serio.
Sebastian estaba agotado.
Ya era el segundo día que pasaba sin dormir gracias al castigo, y el quinto sin poder dormir desde su escape del regimiento.
Lo que le había dicho Julio la tarde anterior le seguía dando vueltas en la mente, dándole crédito a su versión de que habían golpeado a Simón, a pesar de que “oficialmente” el joven iquiqueño había tenido una crisis de pánico.
—¿Por qué insistes tanto, Sebastian? —le preguntó Andrés mientras almorzaban—, ya te dije que le dio una crisis de pánico.
—Pero ¿estás seguro? —insistió Sebastian—, ¿lo viste?
—No po, si yo estaba durmiendo —respondió Andrés, visiblemente cansado de la insistencia.
Sebastian se dio cuenta que estaba siendo demasiado insistente, así que no siguió presionando a Andrés.
Si bien no le caía tan mal, Andrés nunca había sido de su total agrado. Tenía claro que no era una mala persona, pero su excesivo entusiasmo por el servicio militar le provocaba un profundo rechazo. A pesar de todo eso, era la única persona con quien podía conversar en ese momento, ya que todos los demás le caían peor.
—Estará bien —le dijo Andrés después de un largo minuto de silencio, para darle un poco de ánimo—. Solo debes tener fe.
Justamente lo que menos tenía en ese momento.
Sebastian continuó ese día con una profunda sensación de soledad, incluso peor que en sus primeros días en el regimiento, ya que en aquella ocasión, al menos había llegado aceptando su destino, habiéndose despedido de Rubén en sus propios términos (de los cuales ahora se arrepentía, pero para él en ese momento tenía todo el sentido del mundo); ahora, en cambio, volvió contra su voluntad, después de que su escapada haya sido completamente en vano, sin poder lograr su objetivo de ver a Rubén, y sin saber su estado de salud después del accidente.
…El accidente.
Había tratado de no pensar mucho en Rubén y su accidente, porque desde ahí adentro no podía hacer mucho para obtener información, pero la imagen ficticia de su mejor amigo atrapado entre los fierros del clásico vehículo de su vecino se le venía a la mente de tanto en tanto, provocándole una sensación de vértigo y ganas de vomitar.
La alternativa no era mucho más optimista: preocuparse de lo que realmente le había pasado a Simón. Pero al menos, ahí en el regimiento podía pretender obtener información al respecto.
Lo único que le faltaba era que Javier estuviera en problemas o algo por el estilo.
“Espero que estén todos bien”, pensó.
—¡Guerrero! —le gritó el Teniente Ortega a Sebastian, cuando se estaba formando para asumir su castigo nuevamente—. Espere aquí unos minutos.
Sebastian se quedó de pie, expuesto a la frescura de la noche, completamente solo después que los demás soldados ya se habían dirigido a sus puestos para realizar la guardia.
Ortega lo dejó unos diez minutos en soledad afuera de su nueva “habitación”, hasta que escuchó acercarse unos pasos: era el Teniente, seguido de un rostro moreno muy familiar: Era Javier, esgrimiendo una sonrisa socarrona.
El corazón se le aceleró a Sebastian de pura emoción, e intentó contener una sonrisa, pero no lo logró.
—¡Guerrero!, encontramos a su pololo —le gritó el Teniente, sonriendo con satisfacción por su propio comentario.
—Te extrañé tanto, amor —fueron las primeras palabras que le dijo Javier, provocándole una risotada a Sebastian al ver la cara de desagrado del teniente.
El comentario burlesco del teniente le había explotado en la cara.
—El par de maricones —murmuró Ortega con rabia—. Por hueones, sáquense la chaqueta y los pantalones.
—¿Qué? —preguntaron Sebastian y Javier al mismo tiempo.
—Acá no formamos maricones —respondió el teniente—, a ver si el frío los convierte en hombres.
La pareja de amigos obedeció a regañadientes, sabiendo que no tenían alternativa, mientras el teniente abría la puerta metálica del lugar que Sebastian ya había asumido como su dormitorio.
Javier apenas se sacó el pantalón, lo enrolló como una pelota y se la tiró en la cara a Ortega, desafiándolo con la mirada.
El teniente enfurecido se acercó a Javier, le dio un puñetazo en el rostro y lo empujó por la puerta hacia adentro, cayendo de bruces al frío suelo.
—¡Javier! —gritó instintivamente Sebastian, pero se quedó inmóvil.
Ortega miró a Sebastian sin decir nada, intimidándolo con su semblante desquiciado, y el puño levantado.
—¿Algo más? —le preguntó a modo de amenaza.
Sebastian le sostuvo la mirada canalizando toda la furia que sentía, pero no dijo nada.
—Muy bien —aprobó el teniente, y empujó con fuerza a Sebastian por la puerta, tropezando y cayendo sobre Javier.
Ortega cerró la puerta con tal rapidez que los muchachos no alcanzaron a verse mutuamente antes de quedar totalmente a oscuras.
—¿Estás bien? —le preguntó Sebastian.
—De maravilla —respondió Javier con sarcasmo.
Sebastian instintivamente buscó el rostro de Javier con sus manos, con la idea de sentir la gravedad del puñetazo que le había dado Ortega.
—¿Cómo estás tu? —quiso saber Javier, intentando sonar compuesto, pero Sebastian notó en su voz que estaba aguantando el dolor.
Le pasó los dedos por el rostro y sintió un líquido espeso brotando de su mejilla, y un quejido sordo proveniente de la boca de su amigo.
Sebastian se sacó la polera, que al menos estaba limpia, la envolvió y la presionó contra el rostro de Javier.
—Conchetumare —se quejó Javier.
—Sorry, pero tengo que hacerlo para detener la hemorragia —le dijo Sebastian con preocupación.
Javier soltó una risita.
—¿Qué? —quiso saber Sebastian.
—Buena po, doctor House —se burló Javier.
—Ándate a la chucha —se rió Sebastian, y presionó con más fuerza el rostro de su amigo, quien se rió entre quejidos.
—¿Pá qué te picai?
—¿Quién se picó? —Sebastian se hizo el loco.
—¡Conchetumare! —exclamó en un grito Javier, poniéndose de pie tan rápido que Sebastian no alcanzó a quitar la mano que hacía presión en su rostro.
Iba a preguntarle qué había pasado, pero luego sintió sobre su pierna desnuda “algo” caminando a toda velocidad.
Se puso de pie de inmediato al igual que su amigo y lo abrazó.
—Sentí una hueá —le dijo Javier.
—Yo igual —coincidió Sebastian, que ya sabía que ese espacio estaba plagado de bichos y ratas.
Javier se rió de improviso.
—¿Qué? —le preguntó Sebastian.
—Nada —respondió rápidamente Javier—. Fui a buscar a tu amorcito.
Sebastian había quedado marcando ocupado con la risita repentina de su amigo, pero lo dejó pasar para saber más respecto a la última frase.
—¿Qué?, ¿Cómo estaba?, ¿Está bien? —quiso saber Sebastian, impaciente.
—O sea, no lo vi a él —aclaró Javier—. Fui hasta el hospital, y lo vi, pero estaba durmiendo, así que no le pude decir nada —omitió la parte de los gritos—. Después me pescaron los pacos y llamaron a los milicos para que me fueran a buscar. Resulta que el hueon que me fue a buscar, fue el mismo hueon que te trajo hasta acá. Me dijo que te había prometido ir a buscar al Rube, así que lo convencí de que me dejara acompañarlo antes de mandarme de vuelta.
Ambos amigos seguían abrazados, y Sebastian escuchaba atentamente la aventura de Javier.
—Fuimos hasta su casa y hablamos con el hermano. Nos dijo que estaba bien, pero no quería ver a nadie —finalizó su relato—. Está bien —repitió, como para asegurarse de que sus palabras se grabaran en la mente de Sebastian—, se está recuperando.
El corazón de Sebastian se detuvo por un segundo, y comenzó a llorar de alegría al saber que Rubén estaba bien, y abrazó con más fuerza a Javier, expresando su emoción.
—¿Fue muy grave? —quiso saber Sebastian.
Javier dudó.
—No sé —respondió finalmente—. Lo importante es que ahora está bien.
El alivio que sentía en ese momento era indescriptible. Estaba tan contento de saber que Rubén estaba bien, que no se había percatado que estaba temblando, quizás de emoción, o quizás por el frío insoportable que sentía al estar casi desnudo.
—¿Vamos a tener que dormir parados como los caballos o hay alguna cama en esta hueá? —preguntó Javier, cambiando de tema.
Sebastian notó que también estaba temblando.
—Hay un catre de metal nomas, sin colchón —le informó Sebastian, soltando su abrazo y tomándolo de la mano para guiarlo en la oscuridad hasta el catre.
—Estoy cagao de frío —comentó Javier, siguiendo a Sebastian en la oscuridad.
—Yo también —coincidió Sebastian—. Oye, el Simón no está —le contó, cambiando de tema.
—¿En serio? —preguntó Javier, demostrando su sorpresa en su tono de voz—, ¿Qué le pasó?, ¿se arrancó igual?
—El Andrés dice que le dio una crisis de pánico.
—Chucha —murmuró Javier—. ¿Habrá sido porque se sintió solo después que nos fuimos? —supuso Javier, y Sebastian pensó que tenía sentido.
—Puede ser, pero el Julio me dijo que él y los otros dos hueones le habían sacado la chucha.
—¿Y tú le crees? —preguntó Javier, medio en serio y medio con sarcasmo.
—No sé, ¿por qué?
—No creo que hayan sido capaces de hacerlo. Esos hueones son re cobardes.
Sebastian a pesar de las palabras de Javier, seguía creyendo en las palabras de los bravucones.
—Oye, estoy cagao de frío —insistió Javier, recostándose en el catre.
—En la madrugada se pone más helado —le contó Sebastian, con desgano—. Nos vamos a morir de hipotermia.
—Ok, doctor House —le dijo Javier, bromeando nuevamente.
—Sigue hueveando y vas a dormir en el piso con las cucarachas —le dijo Sebastian, poniéndose nuevamente su polera y recostándose al lado de su amigo.
—Ya, no te enojes —Javier se acomodó en el catre y Sebastian notó que se acostó de lado en su dirección—. ¿Te molesta si hacemos cucharita?, por el frío, digo.
Sebastian trató se recuperar dominio de su mandíbula que temblaba por el frío, antes de responder.
—Bueno —aceptó, esperando no morir de frío.
—Nos vamos turnando durante la noche quien abraza a quien —le informó Javier—. Yo empiezo.
Sebastian se dio vuelta, dándole la espalda a su amigo, y se dejó abrigar por su calor corporal.
—La hueá —murmuró Javier, divertido, antes de que Sebastian pudiese lograr conciliar el sueño—. El viejo culiao se va a morir cuando abra la puerta mañana y nos vea durmiendo así.
A Sebastian le hizo gracia la idea de que las medidas homofóbicas del teniente le estallasen en la cara.
—Eso si es que logramos quedarnos dormidos —le dijo Sebastian, pensando en que él no había logrado dormir mucho en ese lugar.
—Te quiero mucho amiguito, pero no voy a hacer otras cosas para entrar en calor, así que mejor durmamos nomas —bromeó Javier.
Sebastian no respondió, y sorprendentemente pudo conciliar el sueño al poco rato.
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eldiariodelarry · 1 year
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Clases de Seducción II, parte 16: Culpa
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12, Parte 13, Parte 14, Parte 15
Sebastian y Matias tomaron un móvil del ejército que los estaba esperando en el aeropuerto de Arica para transportarlos hasta el regimiento.
Olivares ya no insistía en sacarle tema de conversación a Sebastian, y él lo agradecía. Sabía que después de todo lo que habían conversado, habían llegado a tal confianza entre ambos que los silencios ya no eran incómodos.
Al llegar al regimiento, Matias se presentó como el escolta de Sebastian, y los hicieron pasar a ambos a la oficina del Capitán Guerrero.
—¿Lo hizo pasar muchas rabias, Cabo? —le preguntó el Capitán a Olivares.
—No, Capitán —respondió con sinceridad Matías—. Él sabe que cometió un error, y está arrepentido.
Sebastian levantó la ceja levemente, sorprendido por las palabras de Matias, porque claramente estaba mintiendo: de lo único que estaba arrepentido era de haberle creído a su padre.
El Capitán resopló sonoramente, en señal de incredulidad ante las palabras de Matias, y miró directamente a los ojos a Sebastian, quien ya había recuperado su semblante inexpresivo.
—¿Es cierto eso, soldado? —le preguntó directamente.
Sebastian se demoró una milésima de segundo más de lo necesario para sonar convincente.
—Si, capitán —respondió finalmente.
—Parece que el pequeño paseo no le sirvió para sacar la voz de hombre y hablar fuerte, Guerrero —comentó con sarcasmo el capitán.
—Está cansado —lo defendió Matias—, no ha dormido nada desde hace dos días, me comentó.
—Bueno, se habría evitado ese problema si no se hubiese arrancado —argumentó con lógica el Capitán—. Como sea, muchas gracias por su servicio, Cabo Olivares —agregó, a modo de cierre de la conversación para despedir a Matias, y luego se dirigió a Sebastian—. Y usted, Guerrero, vaya a las barracas a darse una ducha y a vestirse. Lo espero en la armería en cinco.
Sebastian obedeció al capitán, y salió de su oficina apurando el paso. Al cabo de unos segundos se percató que el capitán no venía detrás de él y caminó con normalidad hacia las barracas.
—Oye —Sebastian escuchó la voz de Matias acercarse a él por la espalda—. Recuerda guardar bien lo que te pasé —le dijo, dándole unas palmaditas fraternales en el hombro, mientras disimulaba la falta de aliento.
—Gracias —Sebastian no atinó a decir nada más. Estaba abrumado por la amabilidad y empatía de Matías.
Olivares le sonrió, como indicándole que era lo mínimo que podía hacer, y luego dio la media vuelta y se fue.
Sebastian dio un suspiro de alivio, al saber que no estaba totalmente solo en el mundo. Aun había gente buena que valía la pena conocer y potencialmente a futuro poder llamar amigos.
Siguió caminando hasta llegar a las barracas, donde se dirigió rápidamente al baño para lavarse la cara y mojarse el pelo, y luego se fue al dormitorio, abrió su casillero y sacó su ropa de militar, aprovechando en el momento de guardar disimuladamente el celular que le había pasado Matías, envolviéndolo con un par de calcetines limpios. Se vistió rápidamente y al salir del dormitorio para dirigirse a la armería se cruzó con Andrés, quien lo saludó con alegría.
—¿Dónde estabas? —le preguntó, dándole un abrazo.
—Fui a comprar cigarros —respondió con sarcasmo.
Andrés se rió.
—Qué bueno tenerte de vuelta —le dijo el muchacho—. ¿Llegaste con Javier? —Sebastian negó con la cabeza—. Uy, su castigo va a ser más pesado entonces.
Como si a Sebastian le hubiese hecho falta ese comentario. El recordar que su amigo probablemente no volvería, y que tenía todo un castigo por delante, por su ausencia de dos días del regimiento le hizo revolver el estómago.
—Oye, hay algo que tienes que saber —le dijo Andrés, pero Sebastian no tenía ganas de seguir con la conversación.
—Sorry, Andrés, ¿podemos hablar después?, el capitán me está esperando —le dijo Sebastian, y sin darle tiempo para responder, se alejó del lugar.
Al llegar a la armería, estaba el capitán Guerrero junto a Ortega esperándolo.
—Guerrero, llega justo a tiempo —le dijo el capitán, con sorpresa, provocándole una leve sonrisa de satisfacción a Sebastian—. Sígame.
El Capitán comenzó a caminar por el amplio terreno del regimiento, sorprendiendo a Sebastian, que pensó que lo encerrarían en la armería a contar casquillos nuevamente, como la vez anterior.
Caminaron hasta una de las torres de vigilancia, que en la base tenía una puerta de metal cerrada con un candado. El Capitán le indicó a Ortega que abriera el candado y Sebastian esperó ansioso a ver qué había dentro.
Al abrir la puerta, desde donde estaba de pie, Sebastian solo vio profunda oscuridad, hasta que Guerrero iluminó una parte del interior con su linterna.
—Bienvenido a su dormitorio —le dijo el hombre, mientras alumbraba específicamente un viejo catre metálico sin colchón ni sábanas, con solo una gruesa malla de resorte del mismo material para soportar su cuerpo.
Aparte del catre, Sebastian solo pudo divisar que tanto el suelo como la pared eran de un color gris cemento, sin pintar.
Sebastian no dijo nada, e intentó mantener una expresión seria en el rostro.
—Aquí tendrá mucho tiempo para pensar en lo que hizo —comentó Ortega, y Sebastian lo odió por eso.
Lo que menos quería era pensar en todo lo que había pasado en las últimas 48 horas, el haberse escapado, con el único propósito de ver a Rubén, el enterarse que había tenido un accidente, y ser obligado a volver sin poder saber su estado. De todas maneras, aunque no lo quisiera, sabía que iba a pensar en todo eso durante la noche.
Guerrero le hizo una seña con la mano para que Sebastian ingresara a la habitación, y él obedeció. Cruzó el umbral de la puerta intentando acostumbrar la vista para descifrar qué más había dentro, pero la oscuridad se apoderó de todo el lugar rápidamente cuando Ortega cerró la puerta, y Sebastian solo pudo escuchar el candado cerrarse al otro lado.
Caminó lentamente en dirección hacia donde estaba la cama y se quiso sentar, sobresaltándose levemente al sentir el frío metal del catre. Dio un suspiro, y decidió tratar de descifrar qué más había en esa habitación. Volvió hacia la puerta y desde ahí comentó a caminar con ambas manos apegadas a la pared a modo de guía.
El corazón le dio un vuelco cuando sintió un chirrido al llegar a una de las esquinas del lugar. “Ratas”, pensó Sebastian, con un escalofrío recorriéndole la columna, justo en el momento que sintió que algo pasó por encima de su mano derecha, caminando por la pared hacia el suelo.
Sebastian dio un salto y se alejó lo más rápido que pudo de la pared, sacudiendo las manos y tratando de ubicar el catre, donde se recostó en posición fetal y con el corazón latiéndole a mil por hora, y con lágrimas cayéndole por los ojos, las que no tardaron en desencadenar un llanto real.
Rubén despertó con un profundo dolor en la mayor parte de su cuerpo. Apenas podía mover la cabeza gracias al cuello ortopédico, el que no evitaba que le doliera, y simplemente agregaba una gran incomodidad a su estado.
Pasó una pésima noche, entre dolores y sueños raros, no pudo conciliar el sueño como habría deseado para descansar de todo lo malo que había pasado en las últimas horas.
Se levantó a duras penas y salió de su habitación hacia el comedor, donde su padre estaba tomando desayuno con Darío, quien había llegado esa misma mañana desde Santiago.
Su hermano tenía los ojos llorosos y sonrió aliviado al verlo despierto. Darío se levantó con ímpetu y le dio un largo abrazo.
—¿Estás bien, enano? —le preguntó Darío, mirando cada moretón en las zonas visibles del cuerpo de Rubén, quien asintió, y usó toda su energía para esbozar una sonrisa—. No sabes lo asustado que estuve —le dio un abrazo con suavidad.
Rubén quiso decir alguna palabra para bajarle el perfil a todo el asunto, pero sabía que no tenía cómo, y que sería un estúpido por intentar hacerlo. Simplemente trató de responder con optimismo.
—Tranquilo, que al menos a mi no me pasó nada —dijo finalmente, algo avergonzado al saber que el regalo que le había hecho su padre había quedado prácticamente inutilizable.
Rubén se fue a servir un poco de cereal con leche fría, y se percató de la expresión de Darío, que tenía una actitud de querer ayudarlo, pero tampoco quería agobiarlo con su ayuda. Al menos eso intuía Rubén, y en el fondo lo agradecía. No quería que lo vieran como alguien frágil en ese momento. Seguía siendo funcional.
Mientras comía en silencio, pensó en el sueño que había tenido la noche anterior: “Vengo por Sebastian”, la frase en boca de una voz masculina que se repitió en sus sueños durante toda la noche.
Estaba seguro que el sueño estaba condicionado por la noticia que le había entregado su padre. Le había dicho la noche anterior antes de dormir que Sebastian lo había ido a saludar para su cumpleaños, pero ya había vuelto al regimiento, según lo que había dicho el padre de su amigo.
A pesar de todo, la frase de su sueño le generaba una sensación preocupante, como si ese “vengo por” fuese una especia de búsqueda para matar.
—Voy a ir a la casa del Seba —comentó Rubén, a ninguno en particular, tras llevarse a la boca la última cucharada de cereal.
Su padre levantó la vista, pero no dijo nada para impedirlo, aunque Rubén sintió que quería hacerlo. A pesar de lo que Jorge le había dicho, Rubén esperaba que el padre de Sebastian le hubiese mentido, y que en realidad Sebastian estaba en ese momento en su dormitorio, aun indeciso si ir a verlo finalmente o no.
—¿Quieres que te acompañe? —le ofreció Jorge.
Rubén negó con la cabeza, aunque luego dudó de su respuesta, al pensar que no sabía cómo podría moverse por un trayecto tan largo con muletas. Apenas sabía cómo usarlas.
Finalmente se mantuvo firme con su respuesta. Se las ingeniaría.
Prefería ir solo, y no interactuar con Sebastian frente su padre o su hermano.
Quería mucho ver a Sebastian. Deseaba verlo con todas sus fuerzas, pero casi todas esas ganas de verlo eran para enfrentarlo, para gritarle por haberse marchado en la forma que lo hizo, por haber terminado con su amistad de toda la vida por razones estúpidas y sin sentido, y por haberlo dejado sufriendo su partida, quitándole todos los buenos pensamientos que pudo haber atesorado de no haberse marchado de esa forma.
Rubén salió de la casa en dirección al domicilio de su mejor amigo, mientras Darío lo observaba desde la reja.
Al llegar a la casa de Sebastian, después de andar a duras penas con ambas muletas, abrió la reja aparatosamente y se acercó a golpear la puerta de entrada, como hacía siempre.
—Rubén, qué sorpresa —lo saludó el padre de Sebastian, con un muy falso tono cordial.
—¿Está Sebastian? —preguntó Rubén, esbozando una sonrisa a modo de saludo.
—Sebastian está en el regimiento, en Arica —le contó el padre.
—Mi papá me dijo que estuvo aquí el otro día —desafió Rubén. No iba a aceptar que le mintiera.
—Si, estuvo aquí antenoche —admitió el hombre—, pero como se había arrancado del regimiento, lo vinieron a buscar y se lo llevaron. Ayer vino tu papá y le conté lo mismo.
Rubén sintió una impotencia enorme. Después de haber estado tan cerca de verlo y de decirle todo el rencor que había guardado por meses, Sebastian se había marchado nuevamente.
—¿Y como supieron que estaba acá? —interrogó Rubén, algo molesto.
El padre de Sebastian soltó una risita burlona y despectiva.
—Es protocolo del regimiento ir a buscar a los que se fugan a sus domicilios particulares —argumentó.
Rubén se mordió el labio por la rabia. Tenía sentido lo que había dicho el padre de Sebastian. Y realmente no tenía pinta de que estuviera mintiendo. No le daba la impresión de ser una especie de psicópata que tendría a su hijo encerrado en algún dormitorio de la casa, atado de pies y manos y con una mordaza en la boca.
—¿Y no dejó nada para mí?, ¿ningún recado? —preguntó Rubén, aferrándose a la última esperanza que le quedaba para tener algún tipo de contacto con Sebastian.
—Nada —el hombre se encogió de hombros y negó con la cabeza.
Rubén miró fijamente a los ojos al padre de Sebastian, intentando buscar alguna señal de que estaba mintiendo, pero finalmente tras largos segundos de silencio, aceptó la realidad.
—Gracias —dijo finalmente Rubén, asumiendo que su mejor amigo ya no estaba en la ciudad, y ya era imposible hablar con él.
Dio media vuelta y salió a la calle nuevamente rumbo a su casa, con una velocidad bastante imprudente para haber recién empezado a andar con muletas, lo que le provocó un tropiezo mientras iba cruzando la calle, cayendo de bruces al asfalto.
—Cresta —murmuró con rabia, tomando una de sus muletas y lanzándola con fuerza lo más lejos posible.
Le dolía todo el cuerpo y estaba ahí tirado en mitad de la calle, humillado, solo.
Se quedó tirado por largos segundos, mirando el cielo despejado, intentando vencer las ganas de llorar por la rabia. Cuando pudo dominar sus emociones se puso de pie, tomó la muleta que tenía a su lado, y con dificultad se fue a buscar la que había lanzado lejos, que se había torcido por el golpe.
Al voltear la esquina de su casa, vio a Darío que lo seguía esperando, y no le dijo nada, solo sonrió aliviado al verlo regresar en buen estado.
Felipe salió de clases al mediodía y se fue rápidamente a la clínica donde sabía que estaba internado su padre.
Tenía un profundo sentimiento de culpa después de todo lo que había pasado, el accidente de Rubén, las discusiones que habían tenido, y por último la llamada que había hecho para que fueran a detener al amigo de Sebastian, evitando por todos los medios que Rubén tuviera algún tipo de contacto con su mejor amigo.
Intentó convencerse por mucho rato que lo había hecho por el bien de su pololo. Esa persona era un total desconocido, y su presencia en el hospital donde estaba internado Rubén podría significar un riesgo para él.
Sin embargo, muy en el fondo, tenía claro que lo había hecho por celos y egoísmo. Rasgos que no eran propios de él, o al menos eso prefería creer, así que se propuso tomar las acciones necesarias para enmendar las causas que le habían provocado actuar de la forma que lo había hecho últimamente, y determinó que la principal razón era la relación con sus padres.
Tomó la micro con premura al cruzar la calle de su liceo para no darle tiempo a la posibilidad de arrepentirse.
Se bajó de la micro a dos cuadras de la clínica, porque sabía que en esa calle vendían ramos de flores, ideales para subirle el ánimo a los pacientes que permanecían ingresados en el centro de salud.
Recorrió varios puestos donde vendían flores, sin poder decidirse por ninguna. Las encontraba todas muy bonitas, ideales para llevarle a su padre, pero no era capaz de comprar alguna. Sabía que su inconsciente estaba aplazando el momento de verlo, y abriendo la posibilidad de desistir de su decisión, y sin quererlo Felipe lo estaba permitiendo.
Pero fue fuerte. Y se mantuvo firme con su decisión.
Compró un ramo de margaritas sin importarle mucho el precio, y se dirigió con determinación hacia la clínica.
Al cruzar las puertas de acceso la duda se apoderó de él al no saber dónde estaría su padre. No tenía detalles del piso, habitación o unidad en la que se encontraba. Esa pequeña duda hizo tambalear su determinación, proponiéndose ir mejor otro día, cuando supiera exactamente dónde estaba.
No.
Iba a ingresar ese mismo día, en ese mismo instante.
Se acercó al mesón de recepción, procurando mantener una actitud segura.
—Buenas tardes, ¿sabe cómo puedo encontrar la habitación de mi padre? —le preguntó a la señora al borde de la tercera edad que atendía el mesón.
—¿Cuál es el nombre de su padre? —le preguntó la mujer, con atención.
—Guillermo Ramirez —respondió Felipe.
Le pareció raro decir el nombre de su padre en voz alta, considerando que era el mismo nombre que tenía él de nacimiento. Un nombre que hace años se había prometido enterrar y olvidar.
Después de un par de tecleos en el computador que tenía la señora en el mesón, y un par de llamados telefónicos para contactarse con la unidad, le indicó a Felipe que su padre estaba en el quinto piso, ala sur, habitación 510.
Felipe agradeció la amabilidad de la señora, y caminó con paso decidido hacia las escaleras, prefiriendo esa via en lugar del ascensor porque le daría más tiempo para pensar.
Subió peldaño a peldaño, tomándose su tiempo, con la mente dándole vueltas al hecho de que estaba a punto de ver a su padre voluntariamente, después de todo lo que había pasado. Pensaba que ya había dado por olvidada a su familia, o ex familia en ese caso, que ya había cortado todo tipo de conexión con ellos a raíz de la forma en que lo habían rechazado. Pero se dio cuenta que estaba muy equivocado, inconscientemente seguía teniéndolos presente en su interior, por mucho que odiara la idea.
Llegó al quinto piso y comenzó a recorrerlo sin mucho apuro, mirando las señales al costado de cada puerta para ver qué numero de dormitorio tenía, hasta que encontró la que buscaba: 510.
Felipe se asomó al dormitorio y notó que en el interior habían dos camas separadas por una cortina plástica. En la cama que estaba más cerca de la puerta había un anciano acompañado de quien seguramente era su esposa: ambos hablaban en bajo volumen tomados de la mano, y en sus miradas conectadas entre sí se podía apreciar el infinito amor que se tenían.
La segunda cama, que estaba al otro lado de la cortina y junto a la ventana, Felipe no veía quien la ocupaba y quien se encontraba de visita, pero estaba seguro que era la cama de su padre. De hecho, no había otra alternativa, ya que era el dormitorio que le había indicado la señora del mesón.
Ingresó a la pieza, saludó a la pareja de ancianos con cortesía, y caminó con paso decidido hasta la otra cama, donde había un hombre sumamente delgado y demacrado recostado de espaldas: era su padre.
Felipe quedó impactado por el aspecto físico que mostraba su padre, y el cambio radical que había tenido desde la última vez que lo había visto hace un par de semanas. La piel del rostro le marcaba la forma del cráneo, como si ya no tuviese nada de materia grasa para darle forma al rostro.
El hombre estaba acompañado de la madre de Felipe, un hombre de lentes ópticos vestido con pantalón de tela, camisa blanca y chaleco de lana (a quien Felipe no conocía, pero suponía quién podía ser), y una mujer que usaba una blusa floreada y pantalón de color café.
—Hijo —dijo su padre al verlo, con una leve expresión de sorpresa—, viniste.
Felipe asintió con seriedad, mientras su madre se ponía de pie para acercarse a él.
El hombre desconocido se aclaró la garganta para llamar la atención.
—Mucho gusto, soy el Pastor Ortiz —se presentó el hombre—, y ella es mi esposa, Marta.
Felipe asintió serio, incómodo por la presencia de aquel hombre que se quiso presentar antes de permitirle hablar con su propia madre.
—Yo soy Felipe —dijo sin dar más detalles, y por la reacción del pastor, que se esforzó por ocultar su cara de desagrado, Felipe se dio cuenta que sabía perfectamente quien era él: el hijo homosexual.
—Marcela —dijo el pastor dirigiéndose a la madre de Felipe—, creo que, para asegurar la salvación de Guillermo, es mejor evitar el contacto con las fuentes de pecado.
—¿Qué? —preguntó molesto Felipe.
Había entendido perfectamente qué había querido decir: Él era a los ojos de ellos la fuente de pecado, que podría poner en riesgo el destino celestial de su padre si es que se atrevía a perdonarlo.
La madre de Felipe se volteó a ver a su esposo sin decir una palabra. Después de unos segundos de comunicación no verbal, la mujer se volvió a sentar en la silla contigua a la camilla sin mirar a los ojos a Felipe.
—¿Esto es en serio? —preguntó enfurecido Felipe—, ¿y quien chucha se cree que es usted para venir a decidir a quienes puede ver o no mi papá?
—Es el Pastor jefe de la Iglesia…
—Me importa un pico que sea el mismísimo Papa —Felipe interrumpió a su madre—. El viejo se está muriendo.
—Guillermo, compórtate que tenemos visitas —lo retó su madre poniéndose de pie nuevamente, refiriéndose al pastor y su esposa—. Es un sacrificio que debemos hacer por la salvación de tu padre. No puedo creer que seas tan egoísta…
Felipe estaba sin palabras. Tenía un nudo en la garganta tan fuerte que le provocaba dolor físico, y pensó que incluso podía ser visible para los demás. Miró a su padre quien le devolvía la mirada triste, pero resignado.
—¿Yo soy egoísta? —desafió a su madre con sus propias palabras—, ¿eres tan cara de raja de decirle eso al hijo que abandonaste cuando tenía quince años?
—Tu sabes que lo que insistes en hacer está mal —argumentó la mujer.
Felipe miró fugazmente al pastor, quien tenía una mueca de satisfacción en el rostro, como si se sintiera orgulloso de lo que estaban haciendo los padres de Felipe.
—¿Y tú no piensas decir nada? —le preguntó a su padre, quien simplemente se encogió de hombros.
—Hijo, no me quiero ir al infierno —se excusó el hombre.
Con esas palabras Felipe sintió como una puñalada en el pecho. No podía creer que, después de todo lo que había pasado entre ellos, y ahora con la enfermedad de su padre, siguieran prefiriendo sus creencias por sobre su propio hijo.
La situación le provocaba mucha pena, pero se obligó a no llorar, y producto de reprimir esa emoción, la furia empezó a dominar su estado de ánimo.
—Lo único que queremos es que recapacites —intervino su madre
Felipe no quiso escuchar más a su madre, y la interrumpió acercándose a su padre, evitando el bloqueo de su madre.
—Deseo de todo corazón que te vayas al infierno —le dijo a su padre, mirándolo a los ojos, lleno de furia—. Tú y todos ustedes —se dirigió a todos los presentes.
El rostro de su padre se desfiguró por la pena, mientras que su madre se llevó las manos a la boca sin poder creer lo que su hijo había dicho.
Felipe salió de la habitación con el ramo de flores en la mano, pero se devolvió casi de inmediato para entregárselo al compañero de cuarto de su padre.
—Espero le guste —le dijo al desconocido, con un tono bastante agresivo.
La anciana estiró la mano para recibir las flores.
—Muchas gracias, hijo —le dijo la mujer, con expresión de lástima, mientras que el anciano dijo lo mismo, pero apenas audible.
Felipe no dijo nada más, bajó la mirada y se marchó.
Bajó corriendo las escaleras, para alejarse de ahí lo más rápido posible. La rabia y la pena lo estaban inundando y no quería llorar ni liberar la furia con violencia.
Salió de la clínica chocando con la gente a su paso, todo con el afán de abandonar el lugar con rapidez, como si acabara de plantar una bomba y necesitara arrancar antes de que explotara.
Hizo parar la primera micro que vio pasar en la calle, y se subió sin importarle el recorrido.
Felipe pensó que era una pésima persona, y sobre todo un pésimo hijo. Desearles el infierno a sus padres era lo peor que podría haberles dicho. Se arrepintió casi de inmediato por haberlo dicho, pero la rabia fue más fuerte.
“Merezco que me pasen todas las cosas malas de mi vida” pensó. Por eso sus padres lo habían abandonado. Tuvieron buen ojo, él no era una buena persona, por mucho que había intentado ser un joven maduro y bueno, simplemente su maldad era demasiado grande para permanecer oculta, que incluso llegó a manchar su relación con Rubén.
Felipe se bajó de la micro lo más cerca posible de la casa de Rubén. Tenía que verlo. Necesitaba verlo.
Con el corazón acelerado y la respiración entrecortada, caminó más de diez cuadras hasta la casa de su pololo y gritó desde la reja para anunciar su llegada.
—Vengo a ver al Rubén —le dijo Felipe a Jorge apenas salió a abrir la puerta.
—El Rube está durmiendo —le dijo su suegro—. Y la verdad dijo que no quería ver a nadie.
Felipe se sorprendió por lo que escuchaba.
—¿En serio? —preguntó, intentando ocultar su decepción—, ¿incluso yo?
Jorge asintió.
—Necesita descansar —le explicó Jorge—, descansar de verdad, después de lo que pasó.
Felipe asintió resignado.
—¿Te puedo pedir un favor, Jorge? —le preguntó Felipe, sintiendo unas ganas incontrolables de gritar por la impotencia—. ¿Me avisas cuando Rubén esté listo para recibir visitas, para venir a verlo?
—Por supuesto Felipe —respondió su suegro.
—Y otra cosa —Jorge escuchó atento—. Dile al Ruben que lo amo.
La ultima palabra salió un poco débil, quizás por el hecho de que nunca se la había dicho a Rubén, o porque sentía que las energías de su cuerpo se estaban acabando, pero una cosa era segura: realmente lo sentía.
Felipe se dio media vuelta y comenzó a caminar resignado a su realidad. Su pololo no quería verlo, justo en el momento que más lo necesitaba. Aceptó su destino, por la culpa que sentía por haber actuado tan mal en el último tiempo. Estaba pagando todo el daño que había hecho.
Después de enterarse que Sebastian había vuelto al regimiento, Rubén se sintió aun más desganado de como ya se sentía antes.
“Me voy a acostar, estoy cansado” le había dicho a su hermano después de explicarle que no había podido ver a su mejor amigo.
Su energía solo le permitió fingir buen ánimo para su hermano y su padre, pero por eso mismo evitó mantenerse en el comedor conversando con ellos.
Se acostó en la cama mirando el cielo raso de su dormitorio, pensando en lo poco oportunos que habían sido todos los hechos ocurridos los últimos días.
Intentó convencerse que, quizás había sido para mejor: después del accidente sentía un impulso incontrolable de complacer a los demás, de mantener una fachada de optimismo y vibras positivas, producto de la culpa y vergüenza que le provocaba haber tenido el accidente. No quería mostrarse deprimido o pesimista frente a su padre o hermano, y tampoco quería hacerle sentir a su pololo que había sido su culpa.
Pero con Sebastian era distinto. Quería que supiera lo molesto que estaba con él por la forma en que se había marchado, lo mucho que había sufrido con su partida.
Cuando despertó de una siesta de un par de horas, Rubén le dijo a su padre que no quería ver a nadie. Se sentía cansado física y mentalmente por todo lo que había pasado últimamente: sus peleas con Felipe, el accidente, la pérdida del automóvil en que su padre había trabajado por años. Por eso mismo necesitaba estar solo.
—Necesito descansar bien —argumentó Rubén, y su padre sin agobiarlo a preguntas aceptó su decisión.
—Igual quiero que sepas que estamos para lo que necesites —le hizo saber su padre.
Rubén siguió acostado en su cama, soportando los dolores que seguía teniendo en todo el cuerpo, y sintiendo ansiedad cada vez que pensaba que quizás esa posición en la que estaba acostado le podría hacer quizás más daño que bien.
Sebastian escuchó la puerta del dormitorio abrirse de par en par. No había dormido prácticamente nada, escuchando demasiado cerca los chirridos de lo que pensaba eran ratas, e intentando aguantar el frío que hacía en ese lugar.
El cielo aun estaba oscuro así que supuso que aún era más temprano de las seis de la mañana.
—Soldado Guerrero, puede ir a las barracas a asearse —le indicó Ortega, de quien solo divisó su silueta.
Sebastian se levantó y sin responderle salió del lugar y se dirigió a las barracas, donde sus compañeros seguían durmiendo. Pasó al baño a lavarse las manos y la cara, y luego se fue a recostar a su antigua cama, para ver si podía recuperar algo del sueño perdido. Sin embargo, apenas apoyó la cabeza en la almohada, las bocinas comenzaron a sonar dentro del dormitorio anunciando la hora de levantarse.
Se levantó nuevamente y vio que todos sus compañeros hacían lo mismo que él, con mucho más ánimo. Miró hacia la cama de Javier, que obviamente estaba vacía, y sintió un poco de pena al recordar que no estaba ahí con él. Luego miró hacia donde dormía Simón y se dio cuenta que tampoco estaba ahí. Se preguntó qué le había pasado, y asumió que estaba en la guardia nocturna, y que se sumaría al resto en la formación de la mañana, pero no apareció.
—Tuvo un ataque de pánico, creo —le respondió Andrés cuando Rubén preguntó dónde estaba Simón.
—¿Cómo?, ¿Tuvo uno?, ¿o crees que tuvo uno? —presionó Sebastian para obtener una respuesta concreta.
—Es que nunca supimos qué pasó. Una noche le tocó hacer la guardia, como casi siempre, y al otro día ya no estaba. El capitán dijo que fue un ataque de pánico, pero en verdad varios dudan que haya sido eso.
—¿Y tú qué crees que le pasó? —Sebastian quiso saber su opinión.
—Yo creo que el Capitan nos dijo la verdad —respondió Andrés, y Sebastian pensó que su opinión era bastante predecible.
Sebastian no le preguntó a nadie más al respecto porque simplemente no tenía ganas de hablar con nadie. Sentía que todo su mundo se estaba desmoronando lentamente: estaba solo en el regimiento, con la incertidumbre del estado de salud de Rubén, y ahora con el desconocimiento de la situación de Simón. Solo esperaba que tanto Rubén, como Simón y Javier estuvieran bien y a salvo.
A pesar de todo, su preocupación por Rubén era lo principal. Sabía que había tenido un accidente automovilístico con potenciales consecuencias mortales, mientras él estaba encerrado en el regimiento.
Se escabulló hacia el dormitorio en las barracas todas las veces que pudo durante el día para revisar el celular que le había pasado Matías, en busca de algún mensaje con novedades sobre Rubén.
—Hasta que volvió La Novia Fugitiva —comentó Julio a las espaldas de Sebastian, haciendo que se sobresaltara.
Eran cerca de las seis de la tarde, y la hora de la cena se acercaba.
Sebastian se dio media vuelta y vio a Julio, Luis y Mario mirándolo desde la puerta del dormitorio, que acababan de cerrar tras ellos.
Se puso nervioso. Había evitado hablar con ellos durante todo el día porque no los soportaba: eran unos matones homofóbicos que ni siquiera se esforzaban en ocultarlo.
—¿Qué pasó?, ¿te comieron la lengua los ratones? —le preguntó Julio, buscando una respuesta, provocando las risas forzadas de sus dos amigos.
Sebastian se puso serio y no respondió, se dio media vuelta dándoles la espalda, guardó el calcetín con el celular en el fondo del casillero, y luego cerró la puerta de su casillero.
Se volvió para salir del dormitorio, pero el trío de idiotas estaba a menos de metro y medio de distancia de él, sobresaltándolo porque ni siquiera había escuchado sus pasos acercarse.
—¿Qué tenías ahí? —preguntó Mario con prepotencia.
—¿Qué te importa? —respondió Sebastian, sintiendo una breve ráfaga de euforia.
“No son más que tres pobres idiotas que hablan mucho pero no hacen nada. Perro que ladra no muerde”, se decía Sebastian en su mente.
—Esas no son formas de responder —le dijo Julio acercándose, y Sebastian aprovechó la oportunidad para evadir el contacto físico y pasó por su lado, derecho hacia la puerta—, ¿o acaso quieres terminar como la Simona?
El corazón se le detuvo a Sebastian. Las palabras de Julio indicaban que la ausencia de Simón se debía a que le habían hecho algo. La rabia se apoderó de sus impulsos, y se acercó rápidamente para enfrentar a Julio.
—¿Qué le hiciste a Simón? —le preguntó, quedando a escasos centímetros del rostro de Julio.
Los tres matones soltaron una risa burlesca.
—¿Qué crees que le hicimos? —le preguntó con sorna Luis.
—Es interesante igual lo vulnerable que queda la gente cuando se les va su guardaespaldas —comentó Mario con sarcasmo.
—Cuando los maricones se quedan sin defensores, es súper fácil sacarles la chucha, a tal nivel que son físicamente incapaces de decir qué pasó realmente —añadió Julio.
Sebastian se imaginó a Simón internado en un hospital, completamente desfigurado, imposibilitado de hablar.
El corazón se le aceleró tanto que pensó que los matones lo escucharían desde la distancia en que estaban. Su cuerpo temblaba de terror, y quedó completamente paralizado, incapaz de responder, o de siquiera aventar un golpe a alguno de los abusadores.
—Así que ten harto cuidado, princesa —continuó Julio, dándole una palmada agresiva en el trasero a Sebastian, que se mantenía inmóvil—, porque en cualquier momento te toca a ti.
Sebastian se mantuvo dándole la espalda a la puerta, escuchó cómo la abrían para salir, y el murmullo de las voces lejanas de los demás soldados entró de forma casi inmediata.
Bajó la cabeza, y miró sus manos que estaban empuñadas y le ardían. Las levantó tembloroso, mientras lágrimas de impotencia y miedo caían por su rostro. Abrió los puños y las palmas las tenía bañadas en sangre. Había presionado con tanta fuerza que se había herido con sus propias uñas.
Se dio media vuelta para mirar hacia la puerta, para comprobar que Julio, Luis y Mario ya se habían ido: efectivamente se habían marchado, y él se encontraba completamente solo.
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 15: Un Sueño
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12, Parte 13, Parte 14
—Hola Rubén, vengo por el Sebastian.
Las palabras de aquel desconocido tomaron por sorpresa a Rubén, quien en primer lugar pensó que estaba soñando.
“Vengo por Sebastian”. Las palabras se repitieron en su cabeza como un eco incesante, mientras Rubén lentamente se daba cuenta que estaba en una camilla de hospital.
Miró sus brazos con moretones, conectados a vías de suero, mientras un dolor insoportable y una sensación de incomodidad empezaron a hacerse patente en su cuello y cabeza, donde Rubén notó que tenía puesto un cuello ortopédico.
“Vengo por Sebastian”.
De alguna forma, Rubén llegó a la conclusión que ese desconocido estaba ahí para atacar a Sebastian, con quien al parecer estaba él al momento de tener algún tipo de accidente.
—¡Sebastian! —gritó Rubén, para alertar a su mejor amigo, sin saber dónde estaba exactamente.
Producto del pánico, Rubén siguió gritando e intentó arrancar de ahí. Se quitó el cuello ortopédico aparatosamente y lo tiró al suelo, mientras que trató de tirar de las vías que tenía en los brazos, pero la debilidad que sentía le impidió hacerlo. Sus gritos alertaron a una de las enfermeras que estaba cerca de su box, quien se acercó rápidamente a ver lo que estaba pasando.
—No, no, Rubén, silencio —se acercó a decirle el desconocido, que intentó taparle la boca, provocando que Rubén gritara incluso más fuerte.
Haría lo que fuera por salvar la vida de Sebastian.
Rubén intentó levantarse, pero los fuertes dolores desde los hombros hacia arriba le impidieron hacerlo, y solamente logró quedar recostado de lado, prácticamente en posición fetal, vulnerable ante aquel desconocido.
—¿Qué está haciendo usted acá? —preguntó una joven enfermera de largo cabello negro, con tono inquisitivo.
El desconocido se quedó en silencio, incapaz de revelar sus reales intenciones.
—¡Sebastian! —aprovechó de gritar nuevamente Rubén, con menos fuerza que antes, en un último intento de salvar a su mejor amigo.
La enfermera se acercó a examinar a Rubén, que estaba llorando producto del profundo dolor que sentía.
—¿Qué sientes? —le preguntó a Rubén, suavizando el tono, mientras analizaba la pantalla donde se visualizaban los signos vitales.
—Me duele —murmuró Rubén, tocándose el cuello y la cabeza.
La enfermera miró alrededor suyo y visualizó el cuello ortopédico tirado en el suelo.
—No debes quitarte el cuello. Lo tienes puesto por una razón —le indicó con severidad la joven profesional—. Hablaré con el médico para que te recete nuevos medicamentos para el dolor y la ansiedad. Y usted —agregó, dirigiéndose al desconocido—, salga de acá. Tiene prohibido ingresar a los box de atención sin autorización.
El joven se quedó en silencio, inmóvil, como decidiendo si insistir en hablarle a Rubén u obedecer a la muchacha.
Rubén cerró los ojos, para ver si concentrándose de esa forma podría espantar el dolor, y pudo escuchar la llegada de un par de personas más, pero no supo quiénes eran.
Al cerrar los ojos rápidamente se sumió de regreso en su mundo onírico, como método de escape del dolor y sufrimiento que estaba sintiendo.
—¿Me ayudan sacando al joven de aquí, por favor? —pidió la enfermera al guardia de seguridad que acababa de llegar al box con un paramédico.
Javier se quedó inmóvil, incapaz de obedecer. La reacción de Rubén lo había descolocado.
—Venga conmigo, joven —le dijo el añoso hombre de seguridad.
La voz del hombre sacó a Javier de su ensimismamiento, y por fin se percató de que era su última oportunidad.
—Rubén, el Seba te ama —le dijo, aprovechando el silencio, y descolocando a los presentes.
Javier no sabía si lo escuchaba, ya que tenía los ojos cerrados desde hace varios segundos, pero valía la pena intentar.
—Te ama, Rubén. No lo olvides —insisitió Javier, al momento que el guardia lo tomaba del brazo para escoltarlo hacia la salida.
Javier dejó que el guardia lo guiara hasta la sala de espera, donde vio a Felipe y al padre de Rubén intentando vencer el sueño, sentados en un rincón.
Se dirigió caminando hasta la salida, y en el frío de la madrugada se puso a pensar qué hacer a continuación.
Estaba completamente solo y sin dinero en una ciudad que no conocía, después de perder a su único amigo, y también acababa de desperdiciar su oportunidad de cumplir con su propósito: no había logrado comunicarle a Rubén efectivamente su mensaje.
La pregunta en ese momento era si debía rendirse, o seguir insistiendo.
En el estado que estaba Rubén le resultaría muy difícil entregar el mensaje. Internado en el hospital, con vigilancia médica en todo momento, acercarse a él sería una tarea titánica.
Por otro lado, no podía darse el lujo de esperar a que lo dieran de alta e ir a verlo a su casa (que no estaba seguro de poder encontrarla nuevamente), porque no tenía idea cuanto tiempo estaría en el hospital.
Una sensación amarga de fracaso se apoderó de él. Sentía que le estaba fallando a Sebastian al no hablar con Rubén.
Finalmente decidió quedarse al menos todo el día ahí, y ver si podía obtener novedades respecto al estado de salud de Rubén.
Eran las nueve de la mañana y Felipe divisó a la distancia al muchacho que acompañaba a Sebastian la noche anterior. El joven llevaba una mochila militar y fumaba tranquilamente en el estacionamiento de la urgencia del hospital. “Seguramente es un compañero de regimiento de Sebastian”, pensó.
Seguramente pretendía hablar con Rubén y entregarle algún mensaje sobre Sebastian, supuso. Pero, ¿qué tendría que decirle?
—Voy a fumar —le dijo Felipe a Jorge, quien asintió en silencio.
Felipe salió al estacionamiento para hablar con el desconocido, quien sonrió socarronamente al verlo.
—¿Tienes fuego? —le preguntó Felipe, queriendo iniciar una conversación.
El joven no dijo nada, ni siquiera asintió. simplemente buscó en el bolsillo de su pantalón el encendedor y se lo extendió.
Felipe encendió su cigarrillo y le devolvió el encendedor al desconocido. Le dio un par de piteadas y luego botó el humo, buscando las palabras para iniciar la conversación.
—¿Qué haces acá? —le preguntó al joven.
Javier levantó las cejas en señal de sorpresa por la patudez de su pregunta.
—Estoy fumando —respondió Javier, con sarcasmo.
Felipe lo miró serio, molesto por su respuesta, pero intentando no demostrarlo.
—Estuviste en la casa del Rubén anoche, con el Sebastian. Hablaste con su papá —le dijo Felipe, demostrando que no estaba para nada perdido, recordando lo que Jorge le había contado durante la madrugada.
—Nada mal —se rio Javier—. Ahora dime qué me depara el futuro —agregó con sorna.
La sangre le hirvió a Felipe por la respuesta de Javier, pero no iba a dejar en evidencia su molestia.
—Tienes que irte. No te necesitamos aquí —agregó Felipe, queriendo dar por cerrado su intercambio de palabras.
—No me voy a ir sin verlo —Javier se puso serio, confirmando las leves sospechas que tenía Felipe.
Ese joven estaba ahí para meterle cosas en la cabeza a Rubén. Probablemente pretendía pintar a Sebastian como el príncipe azul ideal, y dejarlo a él como un villano.
No estaría muy alejado de la realidad probablemente. Últimamente no había actuado de la manera más proba posible. Le había ocultado muchas cosas a Rubén, y al contárselas había provocado su accidente. Y eso que no le había contado aquello que realmente le agobiaba la mente.
—Ten un mínimo de respeto, por su viejo —le dijo Felipe, apelando a su tino.
Felipe tiró el cigarrillo a medio fumar al suelo, y lo pisoteó con la zuela de su zapatilla para apagarlo bien. Entró nuevamente a la sala de espera con una sensación amarga.
Realmente se sintió como el villano de la película en ese momento.
—¿Café? —le ofreció Jorge a Felipe, extendiéndole un vaso apenas se sentó nuevamente a su lado.
—Gracias —aceptó Felipe, esbozando una sonrisa.
De verdad creía que lo más sano para Rubén y su padre en ese momento era mantener todo lo más tranquilo posible, y dejar cualquier tipo de conflicto lejos de ellos.
Sebastian se levantó a botar el vaso de cartón del café, después de terminar de tomarlo, y luego se acercó a un teléfono público que estaba en la entrada de la sala de urgencias.
Estaba seguro que el aparato llevaba años sin funcionar, pero no perdía nada con intentar. Descolgó el auricular y sonaba un tono.
Funcionaba.
Le puso una moneda de cien pesos al teléfono y marcó el número de emergencia de la policía.
Lo hacía pensando en Rubén.
Se le formó un nudo en la garganta cuando una voz femenina le habló al otro lado de la línea.
—Carabineros, ¿cuál es su emergencia? —dijo la mujer.
—Hola, no sé si les compete a ustedes esta información, pero aquí donde estoy hay un soldado que se arrancó del servicio militar —le contó Felipe, tirando al agua al desconocido que le contaría a Rubén pestes sobre él.
Lo hizo pensando en el bienestar de Rubén.
Sebastian estaba sentado nuevamente en las escalinatas del regimiento de Antofagasta, esperando que llegara el transporte que lo llevaría de regreso a Arica, a seguir con su instrucción militar.
Olivares estaba de pie a unos metros de él, conversando con el Capitán Rodríguez en voz baja.
Los ojos le pesaban a Sebastian, después de haber llorado por largos minutos, sin importarle quedar como una persona sentimental o débil frente a los que habían ido a buscarlo a su casa. La casa de su padre, mejor dicho.
—Debería llegar en unos minutos —le gritó el Capitán desde la distancia que los separaba, anunciando la pronta llegada del bus.
Sebastian se sentía cansado, tanto física como mentalmente. Había amanecido hace un par de horas y él (al igual que sus acompañantes) no había dormido nada, y el haber estado tan cerca de poder volver a ver a Rubén, y luego enterarse que había tenido un accidente, sin poder verlo, le había agotado la mente.
Su mejor amigo podría estar luchando por su vida en ese momento y Sebastian no estaba ahí con él. Cada vez que pensaba en eso el pecho se le apretaba, provocándole un dolor punzante.
A los minutos llegó una furgoneta antigua y se estacionó en el mismo lugar donde había llegado el bus hace un par de meses.
—Llegó nuestro carruaje —anunció Olivares, acercándose a Sebastian para darle unas palmaditas en el hombro indicándole que se pusiera de pie.
Sebastian sin decir palabra alguna obedeció y se subió al vehículo, casi como un modo automático. Se sentó al fondo del furgón, y al cabo de unos segundos, Olivares se sentó a su lado.
“teniendo todo el puto furgón para elegir, se sienta justo al lado mío”, pensó con desagrado.
—El Capitán no nos va a acompañar —le comentó Olivares, cuando ya el furgón había dado marcha hacia la salida del regimiento.
A Sebastian se le ocurrieron un par de comentarios sarcásticos tras las palabras de Olivares, y le dio la impresión que el joven estaba esperando escucharlas, pero la verdad no tenía ganas de decirlas.
—Tú sabes, privilegios de descanso que le da el ser Capitán —continuó Olivares.
El silencio se apoderó del ambiente por un par de minutos, hasta que Olivares nuevamente intentó generar una conversación.
—Vamos al aeropuerto a tomar un vuelo comercial —le comentó el joven a sebastian—. El Capi compró los pasajes para el mediodía, con cargo a la cuenta de tu viejo.
No sabía por qué le estaba contando eso, pero Sebastian sintió un profundo odio por su padre en ese momento. Si bien no eran una familia de escasos recursos, el dinero tampoco sobraba precisamente en la casa, así que la idea de que su padre desembolsara dinero en dos pasajes de avión comprados a última hora para asegurarse que volviera al regimiento en Arica le generaba mucha tristeza y rabia.
Sebastian se mantuvo en silencio hasta llegar al aeropuerto, con la idea de Rubén en el hospital dando vuelta por su mente constantemente, preocupado por su amigo.
Mientras esperaban a que pasara el tiempo para subir al avión, Olivares seguía intentando buscarle conversación, seguramente para distraerlo del pésimo momento que estaba viviendo.
—¿Cómo lo has pasado en el Servicio? —le preguntó el muchacho—. Me acuerdo que no querías ir.
Sebastian se sorprendió al saber que Olivares se acordaba de él, del día en que tuvo que marcharse hacia Arica, y no le quedó otra que responder.
—Es un poco menos terrible de lo que pensé —respondió Sebastian, intentando no sonar tan agradado con la experiencia.
Si bien odiaba el servicio, al menos había conocido a Javier y a Simón. Solo por ellos no lo catalogaba como un total desastre.
—¿Ves?, te lo dije —Olivares se rio, y le dio una palmadita en la espalda—. No era tan terrible.
Matias Olivares le ofreció algo para comer, explicándole que después todo sería reembolsado para cobrarle a su padre, y Sebastian aceptó con gusto comer en uno de esos restoranes caros del aeropuerto.
—¿Te puedo preguntar algo? —consultó con cautela Matias, mientras esperaban que llegara la comida que habían pedido a la mesera hace unos segundos.
El corazón de Sebastian se detuvo por unos milisegundos, como a cualquier persona cuando escucha esa pregunta. Finalmente asintió.
—¿Qué pasó con Rubén? —le preguntó con curiosidad, provocándole de inmediato un nudo en la garganta a Sebastian.
Los ojos se le llenaron de lágrimas ante la posibilidad de hablar con él. Sebastian sentía que, de alguna forma, verbalizar la situación de su mejor amigo, harían más probable que todas sus preocupaciones se hicieran realidad.
—¿Cómo sabes su nombre? —preguntó Sebastian con la voz temblorosa, queriendo desviar un poco el tema.
—Lo nombraste anoche cuando te fuimos a buscar, mientras llorabas —respondió Matias, bajando la mirada al decir la última palabra, como avergonzado.
Sebastian asintió y comenzó a sentir comezón en todo el cuerpo, en señal de nerviosismo por la posibilidad de haber dejado muy claros sus sentimientos hacia Ruben frente a ese completo extraño.
—Rubén es mi mejor amigo, y anoche tuvo un accidente —le contó en primer lugar, intentando retomar el dominio de su voz—. No sé exactamente qué le pasó, o cómo está; si está bien o no —la voz se le volvió a quebrar, y se tapó el rostro con las manos para que Olivares no lo viera llorando.
Matías acercó su silla hasta quedar al lado de Sebastian y le dio un incómodo abrazo, que a pesar de la posición, Sebastian sintió su contención.
—Estoy seguro de que está bien —le dijo Olivares al oído—. Las malas noticias son las primeras en saberse.
Tenía cierta lógica su aseveración.
—Justo su padre iba saliendo cuando mi viejo me pescó y me hizo entrar a la casa. Dijo que después de hablar conmigo me llevaría al hospital a verlo —continuó, aún con mucha pena.
—Tu viejo es un conchesumadre —murmuró con rabia Olivares, y Sebastian asintió.
Al rato llegó la mesera con la comida, y ambos devoraron lo que habían pedido, haciendo patente el hambre que tenían ya a esa hora.
—¿Te escapaste solo para ver a Rubén? —quiso saber Olivares, mientras comían.
Sebastian asintió, sonrojándose un poco, y esperó que Matías no lo haya notado.
—Estaba de cumpleaños ayer —ahondó, con pena al recordar su trágica celebración—. Iba a cumplir dieciocho.
—Cumplió dieciocho —lo corrigió Matías—. Tiene dieciocho ahora.
Sebastian asintió, avergonzado por su pesimismo.
—Debe ser un muy buen amigo, como para merecer haberte arrancado por él, y arriesgarte a los castigos —comentó Olivares.
Sebastian lo miró a los ojos, y sintió la necesidad de arriesgarse. Podía sincerarse completamente con Olivares y así apelar a su empatía para que le permitiera ir a ver a Rubén; o en caso contrario, solo aseguraría que el joven que estaba sentado a su lado fuese homofóbico y lo mandara hacia el regimiento con una nota de no liberarlo nunca más.
Prefirió tomar el riesgo, y asintió a las palabras de Matías.
—El Rube es… el amor de mi vida —admitió Sebastian con timidez, ante la posible reacción de Olivares.
Matías lo miró sonriendo con orgullo, como agradecido por la confianza que Sebastian había puesto en él para contarle eso.
—Me alegro por ti, que lo tengas claro —comentó Matías.
Sebastian asintió y sonrió agradecido.
—Cuando me fui al regimiento traté de terminar con nuestra amistad —le contó, ante la sorpresa de Matías—. El Rube estaba pololeando y, en mi mente tenía sentido que para que él pudiera ser feliz con su pololo, sin estar pensando en mí, tenía que terminar con nuestra amistad. Es una tontería…
Matías soltó una risita ante la última frase de Sebastian.
—No digas eso —lo detuvo—. Tiene sentido, al menos creo poder entenderte. Antes de irte, ¿sentías que le gustabas a Rubén?
—Es complicado —dijo Sebastian en un suspiro—. En un inicio me dijo que estaba sintiendo cosas por mí, pero yo no estaba listo. Le hice mucho daño —admitió avergonzado—. Y cuando por fin asumí lo que estaba sintiendo, él ya estaba conociendo a su pololo actual. Perdí mi oportunidad. Pudimos haber descubierto tantas cosas juntos…
Matías miraba a Sebastian sonriendo, maravillado con su historia, y escuchando atento cada detalle.
—Después de eso seguimos siendo amigos, obvio, pero yo me cerré de cierta forma. Quise negar todo, para evitarle confusiones. “Fue una tontera del momento, soy hetero, tranqui” le decía —soltó una risita sin ganas—. Pero la verdad era que lo amaba, y me moría por dentro cada vez que lo veía con su pololo.
—Creo que Rubén sería muy afortunado de tenerte como pololo —comentó Matías, casi como un hermano mayor para Sebastian, quien sonrió agradecido por sus palabras.
—¿Hay alguna forma…? —preguntó lentamente Sebastian, como tanteando el terreno—, ¿…de que me permitas ir a verlo al hospital?
Matías se puso serio, perdiendo la sonrisa agradable que tenía, bajó la vista hacia su reloj de pulsera y pensó.
—La verdad, me encantaría —le dijo con sinceridad—, pero por la hora, no alcanzas a ir y volver a tomar el vuelo…
—Podemos comprar otros pasajes, si al final los pagará mi viejo —sugirió Sebastian, algo desesperado.
—No podemos —lo aterrizó Matías—. Los pasajes ya los compró el Capitán, así que él tiene esos comprobantes. Si perdemos el vuelo ahora será muy sospechoso y pondría en riesgo mi posición.
Sebastian entendió las razones que le dio Matías, y no insistió. Al menos lo intentó.
—¿Te sabes el número de Rubén?, ¿o de su familia? —le preguntó Olivares, con una idea.
Sebastian negó con la cabeza. Era mucho más fácil para él tener todos los números guardados en su teléfono celular. Lamentablemente en ese momento su teléfono estaba requisado en Arica.
—Toma el mío —Matías le entregó un celular marca Nokia muy antiguo, con pantalla verde y botones con luces.
—¿En serio? —Sebastian se sorprendió por el gesto.
—Si, me voy a comprar otro, así que este no lo necesito —le dijo Olivares—. Escóndelo muy bien cuando llegues a Arica. Voy a averiguar del estado de salud de Rubén y te mandaré mensajes.
Sebastian se abalanzó sobre Matías para abrazarlo, con lágrimas en los ojos, completamente agradecido por el gesto.
—Recuerda guardarlo bien, en tu ropa interior o algo así, por lo general cuando vuelves después de escaparte no te revisan tan bien —insistió—. De todas maneras, ya debe faltar solo un par de meses para que te devuelvan tu celular.
—No sabes lo mucho que esto significa para mí —le dijo Sebastian al oído.
—Lo sé —Matías lo abrazó con fuerza, haciéndole saber que no estaba solo en esa situación—. Por mucho que tu vida en este momento te parezca una mierda, que todo te sale mal, que todo confabula en contra de tu felicidad, aunque creas que nunca vas a poder ser feliz con la persona que amas —continuó diciéndole, y Sebastian notó que su voz se quebraba un poco—, recuerda que no estás solo, y que al final todo mejora.
Ya era la hora de almuerzo y Javier seguía en el hospital esperando novedades.
Cuando volvió a entrar después de fumar su enésimo cigarro (que le había pedido a una señora de edad que fumaba con evidente preocupación al lado del ingreso de las ambulancias), no logró divisar ni a Felipe ni al padre de Rubén. Supuso que la conversación que había entablado con la señora le había hecho despreocuparse de su objetivo.
Volvió a salir hacia la calle, esperando divisar en el exterior a Felipe, pero no lo logró. Estuvo un par de minutos mirando en todas direcciones, hasta que la ansiedad por no tener a quien seguir le comenzó a provocar ganas de fumar nuevamente.
“Suficiente, hueón” se dijo, para enfocarse. Sentía un vacío en el estómago, producto de la falta de ingesta de alimentos desde hace más de 24 horas, y estaba seguro que el tabaquismo le hacía mucho peor, pero el vicio era más fuerte, sobre todo en esa situación de incertidumbre.
Javier decidió volver a entrar al hospital, y preguntar directamente en el mesón de urgencias alguna novedad respecto al estado de salud de Rubén, después de todo, dudaba que alguien lo reconociera después de haberse metido al box durante la madrugada.
—Oye, bonita mochila —una voz masculina no muy ronca comentó a su espalda, elogiando el diseño de camuflaje, seguramente.
Javier sabía que le hablaban a él, y tenía claro de qué se trataba.
Se quedó inmóvil por un par de segundos, evaluando la idea de salir arrancando a toda velocidad, pero realmente no tenía la energía en el cuerpo para hacerlo. Finalmente se volteó lentamente y miró a la cara a quien le había hablado: un hombre cuarentón de cabello muy corto y peinado, con la polera piqué metida dentro del pantalón. Si la idea era estar de infiltrado, el hombre no lo estaba logrando.
—Gracias —murmuró Javier, intentando no delatarse, en caso de que su suposición (de la cual estaba un noventa y nueve porciento seguro), fallara.
Retomó su camino para ingresar al recinto hospitalario mientras el hombre insistía a su espalda.
—Espérate po, ¿por qué tan apurado? —le decía el hombre a su espalda mientras Javier lo ignoraba, y de las puertas correderas de la urgencia salía una pareja de carabineros con una libreta en la mano.
“Mierda”, pensó Javier, enrolando los ojos.
—Joven, ¿puedo ver su cédula? —le preguntó uno de los uniformados, acercándose directamente a Javier tras intercambiar miradas con el hombre de polera piqué
Javier dio un suspiro de resignación e hizo como que buscaba su documento de identificación en los bolsillos de la ropa y de su mochila, sabiendo perfectamente que su cédula estaba en el regimiento de Arica.
—Se me debe haber quedado en la casa —inventó Javier, intentando sonar convincente.
—Qué mal —comentó con sarcasmo uno de los carabineros, mientras el otro conversaba con el infiltrado—. Va a tener que acompañarnos a la comisaría.
Javier protestó por la poca flexibilidad de los uniformados, lo que provocó el cambio de su forzada actitud amable a una más intransigente y amenazante.
—Nos acompañas por las buenas o por las malas —le dijo el infiltrado al oído, provocando un odio profundo a Javier, quien aceptó de mala gana al no tener alternativa.
Esa misma tarde a Rubén lo dieron de alta en el hospital. Le indicaron a su padre (y a Felipe) que fueran a almorzar mientras preparaban todos los papeleos del alta, y a las tres de la tarde Rubén ya estaría listo para irse.
Se sentía raro.
Todavía no podía creer lo que le había pasado y aun así tenía una sensación de angustia, de miedo, de vergüenza en su interior que no lo dejaba tranquilo.
La doctora de urgencias le había dicho que se podía ir a su casa y que en alrededor de una hora su padre lo iría a buscar.
No sabía cómo lo iba a mirar a la cara, después de haber traicionado su confianza y haber destrozado su trabajo de toda la vida, el regalo de cumpleaños que le había hecho con tanto amor.
Le habían dicho que solo tenía un esguince de tobillo derecho, algo muy bueno considerando la magnitud del accidente.
A nivel de tronco no mostraba mayores problemas, más allá del dolor y los rasguños, pero la doctora le había indicado que tendría que usar el cuello ortopédico por una semana al menos como precaución.
Cuando lo hicieron salir del box hasta la sala de espera en una silla de ruedas, cargando sobre sus piernas dos muletas, Rubén se sintió muy vulnerable. Vio a su padre de pie frente al mesón, quien le devolvió nervioso la mirada y se acercó a abrazarlo con delicadeza, llenándolo de cariño y preocupación.
—Me alegra mucho que estés bien, hijo —le dijo su padre al oído, haciendo saber que decía en serio cada palabra.
Su padre obviamente no lo retó ni le dijo nada negativo en ningún momento, pero Rubén no podía quitarse la sensación de que lo había decepcionado tras no estar a la altura de la responsabilidad de su regalo.
—Perdóname, papá —le pidió Rubén, con ganas infinitas de llorar, pero ocupando todas sus fuerzas para no hacerlo.
—No seas tonto hijo, no hay nada que perdonar —le dijo Jorge, pretendiendo tranquilizarlo—. Los accidentes ocurren.
Jorge bajó la mirada al decir la última frase, y luego se enderezó y se paró detrás de Rubén para empujar la silla.
—Tu hermano viene viajando —le contó—. Viene en bus, eso sí, así que mañana recién va a estar llegando.
Rubén se alegró de saber que Darío estaba viajando más de mil kilómetros para verlo, pero se avergonzó aún más por ese gesto.
Jorge hizo parar un colectivo y ayudó a Rubén a subir, y luego le pidió al conductor que esperara a que devolviera la silla de ruedas a Urgencias.
Al llegar a la casa, Rubén se tiró en el sillón del living sin mucha delicadeza, lo que le provocó un fuerte dolor en la cabeza y el cuello.
—Ya estoy cansado de todo esto —murmuró, refiriéndose a los dolores en las distintas partes del cuerpo, a la incomodidad de usar los elementos ortopédicos y las muletas, además que sentía que el olor a sala de urgencias le había quedado impregnado en la ropa.
—Agradece que puedes estar cansado de todo eso —le dijo su padre con voz suave desde la cocina, mientras recalentaba el almuerzo que había preparado más temprano.
Rubén se sintió culpable de haber dicho esa frase.
Al cabo de un rato llegó Catalina muy preocupada por el estado de salud de su amigo, acompañada de Marco.
—¿Estás bien?, ¿cómo te sientes?, ¿qué te pasó? —le preguntó Catalina, sin esforzarse en ocultar su preocupación.
Su amiga se sentó a su lado en el sillón, y lo miró atento esperando respuestas.
—Estoy bien —respondió Rubén, sonriendo para transmitirle tranquilidad.
Catalina con esa respuesta lo abrazó con delicadeza y se puso a llorar.
—No sabes lo preocupados que estábamos por ti —le dijo ella entre llantos.
—¿Qué dices Cata? —intervino Marco—, el Rubencio es una máquina, obviamente iba a estar bien.
Marco le acarició el cabello a Rubén, haciéndole ver con ese pequeño gesto lo mucho que lo apreciaba, y lo contento que estaba por saber que estaba bien.
—Anoche cuando te fuiste nos preocupamos mucho—le dijo Catalina, después de terminar de abrazarlo—. Y después cuando Felipe te vino a buscar no tuvimos más respuesta, ni tuya ni de él…
—Bueno, perdón por no contestar, estaba de cabeza dentro del auto —bromeó Rubén, esforzándose al máximo por alivianar el ambiente, y no ver el lado negativo de toda la experiencia.
Catalina dio un suspiro y bajó la mirada.
—Perdón amigo —le dijo, algo avergonzada—. Sé que lo último que necesitas en este momento es que te agobie con preguntas y con mis preocupaciones… —volvió a suspirar—. Me alegro mucho que estés bien.
—No me agobias —le dijo Rubén instintivamente para no hacerla sentir mal, pero en el fondo, sí lo agobiaban sus preguntas.
Rubén les contó con calma qué había pasado la noche anterior, por qué se había volcado y los fragmentos que recordaba. Ya le había contado a su padre lo mismo hace unas horas, y durante la noche y la mañana al personal de salud del hospital. Estaba cansado de repetir siempre lo mismo, y de recordar cada vez el accidente, que de alguna forma lo sentía tan ajeno en ese momento, como si aún no asimilara lo que había pasado, y la gravedad del hecho.
—La sacaste barata —comentó Marco, anonadado por el relato.
—Ciertamente tiene un ángel que lo protege —comentó Jorge, acercándose a los muchachos con un plato con galletas.
Rubén sintió un calor en su pecho al escuchar las palabras de su padre, pensando agradablemente que tenía razón: su madre lo estaba cuidando desde donde sea que estuviera.
La reja de la entrada chirrió al abrirse y unos segundos después golpearon la puerta. Jorge se dirigió a abrir mientras los tres muchachos miraban expectantes.
La silueta de Felipe entró por la puerta y Rubén sonrió instintivamente al verlo. Felipe estaba serio, nervioso de ver por fin a su pololo.
—Llegaste —murmuró Rubén.
Había repasado los eventos de la noche anterior una y otra vez, cada vez que la contaba a cada uno de los presentes, pero en ningún momento había pensado en Felipe como culpable en parte de lo acontecido.
Pensaba en ese momento que, cualquier cosa que pudo haber hecho (o no) Felipe, quizás ya no era tan importante. Nada se podía comparar con poder estar vivo.
Felipe se acercó lentamente, como indeciso si Rubén seguía molesto con él.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Bien —respondió Rubén, sintiendo unas mariposas en el estómago—. No de maravillas, pero bien.
Su padre le había contado mientras almorzaba que Felipe había estado toda la noche y toda la mañana con él en el hospital, y que se había ido a duchar y a cambiar de ropa a su casa. Rubén sintió que ese gesto demostraba que a pesar de todo lo que había pasado, le seguía importando.
Felipe le dio un abrazo, lleno de cariño y cuidado.
—¿Te duele algo? —le preguntó Felipe al oído.
—Sólo todo el cuerpo —bromeó Rubén, que sentía dolor, aunque no intenso, gracias a los analgésicos.
—Perdóname —siguió Felipe, sin dejar de abrazarlo—, por todo.
Rubén dio un suspiro, convenciéndose que lo que iba a decir era lo correcto.
—No hay nada que perdonar —le dijo Rubén, con calma—. Lo único importante es que ahora estamos los dos aquí —Felipe se separó de él y lo miró a los ojos, sorprendido—. Sí tenemos una conversación pendiente, pero puede esperar.
Felipe sonrió, orgulloso de la madurez de las palabras de su pololo.
—¿Cómo pude haber sido capaz de hacerte tanto daño? —Felipe le acarició el rostro, visiblemente emocionado.
—Ay, ya bésense —comentó con sarcasmo Marco, trayendo a tierra el ambiente.
Rubén se rió, aunque ese gesto le provocó un profundo dolor en el cuello y la espalda.
Catalina mantuvo una actitud incomoda tras la llegada de Felipe, pero se quedó acompañando a Rubén, que para ella era lo más importante en ese momento.
Al cabo de un par de horas, ella y Marco se fueron, y Felipe los imitó una hora después, después que Rubén le recordara que tenía clases temprano al día siguiente.
—No importa, prefiero estar contigo —le dijo Felipe, completamente convencido de quedarse.
—No hagas parecer como que soy más importante que tu educación —Rubén respondió con calma.
Felipe finalmente aceptó la petición de Rubén y se despidió, dándole un beso en la frente.
Jorge cerró la reja y la puerta de entrada con seguro tras la partida de Felipe, y luego ayudó a Rubén a movilizarse hasta su dormitorio y lo acostó en la cama.
Le quitó el cuello ortopédico para que pudiese dormir un poco más cómodo, pero la bota la dejó puesta.
Rubén a pesar de la culpa y la vergüenza que sentía por haber arruinado el regalo que le había hecho su padre con tanto esfuerzo, intentaba mantener una expresión positiva, para no afectar a su padre que, a pesar de lo que decía, se notaba en sus ojos que de alguna forma el accidente lo había afectado.
—Necesito decirte algo —le dijo Jorge, antes de darle las buenas noches.
Rubén lo miró atento y sintiendo algo de nerviosismo. Esa frase le provocaba mucha ansiedad, sobre todo después de una experiencia como la que acababa de tener.
—Anoche vino el Seba —le contó su padre.
Rubén sintió un vacío en el estómago. En un primer momento se alegró mucho de saber que su mejor amigo había vuelto, pero rápidamente recordó la forma en que se había marchado y una sensación de enojo se comenzó a apoderar de sus emociones.
Recordó también que su padre no sabía que Sebastian se había ido cortando con su amistad, así que se contuvo para no expresar la rabia.
No le costó mucho, eso sí, porque pensó que, si Sebastian había ido a su casa la noche anterior, era porque quería verlo. Seguramente quería saludarlo por su cumpleaños.
—Hoy fui a su casa a buscarlo, para decirle que te habías accidentado —prosiguió su padre—, pero su papá me dijo que ya había vuelto a Arica. Que lo habían venido a buscar del regimiento.
Rubén sintió una sensación de mareo, sumado al dolor de cabeza que aumentaba aún más, pero no dijo nada al respecto
—Bueno, quizás podrá venir otro día —le dijo a su padre, obligándose a sonreír.
Su padre le dio un beso de buenas noches en la cabeza, y le dijo lo mucho que lo amaba, y luego salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Rubén se quedó acostado en la oscuridad, mirando el techo, lidiando con los dolores y malestares producto del accidente, y de todas las emociones que había vivido en las últimas horas.
Al estar solo su cabeza comenzó a dar vuelta a todo lo que había ocurrido. La conversación con Felipe, el accidente, el dolor en la mirada de su padre, la visita de Sebastian.
Por primera vez le tomó el peso a todo, y dejó caer esa careta de optimismo que había tomado para tranquilizar a los demás. Estaba destruido, emocional y psicológicamente.
Sabía que había hecho sufrir mucho a su padre por haberse volcado. El terror de perder a un hijo debe ser lo peor que le puede pasar a un padre, de la misma forma que él se había sentido cuando falleció su madre. Tenía claro que Jorge había vivido la peor experiencia de su vida al tener la posibilidad de perder a su hijo a manos de un regalo que él mismo le había hecho. Cargar eso en la conciencia lo habría destruido, de la misma forma que Rubén sentía en ese momento.
Por otro lado, si bien lo que habían discutido con Felipe la noche anterior lo había molestado de sobremanera, Rubén se sentía culpable por no haber sido capaz de manejar sus emociones. Si hubiese sido más maduro e inteligente emocionalmente no habría tomado la decisión apresurada de irse de la casa de Marco.
Y ahora con la noticia de que Sebastian, su mejor amigo, había vuelto para saludarlo en su cumpleaños, sus emociones se mezclaron aún más. La idea de volver a verlo lo alegraba mucho, pero también sentía ese rencor del sufrimiento por el que lo había hecho pasar con su partida. Estaba enojado, pero quería verlo.
Con todos esos pensamientos en la mente comenzó a llorar descontroladamente, como si alguien hubiese abierto las llaves del grifo. Apretó con fuerza los labios, para no hacer ruidos y evitar despertar a su padre.
Su vida se había puesto de cabeza en tan solo un par de horas. Se puso a pensar en su propia vida de hace unos meses, en que se sentía feliz, viviendo su primer pololeo, viendo a su padre feliz, y tratando de disfrutar al máximo el tiempo que le quedaba con su mejor amigo.
El llanto le provocó mayor dolor de cabeza, y la tensión por no gritar le hizo doler el cuello aún más también, y la sensación de estar sufriendo físicamente lo desesperaba y potenciaba más su llanto.
Finalmente, después de varios minutos, se comenzó a acostumbrar al llanto y al dolor, y la mezcla de ambos le provocó una somnolencia irresistible, hasta que Rubén se quedó dormido.
“Vengo por el Sebastian”.
Rubén estaba a punto de conciliar el sueño, o eso creía, cuando escuchó esa frase que extrañamente se le hacía familiar.
Pensó por un segundo que había un fantasma en su dormitorio, peor luego analizó mejor la situación y recordó que nunca había tenido una experiencia de ese tipo.
Cerró los ojos nuevamente, pretendiendo volver a dormir rápidamente para evitar que los dolores volvieran a hacerse presente notoriamente.
Se convenció que esa frase en su cabeza tenía una sola razón de ser: había sido solo un sueño, condicionado por la noticia de saber que Sebastian había ido a buscarlo en su cumpleaños.
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 14: Esperanza
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12, Parte 13
Sebastian respiraba entrecortadamente por la adrenalina de presenciar un accidente vehicular, y por tener la posibilidad de ayudar a la persona involucrada, pudiendo incluso llegar a salvarle la vida.
Acababa de ayudar a sacar al hombre del vehículo, junto a Javier, cuando escucharon que una ambulancia se acercaba con las sirenas a todo volumen.
—Ahí viene la ayuda —le dijo Sebastian al hombre accidentado, que tenía alrededor de unos cincuenta años, y en la frente tenía una herida profusa que no paraba de sangrar.
Javier le había roto la manga de la polera al hombre y se la puso en la frente a modo de compresa.
Sebastian se puso de pie y le hizo señas a la ambulancia para que se detuviera.
—¡Quítate niño! —le gritó el conductor de la ambulancia—, ¡Vamos a una emergencia!
—Esto es una emergencia, ¿no lo ven? —le respondió Sebastian, molesto, mostrándoles el vehículo volcado.
El conductor de la ambulancia con el paramédico que iba sentado a su lado intercambiaron una mirada cómplice, comunicándose sin decir palabra, y al cabo de un par de segundos, el copiloto tomó el micrófono de la radio de comunicaciones para decir algo que Sebastian no pudo oír, y luego bajó de la ambulancia con un gran bolso.
—Necesito que me diga cuántos dedos ve —le dijo el paramédico al hombre accidentado, iniciando su evaluación de inmediato.
Javier se acercó a Sebastian, que miraba de brazos cruzados la atención de primeros auxilios.
—Íbamos a otro volcamiento —comentó el conductor de la ambulancia, acercándose a los muchachos.
—¿En serio? —exclamó Javier sorprendido—. No es una ciudad muy segura parece.
El conductor soltó una risita.
—Son relativamente comunes los choques —comentó—. Por lo general tenemos al menos uno al día. Pero casi nunca se vuelcan. Y mucho menos dos en la misma noche.
—¿Qué pasará con el otro volcamiento? —quiso saber Sebastian, sintiendo algo de culpa al pensar que quizás alguien más no estaba recibiendo la atención oportuna que necesitaba.
—Hablamos por radio que nos encontramos con otro volcamiento —respondió el conductor—. De seguro ya va saliendo una ambulancia para allá.
—Espero no sea nada grave —murmuró Sebastian.
Al rato el paramédico les pidió ayuda a Sebastian y Javier para subir a la ambulancia al hombre, que ahora tenía un vendaje más pulcro en la frente y llevaba un cuello ortopédico.
—El caballero está bien —les explicó el paramédico—. Lo llevaremos a urgencias para realizarle exámenes y descartar algún tipo de lesión mayor. Me contó todo lo que hicieron y estuvieron muy bien.
El paramédico les dio unas palmadas en los hombros a modo de agradecimiento, y luego se subió a la parte trasera de la ambulancia, junto al paciente, y sin mayores despedidas, la ambulancia partió de regreso al Hospital con las balizas y las sirenas encendidas.
—No me contesta —les informó Felipe a Catalina y Marco.
Los tres mantenían una actitud de tensa calma.
—¿Qué pasó?, ¿por qué se fue? —le preguntó Catalina a Felipe, sonando algo molesta.
—Nada, solo… discutimos —respondió Felipe, intentando bajarle el perfil.
—¿Discutiste con él en su cumpleaños? —Catalina no podía creer la desfachatez del pololo de su mejor amigo.
—Cata, creo que no es momento de ponernos a pelear —le dijo Marco, intentando tranquilizarla.
—No estoy peleando —se justificó ella, dando un suspiro.
—De seguro está bien, simplemente no me contesta porque es lo que siempre hace —comentó Felipe, con tono tranquilo intentando convencerse que esa era la realidad, para no pensar en algo peor.
—A mi siempre me contesta, y ahora no lo hace. Además ni siquiera es experto en el manejo —Catalina se puso en el peor de los casos, visiblemente más nerviosa a cada segundo que pasaba.
—Bueno, con mayor razón, quizás como está recién aprendiendo a manejar se fue lentito, y no quiere contestar el teléfono para no desconcentrarse —sugirió Marco, para tranquilizar a Catalina.
—Ustedes quédense aquí, que yo iré a buscarlo a su casa —decidió finalmente Felipe.
No quería seguir ahí, bajo la mirada inquisidora de Catalina, la fiel amiga de Rubén.
Felipe se fue caminando hasta el paradero, intentando decidir si era buena idea ir primero a la casa de Roberto a pedirle el jeep para movilizarse con mayor rapidez, o si era mejor ir directo hasta la casa de Rubén en locomoción pública.
Finalmente se decidió por la segunda opción, lo que le dio mucho tiempo para pensar en lo que había sucedido, y lo herido emocionalmente que se veía Rubén después de haberle contado todo lo que le dijo. Él igual estaba dolido, sufriendo por la situación de su padre, pero sabía que eso no era excusa para hacer sufrir también a Rubén.
—¿Cuál es tu casa? —le preguntó Javier a Sebastian mientras caminaban por el barrio donde vivía.
—Está más allá —le señaló Sebastian con el mentón.
Estaban llegando a la población por la parte más cercana a la casa de Rubén, así que no verían la casa de Sebastian. Al menos ese no era el objetivo de su visita.
—¿Ya pensaste qué le vas a decir? —le preguntó Javier, impaciente.
Sebastian dio un suspiro lleno de ansiedad.
—Supongo que me lanzaré a besarlo apenas lo vea —respondió, entusiasmado.
—¿Y si está ese tal Felipe ahí con él? —inquirió Javier.
—No me importa —Sebastian se sintió envalentonado al decirlo.
De verdad iba con esa intención, de demostrarle a Rubén la realidad de sus sentimientos y no dejaría que ningún temor lo detuviera, nunca más.
Al pararse fuera de la casa de Rubén, Sebastian se detuvo unos segundos, como reuniendo todas las fuerzas que tenía en su cuerpo para siquiera tocar la puerta.
Solamente se dio cuenta lo mucho que estaba demorando cuando, sin decir una palabra, Javier apoyo la mano en su hombro, dándole la señal de apoyo que necesitaba.
Sebastian abrió la reja, cruzó el antejardín, y golpeó la puerta con determinación. Tres golpes.
Mientras esperaba que atendieran, se puso a pensar que probablemente Rubén había salido a festejar a otor lado, y que su padre estaría durmiendo, sin embargo, sus pensamientos se disiparon en el momento en que la puerta se abrió, rebelando el rostro adormecido de Jorge, el padre de Rubén.
—¿Sebastian? —preguntó sorprendido el hombre, sin ocultar la genuina sonrisa que le provocaba ver al mejor amigo de su hijo frente a él—. ¿Qué haces acá?
Jorge extendió los brazos para recibir a la inesperada visita, dándole un fuerte abrazo paternal que Sebastian tanto necesitaba.
El alivio que sintió Sebastian ante el recibimiento de Jorge fue inmenso. Eso demostraba que el cariño seguía ahí, sin disminuir en los meses de ausencia.
—Pasa, pasa —le dijo Jorge, sin darle tiempo a Sebastian de decir una palabra—. ¿Vienes acompañado? —le preguntó al divisar la figura de Javier parado en la vereda.
—Si, es mi escolta, del servicio —respondió Sebastian, queriendo omitir que se habían fugado del claustro.
Jorge le hizo señas a Javier también para que pasara, y éste lo saludó haciendo el símbolo de la paz con los dedos de la mano derecha, y sin decir palabra.
—Vine a ver al Rube, a decirle feliz cumpleaños —le contó Sebastian a Jorge, quien asintió como si fuera obvia la razón de su visita.
—Bueno, Seba, te cuento que el Rube no está —le informó Jorge—. Está en la casa de Marco celebrando su cumpleaños.
Sebastian sintió un vacío en el estómago al saber que Rubén estaba festejando en otro lado. Todos los años pasaban el cumpleaños de Rubén en su casa, comiendo torta y otras comidas deliciosas preparadas por su padre mientras ellos jugaban videojuegos en la consola.
Descubrir que por su ausencia sus tradiciones simplemente ya no tenían sentido le causó un poco de tristeza.
Sebastian ni siquiera se molestó en preguntar si volvería temprano. El reloj estaba a escasos minutos de marcar la medianoche, así que asumió que la celebración sería un buen carrete de frentón.
—Los llevaría, pero ya no tengo el auto —le contó Jorge.
—¿Lo vendió? —quiso saber Sebastian, intentando ahuyentar la idea de que probablemente lo había perdido en algún accidente o por un robo, después de haber invertido tanto tiempo y trabajo en él.
—Se lo regalé al Rube por su cumple —respondió Jorge orgulloso, ante la expresión de sorpresa tanto de Sebastian como de Javier.
Sebastian se acercó a darle un abrazo, como si él hubiese recibido el regalo.
—¿Y se fue a carretear a la casa de Marco en el auto? —quiso confirmar Sebastian, ante la respuesta afirmativa de Jorge—. Bueno, de alguna forma tendremos que llegar —comentó mirando a Javier, que se encogió de hombros.
—Si quieren, son bienvenidos a esperar a que llegue.
Sebastian negó con la cabeza.
—No sería capaz de quedarme quieto con las ganas que tengo de verlo —respondió Sebastian sin pensarlo, provocándole una sonrisa particular a Jorge.
Los jóvenes se despidieron de Jorge, quien le pasó dinero para el pasaje de la locomoción colectiva a Sebastian, y ambos soldados en fuga salieron de la casa hacia la calle a descifrar cómo iban a llegar a la casa de Marco.
—¿Sabes dónde vive ese tal Marco? —le preguntó Javier
—Estoy tratando de hacer memoria —respondió Sebastian—. Fui a su casa en alguna ocasión, pero no recuerdo exactamente cómo llegar. Mira, esa es mi casa —le indicó a Javier mientras caminaban por fuera de ella.
El oscuro Ford Fiesta de su padre brillaba bajo las luces de los postes, y las luces de las ventanas estaban todas apagadas, indicando que seguramente ya estaban todos durmiendo en su casa.
—Bonita casa —comentó Javier—. Deberíamos pasar a saludar —bromeó.
Sebastian no pudo reírse de la broma de su amigo, porque se enfocó en una persona que se venía acercando desde el otro extremo de la cuadra, caminando con premura.
A medida que se acercaba se dio cuenta que era Felipe, el actual pololo de Rubén, o al menos era su pareja cuando él se marchó.
—¿Y tú?, ¿qué haces aquí? —le preguntó Felipe al verlo, sin saludarlo y sin esforzarse en sonar menos hostil.
—Vivo aquí —respondió Sebastian secamente.
Felipe no le dijo nada más, y siguió de largo, rumbo a la casa de Rubén.
—¿No estás con Rubén celebrando su cumpleaños? —le preguntó Sebastian levantando la voz, notando ese detalle.
Felipe se detuvo y se volteó a mirar a Sebastian, como pretendiendo decir algo. Sin embargo, no soltó palabras y retomó su camino.
Sebastian se percató de lo extraña de su actitud, y caminó rápidamente tras Felipe hasta alcanzarlo.
—¿Qué pasó? —le preguntó a Felipe, tomándolo del hombro con fuerza para que se volteara a mirarlo.
—¿Qué hueá te pasa? —Felipe le pegó un empujón en el pecho a Sebastian después de sentir el tirón en el hombro.
—¿Dónde está el Rube? —insistió preguntando Sebastian, y le devolvió el empujón a Felipe.
Sebastian no sabía por qué estaba reaccionando así, si él no era una persona violenta o confrontacional. Siempre prefería evitar las peleas, pero algo en la actitud de Felipe lo descolocaba, o quizás haya sido el simple hecho de saber que él era el pololo de Rubén, y la incertidumbre de no saber dónde estaba.
Los perros de las casas del barrio empezaron a ladrar con fuerza producto del forcejeo de los dos, el que fue detenido por Javier que se interpuso entre ambos.
—Ya, paren el hueveo —les dijo Javier, levantando los brazos entre ambos para terminar la pelea.
—¿Y tu quién eres? —quiso saber Felipe, confundido.
—El que evitó que el Seba te partiera el hocico —respondió Javier elevando la amenaza de Sebastian por los cielos.
Felipe resopló con fuerza, burlándose de la aseveración de Javier.
Felipe estaba nervioso. Intentaba enmascararlo con una actitud altiva y confrontacional, pero en realidad era solo un mecanismo de defensa. Estaba nervioso y tenía miedo. Mucho miedo.
Al ver a Sebastian en la calle conversando con ese desconocido en dirección opuesta a la casa de Rubén, Felipe solo podía deducir una cosa: había estado en la casa de su pololo y Jorge ya le había dicho que Rubén no estaba, y por eso estaba ahí en la calle.
Rubén aún no llegaba a su casa y eso le preocupaba.
También estaba la posibilidad de que Rubén estaba en ese momento en su domicilio y que por alguna razón no haya querido ver a su mejor amigo, pero era una probabilidad muy pequeña, después de todo, a su entender su amistad seguía igual de fuerte después de la partida de Sebastian.
—¡Sebastian!
Una voz fuerte y ronca gritó su nombre, provocándole escalofríos en todo el cuerpo. Era justamente la voz que no quería escuchar por nada del mundo.
Sebastian se volteó y vio a su padre, que seguramente se había despertado gracias a los ladridos de los perros y a la discusión que acababa de tener con Felipe en plena calle. Su padre se dirigió con determinación hacia dónde estaba él mientras se abrochaba una chaqueta de cuero sobre el pijama.
—¿Qué estás haciendo acá? —le preguntó su padre, con una expresión en el rostro que le fue difícil interpretar.
¿Estaba enojado?, ¿estaba preocupado? No sabía qué estaba sintiendo su padre, pero Sebastian estaba seguro que no estaba feliz de verlo.
Se quedó sin palabras, incapaz de inventar alguna excusa, y mucho menos quería decirle la verdad. Podía apostar, eso si, que su padre ya sabía que se había fugado del regimiento.
La oportunidad de responderle a su padre se vio interrumpida cuando vio que Jorge salía de su casa con evidente preocupación en el rostro.
—¿Qué pasó Jorge? —le preguntó Felipe, y Sebastian, que escuchaba desde un par de metros de distancia, notó que su voz se quebró un poco.
—Me… me llamaron —comenzó a decir el padre de Rubén, evidentemente perturbado—, del hospital…
Al escuchar la última palabra, Sebastian se volteó completamente, preocupado por Rubén y se acercó hasta donde estaba Jorge con Felipe, pero su padre lo tomó del brazo con fuerza.
—Te hice una pregunta —insistió su padre, queriendo saber la verdad.
Sebastian mantuvo su silencio, miró con profundo odio a su padre y forcejeó para poder acercarse a escuchar lo que tenía que decir Jorge, hasta que lo logró.
El corazón le latía con fuerza en el pecho ante la incertidumbre de no saber qué había pasado, pero la palabra “hospital” no significaba nada bueno.
—El Rube tuvo un accidente —les contó Jorge, y el corazón de Sebastian se detuvo.
Sintió que las piernas perdían su fuerza y estuvo a punto de caer de bruces, de no ser porque su padre lo volvió a tomar del brazo, sosteniéndolo, pero esta vez no dijo nada.
—Vámonos —le dijo Felipe a Jorge, con la voz temblorosa y visiblemente afectado.
Sebastian nunca lo había visto así. De lo poco que lo conocía, siempre había mantenido su habitual actitud de entereza y frialdad, como si nada lo pudiese afectar.
—Yo también voy —dijo Sebastian, también con la voz temblando.
—Tú no vas a ningún lado —le dijo su padre, trayéndolo de vuelta a la realidad.
—Esto es una emergencia —intervino Javier.
—No puedes hacerme esto, es mi… es mi mejor amigo —le dijo Sebastian, al borde de la desesperación.
—Vecino, por favor —incluso Jorge intervino, sabiendo lo importante que era Rubén para Sebastian.
—Yo lo llevaré al hospital después de que terminemos de hablar —aclaró el padre de Sebastian, abriendo los ojos exageradamente, como si con ese gesto lo fuera a hacer entender que primero tenían que conversar.
Jorge aceptó de buena fe las palabras del padre de Sebastian, y retomó su camino junto a Felipe.
Sebastian dejó de forcejear, entendiendo que era lo más lógico de hacer en su situación y siguió a su padre hasta la casa, mientras Felipe y Jorge ya estaban en la esquina haciendo parar a un colectivo.
Javier se quedó de pie en la calle viendo a todos alejarse. Sebastian lo miró e intentó transmitirle con su mirada que lo mejor para él era no entrar a su casa con él, que mejor se mantuviera al margen, y Javier de alguna forma, entendió.
Se quedó solo en la calle bajo la fría noche de mayo, esperando a que Sebastian terminara de hablar con su padre.
Felipe nunca había sentido un dolor tan fuerte como en ese momento.
Era extraño, le dolía el pecho, como si su corazón se hubiese rompido en mil pedazos, y como si cada fragmento estuviese desgarrando su cuerpo por el interior, pero además, sentía un profundo dolor emocional. Tenía claro por qué estaba sintiendo todo eso. La persona a quién más quería probablemente estaba luchando por su vida en el hospital, y todo era su culpa.
Le pasó dos mil pesos más al conductor del taxi colectivo para que fuese más rápido, impaciente por llegar rápido a conocer el estado de salud de Rubén, y en ese momento se arrepintió de no haber ido a buscar el jeep de Roberto antes de irse a la casa de Rubén.
—Calma —le dijo Jorge, cuando Felipe volvió a ofrecerle más dinero al conductor para que fuese aún más rápido—. No pequemos de imprudentes, que podríamos provocar otro accidente.
El chofer escuchó las palabras de Jorge y bajó de inmediato la velocidad, a pesar de que ya había aceptado dos mil pesos de Felipe minutos antes.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —le preguntó Felipe, con algo de vergüenza por lo que acababa de hacer.
—No estoy tranquilo, pero hay que mantener la calma, pase lo que pase —respondió Jorge—. Rubén está en el hospital, está siendo atendido, y bueno, no hay nada que nosotros podamos hacer si llegamos dos minutos antes o después.
Felipe aceptó las palabras de Jorge con resignación. Apoyó la espalda en el asiento y dio un fuerte suspiro, mientras golpeteaba rítmicamente las yemas de los dedos en sus rodillas.
Cuando llegaron al hospital, Felipe se bajó rápidamente del colectivo, seguido de Jorge, e ingresaron por la zona de urgencias. Se acercaron al mesón y Jorge se encargó de hablar con la recepcionista.
—Soy el padre de Rubén Castillo, lo trajeron hace un rato por un accidente de tránsito.
La voz le temblaba, pero Felipe se maravilló de que pudiese mantener la calma incluso en ese momento.
La recepcionista, de unos cincuenta años le pidió el número de identificación de Rubén para buscarlo en el sistema.
—Me sale que fue ingresado hace una hora por un accidente automovilístico, pero aparte de eso no me aparece nada más —les comunicó con amabilidad la mujer—. Debe estar revisándolo el médico y seguramente le estarán haciendo algunos exámenes. Cuando haya novedades, el médico saldrá a hablar con ustedes.
—Gracias —dijo Jorge, casi sin voz.
Felipe y Jorge se pararon al lado de una máquina expendedora de bebidas, ya que no había asientos disponibles en la sala de espera, y se abrazaron con fuerza, dándose apoyo moral el uno al otro en aquel difícil momento.
Sebastian ingresó a su casa, seguido de su padre, que cerró la reja con llave, y luego hizo lo mismo con la puerta de entrada.
—Tu mamá con la Prisci viajaron al sur a ver a tu tía Helena, que está un poco delicada de salud —le contó su padre, iniciando la conversación—. Ni siquiera les quise decir que te arrancaste del regimiento, para no preocuparlas.
El corazón le latía con fuerza y sentía un nudo en la garganta tan fuerte que creía sería incapaz de hablar.
—¿Sabías que me fui? —preguntó Sebastian con un hilo de voz.
—Por supuesto que sabía —reveló su padre—. Vinieron del regimiento temprano a ver si estabas acá. No es que los haya llamado yo, es protocolo estándar —agregó, notando la cara de decepción en el rostro de Sebastian.
Sebastian no dijo nada, simplemente esperó en silencio a que su padre guiara la conversación y así terminar lo más rápido posible.
—¿Por qué te arrancaste? —le preguntó su padre con tono mordaz—. Por favor no me digas que viniste a ver al mariconcito del Rubén.
La voz de su padre estaba cargada de tanto odio que Sebastian pensó que podría morderse la lengua y morir envenenado.
—No lo llames así —le dijo Sebastian, sintiendo una rabia tan profunda que pensó que su cabeza iba a explotar.
—Así que eso fue —dedujo su padre, acercándose a Sebastian—. Arriesgaste todo tu futuro, tu formación militar, por un maricón.
—¡No lo llames así! —le gritó Sebastian, acercándose a su padre con los puños apretados.
Una fuerte cachetada de su padre le llegó con tal sorpresa que Sebastian perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo. La parte interior de la mejilla izquierda le sangraba por el golpe y por la presión contra los dientes, y Sebastian pensó que se le había desencajado la mandíbula.
—Eso es para que aprendas a no levantarle la voz a tu padre, pendejo malcriado.
Las lágrimas cayeron por el rostro de Sebastian como si alguien en su interior hubiese puesto a correr la llave del agua. Mentiría si dijera que no estaba llorando de pena, que solo era rabia, pero en realidad era una mezcla sinérgica de ambas.
—¿Por qué lo defiendes tanto? —le preguntó mientras Sebastian se ponía de pie—. No me digas ahora que te hiciste maricón por ese hueón, mira que te quito a golpes esa estupidez. Tú sabes que soy capaz.
—Entonces prepárate para sacarme la chucha hasta matarme, porque no se me va a quitar nunca lo maricón, viejo de mierda —le respondió Sebastian con tanta rabia acumulada, que no se dio ni cuenta que acababa de salir del closet frente a su progenitor.
El padre de Sebastian se quedó en silencio unos segundos, sorprendido por las palabras de Sebastian, quien apenas podía ver su expresión, ya que su visión estaba borrosa por las lágrimas que seguían cayendo por sus ojos.
—¿Qué mierda te hizo ese pendejo? —preguntó sin esperar respuesta el padre, con profundo asco y decepción en la voz—. Tu no eras así…
Sebastian notó que su padre se volteó a mirar por la ventana del living tras escuchar un vehículo estacionarse en la calle.
—Llegaron —murmuró el hombre, y luego salió por la puerta.
Sebastian se sentó en el sillón, completamente agotado, esperando que su madre y Priscilla entraran por la puerta, y así culminar esa desagradable reunión familiar.
—¡Soldado Guerrero!
Una voz ronca sobresaltó a Sebastian, que se puso de pie de inmediato al ver a un corpulento hombre entrando por la puerta de su casa: Era el Capitán Rodríguez, seguido de Olivares, de rango desconocido. Sebastian los reconoció del día que se tuvo que presentar en el regimiento para iniciar el servicio.
—Supimos que se anduvo portando mal —comentó Rodríguez, intentando no sonar tan amenazante.
—¿Qué? —Sebastian no entendía qué estaba pasando.
—La diversión se acabó. Lo llevaremos de regreso a su regimiento —agregó Rodríguez, revelando la razón de su presencia.
—No… —murmuró Sebastian, negando con la cabeza—. No, papá no, me dijiste que me llevarías al hospital a ver a Rubén —le dijo a su padre, quien lo miraba serio, impertérrito—. Papá, por favor —Sebastian se comenzó a desesperar y a llorar desconsoladamente ante la perspectiva de su futuro inmediato—. No me hagas esto por favor. Necesito ver al Rube. Necesito verlo, por favor, antes de que sea… tarde.
Sebastian cayó de rodillas ante su padre, rogándole que no se lo llevaran.
—¿Quién está en el hospital? —preguntó Olivares, hablando por primera vez.
Sebastian lo miró, y vio una luz de esperanza.
—Nadie —se apresuró a responder el padre de Sebastian.
—Mi mejor amigo —corrigió él—. Tuvo un accidente hoy, y podría estar muriendo.
El Capitán Rodríguez y Olivares se miraron, como intentando decidir qué hacer.
—Podríamos llevarlo al hospital, soldado —le dijo Rodríguez, dándole esperanzas—, pero solo bajo la autorización de su padre.
Rápidamente la esperanza de Sebastian se esfumó.
Miró a su padre, rogándole con la mirada que le permitiera ir a ver a Rubén.
—Por favor —murmuró.
—Llévenlo al regimiento. No tenemos tiempo que perder —dijo finalmente su padre, sin mostrar un ápice de emoción—. Que esto te enseñe —se dirigió a Sebastian—, que nadie vale tanto la pena como para arriesgar toda tu formación.
Sebastian se soltó a llorar, sintiendo una opresión en el pecho tan dolorosa, llena de pena, rabia e impotencia, que pensó que su corazón se detendría en cualquier momento por el estrés.
—Olivares, ya escuchó —Rodríguez tomó la palabra—. Escolte al soldado hasta el transporte.
Olivares obedeció, y sin decir ninguna palabra, apoyó su mano en el hombro de Sebastian y lo acompañó hasta el sedán negro en el que habían llegado. Abrió la puerta de la parte trasera y le indicó que se subiera, a lo que Sebastian obedeció, y luego él hizo lo mismo.
Una vez dentro del sedán negro, Olivares se aseguró de cerrar los seguros, para que Sebastian no intentara escaparse.
Cuando Rodríguez se subió en el asiento del conductor y echó a correr el motor, Olivares le habló.
—Capitán, ¿no hay nada que podamos hacer para que el soldado vea a su amigo? —la voz de Olivares estaba llena de empatía.
—Lamentablemente no podemos hacer nada —respondió Rodríguez mirándolo por el retrovisor—. Solo su padre lo podía autorizar, y ya escucharon su respuesta. Aparte, tenemos un avión que tomar.
Sebastian no se guardó nada y siguió llorando sin parar por largo rato.
Javier vio desde la distancia que llegó un auto negro a la casa de Sebastian y que se bajaron dos hombres con ropa de militar.
—Viejo culiao —murmuró, pensando acertadamente que el padre de Sebastian los había llamado.
Cuando vio a Sebastian salir de su casa llorando mientras era escoltado por uno de los militares, prefirió mantenerse al margen antes que intentar rescatarlo. No tenía sentido arriesgarse a ser atrapado, y perder toda posibilidad de contactar a Rubén.
Esperó que el sedán negro desapareciera de su vista, y luego se dirigió a la esquina, determinado a encontrar la forma de llegar al hospital para ver a Rubén y contarle todo lo que Sebastian sentía.
Jorge y Felipe estaban sentados en el suelo, al lado de la máquina expendedora, esperando tener alguna novedad respecto al estado de salud de Rubén.
Felipe estaba temblando, preocupado por su pololo, y también nervioso ante la posibilidad de que su suegro le hiciera alguna pregunta respecto a lo sucedido antes del accidente.
Sentía el pecho apretado, como si esa información estuviese luchando por salir, a pesar de su instinto lógico de mantenerla en secreto, sobre todo ante Jorge, quien pensaría que era un pésimo yerno. Y obviamente tendría razón, Felipe sabía que no merecía estar ahí a su lado. Le daba incluso vergüenza mirarlo a los ojos.
—Fue mi culpa —murmuró finalmente, incapaz de seguir manteniendo la verdad en secreto, y deseando para sus adentros que Jorge no haya podido escucharlo.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó Jorge.
Felipe sentía la mirada de su suegro encima suyo, escrutándolo, a pesar de que su voz no era agresiva.
—Estuvimos conversando —comenzó a explicarle—, y bueno, la conversación no concluyó bien. Ni siquiera alcanzamos a terminar de conversar —Felipe dio un suspiro para ahogar las ganas de llorar—. Rubén salió y se fue en el auto.
Felipe tenía ganas de llorar, pero no quería hacerlo. No en ese momento. No quería que Jorge sintiera que lo estaba manipulando emocionalmente para quedar como la víctima.
—¿Se alteró por la conversación que tuvieron? —preguntó Jorge, con notable tristeza en su voz, y Felipe asintió.
“Familiares de Rubén Castillo” habló una voz femenina por los parlantes de la sala de espera, dejando pendiente el final de esa conversación..
Ambos se pusieron de pie de inmediato y se acercaron al mesón, donde estaba una doctora de pelo negro y corto.
—¿Ustedes son los familiares de Rubén? —les preguntó la mujer, con voz suave pero segura, y Felipe y Jorge asintieron—. Soy la doctora Morales. Acabo de evaluar a Rubén nuevamente. Está estable, le tomamos radiografías, escaner y exámenes de sangre, aparte de una alcoholemia por protocolo. Ingresó a la urgencia consciente, aunque el personal de la ambulancia nos informó que lo encontraron inconsciente en la calle. Rubén dice que no recuerda cómo se volcó, pero sí que se golpeó la cabeza y el cuello al soltarse el cinturón cuando ya estaba volcado, y que salió por sus propios medios del vehículo y después se desmayó. Por eso le tomamos las radiografías y el escáner, para ver si hay daño a nivel de cabeza y columna. Le estamos administrando medicamentos para el dolor y la inflamación, y tuvimos que administrarle ansiolíticos porque estaba muy nervioso, obviamente choqueado. Ahora está descansando, y lo mantendremos en observación por la noche.
Jorge asentía a cada palabra de la doctora, como interiorizando todo, y calmando un poco su preocupación en el proceso.
—¿Podemos entrar a verlo? —le preguntó Jorge a la doctora.
—Pueden pasar a verlo, solo un ratito —les indicó—, pero si está durmiendo, les ruego no lo despierten. Podría darle otra crisis de ansiedad.
Jorge y Felipe asintieron, y luego siguieron a la doctora que les indicó el camino hasta el box donde se encontraba Rubén.
Estaba en una camilla aislada del resto de los box de atención de urgencia por una cortina blanca.
Felipe al verlo le impactó la cantidad de rasguños y cortes que tenía en la cara y en los brazos, probablemente producto de los cristales rotos de las ventanas. Tenía el labio inferior partido, pero no se veía que sangrara en ese momento. En el cuello y el pecho tenía una horrible marca justo donde el cinturón de seguridad le había salvado la vida.
Al acercarse a menos de un metro, se podía apreciar en su cuero cabelludo que aún tenía fragmentos de vidrio, y aparte de los vestigios de sangre seca en sus brazos, rostro y cuello, la tierra se notaba visiblemente.
En el brazo izquierdo tenía puesta una vía conectada a un suero donde le estaban administrando medicamentos, y el registro de sus signos vitales no mostraba alteraciones.
—Mi Rube —murmuró Jorge, con profunda tristeza en la voz, pero sin soltarse a llorar—. ¿Qué te pasó, hijo mío?
Jorge tomó la mano derecha de Rubén, para de alguna forma hacerle saber a través del contacto físico que estaba con él.
Felipe por su parte hizo lo mismo. Se acercó a Rubén y entrecruzó sus dedos con los de la mano derecha de su pololo. Se agachó al borde de la cama, y apoyó su cabeza sobre las manos enlazadas de ambos.
—Perdóname —murmuró Felipe, con la intención de que Jorge no escuchara.
Al cabo de no más de tres minutos llegó un enfermero y les indicó que la “visita” había terminado.
Jorge y Felipe obedecieron resignados y volvieron a la sala de espera.
—Ve a descansar Felipe —le dijo Jorge, poniéndole la mano en el hombro a su yerno—. Yo me quedaré aquí, y te avisaré de cualquier novedad.
Felipe no dudó en ningún segundo, y rechazó el ofrecimiento, y ambos se quedaron toda la noche en el hospital, casi en completo silencio.
—¿Tiene alguna información de Rubén… Castillo? —preguntó Javier en el mesón de recepción del hospital—, lo trajeron hace unas horas por un accidente en auto.
Javier se había demorado casi dos horas en llegar al hospital, ya que el dinero que les había entregado el padre de Rubén para tomar locomoción hacia la casa de Marco, lo había guardado Sebastian.
En un principio se decidió a caminar y pedir direcciones a las ocasionales personas que pudiese ver en el camino, pero desistió la idea después de que dos personas contuvieron una risa al ser consultadas sobre cómo llegar al hospital caminando.
Finalmente decidió pedir a choferes de la locomoción colectiva indicaciones y el favor de llevarlo gratis, pero probablemente por su aspecto desaliñado, y el olor corporal después de viajar todo un día en bus (tras haber caminado por horas después de arrancar del regimiento), les provocó un inmediato rechazo.
Cuando el conductor del colectivo que lo llevó hasta el hospital le dijo que lo podía llevar gratis, Javier ya estaba a punto de rendirse, y sin darse cuenta, le agradeció a los cielos por la buena acción del hombre.
En el hospital, la mujer del mesón le indicó que no le podía dar información relativa al estado de salud de Rubén, porque no era un familiar directo.
Javier se quedó esperando sentado por unos minutos, observando atentamente a su entorno: cada cuánto tiempo llamaban a algún familiar de pacientes, cada cuánto salía a hablar el médico de turno, y cada cuánto salía algún funcionario del hospital. También se percató que en un rincón de la sala de espera, estaba sentado Felipe con Jorge, quienes al parecer no lo habían visto aún (o no lo habían reconocido).
Cuando se dio cuenta que no había ningún peligro de ser sorprendido, Javier cruzó la mampara que separaba la sala de espera de los box de atención, y entró decidido a encontrar a Rubén.
Ingresó a cada box en orden, con la precaución de no ser descubierto por algún funcionario del hospital.
Javier se fijaba en las fichas clínicas que estaban colgadas al pie de cada camilla, buscando el nombre de Rubén, hasta que finalmente lo encontró.
Rubén estaba durmiendo en su camilla, con un aspecto físico que demostraba que había estado en un accidente automovilístico, lleno de moretones y heridas en el rostro y cuerpo, pero aun así, a Javier le pareció que su rostro dormido demostraba una calma profunda. Lo miró con atención y pensó que era bastante obvio el por qué Sebastian estaba tan enamorado de él, era un joven objetivamente lindo.
Javier se acercó al lado de la camilla, y le dio un remezón en el hombro, con falta total de tino. Le costó un par de segundos despertarlo, hasta que Rubén por fin abrió los ojos.
—Hola Rubén, vengo por el Sebastian.
Le dijo sucintamente Javier, ante la mirada sorprendida de Rubén.
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 13: Cumpleaños Feliz
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12
—Le podemos pedir ayuda a Simón —sugirió Javier.
—Ni cagando —Sebastian desechó la idea de inmediato.
La pareja de amigos estaba evaluando la mejor forma de escaparse del regimiento para viajar a Antofagasta y así Sebastian pudiera saludar a Rubén para su cumpleaños.
Las últimas semanas de Sebastian en el regimiento habían sido bastante no-desagradables: tras el gesto de Javier de exponerse como dueño del diario ante los demás voluntarios del regimiento, la amistad entre ambos se había fortalecido considerablemente, permitiéndole a Sebastian sentirse un poco más cómodo en ese lugar, al mismo tiempo que ni Luis, Julio ni Mario volvieron a tocar el tema del diario, por miedo a Javier, de quien quedaron convencidos que era homosexual.
Con Simón, por otra parte, también habían logrado desarrollar una bonita amistad. Después del episodio del diario, Sebastian se permitió acercarse al muchacho sin autolimitarse, y aunque por su parte solo lo veía como un muy buen amigo, tenía un presentimiento de que el joven iquiqueño podría tener sentimientos románticos por él. Hasta no volver a ver a Rubén, nadie ocuparía ese espacio de su corazón.
—¿Por qué no? —preguntó Javier riéndose.
Ambos amigos se habían sentado en la última mesa del fondo del comedor en la hora del desayuno, cuando ya estaban todos sentados para asegurarse que no llegaría nadie más a molestarlos mientras planificaban su escapada.
—No quiero involucrarlo —respondió Sebastian—. Imagínate lo castigan por nuestra culpa.
—Deberíamos invitarlo —sugirió Javier.
—No, hueón —Sebastian se puso serio, ante las risas de Javier.
—No querí que se te junten tus dos hombres —se burló Javier.
—Simón no es mi hombre —lo corrigió Sebastian, bajando la voz—. Ni siquiera Rubén lo es —dio un suspiro—. Es solo que no quiero que sea incómodo para Simón. Me tinca que le gusto.
—Guau, ¿qué te hace pensar eso? —nunca Javier había dicho una frase completa con tanto sarcasmo.
Sebastian no respondió y simplemente le mostró el dedo medio.
—Me cae muy bien, pero no quiero que sea incómodo para él —se justificó Sebastian.
—Ni para él ni para ti. Entiendo —agregó Javier—. Ya, como me dices que su cumple es el miércoles, yo creo que debemos irnos de acá el lunes en la noche, llegaríamos el martes allá y podrás verlo todo el miércoles.
—Bueno, no todo el miércoles —dijo Sebastian—. Con verlo un poquito me conformo.
—No te pongai hueón —Javier lo miró serio—. Yo no me voy a arrancar para que lo vayas a saludar solamente y después venirnos devuelta. Vamos a ir, te vas a declarar, lo vas a agarrar a besos, y le vas a regalar para su cumple el mejor sexo de tu vida. O él te lo va a dar a ti, no sé.
Sebastian se sonrojó por el comentario de Javier. Aún no se acostumbraba a hablar de su sexualidad tan libremente.
—No vamos a tirar —negó Sebastian.
—¿Cómo que no?
—O sea, no necesariamente —agregó—. Acuérdate que ya no somos amigos, lo mandé a la chucha antes de venirme —Sebastian se sintió estúpido al recordarlo.
—Bueno, eso le tienes que explicar cuando te declares po —dijo Javier como si fuera obvio—. Dile por qué lo hiciste, y que cuando lo hiciste al menos tuvo sentido para ti, que solo querías que él fuera feliz.
Sebastian se puso ansioso ante la posibilidad un poco más real de volver a hablar con Rubén.
—Ya, entonces el lunes en la noche nos vamos —Sebastian quiso saber cómo continuaba el plan de Javier.
—Bueno, el martes en la madrugada, mejor dicho —corrigió Javier—. Estaba pensando que podíamos saltarnos por la torre sur. Es la más alta, pero últimamente me he dado cuenta que Ortega se olvida de mandar hueones a hacer la guardia allá.
—¿Y por qué te fijai en esas hueás? —le preguntó Sebastian, extrañado.
Javier simplemente le respondió con una mirada de obviedad.
—¿Pensabas escaparte sin decirme? —preguntó Sebastian, dándose cuenta, algo decepcionado.
—No te quería involucrar para que no te castigaran a ti —le dijo Javier, intentando sonar lo más despreocupado posible—, algo así como tú con Simon.
—Ya, entonces me voy solo —decidió Sebastian—, tampoco quiero que te castiguen por mi culpa.
—No te pongai hueón, ¿querí? —Javier le dio una palmada en la frente—. Me voy a ir contigo, y si no quieres que me vaya contigo, me iré igual.
Terminaron de desayunar y tuvieron que ir formados a la primera instrucción de la mañana, y cuando tuvieron que formar parejas para realizar los ejercicios, Simón se acercó a Sebastian para hacer equipo.
—¿Qué pasa? —le preguntó directamente a Sebastian.
—¿Qué pasa de qué? —Sebastian se hizo el tonto, aunque sabía perfectamente a qué se refería.
Simón no estaba enojado ni mucho menos. Tenía una expresión de tristeza en la mirada, como si sintiera que lo estaban marginando.
—Después te explicamos, cuando podamos estar los tres —le dijo finalmente para tranquilizarlo—. No tiene nada que ver contigo, te aviso.
Simón sonrió aliviado, como si lo peor que le pudiese pasar era ser nuevamente marginado en el regimiento.
Rubén estaba decidido a tener la conversación con Felipe antes de su cumpleaños.
Si bien, tenía claro que iban a resolver todo y seguirían siendo pareja, por lo tanto el resultado no afectaría en nada, quería pasar su cumpleaños tranquilo, sin esa preocupación presente entre él y su pololo.
Igual mentiría si dijera que no estaba un poquito influenciado por su amiga Catalina, quien lo instaba a aclarar rápidamente las cosas con su pololo.
A pesar de todo, las circunstancias de los últimos días le habían impedido poder sentarse a conversar con Felipe: su pololo seguía destinando todo su tiempo libre a trabajar en la heladería, y casi cero tiempo para estar con él.
—Estoy seguro que a estas alturas eres el único que trabaja en esa heladería —le comentó Rubén, una de las pocas veces en que Felipe terminó su turno antes que él.
Lamentablemente, era domingo, y Rubén terminaba a las 12 de la noche, mientras que Felipe tenía clases al otro día en la mañana.
—Supongo que cuando haces bien la pega te llaman para cubrir todos los puestos —respondió Felipe, creyéndose el cuento, apoyado con los codos en la barra de la confitería.
—O te respetan tan poco que ni siquiera son conscientes de que mereces tener algo llamado descanso —le espetó Rubén con acidez, aunque no estaba enojado en ese momento.
—Ouch —Felipe se enderezó con una sonrisa aturdida—. Tranquila Pamela Diaz, no era necesario que me destruyeras de esa forma.
Rubén se rió, dándose cuenta de repente que hacía tiempo Felipe no bromeaba de esa forma con él, a pesar de que lo suyo no era el humor propiamente tal.
—Te extraño, Felipe —le dijo Rubén, poniéndose serio.
Felipe asintió.
—He sido un idiota últimamente, pasando todos los días pegado en el trabajo, pero te lo recompensaré, lo prometo —Felipe le tomó las manos a Rubén, y las besó con cariño.
—Espero que sea para comprarme un regalo grande. Muy grande.
—¿Regalo?, ¿acaso estás de cumpleaños? —preguntó Felipe, poniéndose ceñudo.
—Obvio que si —respondió Rubén, sin poder creer que le estuviese preguntando eso—. Te lo dije el otro día por Messenger para que no te olvidaras, el miércoles voy a celebrarlo en la casa de Marco y tienes que estar.
—Mira lo siento, pero el jueves tengo clases, así que no podré ir —Felipe respondió levantando la ceja con arrogancia.
Rubén entendió tardíamente hacia dónde iba Felipe, y se llevó las manos a la cara para que su pololo no viera su cara de estúpido.
—Obvio que voy a estar ahí —le dijo Felipe finalmente, acercándose a besarlo, con el mesón entre ambos—. Justo el jueves hay marcha, así que ni ahí con ir a clases ese día.
—¿Y si no hubiese habido marcha? —quiso saber Rubén.
—Fuiste bueno —respondió con sarcasmo Felipe.
A Rubén le llamaba mucho la atención la forma en que se comportaba su pololo en ese momento. Si bien le gustaba, era muy poco propio de él, ser tan sarcástico y bromista.
Por alguna razón, le recordó a esa vez que se fueron juntos a su casa después del trabajo, cuando lo notó muy nervioso, evidenciándolo en su verborrea repentina.
Supuso que Felipe tenía la intención de tener la conversación en ese momento, pero por alguna razón no tomó la iniciativa. Quizás por el entorno y el tiempo. El trabajo no era un lugar propicio para tener una conversación seria de pareja.
De todas maneras, a Rubén le aliviaba saber que su pololo tenía claro que había una conversación pendiente, aunque ninguno de los dos tomaba la iniciativa para tenerla.
—¡Rubén! —se escuchó la voz desganada de Cristian, su supervisor durante la semana—. A limpiar la sala 3 con Alicia.
Rubén no sabía dónde estaba Cristian, pero había escuchado la orden y no podía desobedecer. Se despidió de Felipe, y fue a cumplir con su trabajo.
—¿Prometes no contarle a nadie? —le preguntó Sebastian a Simón.
Tenía claro que el muchacho no diría nada, pero su intención era darle mayor dramatismo a la situación.
Estaban junto a Javier al lado del macetero de siempre, cuando faltaban quince minutos para irse a acostar.
Simón siempre se perdía las conversaciones interesantes que compartían Sebastian y Javier en ese lugar, reunidos con la excusa de fumar, ya que él no fumaba.
Sebastian por su parte, había comenzado a fumar en el regimiento, producto de su cercanía con Javier, y de acompañarlo todas las noches con el pucho correspondiente.
—Ni siquiera voy a responder esa pregunta —dijo Simón, enrolando los ojos.
—Con el Seba nos vamos a arrancar —Javier lo soltó sin preámbulo.
—¿Qué? —Simón se sorprendió genuinamente—. ¿Cómo se les ocurre siquiera pensar en una cosa así?
—Tengo que ir a ver a Rubén —le explicó Sebastian—. Está de cumpleaños.
Sebastian le había contado a Simón todo sobre Rubén, pero había omitido el pequeño detalle en que estaba perdidamente enamorado de él, y que se había marchado habiendo intentado terminar su amistad para que Rubén fuera feliz con Felipe.
—¿Y por un cumpleaños se van a arriesgar a que los castiguen? —preguntó Simón incrédulo.
Simón estaba de brazos cruzados, algo molesto por la estupidez que estaban planeando sus amigos.
—Es más que un cumpleaños —quiso explicar Sebastian—. Nunca habíamos estado separados para su cumple.
—¿Y tú crees que le va a gustar que vayas? —cuestionó Simón—. O sea, ¿crees que le guste la idea de que te arriesgues a salir de acá sólo por ir a decirle feliz cumpleaños?
—Vale la pena intentarlo —Sebastian se encogió de hombros, sin saber qué más decir.
—Bueno, nosotros nos vamos —intervino Javier, poniendo la cuota de frialdad en la conversación—. Te estamos contando solo porque eres nuestro amigo y no queremos que te sientas excluido.
—Gracias —murmuró con sarcasmo Simón.
—Aparte, como máximo nos irán a castigar —dijo Sebastian.
—No saben. Nadie se ha arrancado de acá, así que no sabemos cómo lo hacen, o qué les pasa después —les recordó Simón.
—No tengo problemas con descubrirlo —dijo Javier con arrogancia.
Simón volvió a enrolar los ojos.
—Solo… tengan cuidado, ¿ya? —les pidió Simón, sabiendo que no lograría convencerlos de lo contrario.
—Lo tendremos —le aseguró Sebastian.
—No le diré nada a nadie —se comprometió Simón, aún de brazos cruzados.
—Sabíamos que no sería de otra forma —Javier le dio un golpecito con el puño en el pecho a Simon, y luego le pasó el brazo por los hombros a modo de abrazo.
Simón dio un largo suspiro, aceptando finalmente que se quedaría solo por al menos un par de días.
—¿Y cual es el plan? —quiso saber por mera curiosidad, pero la verdad era que ni siquiera lo tenían claro Javier y Sebastian.
Felipe prácticamente no puso atención en clases el día lunes.
Tenía la mente ocupada dando vueltas en el regalo que le compraría a Rubén, la conversación que tenían pendiente, y la situación de salud de su padre que, a pesar de que intentaba pretender que no lo importaría mucho después de todo lo que le había hecho, aún le afectaba.
Ni siquiera se percató de las miradas de odio que le dirigía Gabriel de tanto en tanto, siempre a la distancia, aunque sí había sentido algo de satisfacción al ver que seguía teniendo moretones en el rostro producto de la riña de hace varios días.
Después de clases se fue directamente al centro comercial a trabajar, y aprovecharía de comprar el regalo de cumpleaños a su pololo.
Hace varias semanas había visto en la librería del mall un set de libros de Narnia, con un diseño de madera que los unificaba. Felipe sabía perfectamente que el libro favorito de Rubén era “La Travesía del Viajero del Alba”, la tercera novela de la serie, ya que su madre se la leía cuando era pequeño, y le guardaba ese valor sentimental, así que le pareció un regalo ideal, apenas lo vio.
Felipe entró a la librería y se acercó al primer trabajador que encontró.
—Quiero comprar un set de libros de Narnia —le dijo.
El joven trabajador, de cabello rizado y negro, y una piel blanca como la leche, se quedó pensando por un par de segundos.
—Se nos agotaron ayer —le respondió finalmente—, si no me equivoco.
—¿En serio? —Felipe sintió una gran decepción.
—Si, en serio —respondió el muchacho.
—¿Puede revisar? —pidió Felipe, con esperanza ante el tono dudoso del muchacho.
El joven trabajador se llevó la mano al mentón unos segundos.
—Voy a revisar —le dijo, y cruzó una puerta que estaba al fondo de la tienda.
Felipe esperó con paciencia el regreso, esperando que el muchacho volviera con el set de libros.
Al cabo de unos minutos, el joven regresó.
—Nos quedaba este último —le dijo, entregándole la colección.
—Gracias —exclamó Felipe, con sumo alivio.
Tras pagar los libros, y pedirlos que lo envolvieran para regalo, salió de la tienda y se dirigió a la heladería donde trabajaba. Mientras caminada, sacó su celular para llamar a Rubén, preguntarle cómo estaba y confirmar si hablarían finalmente ese mismo día o al día siguiente.
Buscó el número de Rubén, y cuando levantó la mirada para ver dónde iba caminando, vio un rostro familiar caminando directamente hacia él con expresión sombría.
—¿Estás seguro que va a funcionar?
—Por supuesto que sí, ¿cuántas veces tengo que repetirlo? Confía en mí.
Sebastian estaba comenzando a dudar.
Había preferido dejar en manos de Javier todo el plan de escape, ya que sabía que tendría mucho más claro todas las posibles formas de salir del regimiento sin ser detectados, pero de igual manera, quizás por nerviosismo o ansiedad, empezó a sentir que todos sus planes podrían fracasar.
Los dos muchachos, junto con Simón, se habían ido al dormitorio a determinar el plan de escape mientras los demás reclutas disfrutaban del tiempo libre de la tarde jugando pool en la sala de estar, o viendo Calle 7 en el canal nacional, aunque no tenían cómo evitar que de tanto en tanto algún otro soldado entrara a la habitación a buscar algo, o incluso a recostarse en su cama un rato.
Sebastian dio un suspiro de resignación, como si la salida fuera ya algo inevitable, y aceptó el plan.
—Tienes razón —le dijo finalmente a Javier—. Total, ¿qué es lo peor que nos puede pasar?
—Pueden morir acribillados si es que los pillan saltando los muros y piensan que quieren entrar en vez de salir —respondió Simón, aún reticente a apoyar el plan.
—No —corrigió de inmediato Javier—. Eso no va a pasar —miró serio a Simón—. Lo peor que nos puede pasar es que nos atrapen y nos castiguen, y a nosotros ya nos han castigado, así que ya sabemos a lo que nos enfrentamos.
—No lo sabes —le respondió Simón—. Estos tipos son psicótapas, quizás qué otros tipos de castigos se les pueda ocurrir.
—Exageras —se rió Javier—. Si los odias tanto, ¿por qué no te arrancas con nosotros?
—Por lo mismo, tonto hueón—Sebastian respondió por Simón, dándole un golpe de puño a Javier en el brazo.
—Prefiero estar un par de días sin ustedes, que después tener que soportar el castigo —respondió Simón.
—¿Quién dijo que nos iríamos solo un par de días? —le preguntó Javier, y Simón abrió los ojos como plato.
—Está hueveando. Volveremos en un par de días —lo tranquilizó Sebastian, mirándolo a los ojos—. No te abandonaremos, ¿cierto Javier?
Javier bajó la mirada
Un silencio incómodo se instaló entre los tres.
—¿Cuál es el plan, entonces? —quiso saber Simon.
—Hoy en la noche, cuando sea la guardia, nos arrancaremos por la torre sur —comenzó contando Javier—. Me he dado cuenta que Ortega no envía casi nunca a patrullar allá.
—Si, porque es la torre más alta, así que es imposible saltarla —lo interrumpió Simon.
—Llevaremos las sábanas para hacer una soga —comentó Sebastian, aunque su voz no sonaba muy convincente.
—¿Ustedes quieren morir? —Simón no podía creer que el plan maestro que tenían fuera tan falible.
—¿Qué esperabas? Solo somos dos —le respondió Javier, como si sus mentes no fueran capaces de idear algo mejor.
—¿Ésa es tu excusa? —Simón seguía escéptico del plan.
—Da lo mismo el plan —Sebastian puso paños fríos—. Lo importante es que estaremos juntos ante cualquier eventualidad. No nos deben separar.
Para esa noche, Ortega designó a Sebastian y a Simón junto a otros soldados para realizar la guardia, mientras Javier podría “descansar”.
—Por la chucha —murmuró Javier, hablando con Sebastian—. ¿Qué le dio ahora por separarnos?
—Calma, que ya lo solucionaremos —le dijo Sebastian—. Me encargaré de quedar de pareja con Simón y a la una de la mañana vendré a buscarte.
—¿De pareja con Simón? —repitió Javier, sonriendo socarronamente—, ¿acaso nuestra escapada para ir a buscar a Ruben ya perdió sentido?
—Cállate hueon —Sebastian le dio un empujón en el hombro, riéndose.
Sebastian salió de las barracas y se dirigió nuevamente al patio a la formación de los soldados que harían la guardia, con Ortega frente a ellos.
—¡Soldados! —les gritó Ortega—. Esta noche las parejas son: Arancibia-Mardones y Toledo-Cortés, torre norte —comenzó a nombrar a la pareja del primer turno y la que los sucedería en el segundo turno, y les indicaba el lugar que tenían que custodiar—; Gonzalez-Rivera —había designado a Simón con Luis, provocando que Sebastian pensara de inmediato que las probabilidades de poder contar con la ayuda de Simón disminuían a cero prácticamente— y Berríos-Mendez, entrada principal.
Sebastian se percató que Ortega designó, después de varias semanas, a una pareja para custodiar la torre sur, y finalmente nunca lo nombró a él para asignarlo a alguna pareja.
—¡Guerrero! —lo nombró finalmente Ortega, y Sebastian se cuadró—, usted vendrá conmigo —anunció, provocando que un frío recorriera su espalda.
Simón le dirigió una mirada confundida a Sebastian, que al igual que él, no tenía idea qué estaba pasando.
Cuando Ortega les dio la orden de dirigirse a su lugar designado para iniciar la guardia, Sebastian tuvo el presentimiento de que Simón quería acercarse a hablar con él, sin embargo, no se iba a arriesgar a recibir un castigo por eso.
—Guerrero —lo llamó Ortega, sin necesidad de gritar, ya que eran los únicos que quedaban en el patio—, sígame.
Sebastian siguió a Ortega en silencio, hasta la armería, que le trajo el recuerdo de su último castigo junto a Javier, donde comenzaron su amistad.
—Guerrero —le llamó la atención Ortega frente a las puertas cerradas de la armería—, espere aquí.
Ortega se alejó, dejando a Sebastian esperando por largos minutos.
No tenía reloj de pulsera, pero estaba seguro que por lo menos ya llevaba al menos treinta minutos esperando en la intemperie, sintiendo el frío nocturno del desierto de Atacama.
Sebastian estaba perdiendo la paciencia producto del nerviosismo. ¿Por qué lo habían elegido a él para estar ahí solo?, ¿acaso sabían de sus planes de escape y querían evitar a toda costa que los llevara a cabo? Estaba seguro que no lo secuestrarían ni nada por el estilo para evitar que se escapara, pero todo le parecía muy raro. Justo solo él estaba en ese lugar; justo con Simón y Javier estaban todos separados; justo esa noche designaron guardia en la torre sur. Todo parecía coincidir, aunque Sebastian prefería aferrarse a la esperanza de que fuera todo una coincidencia.
Cuando finalmente se acercó alguien, Sebastian primero escuchó sus pasos sobre la gravilla, anunciando la llegada con misterio: Ortega venía de regreso, detrás del Capitán Guerrero.
—Guerrero —lo llamó el Capitán, con una sonrisa en el rostro.
—Capitán —se cuadró Sebastian, omitiendo como siempre el pronombre posesivo.
Después de todos los meses que llevaba en el regimiento, el capitán seguía provocándole un profundo rechazo. Representaba todo lo que su padre admiraba, y por lo tanto, todo lo que aborrecía de él. Por suerte, tenía la impresión de que el rechazo era mutuo, aunque después del castigo con Javier, no le había dado más razones para castigarlo.
—Esta noche tendrá una tarea especial —le anunció el Capitán, guiándolo hacia un extremo de la armería, donde nunca se había percatado que había una sencilla puerta de madera.
El Capitán le dio la orden a Ortega que abriera la puerta, y los tres ingresaron a un depósito un poco más pequeño que una sala de clases, repleto con contenedores de basura metálicos. Sebastian se preparó para lo peor, pensando que lo podrían matar en el acto, y tirar su cuerpo en esos contenedores y nunca nadie se enteraría.
—Su misión, soldado Guerrero —continuó el Capitán—, será contar cada uno de los casquillos vacíos que se encuentran en estos contenedores.
Sebastian se esforzó para no expresar con su rostro la rabia que sentía en ese momento.
—Deberá separarlas por el tipo de bala a la que pertenecen —aclaró Guerrero—, y además, indique cuántos ratones hay en esta bodega.
El Capitán por alguna razón estaba disfrutando el momento.
—¿Por qué tengo que hacer esto? —preguntó Sebastian, intentando disimular su molestia.
Guerrero no le respondió, y en su lugar le habló al oído a Ortega, quien salió de la bodega de inmediato, cerrando la puerta tras de sí.
—Porque así me aseguro de que no se le ocurra hacer alguna locura, Guerrero —le respondió el Capitán finalmente, mirándolo a los ojos—, como por ejemplo, querer arrancarse.
Sebastian intentó mantener una expresión neutra ante las palabras del Capitán, pero el esfuerzo provocó que se le humedecieran los ojos.
—¿Y qué pasa si no lo hago? —le preguntó Sebastian, desafiante.
—Se quedará aquí, cada noche, hasta que complete la tarea —respondió el Capitán, antes de dar media vuelta y retirarse de la bodega, dejando solo a Sebastian.
A los segundos volvió a ingresar Ortega, y le entregó a Sebastian un papel en blanco, no más grande que una boleta de almacén, y un lápiz grafito sin punta.
—Sus implementos para la tarea —le indicó Ortega, y luego salió por la puerta.
Sebastian escuchó que le pusieron cerradura a la puerta por fuera, y se quedó de pie por varios minutos, sin hacer nada.
Tiró con furia el lápiz contra la puerta, cayendo con un ruido sordo al suelo. Se sentó en el suelo y apoyó su cabeza entre las piernas, asumiendo que ya sus planes de ir a ver a Rubén se habían arruinado por completo.
Rubén se sentía pésimo.
Se suponía que el día anterior iba a hablar con Felipe respecto a todo lo que tenían pendiente conversar, pero por alguna extraña razón dejó de contestarle los mensajes y las llamadas. Ya ni siquiera por MSN aparecía como conectado.
Sentía que su pololo lo estaba evitando, por alguna razón, pero no entendía por qué. ¿Por qué ahora?, en la previa de su cumpleaños, justo cuando tenían tantas cosas que resolver.
La inseguridad se comenzó a apoderar de él, y empezó a sospechar que probablemente Felipe ya se había cansado de él, y que estaba en pareja con alguien más.
—Ay Rube, no pienses eso —le comentó Catalina al teléfono la tarde del martes.
—¿Qué otra explicación podría haber, entonces? —le pidió Rubén, para tener alguna posibilidad, pero el largo silencio al otro lado de la línea le dio su respuesta.
—Podría ser cualquier cosa —dijo finalmente Catalina—. ¿Ya llamaste a su casa?
—Sí, hablé con Roberto —confirmó Rubén—. Me dijo que estaba bien, pero no me quiso dar más detalles. Dijo que no me podía decir nada más.
—Quizás le pasó algo —sugirió Catalina.
—¿Algo como qué?
—No sé, un accidente o algo así.
—Si fuera eso Roberto me lo habría dicho.
—No si Felipe le pidió que no te dijera —hizo el alcance Catalina.
—De igual forma, ¿por qué le pediría eso?
Catalina no supo qué responder.
—¿Vas a hacer tu celebración igual nomas mañana? —quiso saber su amiga—. No te oyes muy bien.
Rubén se tomó unos segundos para pensar qué responder.
—Sí, lo haré nomas —dijo finalmente—. Total, va a ser algo pequeño en casa de Marco, nada muy agobiante, solo con ustedes.
Rubén se fue a dormir esa noche con una sensación de vacío. Se suponía que su primer cumpleaños fuera del closet y en una relación estable sería algo especial, algo para destacar y sentirse orgulloso, pero en ese momento sentía que cualquier razón para celebrar se había esfumado, y solo despertaría al día siguiente y simularía disfrutar su cumpleaños por mero compromiso.
Sebastian estaba en su segunda noche de castigo.
Desde que lo encerraron en esa bodega no había contado ningún casquillo, y mucho menos las ratas, que por lo que había visto, no eran muchas (o eso quería creer).
La primera noche intentó hacer un estimado según lo que calculó había en el primer contenedor, y lo multiplicó por el total de contenedores. Según su cálculo había por lo menos unos diez mil casquillos en cada contenedor, lo que hacía un total cercano a medio millón en toda la bodega.
Escribió un número similar evitando muchos ceros al final para que no se notara que no hizo la tarea como correspondía, y entregó el papel por la mañana. Pensó que tendría el pase asegurado, porque no había forma de que el Capitán supiera realmente cuantos casquillos habían en esa bodega.
Se equivocó. Esa mañana al entregarle su respuesta al Cabo Ortega, éste se la rechazó y le indicó que esa noche nuevamente tendría que contar todos los casquillos. Ni siquiera las había separado por tipo de balas como se lo habían pedido.
—Viejos de mierda —murmuró Javier, cuando le contó Sebastian esa mañana en el desayuno—. ¿Cómo supieron?
—No sé —respondió Sebastian, cabizbajo y cansado—. Seguramente mi viejo llamó y les pidió que tuvieran más ojo conmigo en estos días, por el cumple del Rube —supuso.
—¿Crees que Simón les haya dicho algo? —sugirió Javier.
Sebastian evaluó esa posibilidad durante la noche, pero prefería creer que no.
—No —se encogió de hombros—. Recuerda que dijo que prefería que nos fuéramos los dos solos nomas, en vez de arriesgarse al castigo con nosotros. Aparte nos prometió que no diría nada, sin siquiera presionarlo.
—Eso es exactamente lo que diría un sapo —bromeó Javier, sacándole una sonrisa cansada a Sebastian.
—¿Quién es un sapo? —preguntó Simón, dejando su bandeja en la mesa y sentándose al lado de Javier.
—Tu, por decirle a Guerrero sobre el plan —le dijo directamente Javier.
—¿Qué? —Simón se sorprendió por la acusación, pero no se la tomó en serio—, ¿de verdad sabe que se iban a escapar?
Sebastian se encogió de hombros.
—Sería mucha coincidencia si no lo supieran, después de haberse asegurado de separarnos anoche —comentó Sebastian.
Simón le preguntó a Sebastian los detalles de su noche, hacia dónde se lo había llevado Ortega y qué había tenido que hacer, pero Sebastian tuvo que interrumpir su relato porque la hora del desayuno había terminado. Terminó de contarle todos los detalles a Simón al mediodía, mientras compartía un cigarro con Javier.
Al revivir todo lo que había pasado la noche anterior, comenzó a sentir un bajón de ánimo.
—¿Y qué haremos ahora entonces? —preguntó Javier.
Sebastian se encogió de hombros.
—Ya no tiene sentido planear nada —dijo Sebastian, sin ganas.
—Oye, pero no pueden salirse con la suya, prácticamente te están secuestrando —argumentó Simón—. Debe haber algo que podamos hacer.
—Mira donde estamos —Sebastian lo miró a los ojos—. Pueden hacer lo que quieran con nosotros y a nadie le va a importar. Todo es parte del “entrenamiento militar”.
—Ya hueón, deja de llorar — le dijo Javier, dándole unas palmaditas en la mejilla a Sebastian—. Yo me voy si o si de esta huea, y ten por seguro que no me iré sin ti.
—Si logras idear algo, sácame de esta mierda —le dijo Sebastian, casi rogándole.
Sin embargo, hasta la hora de la guardia, Javier no logró dar con ningún plan, y nuevamente como la noche anterior, los tres amigos quedaron igualmente separados.
Sebastian estaba sentado en el suelo de la bodega al lado de la puerta, con los brazos alrededor de sus rodillas, dormitando, pensando que a esa hora, ya era el cumpleaños de Rubén.
—Feliz cumpleaños, mi Rube —murmuró Sebastian, antes de bostezar y apoyar la cabeza sobre sus rodillas.
Sebastian se sobresaltó al escuchar unos chirridos provenientes de la puerta, pensando que serían los ratones que se estaban acercando a él. Se levantó apresuradamente para evitar cualquier tipo de ataque y se quedó mirando la puerta, empuñando el lápiz grafito como si fuera un arma blanca.
Pasaron unos segundos y la puerta se abrió, revelando la figura de su salvación.
—¿Me estabas esperando? —le dijo Javier al verlo.
Javier llevaba una sudadera negra y los pantalones de camuflaje, y cargaba la mochila en su espalda.
Sebastian simplemente se acercó y le dio un fuerte abrazo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó al oído.
—Te vine a buscar po, ¿qué más? —le respondió Javier—. Ya, vamos, antes de que nos atrapen.
—¿Qué hora es? —quiso saber Sebastian.
—Casi las cinco —susurró Javier, saliendo de la bodega.
Sebastian simplemente siguió a su amigo, confiando en que tenía un plan definido.
Caminaron por las sombras hasta llegar a la torre norte, que era la más baja y que en teoría debería generarles menos riesgo saltarla, pero siempre tenía asegurado su resguardo.
—Tú sígueme la corriente —murmuró Javier, antes de subir por la escalera de la torre.
Sebastian siguió a Javier, y pudo respirar con alivio al llegar a la parte superior y ver con sus propios ojos que ambos guardias se habían quedado dormidos.
Javier le hizo señas para que guardara silencio, y procedió a darle las indicaciones para saltar. Se sentaron en el borde de la baranda, y contaron con los dedos al mismo tiempo para lanzarse hacia afuera, a una altura de cuatro metros.
La pareja de amigos saltó al mismo tiempo procurando hacer el menor ruido posible, y con suerte aterrizaron algo golpeados, pero sin fracturas o esguinces.
Sebastian y Javier se dieron un fuerte abrazo para celebrar que ya se encontraban en libertad, y comenzaron a caminar en línea recta, esperando encontrar alguna señal para ubicarse.
Rubén despertó la mañana de su cumpleaños cuando su padre entró a su dormitorio entonando la tradicional canción, y cargando una bandeja con una pequeña torta que llevaba dos velas con número formando la nueva edad de Rubén: dieciocho años.
Se restregó los ojos, intentando espabilar bien mientras su padre seguía cantando, con una sonrisa en el rostro, contento de ver a su hijo por fin cumplir la mayoría de edad.
Cuando terminó la canción, Rubén cerró los ojos y pidió solo un deseo: ser feliz.
Sopló las velas apagándolas rápidamente y recibió un fuerte abrazo de su padre, que dejó la bandeja sobre la cama al lado de Rubén.
—Felicidades hijo —le dijo su padre al oído—. No sabes lo mucho que te amo, y lo orgulloso estoy de ti.
—Gracias papá —Rubén lo abrazó con mucha fuerza, como temiendo que al soltarlo su padre desaparecería.
En realidad se sentía muy triste, después de todo lo que había pasado (o lo que no había pasado) con Felipe, pero el tener a su padre ahí con él, le daba la motivación que necesitaba para iniciar ese día.
Su padre, como hacía todos los años, tenía listo el desayuno en la mesa, así que le indicó a Rubén que se vistiera y saliera al comedor a probar la torta.
Mientras desayunaban, Darío llamó por celular a Rubén, y estuvieron los tres hablando por largo rato hasta que Jorge se levantó de la mesa y se fue a alistar para irse al trabajo.
—Hijo, te tengo que entregar tu regalo —le dijo su padre, mientras le hacía una seña a Rubén para que se acercara a la cocina.
Rubén lo siguió y ambos salieron hasta el patio, donde Rubén no sabía donde podía estar su regalo. Lo único que veía era el viejo Chevrolet Aska de su padre.
—Feliz cumpleaños, hijo —le dijo Jorge, entregándole las llaves del Aska.
—¿Qué? —preguntó Rubén sorprendido—, ¿es en serio?
—Si, hijo. Te lo mereces —respondió su padre—. Eres un adulto ahora, uno muy responsable, así que confío en ti que lo vas a usar bien.
—Pero ni siquiera tengo licencia —Rubén no lo podía creer.
—Bueno, tienes que ponerte a practicar entonces, e ir a sacar hora para la municipalidad.
Rubén abrazó a su padre muy agradecido.
Nunca pensó que su padre sería capaz de regalarle algo tan valioso como su primer automóvil que, si bien era antiguo, era su pequeña joya, a la que le había dedicado muchas horas de trabajo de reparación.
—¿Recuerdas cuando te enseñé a manejar el año pasado? —le preguntó Jorge. Y Rubén asintió—. Muy bien, porque ahora me llevarás al taller.
Jorge le dio unas palmaditas en el hombro a Rubén, y se subió de inmediato en el asiento del copiloto.
Rubén se subió en el asiento del conductor y echó a correr el motor. El sonoro rugido del antiguo motor le provocó una inmensa emoción: Era su auto.
Sacó el Aska de la cochera y se estacionó en la calle mientras su padre se bajaba a cerrar el portón, y luego condujo hasta el taller donde trabajaba Jorge, a unas cuadras de distancia.
—Lo hiciste muy bien, hijo —lo felicitó su padre—. Ya estás listo para sacar tu licencia.
—Gracias, papá —volvió a decir Rubén, entusiasmado.
Aún no podía creer que su regalo era real.
—Si quieres, puedes ir esta noche a la casa de Marco en el Aska —le sugirió su padre—. Con la condición de que no bebas ni una sola gota de alcohol.
Rubén no respondió, pero la idea de ir a ver a sus amigos en su nuevo auto lo tentaba mucho.
Sebastian se sentía más contento que nunca.
Acababan de llegar al terminal de Arica, después de caminar por casi dos horas, y estaban a punto de comprar los pasajes en bus hacia Antofagasta, para ir a ver a Rubén.
Se habían cambiado de ropa a unas cuadras de distancia, en plena calle, para evitar ser reconocidos como soldados. Javier había llevado una muda para cada uno, aunque la mochila aún podía delatarlos.
Se acercaron al mostrador de la agencia de buses para consultar sobre los pasajes, pero el precio excedía su presupuesto.
—Apenas nos alcanza para un pasaje —le comunicó Sebastian a Javier.
Javier bajó la mirada, pensando.
—¿Cuánto crees que paguen por ti si te prostituyes? —le preguntó Javier, bromeando.
—Cállate, hueón —le dijo Sebastian, dándole un golpe de puño en el pecho.
—Pregunta cuándo sale el próximo bus y cuántos asientos quedan disponibles.
Sebastian le hizo caso, y la vendedora le informó que estaban casi todos los asientos disponibles, y el siguiente bus salía a las nueve de la mañana.
—Llegaremos justo a tiempo para tomar once con tu Rube —comentó Javier con sarcasmo—. Mira, haremos lo siguiente. Preguntemos en todos lados los precios y la cantidad de asientos disponibles. Si están todos igual de vacíos, hablemos con el chofer nomas para que nos deje subir.
 Y eso hicieron. Finalmente lograron subirse a un bus que salía a las nueve y media de la mañana, tras hablar con el conductor y ofrecerle todo el dinero que tenían disponible.
—Gracias, por motivarme a hacer esto —le dijo Sebastian a Javier, cuando ya el bus había partido del terminal.
—¿Por motivarte a romper las reglas y arrancarte de un recinto militar, violando probablemente una decena de leyes? —cuestionó Javier—. Es todo un honor, mi amigo.
Sebastian se rió, y apoyó su cabeza en el hombro de Javier para dormir.
—No estamos rompiendo ninguna ley, ¿cierto? —le preguntó a Javier, ya algo adormecido.
—No creo —murmuró Javier en respuesta, también quedándose dormido.
Rubén estuvo intentando comunicarse con Felipe durante la tarde, pero no tuvo éxito.
El no tener noticias de su pololo le estaba afectando mucho psicológica y emocionalmente. Esa sensación de no saber qué estaba pasando con él lo ponía muy mal. ¿Acaso ya estaba cansado de él?
Al menos sabía que estaba bien, según lo que había podido conversar con Roberto.
A pesar de todo, reunió fuerzas de flaqueza y se alistó para ir a la casa de Marco y hacer una pequeña celebración de su cumpleaños. Obviamente estaría Catalina y Marco, pero no tenía claro si Felipe finalmente se presentaría o no.
—¿Va a venir? —le preguntó Catalina al oído, tras saludarlo y entregarle su regalo de cumpleaños.
Rubén simplemente se encogió de hombros.
—¿Cervecita para el cumpleañero? —le ofreció Marco, a modo de saludo.
—No puedo —respondió Rubén, mostrando las llaves del Aska que tenía en la mano izquierda, provocando la sorpresa inmediata de Catalina y Marco.
—¿Es una broma? —dijo Marco, mientras caminaba hacia la puerta para salir a ver el regalo de Rubén—. ¿Puedo conducirlo?
—No, Marco, ya te tomaste una cerveza —le llamó la atención Catalina— Estoy segura que Rubén no quiere que lo manejes con siquiera una gota de alcohol en tu cuerpo.
—La Cata tiene razón —complementó Rubén—, pero mañana podemos salir a dar una vuelta si quieres.
Los tres amigos salieron a comprar cosas para comer y preparar. En un supermercado que estaba a unas cuadras de la casa de Marco, encontraron todo lo necesario para preparar completos y pizza, y cosas para picotear como papas fritas y ramitas, aparte de todos los bebestibles necesarios.
Rubén estuvo toda la noche pretendiendo pasar un buen rato, para que Catalina y Marco no notaran su pena, pero cuando volvía a pensar en Felipe, que no estaba ahí en ese momento, comenzaba a temblar levemente y sentía incluso que se le bajaba la presión.
Sebastian y Javier se bajaron del bus en el terminal de Antofagasta, completamente doloridos por el largo viaje en esos pequeños e incómodos asientos.
El gran tablero que mostraba los horarios de los buses de cada andén indicaba que ya eran las diez de la noche.
—Bus culiao —murmuró Sebastian al ver la hora—, si no se hubiera quedado pegado en Tocopilla habríamos llegado mucho más temprano.
—Y no olvides la aduana —el cansancio se notaba en la voz de Javier—. Pero oye no te desanimes, que aún quedan dos horas del día para llegar y decirle a Rubén lo mucho que lo amas… y desearle un feliz cumpleaños obvio.
—Si, por lo menos ya llegamos —coincidió Sebastian.
—¿Viven muy lejos ustedes?
Sebastian calculó en su mente la distancia.
—No tanto —respondió finalmente—. Igual tendremos que irnos caminando. No tenemos plata para pagar colectivo.
—Lo que tú digas, Príncipe Azul —aceptó Javier, y caminó junto a Sebastian con rumbo a la casa de Rubén.
Felipe estaba temblando.
Había reunido toda la energía que tenía en su cuerpo para levantarse de la cama, arreglarse e ir a ver a Rubén a su cumpleaños. Sentía que ver a su pololo era lo único que podía alegrarle un poco su vida en ese momento, pero aún así se sentía inseguro de verlo, después de haberlo evitado los últimos dos días.
Sabía que había actuado muy mal, pero no lo había hecho por falta de amor, o al menos eso él creía. Simplemente en su cabeza tenía sentido que esas cosas tenía que hablarlas cara a cara, y en el momento no tenía fuerzas para ver a nadie.
Pensaba que cuando recibiera una noticia así podría soportarla más racionalmente, ya que según él, lo tenía superado, o asumido, pero no. Le había afectado como si no hubiese pasado ningún día desde su emancipación forzosa.
Tomó el regalo que le había comprado a Rubén y lo guardó en una bolsa de género, se puso su polerón negro favorito y salió de la casa de Roberto rumbo a la casa de Marco, listo para ver a Rubén, besarlo, y finalmente contarle todo.
Catalina, Marco y Rubén estaban conversando tranquilamente mientras preparaban una pizza con todos los ingredientes favoritos de cada uno, cuando escucharon que tocaron el timbre de la puerta de entrada. Marco salió a abrir la puerta y al volver, Rubén sintió que la presión le bajó de un momento a otro: Felipe estaba al lado de Marco, con un paquete de regalo en las manos.
Rubén notó que su pololo tenía los ojos muy hinchados, como si recién se hubiese despertado, y se acercó impulsivamente para saludarlo y abrazarlo, pero cuando estuvo frente a él se detuvo. Tenía las manos sucias con restos de aceitunas, y no lo quería manchar.
—Feliz cumpleaños Rubén —le dijo Felipe, antes de darle un fuerte abrazo que duró largos segundos.
Rubén se dejó abrazar, y permitió que ese abrazo lo llenara de energía y restaurara su presión sanguínea, algo que por el momento estaba funcionando.
—Gracias —fue lo único que pudo decir Rubén sin ponerse a llorar.
—Te traje esto —le dijo Felipe, entregándole el regalo.
Rubén lo tomó con una sonrisa, pero no dijo nada, soportando el nudo que tenía en la garganta.
—¿Podemos hablar? —le preguntó Felipe, provocando que a Rubén nuevamente le bajara la presión—, en privado.
—Pueden pasar a mi pieza —dijo Marco, desde la cocina, claramente atento a sus palabras.
Rubén escuchó que Catalina lo regañó en voz baja por eso, causándole gracia.
—Gracias Marco —le dijo Rubén, y se dirigió al dormitorio de su amigo, mostrándole el camino a Felipe.
Ambos ingresaron a la habitación y Rubén cerró la puerta a su espalda, sin saber como iniciar la conversación. Tenía tantas cosas que decirle a su pololo, pero no quería hacerlo desde la rabia.
Para su alivio, Felipe tomó la palabra primero.
—Rubén, te quiero ofrecer disculpas, por como me he comportado últimamente —comenzó a decir Felipe—. He sido un imbécil.
—No digas eso… —Rubén le iba a bajar el perfil, pero objetivamente tenía razón.
—No, es verdad —lo detuvo Felipe—. he sido un imbécil y no tengo excusa, pero solo quiero que sepas el por qué he actuado así —Felipe se sentó en la cama de Marco y Rubén lo imitó, sentándose a su lado—. Hace unos meses me enteré que mi viejo tiene cáncer, de páncreas —reveló finalmente—. Mi viejo se va a morir —agregó aguantando el llanto.
Rubén se abalanzó para abrazarlo, con muchas preguntas en la cabeza que prefirió no verbalizar para no agobiarlo, pero la principal que más lo agobiaba era por qué no se lo había contado antes.
—Un día fueron al liceo a buscarme para decirme —le contó—, querían incluso que volviera a vivir con ellos —la sorpresa era evidente en el rostro de Rubén, que se alegró momentaneamente por la idea de que los padres de Felipe lo habían aceptado tal cual era—, pero querían que dejara de lado mi “estilo de vida” para poder volver con ellos —acotó—. Ni siquiera al borde de la muerte son capaces de aceptarme.
Rubén notó cierto resentimiento en las palabras de su pololo, aunque no lo juzgaba.
—A causa de eso siento que me cerré mucho contigo, me guardaba todo, ni siquiera sentía deseo —le confesó, algo avergonzado—. El lunes mi mamá fue a buscarme al trabajo para decirme que mi viejo está en la clínica internado. Está complicado.
—¿Lo fuiste a ver? —quiso saber Rubén.
Felipe negó con la cabeza, bajando la mirada.
—No fui capaz —una lágrima silenciosa cayó por cada uno de sus ojos, aunque no mostraba señales de inestabilidad en su voz—. Mi mamá estaba… enojada, sentí yo, como si me estuviera avisando solo por compromiso. No me dijo que me quería allá, o que era bienvenido de ir a verlo cuando quisiera. Nada. Así que me fui a la casa del Robert… a mi casa, y me encerré en mi depresión. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie.
—Pero yo no soy nadie —murmuró Rubén, con pena.
Rubén sentía una pena tremenda. Los ojos los tenía llenos de lágrimas por escuchar la situación que estaba viviendo su pololo. Independiente de la forma en que sus padres se habían portado con él, la idea de perder a un padre era lo peor que le podía pasar a una persona, aunque desde el punto de vista de Felipe, él ya había perdido a sus dos padres hace un par de años.
Además, también le daba mucha pena (y algo de rabia) que Felipe haya decidido pasar por ese proceso él solo, sin apoyarse en él.
—Obvio que no lo eres —le dijo Felipe, acariciándole el rostro—. Pero no te quise contar desde el principio porque sabía lo mucho que te podía afectar esto —le dijo, haciéndole entender que se refería a que sabía lo que se sentía perder a un padre—, y no quería que me dijeras “perdónalos, haz las paces con ellos, aprovecha el tiempo que te queda”.
La última frase molestó un poco a Rubén, porque era exactamente lo que le habría dicho, pero habría tenido mucha más precaución de decirlas, sabiendo su historia familiar.
—¿Y ahora qué harás? —se limitó Rubén a preguntarle, respecto a su suegro.
Felipe se encogió de hombros.
—La verdad me ha atormentado mucho estos días, con terror de que suene mi celular en cualquier momento, pensando que podría ser mi mamá llamándome para decirme que mi viejo murió.
—¿Y por qué no lo vas a ver y te quitas esa incertidumbre? —cuestionó Rubén.
—No es tan fácil, Rubén —respondió Felipe poniéndose de pie, algo molesto.
—Si sé que no es fácil —coincidió Rubén, parándose frente a su pololo—, solo era una pregunta. No te quiero presionar.
Rubén tenía sentimientos encontrados en ese momento. Si bien, estaba contento de por fin tener una explicación por la conducta distante de su pololo las últimas semanas, y empatizaba mucho con lo que estaba viviendo, no se explicaba por qué no había sido capaz de contárselo antes, por qué no confiaba en él.
Rubén abrazó a Felipe y notó que, al igual que él, estaba temblando.
—Hay algo más —le dijo de repente Felipe, aclarándose la garganta.
Rubén se separó unos centímetros de su pololo y lo miró a los ojos, preocupado.
—¿Qué cosa? —quiso saber, al ver que Felipe no hablaba.
—Hace unas semanas, cuando fui a la casa de las niñas —Rubén sabía que se refería a la casa que compartían Anita, Ingrid y Alan—, recién me había enterado del cáncer de mi viejo —contextualizó, mientras el corazón de Rubén estaba completamente detenido, esperando la conclusión de su punto, sospechando tristemente hacía donde se dirigía—. Le conté a Alan, y mientras conversábamos, me besó.
Rubén dio automáticamente un paso atrás, como si con esa distancia Felipe no iba a ser capaz de escuchar cómo su corazón se acababa de romper.
No solamente lo había mantenido en oscuras todo ese tiempo, sino también le había confiado toda esa información a su ex pololo en vez de a él, y además se habían besado.
—¿Qué? —Rubén movió la boca, pero su voz no salió.
Se comenzó a sentir débil, pero intentó no demostrarlo.
—Lo siento —dijo Felipe, intentando llenar el silencio que se había instalado entre los dos.
—Necesito tomar aire —murmuró Rubén, antes de abrir la puerta de la habitación y salir del lugar.
Felipe no lo siguió.
Al salir al comedor notó que Marco y Catalina estaban en el patio, probablemente para darle mayor privacidad en su conversación con Felipe.
Rubén se tapó la boca, para no llorar audiblemente, y salió por la puerta de entrada, abrió la puerta del Aska y se sentó en el lado del conductor, donde por fin se quitó la mano de la boca y soltó el llanto.
No se dio ni siquiera diez segundos para desahogarse, y le dio contacto al motor con la llave. Necesitaba salir de ahí y volver a su casa.
Se puso el cinturón de seguridad y empezó a conducir a una velocidad más que imprudente.
A los pocos minutos de haberse marchado, sintió que vibraba el celular que tenía en el bolsillo. Sabía que era Felipe el que lo llamaba, pero de igual manera sacó aparatosamente el teléfono del pantalón, en caso de que realmente fuera alguien más, como por ejemplo su padre, llamándolo por una urgencia real.
Miró la pantalla de su celular, donde se leía el nombre “Felipe”, y se quedó pegado mirándola por un par de segundos, hasta que la visión se le nubló por las lágrimas. Tiempo suficiente para desviarse de su carril y subirse al bandejón central de la avenida, para luego intentar volver a su pista y volcarse por la brusquedad de la maniobra, justo a tiempo para chocar con algo, que Rubén ya no fue capaz de definir.
Rubén no escuchaba nada, solo un pitido insoportable en los oídos, y por pura desesperación de encontrarse de cabeza en un auto recién volcado, comenzó a gritar.
Sebastian y Javier iban caminando en completo silencio rumbo a la casa de Rubén cuando escucharon un golpe ensordecedor, seguido del ruido clásico de las llantas frenando con fuerza sobre el pavimento, justo en la calle que acababan de cruzar.
Se devolvieron hacia la esquina y vieron que una cuadra más allá había un auto volcado.
Sebastian miró a Javier, y sin decir ninguna palabra, ambos se acercaron al lugar a prestar ayuda.
Se aseguraron de que no hubiese mayor riesgo, y pudieron escuchar los gritos provenientes del interior del vehículo.
—Mantenga la calma —gritó Javier acercándose con cautela a la que era la ventanilla del copiloto—, ya viene la ayuda en camino.
Sebastian pensó que su amigo no tenía cómo saber eso, ya que ninguno de los dos tenía un teléfono para llamar a una ambulancia.
—¿Qué debemos hacer? —le preguntó Sebastian, algo nervioso.
—Tenemos que sacarlo de ahí —le indicó Javier—. Al menos está gritando, eso signifiaca que está consciente y que respira.
Rubén no escuchaba nada, solo el pitido insoportable en su oído que bloqueaba cualquier ruido del exterior del Aska.
Dejó de gritar cuando por fin se pudo calmar, y se dio cuenta que lo primero que tenía que hacer era soltar el cinturón de seguridad.
Sebastian le quitó la mochila a Javier y la abrió buscando algo que le pudiera servir para romper el cinturón.
—¿Trajiste tu navaja? —le preguntó Sebastian, buscando entre los bolsillos.
—Si, está en el pantalón —Javier se agachó al lado de Sebastian, buscando en la mochila sus pantalones—. Aquí está —le pasó la cuchilla a Sebastian—. Yo sostengo al caballero para que no caiga de cabeza mientras tú cortas el cinturón.
Le indicó y Sebastian obedeció.
Javier se metió con dificultad al vehículo volcado para sostener a la persona que iba al volante, tapándole la visión a Sebastian.
Cuando por fin Sebastian le pudo ver el rostro, simplemente le dijo unas breves palabras.
—Lo vamos a sacar de aquí, tranquilo.
Rubén intentó de todas las maneras posibles liberarse del cinturón con cuidado, pero no lo logró. Lo único que le quedó hacer fue soltar el seguro del cinturón y dejar que la gravedad hiciera lo suyo tirándolo de cabeza hacia abajo.
Soltó un grito por el dolor que le provocó en el cuello la caída y solo entonces sintió el amargo sabor de su propia sangre en su boca.
Se arrastró como pudo para atravesar la ventanilla y salir del vehículo volcado, aplastándose contra fragmentos de vidrio, provocándose heridas nuevas en brazos y piernas, y abriendo aún mas las que ya tenía en ese momento.
Al salir del Aska, intentó ponerse de pie, pero en ese momento comenzó a sentir intensos dolores en todo el cuerpo, y le fue imposible mantenerse parado por más de cinco segundos, tiempo suficiente para darse cuenta que estaba completamente solo en la calle.
Cayó de bruces al piso, y sintió en su cara el frío asfalto. Cerró los ojos y perdió el conocimiento.
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 12: Comunicación
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11
Rubén se despertó pasado el mediodía. No había escuchado las veces que su padre había abierto la puerta de su habitación para asegurarse que estuviera bien, así como tampoco sintió la vibración de su celular al recibir los mensajes de texto que le había enviado Felipe.
Se levantó y salió de su habitación hacia el living de la casa, y se dio cuenta que su padre estaba en el patio, trabajando en algún nuevo arreglo para el Chevrolet Aska que tanto trabajo demandaba.
Sintió el impulso de salir al patio y pedirle a su padre que dejara de trabajar, que entrara a la casa y descansara el fin de semana completo, y que estuviera con él, apoyándolo emocionalmente. Sin embargo, no lo hizo. Se dirigió a la cocina, se sirvió un bowl de cereal de chocolate con leche fría, y se sentó a comer viendo la televisión en el living.
Tenía cierta angustia, después de lo ocurrido la noche anterior. Si bien, no había peleado con Felipe, sí se sentía un poco traicionado al verlo besando a Gabriela. Sabía que no tenía razón de ponerse celoso, después de todo, Felipe era completamente gay (por lo que él sabía), pero igualmente, un beso era un beso, y se sentía fatal por eso, así como se sentía mal por haber besado a Tomás días atrás.
El seguir dándole vueltas en la cabeza al hecho tampoco lo ayudaba mucho. Cada vez que lo recordaba, el beso de Felipe con Gabriela se volvía más y más fogoso, como una especie de juego del teléfono en su propia cabeza, donde el recuerdo se desvirtuaba hasta prácticamente creer haber visto a su pololo a punto de tener sexo con Gabriela.
Después de comer fue a su dormitorio y tomó su celular.
“Dónde estás?”, “Rubén, no te encuentro”, “Llegaste bien a tu casa?”.
Decían los primeros mensajes de Felipe, que se intercalaban con llamadas perdidas.
“Llegué bien, no te preocupes” escribió Rubén, y presionó el botón verde que decía “enviar”, sin embargo, a los segundos le llegó un mensaje de texto indicándole que no tenía saldo suficiente para enviar el mensaje.
No le importó.
Jorge, el padre de Rubén entró por la puerta de la cocina a la casa y vio a Rubén de pie en el marco de la puerta de su dormitorio, con el celular en la mano.
—Hasta que por fin despertó —exclamó con sarcasmo.
Rubén levantó la mirada, y esbozó una sonrisa a modo de saludo.
—¿Dormiste bien? —le preguntó su padre.
—Sí —mintió Rubén—. Creo que descansé bien.
—Te llamó el Pipe más temprano —le contó su padre.
—Ah, ¿si? —Rubén intentó disimular su sorpresa—, ¿qué quería?
—Quería saber si estabas bien —le contó su padre, mirándolo con suspicacia.
Rubén se puso nervioso. Intentó disimularlo, aunque sabía que no podía engañar a su padre.
—¿Estás bien, hijo? —le preguntó su padre directamente, con preocupación.
—Si, estoy bien —respondió Rubén de inmediato, con una sonrisa—. Es que anoche no me sentía bien, y por eso me vine temprano —de alguna forma, no estaba mintiendo, y sin saberlo, estaba confirmando la coartada de Felipe.
Jorge sonrió aliviado con la respuesta de Rubén.
—¿Quieres que te prepare algo?, ¿una limonada? —le ofreció su padre.
Rubén negó con la cabeza, sonriendo.
Cuando su padre volvió al patio a seguir trabajando, Rubén decidió ir al cementerio a ver a su madre. Consideró invitar a su padre, pero sabiendo que siempre se permitía ser extremadamente vulnerable con ella, pensó que era mejor estar solo. No quería que su padre supiera todo por lo que estaba pasando.
Rubén tomó una ducha y luego se alistó para ir al cementerio. Hace meses no iba a verla, porque sentía que al hacerlo iba a recordar todas las veces que había ido con Sebastian, su mejor amigo, que lo acompañaba incondicionalmente cada vez que él se lo pedía.
No se equivocó.
Cuando iba en la micro, recordó todos los viajes hacia el cementerio que había hecho con su mejor amigo, quien incluso si hacían el recorrido en silencio, le hacía sentir su compañía, que no estaba solo.
Rubén se bajó de la micro y compró un ramillete de claveles en la entrada. Ingresó al cementerio y se dirigió con parsimonia hasta donde se encontraba la lápida inscrita con el nombre de su madre.
De su mochila sacó una botella con agua de la llave y un paño que usó para limpiar la lápida. Eliminó las flores que estaban ya marchitas en el sencillo florero transparente y puso dentro los claveles recién comprados, para luego verter el agua de su botella desechable.
Se arrodilló de frente a la lápida y cerró los ojos, aguantando las ganas de llorar.
—¿Qué estoy haciendo, mamita? —murmuró en voz baja.
Continuó con los ojos cerrados por un buen rato más, mientras el mentón le temblaba, luchando por contener el llanto.
Rubén sentía que su vida se había transformado en un enredo desagradable. Desde la partida en malos términos de Sebastian, su mejor amigo, hasta las últimas peleas con su pololo Felipe, con ciertos eventos que no se atrevía a calificarlos de infidelidades, pero se sentían como tal; pasando, además, por sus problemáticas relaciones sociales en la universidad, donde se había peleado incluso con Marco.
A ratos realmente pensaba que, si finalmente se aislaba de todo el mundo, probablemente podía neutralizar toda la negatividad en su entorno. Ya no estaría él molestando con sus peleas, malas actitudes y celos. Le bastaba ver como su pololo se veía radiante cuando estaba con sus amigos, y cómo cambiaba su semblante cuando estaba con él.
Y lo peor de todo: la forma en que se había marchado Sebastian, completamente superado porque había sido un pésimo amigo, decía bastante.
La única que seguía a su lado sin ningún tipo de conflicto era Catalina, pero aun así, sentía que la estorbaba cada vez que le contaba todos sus problemas.
Rubén sintió la suave brisa en su rostro, enfriando la humedad que habían dejado un par de lágrimas derramadas, caídas a pesar de toda su fuerza de voluntad.
Después de varios minutos, abrió los ojos. Se llevó los dedos a los labios, y transmitió un beso a través de ellos al nombre de su madre en la lápida.
Se puso de pie, recogió sus cosas, y caminó de vuelta hacia la entrada del cementerio, con una sensación muy amarga, a diferencia de sus visitas anteriores, cuando se marchaba aliviado, con optimismo.
Tomó la micro camino hacia el centro comercial, ya que le tocaba turno en el cine esa tarde.
Al ingresar al mall, se topó de frente con Felipe, quien al verlo se puso nervioso.
—¿Cómo estás? —le preguntó, algo incómodo.
—Bien —respondió Rubén, sucintamente, aguantándose las ganas de llorar y gritarle por lo que había hecho la noche anterior.
—Te busqué —le dijo Felipe, como buscando las palabras con las que era mejor expresarse.
Rubén lo sentía raro. Felipe siempre había sido bastante elocuente a la hora de expresar una idea, a pesar de que por lo general hablaba poco.
—Si sé —le respondió Rubén—. Vi tus mensajes. No me quedaba saldo.
Felipe lo miró con expresión de premura, como ansioso por decirle que podía haberle avisado por otras vías que estaba bien.
—Me alegra ver que estás bien —le dijo Felipe, acomodándole el cuello de la polera del cine, que Rubén se la había puesto en la micro de camino al centro comercial.
Rubén sonrió, como un acto reflejo por el gesto de su pololo.
—Perdón por… no avisarte —se disculpó—. Estaba con la cabeza en otra parte.
Felipe asintió, y bajó la mirada.
—¿Podemos vernos cuando termines? —le preguntó Felipe.
—Si, obvio —le dijo Rubén, sintiendo algo de alegría en su interior—. Termino a las diez hoy.
—Ya. Te paso a buscar —programó Felipe, con entusiasmo.
—¿Y vamos a mi casa? —ofreció Rubén.
Felipe pensó unos segundos antes de responder.
—Bueno —le dio un fuerte abrazo a Rubén y luego ambos se despidieron.
Rubén pasó todo el resto de la tarde y el inicio de la noche trabajando. Esa semana se había estrenado Thor, así que el cine estaba repleto con clientes llenando las salas para ver la nueva película, sin permitirle a Rubén mucho tiempo de descanso.
—¿Estás bien? —le preguntó Catalina a Rubén cuando subieron al estacionamiento a sacar la basura que ya llevaban acumulada hasta esa hora tras la alta afluencia de público—. Te noto apagado.
—No sé —respondió Rubén, tras pensar varios segundos qué decir.
—¿Qué te pasó? —Catalina lo miró seria, tras tirar una de las grandes bolsas de basura al contenedor.
—Anoche vi al Felipe besando a la Gaby, mi compañera de la u —le contó Rubén, desganado.
A Rubén le costó descifrar la expresión del rostro de su amiga, que seguramente reflejaba sus pensamientos.
—¿Por qué hizo eso? —le preguntó finalmente, y Rubén se encogió de hombros—. ¿No le preguntaste?
—No hemos hablado. Anoche me fui de la disco cuando los vi. No quise hablar con nadie más —le explicó Rubén.
—Pero Rube… —Catalina seguía pensando en qué decir—. Yo habría hecho un escándalo. En realidad no —lo pensó mejor—. Si viera al Marco besando a otra mina, me pondría muy celosa, estaría furiosa —pensó en voz alta—, pero no es tu situación. Es como si viera a Marco besando a otro hueón, y francamente no me molestaría para nada —se rio al imaginarse la posibilidad de que eso pasara.
—Cata —le llamó la atención Rubén.
—Lo siento, Rube —Catalina volvió al planeta tierra—. ¿Cómo te sientes con eso?
—La verdad no sé cómo sentirme —respondió Rubén tras dar un suspiro—. Independiente que haya besado a una mina, me siento pésimo, es como si me estuviese siendo infiel, pero no puedo decirle nada.
—¿Por qué? —preguntó Catalina, pero rápidamente captó la indirecta. No dijo nada y esperó a que Rubén se explayara.
—Hay algunas cosas que no te he contado —comenzó a decir Rubén—. Te había dicho que él estaba un poco… no sé si distante es la palabra, pero hace tiempo que no teníamos sexo —Catalina asintió, reconociendo que recordaba esa última conversación.
Rubén procedió a contarle los últimos sucesos de su relación con Felipe, la tarde que lo fue a ver a su casa y tenía los moretones por la pelea que había tenido en el liceo, la forma en que le dijo que no quería estar con él en ese momento, y la “reconciliación” que tuvieron la mañana siguiente, después de que Rubén se había drogado con Tomás, y lo había besado.
—Me retracté y le dije que era mentira lo del beso, cuando él me explicó que lo que había dicho también era mentira —concluyó su relato—. De verdad preferiría que me hubiese seguido mintiendo, así yo no hacía esa estupidez de mentirle después.
—Rube, siento mucho que estés pasando por esto —comenzó a decirle Catalina—, pero creo que lo más importante es lo que siempre te he dicho: la comunicación. Conversen, cuéntale todo cómo te sientes, y cuéntale esa estupidez del beso con Tomás.
—¿Estupidez?
—Si, es una estupidez —le dijo convencida Catalina—. Estabas voladísimo y lo besaste y punto. No lo hiciste porque te atrae física o emocionalmente. Simplemente fuiste estúpido —Rubén no le respondió nada, así que Catalina suavizó el tono—. Y también fuiste estúpido al mentirle.
—Es que… —Rubén dio un suspiro—. No quiero pelear más con él por mi culpa.
—¿Por qué va a ser tu culpa si pelean? —Catalina soltó una risita.
—Porque la última vez que habíamos peleado me dijo, que el dejar de pelear solo dependía de mí.
—Pero qué imbécil —exclamó molesta, cerrando con fuerza el contenedor de basura—. ¿Por qué te dijo eso?
—Porque me había enojado cuando prefirió ir a la casa de Alan y sus amigos en vez de ir a carretear conmigo.
Catalina caminó de vuelta hacia la puerta de entrada con Rubén siguiéndola.
—Qué imbécil —volvió a murmurar—. Diciéndote eso lo único que hace es poner una barrera entre ustedes. Tú vas a evitar hablar con él para no pelear mientras él puede hacer lo que quiera. O incluso, si él está en tu misma posición y quiere hablar, no va a poder hacerlo porque tú mismo vas a evitar esas situaciones para no sentir que estás provocando una pelea.
—Bueno, quizás lo dijo sin pensarlo o algo —comentó Rubén.
—No lo justifiques, Rube. Tú sabes lo inteligente que es Felipe. Si lo dijo fue por algo.
—¿Crees que deba terminar con él? —preguntó Rubén.
—No, no —respondió de inmediato Catalina—. No aun al menos. Debes hablar con él, sobre esto, sobre todo lo que me dijiste. Hazle saber cómo te sientes. Si él insiste que todos sus problemas son por tu culpa, lamentablemente tendrás que replantearte la relación.
Catalina abrió la puerta de ingreso al cine, dejando a Rubén con una sensación extraña.
—Vamos, que el Jona debe estar necesitando ayuda en la boletería —le dijo Catalina, sosteniéndole la puerta a Rubén para que ingresara.
Cuando el reloj marcó las diez de la noche, Rubén simplemente dejó lo que estaba haciendo y fue a buscar sus cosas, completamente agotado.
Salió del cine, y Felipe lo estaba esperando al pie de la escalera mecánica, en las terrazas. Rubén lo encontraba bastante tierno cuando estaba con su ropa del trabajo, lo que le llamó la atención porque pensó que estaba terminando su turno cuando se encontraron en la tarde.
—¿Llegaste hace mucho? —le preguntó Rubén después de saludarlo con un beso en los labios, como hacía siempre.
El estrés del trabajo lo había hecho olvidar momentáneamente todo lo que tenía pendiente conversar con él.
—Si, me llamaron a cubrir a un compañero, así que me devolví. Terminé hace media hora —respondió Felipe.
Felipe le tomó la mano a Rubén y fueron a tomar la micro.
Rubén notó que Felipe estaba raro. Evitaba hacer contacto visual y hablaba mucho más de lo que acostumbraba. Él por su parte, también estaba nervioso por tener la conversación que Catalina le había recomendado, y que realmente necesitaba tener.
Cuando se bajaron de la micro, Rubén siguió notando la actitud de su pololo, como si estuviese conteniendo mucho nerviosismo.
Esperó a llegar a la casa para preguntarle si pasaba algo, pero no pudo hacerlo porque estaba su padre en el living viendo un partido de fútbol en el cable, que por la hora que era, Rubén supuso que era una repetición.
La pareja saludó al padre de Rubén, quien empezó a comentarle a Felipe sobre el partido que estaba viendo.
Rubén por su parte, al no manejar el tema, se fue a la cocina a preparar algo para comer.
Hizo tres sándwiches con queso y jamón, preparó una fuente con papas fritas y sacó un par de cervezas para Felipe y para su padre, mientras él se sirvió un vaso de jugo en caja.
Se sentó en el sillón al lado de Felipe, que seguía comentando entusiasmado el partido con su suegro.
Rubén notó que su pololo se veía más relajado, sin los signos de nerviosismo que alcanzó a vislumbrar antes de llegar a la casa.
Felipe deslizó su brazo por detrás del cuello de Rubén y le acariciaba el cabello y el lóbulo de la oreja a ratos. Con ese gesto, Rubén se relajó tanto que se quedó dormido al rato, sin alcanzar siquiera a darle un mordisco al sándwich.
A la mañana siguiente cuando despertó, Felipe dormía a su lado en la cama. Se veía completamente plácido, con una leve sonrisa, como si estuviera soñando algo agradable.
Rubén le acarició el brazo, y luego se acercó a Felipe y apoyó la cabeza en su pecho. Como un acto reflejo, Felipe aun dormido se acomodó para abrazarlo, y en esa posición, sintiéndose de alguna forma protegido, Rubén volvió a quedarse dormido.
Cuando despertó nuevamente, Felipe se estaba despidiendo de él, porque tenía que ir a trabajar.
—¿Tan temprano? —le preguntó, aún desorientado.
—Son casi las doce —se rió Felipe, mostrándole su celular.
Rubén se dio cuenta de lo agotado que había quedado después de la jornada del día anterior en el cine.
—¿Nos vemos más tarde? —le preguntó Felipe, y Rubén asintió, provocando un esbozo de sonrisa en el rostro de su pololo.
Rubén sintió cierto alivio por no haber tenido la conversación. En el fondo sabía que tenía que preguntarle por último de qué se trató el beso con Gabriela, pero temía tener que contarle de su beso con Tomás, y hablar de cómo se sentía, y finalmente terminar peleados por su culpa, por ser inmaduro emocionalmente. Además que todo ocurriera muy cerca de su padre le daba mayor ansiedad.
Ese día no se volvieron a ver, ya que Felipe terminó su turno tarde en la heladería y al otro día tenía clases temprano en el liceo, lo que se repitió a lo largo de la semana.
Felipe apenas terminaba sus clases en el liceo se iba a la heladería a cubrir turnos hasta el cierre del local, sin dejarle tiempo de ver a Rubén, que apenas lo podía ver cuando ambos coincidían en sus respectivos trabajos, pero Rubén terminaba mucho antes que Felipe.
El martes Rubén llegó temprano a la universidad, así que se sentó afuera de la sala a esperar que llegara la profesora, y al rato llegó Constanza, su compañera con cierta afición para las relaciones públicas.
—¿Escuchaste los rumores? —le preguntó ella, sin saludarlo ni mirarlo a los ojos, casi como si no quisiera que alguien más supiera que estaban hablando.
—¿Qué rumores? —preguntó Rubén, intrigado.
—Esta semana se vota si nos vamos a toma —le dijo ella, algo angustiada.
—Buena, así nos evitamos estudiar para la prueba de cálculo de la otra semana —bromeó Rubén.
—No seas tonto, Rodri —le espetó ella, errando en su nombre—. ¡Vamos a perder todo el año por culpa de los flojitos que no quieren venir a clases!
Rubén se rio por su reacción.
—No vamos a perder el año. Como máximo vamos a estar una semana sin clases y volveremos.
—Se nota que no has visto las noticias —exclamó molesta, y se puso de pie al momento que venía llegando el resto de sus compañeros.
Rubén se quedó pensando en que al menos si se iban a paro, la próxima semana podría tener su cumpleaños libre y celebrarlo como quisiera, sin tener que dedicarle horas al estudio. Obviamente no pensaba realizar una fiesta de cumpleaños, pero la idea de tener el día completo para él mismo le agradaba.
Primero llegó Marco conversando con Lucas y Tomás, y al rato llegaron Bárbara junto a Gabriela.
Gabriela saludó a Rubén con normalidad, como si nada hubiese pasado. Su actitud descolocó a Rubén, y lo puso de muy mal humor, sobre todo porque él mismo la saludó de vuelta y no le dijo nada respecto a Felipe.
—¿Qué onda? —le preguntó Marco a Rubén más tarde, a la hora de almuerzo, tras notar la cara de desagrado de su amigo.
—¿Qué onda de qué? —Rubén se hizo el tonto.
—Que por tu cara da la impresión que te dijeron que estás reprobando todos los ramos y tendrás que venir a clases todos los domingos de por vida para pasar —intervino Lucas.
Rubén se rio por la descripción de Lucas. Los tres estaban sentados en la misma mesa del casino a la hora de almuerzo, mientras Gabriela, Barbara y Tomas seguían en la fila.
—No es nada —respondió finalmente—. Es sólo que… olvídenlo.
Rubén no se pudo decidir entre querer contarles y ocultar lo que había ocurrido la noche del viernes. Pensaba que Marco probablemente ya sabía (considerando que era muy amigo de Roberto, y que además estaba en la discoteca), pero al parecer no.
—¿Qué opinan de Gabriela? —les preguntó finalmente.
Marco y Lucas se miraron extrañados.
—Es… simpática —respondió Marco.
—Me cae genial —dijo por su parte Lucas.
—¿Qué harías si algún amigo tuyo besa a la Cata? —le preguntó Rubén a Marco, y luego se dirigió a Lucas—, ¿o a tu pololo?
—Dejaría de ser mi amigo, de inmediato —respondió Lucas, bromeando—. Igual depende del contexto.
—¿Hay algún contexto justificable? —preguntó sorprendido Rubén—. Si lo hacen a escondidas tuyo da lo mismo el contexto.
—Bueno, entiendo entonces que la Gaby se comió a Felipe, ¿es así? —dedujo correctamente Marco, sorprendido.
Rubén no confirmó la suposición de Marco, y en su lugar se quedó pensando que lo mismo que le había hecho Gabriela, se lo había hecho él a Lucas.
—No, olvídenlo —negó finalmente Rubén, intentando retractarse.
—No hueí —dijo Lucas—, ya la soltaste, así que cuenta todo. Cuándo, dónde y cómo fue.
—No pasó nada, ya les dije —respondió Rubén justo cuando llegaban Gabriela con Barbara y Tomas a sentarse con ellos a almorzar.
Rubén se quedó en silencio todo el rato que compartieron la misma mesa en el almuerzo, terminó de comer rápidamente y luego se paró con la excusa de ir al baño, pero se llevó todas sus cosas.
Salió del casino y se dirigió al estacionamiento que se encontraba a la vuelta, y pensó que le vendría bien ser fumador para al menos tener una excusa para estar ahí solo.
Se sentó en el borde de la acera y se quedó ahí de brazos cruzados por un par de minutos.
—No voy a dejar que te vayas así sin contar todo el chisme.
La voz suave de Lucas sobresaltó a Rubén que se estaba acostumbrando al silencio.
—Eso, y no me apetecía estar en la misma mesa que una potencial roba maridos —agregó.
Rubén se debatió unos segundos si contarle o no, pero finalmente se dio cuenta que no tenía alternativa. Lucas no lo dejaría tranquilo hasta saber la verdad.
—El otro día en un carrete de la UA, la Gaby besó a Felipe —le contó finalmente Rubén, ante la sorpresa de Lucas.
—¡Malditos! —exclamó Lucas—. Supongo que lo pusiste de patitas en la calle.
—¿Qué?, no —se rió Rubén, ante la idea hipotética de que podía vivir junto a Felipe.
—No me digas que sigues como si nada con él.
—No hemos tenido la oportunidad de hablar al respecto —se justificó Rubén—. Aparte no es el punto de la conversación.
—A mí si me hacen eso, no le hablo nunca más, a ninguno de los dos —dijo con total seriedad Lucas.
Rubén se sintió culpable al escuchar las palabras de Lucas, sabiendo que él había hecho lo mismo, besando a su pareja Tomás hace unas semanas.
—Lu… —le dijo Rubén, recordando como le decía Tomas—. ¿Te puedo llamar así?
—Obvio, ese es mi nombre —aceptó Lu, con un brillo de alegría en su mirada.
—No soy quién para criticarla —admitió, empezando a sincerarse—. He estado en la misma situación que Gabriela.
Lu lo miró y sonrió.
—No seas tonto —le dijo riéndose—. Todos hemos sido ella en algún momento, sabiéndolo o no, pero no por eso vamos a dejar que nos hagan daño.
—Supongo que tienes razón —coincidió Rubén, para no seguir con el tema.
—Yo sé que besaste al Tomy —le dijo de repente.
Rubén lo miró sorprendido, buscando en su cabeza las palabras correctas para disculparse, ante la risa tímida de Lu.
—Tranquilo, él me contó —Lu le puso la mano en el hombro a Rubén para tranquilizarlo—. También me dijo que te contó sobre lo nuestro.
—Lo siento —se disculpó Rubén—. Si hubiese sabido que tenían algo serio te juro que no lo habría besado.
—No te preocupes. De hecho, incluso yo no tengo claro si quiero formalizar una relación con él —se sinceró.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido Rubén.
—No sé —Lu dio un suspiro—. Me da miedo que se enamore de una idea de mí, que finalmente no llegue a ser lo que él espera.
Rubén tenía muchas preguntas en mente, pero no quería agobiar a Lu.
—Bueno, por lo que he podido hablar con el Tomy, después del beso —agregó Rubén—, me dio la impresión de que está dispuesto a jugársela por ti, sin importar nada.
Lu miró a Rubén a los ojos y sonrió con timidez, agradada por las palabras que acababa de oír.
—¡Ahí están! —les gritó Marco, apareciendo desde el costado del casino—. ¡Apúrense que vamos a llegar atrasados a clase!
—Después seguimos hablando sobre la Gaby-situation —le dijo Lu, tomándolo del brazo para ayudarlo a pararse—. Y gracias, Rube, por llamarme por mi nombre.
—Es lo mínimo que puedo hacer —dijo Rubén, sin entender del todo la frase.
Lu le dio un fuerte abrazo, demostrando su profunda gratitud, y luego ambos se reunieron con el grupo y se dirigieron a la clase.
Rubén no tuvo oportunidad de hablar con Gabriela antes de que anunciaran que su universidad de iría a paro para apoyar las demandas de los estudiantes universitarios a nivel nacional, y realmente tampoco tuvo ganas de hablar con ella después de eso.
La idea de tener varios días libres le entusiasmaba mucho, pero tampoco era que tuviera muchos panoramas posibles. Un día se juntó con Catalina y Marco en una cafetería en el centro para conversar.
—¿Y ya tienes pensado qué vas a hacer para tu cumpleaños ahora que están en paro? —le preguntó Catalina—. Me imagino que vas a tirar la casa por la ventana.
—No, nada que ver —se rio Rubén.
—No seas fome, Rubencio —intervino Marco—. Son tus dieciocho años, ¡tienes que hacer algo memorable!
—Supongo que haré algo piola en mi casa —se encogió de hombros—. Pedir unas pizzas y ver algunas películas.
—Bueno, si me invitas, yo feliz veo películas comiendo pizzas contigo, Rube —le dijo Catalina, con su habitual sonrisa encantadora.
—Qué fome —murmuró Marco, ante la mirada reprobadora de Catalina y Rubén—. ¡Es broma! —se retractó riendo, evitando que lo retaran—. Mi mami va a estar en Arica visitando a mi tía la otra semana, por si quieres hacer algo en mi casa —le ofreció a Rubén—. A pesar de que no vas a hacer un mega carrete, pero por si quieres estar más cómodo, no sé, sin tu viejo presente.
Rubén evaluó la sugerencia y terminó aceptando. Era verdad que en presencia de su padre no se iba a sentir tan relajado conversando ciertos temas con sus amigos, o consumiendo alcohol incluso.
—¿Vas a hablar con Felipe antes de tu cumpleaños? —le preguntó Catalina en privado, aprovechando el momento en que Marco se paró para ir al baño.
—Tengo que hacerlo —respondió Rubén con convicción.
—No puedo creer que no hayas hablado con él aun —murmuró ella.
—De verdad no hay tiempo. Se las ha pasado trabajando en todos sus tiempos libres —explicó Rubén.
—¿Tendrá alguna deuda que pagar o algo? —pensó Catalina.
—Prefiero pensar que está juntando plata para comprarme un regalo —bromeó Rubén.
—No te ilusiones con eso, porque cuando llegue con una foto en un marco hecho con fideos pegados con cola fría puede que te decepciones.
Rubén se rio.
—Sea lo que sea que me regale lo voy a apreciar.
Si bien a Rubén le daba miedo la posibilidad de hablar con Felipe seriamente sobre todo lo que había ocurrido, y la posibilidad de generar una nueva pelea, la forma en que no habían tenido tiempo de conversar desde aquella noche lo mantenía en una comodidad tensa. Sabía que tenía eso pendiente, pero prefería mantenerlo así.
Sin embargo, tenía clarísimo que tenía que hablar con su pololo antes de su cumpleaños, para evitar tener ese tema pendiente y no sentirse incómodo.
“Estudiantes de todo el país se movilizan exigiendo que la educación superior sea completamente gratuita y de calidad” se escuchaba el titular del noticiero en la televisión. El resto de la noticia fue ahogado por el ruido ambiente.
Sebastian siguió hojeando un ejemplar de Condorito, que calculaba ya había leído al menos unas cinco veces desde que había llegado al regimiento.
Se sobresaltó al escuchar los gritos de celebración de Simón, que al parecer acababa de ganar una partida de pool contra Javier.
Sebastian les sonrió, fingiendo entretención, y luego tomó otro ejemplar de Condorito, que calculaba sólo había leído dos veces antes.
—¿Qué hueá te pasa? —le preguntó Javier acercándose a él, dándole una palmadita en la cabeza.
Sebastian no respondió su pregunta.
—¿Te quedan? —le preguntó de vuelta Sebastian, en vez de responder.
Javier sin responder tampoco, le hizo una seña para salir al aire libre.
Sebastian se puso de pie y siguió a Javier, que había entendido su pregunta.
Caminaron en la frialdad de la noche hasta el macetero de cemento en el que fumaban todos los días.
Javier le extendió la cajetilla a Sebastian, para que sacara un cigarro, y luego prendió un fósforo para que lo encendiera.
—La otra semana es el cumpleaños del Rube —le contó Sebastian, respondiendo a su pregunta, después de dar la primera bocanada al cigarrillo.
—¿Primera vez que están separados para su cumple? —le preguntó Javier, encendiendo su cigarro.
Sebastian asintió.
—Cumple dieciocho ahora —le contó, emocionado.
A pesar de los meses que llevaba separado de Rubén, su amor por él no había disminuido, y mucho menos desaparecido.
—¿Qué harías si lo ves? —le preguntó Javier—, digo, considerando como te fuiste.
—Lo agarraría a besos —respondió Sebastian, con los ojos cerrados y una sonrisa soñadora, imaginándose el momento—. Lo besaría y le pediría perdón —agregó, abriendo los ojos.
—Vamos a Antofa a decirle Feliz Cumpleaños entonces —propuso Javier, como si no fuera gran cosa.
—¿Cómo vamos a ir, hueón? —preguntó Sebastian, botando humo por la boca.
—Nos arrancamos, vamos a ver a tu Rubén, y después volvemos —explicó Javier—. ¿Qué nos van a hacer aparte de castigarnos?
Sebastian miró fijamente a Javier, para comprobar que hablaba en serio.
De verdad hablaba en serio.
La respuesta de Sebastian fue una sonrisa cómplice, e inmediatamente su mente empezó a idear planes para lograr escaparse.
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eldiariodelarry · 2 years
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NUEVO CAPÍTULO A LAS 18:00 HORAS!!
No digan que no les avisé
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 11: Guillermo
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10
Un fuerte ruido despertó a Felipe cerca de las diez de la mañana. Asustado intentó enfocar la vista para identificar a qué se debía el sonido, y pudo respirar tranquilo cuando vio a Roberto agachado intentando recoger su celular.
—Idiota —murmuró Felipe, y volvió a recostarse.
—Debiste haber visto tu cara —se rió Roberto, evidentemente alcoholizado.
El tono de voz alertó a Felipe, que se volvió a sentar en la cama, mirando serio a su amigo.
—¿Qué hueá Roberto?, ¿cómo se te ocurre llegar así? —lo cuestionó manteniendo la voz baja—, ¿qué pasa si te pillan tus viejos?
—Tranquilo, hermanito, no pasa nada —Roberto mantenía su calma.
—¿Cómo que no pasa nada?, ¡te pudo pasar algo!, ¡pudiste haber tenido un accidente! —insistió Felipe, retándolo.
—Si no me vine manejando, hueón pesado —le aclaró Roberto, ya algo molesto.
—¿Y cómo te viniste?
—Me trajo la Barbie.
—¿Cuál Barbie? —preguntó Felipe con tono irónico al escuchar el nombre.
—Esa que dijiste que era compañera del Rubén —le recordó Roberto.
Felipe había olvidado su nombre. Solo recordaba a Gabriela, lamentablemente.
—Me había gustado la Gaby, pero me la quitaste tú. ¿Quién lo diría? —bromeó Roberto.
—No hueí con eso —le advirtió Felipe, enojado y con algo de culpa.
—Ya, no te enojes —Roberto dejó de lado el molesto tono de voz jocoso—. ¿En qué rato te viniste?
—Cuando me di cuenta que el Rubén ya no estaba —respondió Felipe—. Lo busqué como por una hora, por toda la disco, hasta que supuse que obviamente me había visto y… bueno.
—¿Y si no se fue? —sugirió Roberto, creativo—, ¿si en realidad también te estaba buscando, y te sigue buscando en la disco?
Felipe solo le dirigió una mirada seria y Roberto captó el mensaje.
—¿Lo llamaste? —preguntó Roberto. Felipe asintió.
—No me contestó, como siempre cuando tiene pena.
—Eso no es algo que debería decir un pololo —opinó sin filtro Roberto.
Felipe lo miró serio, pero no enojado. Luego dio un suspiro resignado.
—¿Crees que soy un mal pololo? —le preguntó de repente.
—¿Por lo de anoche? —quiso aclarar Roberto.
Felipe asintió.
—Y por todo, en verdad —Felipe se quedó mirando la cama vacía de su hermano, esperando la respuesta incómoda.
—Lo de anoche fue una tontera, Pipe —lo tranquilizó Roberto, aunque su tono era más bien cauto—. El Rube no debería ni preocuparse por eso. Sería estúpido que lo hiciera… ¿cierto? —le entró la duda al final.
—Si, pero… no sé —Felipe se trabó.
—“Pero” ¿qué? —Roberto abrió los ojos como platos y a Felipe le dio la impresión que se le había pasado la borrachera—. ¿Acaso te gustó la Gaby?, maldito heterosexual —bromeó.
—¿Qué?, ¡no! —Felipe negó tan rápidamente la pregunta de Roberto que estaba seguro que había quebrado alguna especie de récord—. O sea, ella es guapísima, y besa muy bien, pero no. Por ningún motivo. Soy cien porciento gay —aclaró con total convicción—. Sé que es una tontera, pero también sé que Rubén se lo va a tomar a mal.
—¿Y por qué lo hiciste entonces? Si sabías que se lo iba a tomar mal.
Felipe se encogió de hombros.
—Supongo que necesitaba… —dio un largo suspiro—, no sé, hacer algo. Mandar todo a la chucha. Con el Rubén hemos estado pésimo últimamente.
—¿Pésimo? —preguntó sorprendido Roberto—. ¿Por qué tanto? —Felipe lo miró con complicidad, indicando que él ya sabía la razón— ¿Y el Rube lo sabe?
—No. Y no debe saberlo tampoco —respondió tajantemente Felipe.
—Pero hermano, ¿no crees que sea mejor contarle y ya? —sugirió Roberto—. Capaz que hasta le dé lo mismo.
—No le va a dar lo mismo —lo contradijo Felipe.
—¿Cómo sabes? —se rió Roberto.
—Porque soy su pololo —recalcó Felipe—. Lo conozco.
—Ya —respondió simplemente Roberto, cansado, sin ganas de seguir discutiendo.
Roberto se quitó la ropa en silencio mientras Felipe lo miraba preocupado de que pudiera perder el equilibrio y caerse. Se tiró encima de la cama, y al cabo de no más de un minuto comenzó a roncar.
Felipe por su parte, ya estaba bastante despierto como para volver a acostarse. Miró el reloj de su celular y pensó que era una hora decente para llamar a la casa de Rubén.
Bajó al living y marcó el número de la casa de Rubén, en el teléfono fijo de los padres de Roberto.
Esperó unos quince segundos hasta que una ronca voz sonó al otro lado de la línea.
—¿Aló? —dijo Jorge, el padre de Rubén.
—Hola Jorge, soy el Felipe —Felipe usó su tono amable y respetuoso de siempre.
—Felipe, hijo, ¿cómo has estado? —el tono de su suegro era amable también.
—Bien, ¿y tú? —a pesar de que le caía muy bien su suegro, Felipe estaba algo ansioso por saltarse toda la cordialidad y preguntar lo que realmente quería saber.
—Bien también. Todo bien aquí en la casa.
—¿Está el Rubén por ahí? —preguntó Felipe, intentando sonar casual.
—Recién lo fui a despertar para desayunar, pero no hubo caso que se levantara —respondió Jorge, generándole un alivio gigante a Felipe—. ¿Quieres que lo despierte y le diga que estás al teléfono?, de seguro se despierta altiro.
—No, no es necesario —respondió Felipe de inmediato—. Sólo quería asegurarme que estuviera bien.
Jorge se demoró unos segundos en responder.
—¿Está todo bien Felipe? —su tono se tornó un poco más serio, aunque seguía siendo amable.
—Si, si, está todo bien —Felipe se puso nervioso, pero intentó que no se le notara—. Anoche no se sentía muy bien, así que lo fui a dejar temprano. Por eso llamaba para ver cómo estaba ahora.
Felipe no se preocupó de inventar una mentira más plausible, o más difícil de corroborar, solo quería salir del paso rápidamente.
Terminó de hablar con su suegro después de un par de frases cordiales y de buenos deseos. Quedó con la impresión que Jorge se había quedado tranquilo con su mentira, y no le dio más vueltas al asunto.
Felipe, sin embargo, quedó con una sensación amarga.
Odiaba mentir. Desde siempre se había criado con el dogma religioso de que la mentira era pecado, y por eso mismo, tras el rechazo de su familia, decidió que nunca más iba a mentir o a esconder nada, y para eso tenía que empezar por no mentirse a sí mismo.
Lamentablemente, Felipe sentía que últimamente se estaba traicionando a sí mismo, y estaba haciendo lo que más detestaba.
Había comenzado a mentir para tapar sus errores, y temía que, en cualquier momento, sus múltiples mentiras lo atraparían.
—Dale, pégale más fuerte —le gritaba Felipe a Rubén, motivándolo a seguir entrenando.
Rubén por su parte le obedecía sin reclamar, usando toda la fuerza y energía que sus músculos le entregaban.
Felipe tenía en el patio de la casa de Roberto todo un circuito de ejercicios intensos para ejercitar la musculatura corporal, y ya estaba llegando al final del entrenamiento.
—¿Cómo quedaste? —le preguntó Felipe a Rubén, que se estaba sacando los guantes tras dar el último golpe al saco de boxeo.
—Bien, mejor que nunca —respondió Rubén con una sonrisa socarrona.
—Vamos arriba, a terminar con el cardio —le sugirió Felipe, tomándolo de la mano y acercándose a besarlo en los labios con fogosa pasión. Luego ingresaron juntos a la vivienda y subieron las escaleras.
Al llegar al segundo piso, ambos estaban completamente desnudos.
—Me duele la cabeza —comentó Rubén, entrando al baño.
Felipe sacó del gabinete al lado del espejo un frasco amarillo con pastillas.
—Tómate estas —le ofreció, sin especificar cuántas.
Rubén obedeció, y sin decir nada, se llevó el frasco completo a la boca como si estuviese tomando agua.
Felipe lo miró horrorizado, pero no le dijo nada.
—Con esto voy a quedar como nuevo para ir a despedirme del Seba, ¿cierto? —le preguntó Rubén, sonriendo inocentemente.
Felipe simplemente asintió mientras una lágrima recorría su mejilla izquierda.
Rubén tomó de la mano a Felipe y lo llevó hasta el dormitorio. Se recostó en la cama, sonriendo plácidamente, mientras Felipe se quedó de pie, inmóvil.
Al cabo de unos segundos Rubén comenzó a convulsionar, ante la horrorizada mirada de Felipe que, petrificado, no pudo siquiera gritar para pedir ayuda.
Felipe despertó gritando, como lo hacía cada vez que tenía esa pesadilla.
—¿De nuevo la misma? —le preguntaba Roberto cada vez que se despertaba a mitad de la noche producto de los gritos de su hermano.
—Si —respondía con firmeza Felipe, aclarándose la garganta.
Le daba vergüenza estar siendo atormentado por esa pesadilla, pero lo apenaba porque sabía claramente a qué se debía ese sueño repetitivo: la culpa.
—¿Quieres que hable con mis viejos? —le preguntó Roberto, apoyándose en su codo derecho para mirarlo a través de la oscuridad.
—¿Para qué?
—Para que vayas al psicólogo o algo así —sugirió Roberto—. No es normal lo que te pasa.
—Ya sabes qué es lo que me pasa —respondió Felipe, reacio.
—Si sé, pero si no quieres enfrentarlo, no te haría mal hablar de eso con alguien más —insistió su hermano—. Quizás te pueda ayudar de otra forma que ni yo ni tu conocemos.
Felipe se quedó recostado, mirando la oscuridad del techo, evitando responder.
—Lo voy a pensar —respondió finalmente, después de dar un suspiro.
—Bacán —exclamó Roberto, entusiasmado con el pequeño avance logrado—. Ahora duérmete, que tienes clase temprano.
Felipe escuchó como al cabo de unos minutos Roberto volvía a roncar suavemente, mientras que él no logró dormir hasta que sonó la alarma.
Esa misma mañana en clases, Felipe estaba intentando poner atención a la clase de lenguaje, donde la profesora explicaba las características de una obra literaria, pero se le hacía imposible porque Gabriel, el arrogante presidente del Centro de Alumnos del liceo no paraba de hablar con Jason, su compinche.
Durante los casi sesenta minutos de clase Felipe se había enterado de todos los planes de Gabriel para el fin de semana, y no había logrado retener ninguna información respecto a la materia.
Lamentablemente, Felipe se sentía como un pez fuera del agua en ese curso. A pesar de que ya era su segundo año con ellos, no se sentía a gusto, y no le interesaba tampoco generar lazos con ellos, de la misma forma que no le interesaba generar conflictos.
Su sufrimiento (al menos por ese bloque de clases) se terminó cuando la inspectora Lidia ingresó a la sala y habló unas palabras con la profesora.
—¡Guillermo Ramirez! —lo llamó en voz alta la profesora. Felipe levantó la cabeza al escuchar su nombre de nacimiento y miró a los ojos a la maestra—. Te mandan a llamar de la dirección.
Felipe se puso de pie, guardó sus cosas en la mochila, se la colgó en la espalda, y caminó con seguridad hacia la puerta, donde lo esperaba Lidia.
Estaba nervioso, ansioso. No tenía idea por qué lo estaban llamando, pero no podía ser nada bueno. Solo citaban a la oficina de la directora cuando te metías en problemas, o cuando había pasado algo muy trágico.
—¿Qué pasó? —le preguntó Felipe a la inspectora.
—No tengo idea —respondió ella, con sinceridad.
La incertidumbre hizo que ese viaje que se demoraron no más de dos minutos entre la sala de clases y la oficina de la directora, se sintiera como si hubiese durado por lo menos media hora.
Cuando llegaron, Lidia golpeó la puerta de la oficina, y una voz suave pero firme desde el interior les indicó que pasaran.
Lidia abrió la puerta e hizo pasar a Felipe, quien vio con sorpresa que frente al escritorio de la directora estaban sentados sus padres.
Sintió un vació en el estómago, y la incertidumbre se acrecentó más al verlos ahí frente a él. Si estaban ahí solo podía significar algo grave. Sin embargo, logró mantener sus emociones a raya, para evitar que se dieran cuenta.
—Guillermo, pasa, qué gusto que hayas venido —lo saludó la directora.
—Me llamo Felipe —la corrigió él, intentando demostrarle a sus padres que había seguido adelante en su ausencia.
—Lidia, te dije que trajeras a Guillermo Ramírez, no era tan difícil —le dijo en voz baja la directora a Lidia.
—Es él, no se preocupe —confirmó el padre de Felipe.
—Ah, bueno —balbuceó avergonzada la directora—. En ese caso, Felipe —miró al muchacho, en señal de reconocimiento del nombre que él prefería usar—, toma asiento, por favor. Los dejaremos para que hablen.
La directora y Lidia salieron de la oficina, cerrando la puerta tras de sí. El lugar se sumió en un completo e incómodo silencio, que ninguno de los tres quiso romper por un buen montón de segundos.
Felipe se quedó de pie, mirando alternadamente a cada uno de sus padres, esperando que alguno de los dos fuera el primero en decir “lo siento”.
Ninguno de los dos dijo nada, y su expresión más que arrepentimiento, demostraba algo de cansancio.
Felipe usó cada fibra de su cuerpo para contener sus emociones. Siempre había sido bueno para ello, mantener una compostura inexpresiva; y desde que lo echaron de la casa, siempre pensó que si volvía a ver a sus padres podría controlar sus emociones como estaba acostumbrado, pensando que ya no lo afectaría.
Estaba equivocado.
Tenía un nudo en la garganta tan grande que sentía que en cualquier momento caería al suelo ahogado por sus propias emociones. De alguna forma, logró evitar que las lágrimas cayeran por sus ojos, pero en su lugar bajaron por el interior de su nariz.
—¿A qué vienen? —dijo Felipe finalmente, tras aclararse la voz.
Intentó que las palabras salieran lo menos cargadas de emoción posible, pero aun así, se notaba la rabia impregnada en ellas.
Su padre fue el primero en hablar.
—Guillermo, vinimos porque…
—Me llamo Felipe —lo interrumpió.
—Guillermo —insistió su padre—, vinimos porque estamos dispuestos a que vuelvas a vivir con nosotros.
El pecho se le llenó de alegría a Felipe y una sonrisa comenzó a formarse en su rostro. Por fin sus padres se habían arrepentido de haberlo echado de su casa. Querían que volviera a vivir con ellos. Lo estaban aceptando finalmente.
—Solo tenemos una condición —intervino su madre.
Felipe ya intuía cuál sería la condición, y la alegría se esfumó de la misma forma que apareció.
—Queremos que dejes atrás este estilo de vida que llevas, queremos que vuelvas a encarrilarte y seguir el camino de la Fe —le pidió su madre, con la voz apagada.
—¿Qué estilo de vida? —les preguntó desafiante Felipe.
—Tú sabes de qué estamos hablando, Guillermo.
—¡No me llamo Guillermo! —les gritó Felipe, incapaz de controlar ya sus emociones—. ¿De qué estilo hablas, mamá? Te refieres a que soy maricón, ¿cierto?
—No es necesario que lo digas con esas palabras —lo tranquilizó la mujer.
—¿Por qué no?, si son las palabras que usó él cuando me tiró sobre la mesa de centro, ¿o no te acuerdas?, justo antes de que me echaran de la casa.
—Tu padre está muy arrepentido de eso —lo justificó ella.
—No se ve arrepentido —contestó Felipe.
—Lo estoy —dijo el padre, sin mayor expresión.
—¿Saben qué? No voy a dejar de ser maricón porque ustedes me lo pidan —les dijo, acercándose con rabia—. Si quieren pedir algún deseo, pídanselo a su amigo imaginario, quizás él me va a quitar esto, si tanto lo desean.
—No es nuestro amigo imaginario —lo corrigió su madre, poniéndose de pie—. Dios existe, y todos los días le pido por tu cura y salvación.
—Bueno, entonces te tengo malas noticias. Si él existe, entonces le importa una mierda lo que tú le pidas porque te aviso que no me he curado, porque no hay nada que curar; o quizás, tu fe no es tan fuerte como tu dios cree que merece. Ya me sacrificaste a mí y ni con eso le bastó —Felipe se rio con amargura—. Váyanse a la chucha los dos.
Felipe caminó hacia la puerta dispuesto para irse de la oficina.
—Tu padre tiene cáncer —le gritó su madre, casi al borde del llanto.
Felipe se detuvo, sin abrir la puerta. Sintió que su corazón se demoró un par de eternos segundos en volver a latir, como si todo se hubiese detenido tras la frase de su madre.
—Es de páncreas —agregó su madre—. Con suerte le queda un año.
Después de la adrenalina que sintió al decirle las últimas palabras, ahora se sentía una mierda de persona.
A pesar de eso, no les respondió nada en esta ocasión.
Abrió la puerta, y sin voltear a mirarlos, salió de la oficina.
Cerró la puerta a sus espaldas y se quedó apoyado en ella unos segundos. Miró alrededor y sintió alivio al ver que ni la directora ni la inspectora Lidia estaban a la vista. Sin llamar mucho la atención, recorrió el pasillo y salió disimuladamente por la puerta de entrada del liceo, y se fue caminando hacia la casa de Roberto.
Al llegar, nuevamente se sintió aliviado al constatar que la casa estaba vacía. Subió a su dormitorio, se quitó las zapatillas, y se acostó en la cama, en posición fetal mirando hacia la pared.
Estaba temblando, y por mucho que luchó, al final se rindió y dejó que el llanto se apoderara de todo.
Las lágrimas cayeron de sus ojos sin parar por varios minutos.
Se sintió culpable, por haberles dicho esas cosas tan feas a sus padres hace unos minutos, y por no haber tenido la dignidad de pedirles perdón después de enterarse de la verdadera razón de su acercamiento.
Era un pésimo hijo y se merecía lo que le habían hecho, pensó.
Era una pésima persona y punto.
Después de varios minutos, sintió que sonó la puerta de la entrada, y se secó rápidamente las lágrimas. Notó con desilusión que la sábana estaba toda empapada por su llanto, y se sentó en la cama tapándose la cara.
Odiaba llorar, y odiaba incluso esa agradable sensación de alivio después del llanto. Sentía que él no podía darse el lujo de ser vulnerable. Tenía que mantenerse siempre firme, sin dejar que las emociones lo desenfocaran. Después de todo lo que había vivido, era lo único que le había funcionado para seguir adelante: Dejar de llorar y hacer algo por sí mismo.
Roberto entró por la puerta del dormitorio y se sorprendió de verlo sentado en la cama.
—¿Y tú qué haces aquí? —le preguntó.
—Vivo aquí —respondió Felipe, con sarcasmo, usando su monotonía de siempre.
—Ya, si sé —se rió Roberto, sin prestarle mucha atención—, pero deberías estar en el liceo a esta hora.
Felipe no respondió a su consulta, y simplemente le pidió un favor.
—¿Me puedes abrazar? —le pidió, poniéndose de pie.
Roberto lo miró asustado, y sin decir nada, se acercó y lo abrazó.
Felipe lo apretó contra su cuerpo, como temiendo que se fuera a caer y romper en mis pedazos. No lloró, porque ya estaba completamente deshidratado, pero ese abrazo fue la señal de amor que necesitaba para soportar ese amargo momento, el primer amor que sintió después de haber perdido el de su propia familia. Un amor de hermano.
Después de varios segundos, Felipe se percató que, a diferencia de él, Roberto sí estaba llorando.
—¿Qué pasó? —le preguntó Roberto, aclarándose la garganta después de separarse y de secarse las lágrimas.
—¿Qué te pasó a ti? —contra preguntó Felipe—, ¿por qué lloras?
—Porque me asustaste, ahueonao —le respondió Roberto, avergonzado. Le dio un golpe con ambos puños en el pecho a Felipe y volvió a abrazarlo.
Felipe suspiró aliviado por saber que tenía a alguien en quien confiar en ese momento.
—Mis viejos fueron al liceo a hablar conmigo —le contó Felipe, y Roberto expresó con su rostro el impacto que le provocó la noticia.
Felipe no escatimó en detallar todo lo que había pasado, y al terminar Roberto se quedó pensando unos segundos antes de hablar.
—¿Qué piensas hacer?, ¿volverás con ellos? —le preguntó su amigo.
Felipe se encogió de hombros.
—A pesar de todo, siguen sin aceptarme.
—Pero al menos se acercaron. Hay un avance —opinó Roberto. Felipe permaneció en silencio por largos segundos—. ¿Y es seguro que tu viejo se vaya a morir?
Felipe nuevamente se encogió de hombros.
—No pienso decirte qué hacer —le dijo Roberto—, pero si me pasara eso, no querría perder el tiempo…
Felipe se dio cuenta que Roberto iba a continuar la frase, pero la cortó en el último segundo. Estaba seguro que iba a decir que “no querría perder el tiempo por una tontería”, como si su orgullo y dignidad lo fueran. Sin embargo, no le dijo nada. Sabía que esa no era su intención.
—Necesito distraerme —dijo finalmente Felipe, decidido a cambiar el chip.
—¿Estás seguro? —le preguntó Roberto, cauto—, ¿no quieres pensar esto con tranquilidad?
Felipe negó con la cabeza, ante un suspiro resignado de su hermano.
—¿No es hoy ese carrete de la carrera del Rube? —sugirió Roberto.
Rubén.
Después de lo que le acababa de ocurrir, Felipe no había pensado ni por un segundo en su pololo, ni siquiera pensó en él como una persona a quien acudir para tranquilizarse y contarle todo lo que había pasado. Prefirió estar completamente solo.
Al cabo de unos momentos de pensarlo bien, razonó que fue mejor de esa forma. No quería involucrar a Rubén en algo tan complicado como eso. La enfermedad y posible muerte de un padre podría tocarlo de una forma muy personal, y Felipe no quería causarle más daño.
—No quiero ir a su carrete —asumió Felipe—. no estoy en condiciones de fingir amabilidad y agrado ante gente que no conozco. No estaré cómodo.
Roberto lo quedó mirando, como intentando decir algo, sin decir nada.
—Me sentiría raro, ¿sabes? —continuó Felipe—. Con puros universitarios, y yo el único hueon liceano repitente.
—Nunca quisiste ir, ¿cierto?
Felipe negó con la cabeza.
—Preferiría, por esta noche, estar donde me siento cómodo —pensó en voz alta—. ¿Me acompañas donde la Anita y la Ingrid? —le pidió a Roberto.
—Y Alan —le recordó Roberto, con algo de amargura—. Alan también vive ahí.
—No uses ese tono. Ya te expliqué lo que había pasado con él. No es una mala persona. No me dejó botado como pensabas.
—Haz lo que quieras, Felipe —Roberto miraba con suspicacia a su hermano—. Tú sabrás lo que te conviene más hacer en este momento. Estás sufriendo, lo entiendo, pero no por eso tendrás carta blanca para hacer sufrir a los demás también.
Felipe estuvo toda la tarde dándole vueltas al asunto. Le sacó una cajetilla de cigarros nueva a Roberto y se la fumó casi toda a lo largo del día.
La ansiedad lo estaba matando, y cuando llegó Rubén a buscarlo para ir a su carrete no pudo manejar eficazmente la situación.
No le había dicho a Rubén con anterioridad de la inauguración en la casa de sus amigos, porque en realidad no tenía ninguna intención de ir. Hasta ese día, estaba dispuesto a ir con su pareja al carrete mechón de su carrera, a pesar de su poca motivación.
Rubén se marchó molesto, sin alcanzar a conversar bien las cosas. De todas maneras, Felipe no quería discutir más, y tampoco quería contarle todo lo relacionado a sus padres.
Se quedó sentado en la cama, recién salido de la ducha, solo con la toalla puesta en la cintura, pensando, evaluando si ir realmente a la inauguración de la casa de sus amigos, o quedarse ahí esa noche, descansando, solo, dándole vueltas una y otra vez a los eventos de ese día.
Finalmente se decidió. Se puso de pie, se vistió, y salió rumbo a la nueva dirección de sus amigos.
Cuando llegó estaban los tres anfitriones con un par de amigos más, a quienes Felipe no conocía, pero no le importó.
—Pensé que invitarías al Rober —le comentó Anita tras saludarlo.
—Si, le dije, pero tenía otro carrete con sus amigos —respondió con total sinceridad Felipe.
A pesar de estar rodeado con gente de su confianza, Felipe no se sintió muy cómodo durante la noche.
Pensaba contarles lo que había pasado esa mañana con sus padres, pero la presencia de gente extraña lo hizo contenerse, así que en su lugar, ahogó sus preocupaciones en alcohol y en cigarrillos de tabaco.
Pasada la medianoche, Felipe salió del departamento, que estaba en un primer piso, y caminó hasta unas escalinatas que daban a la reja de ingreso al complejo habitacional, que se encontraba en un punto alto de la ciudad, permitiéndole tener una vista bastante linda de un sector de la ciudad.
Sacó un cigarrillo de tabaco del bolsillo de su chaqueta, lo encendió, y fumó mirando las estrellas en el cielo, y las luces en las calles, pensando.
Al terminarlo, inmediatamente encendió otro y continuó con el vicio.
—Te vas a destruir los pulmones, ¿sabías? —le dijo una voz familiar a su espalda.
Felipe no se volteó, pero tampoco se sorprendió cuando Alan se sentó a su lado.
Le iba a responder que le daba lo mismo, pero al verlo sentado a su lado con un cigarrillo de marihuana entre los labios, simplemente soltó una risita.
—Parece que vamos a competir por quien va a morir primero de cáncer a los pulmones —comentó con sarcasmo Felipe, pero inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho, recordando la enfermedad de su padre.
—Al menos este te alegra un poquito el camino hacia el final del túnel —argumentó Alan.
Felipe notó que su expareja estaba un poco nervioso. Tiró su cigarrillo a medio fumar al piso, y lo apago con la zuela de la zapatilla, y luego le pidió a Alan que le pasara el suyo.
Le dio dos inspiradas, y luego se lo devolvió.
—Mis viejos me fueron a ver al liceo hoy —le contó, sin ningún preámbulo.
Felipe sentía que, después de todo, Alan sería la única persona que lo entendería en ese momento, ya que había sido el único que sabía cómo había sufrido todo el proceso del abandono por parte de su familia. O al menos, había estado con él en sus momentos más difíciles.
—¿Y qué querían? —la voz de Alan denotaba rencor, sentimiento que Felipe sabía muy bien que era de empatía por él.
—Mi viejo tiene cáncer —le contó sin suavizarlo—. Se va a morir.
Felipe se volteó a ver a Alan a los ojos por primera vez desde que se sentó a su lado. La expresión de sorpresa en su rostro se comenzó a nublar a medida que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Mi viejo se va a morir —repitió Felipe.
Alan instintivamente abrazó a Felipe, quien se permitió ese instante de vulnerabilidad apoyando la cabeza sobre las piernas de Alan, quien le acarició los brazos, la espalda y el cabello para darle confort y calma.
Felipe no era muy bueno para llorar y, de hecho, la última vez que recordaba haber llorado (sin contar la de esa mañana) había sido hace años, precisamente con Alan, después de haber sido expulsado de su casa por sus padres.
Él era la única persona con quien se sentía cómodo siendo así de vulnerable. Y no era porque no confiara en nadie más, sino que era el único con quien había demostrado vulnerabilidad antes de cerrar para siempre sus emociones.
Después de eso desarrolló el vinculo fraterno con Roberto, y conoció a Rubén, pero con ellos ya sentía que su proceso emocional estaba cerrado.
Cerrado, pero no resuelto.
Alan se mantuvo en silencio, seguramente sin saber qué decirle. Simplemente lo abrazó y acarició, para demostrarle su apoyo. Su amor incondicional.
—¿Vas a volver a vivir con ellos? —le preguntó Alan después de varios minutos, cuando notó que Felipe ya había terminado de sollozar.
Felipe negó con la cabeza y se incorporó, quedando sentado nuevamente a su lado.
—Me dijeron que para volver tenía que prácticamente dejar de ser gay —le contó—. Dejar este “estilo de vida” dijeron —agregó con amargura—. Ni en esta situación son capaces de aceptarme como soy.
—Lo siento tanto Pipin —le dijo Alan secándole la última lágrima que había caído por su mejilla izquierda.
Felipe se rió.
—¿Qué? —le preguntó Alan, soltando una risita nerviosa.
—Hace años que nadie me dice así.
Alan se sonrojó.
—Te decía así cuando estábamos pololeando —recordó Alan—. Te gustaba.
Felipe asintió.
—Cuando terminé contigo ya nunca más escuché ese apodo.
—¿Y cómo te dicen ahora? —quiso saber Alan.
—Felipe —respondió sencillamente, encogiéndose de hombros.
—Qué fome —se rió Alan—. ¿Y Rubén como te dice?
—Igual —Felipe volvió a encogerse de hombros.
Alan parecía que iba a decir algo, pero se contuvo.
—¿Y tú como le dices a él? —preguntó finalmente.
—Rubén —Felipe ya se sentía un poco avergonzado respondiendo sus preguntas, consciente de la frialdad bajo la cual había llevado su pololeo hasta el momento.
—¡Pero Felipe! —Alan se rio tapándose la boca.
—Ya, si sé que soy fome, y frío y todo lo que quieras —admitió Felipe—, pero después de eso, siento que dejé de ser el que era. Todo se volvió más difícil, apagado. Más infeliz.
Alan se puso serio de inmediato, dándose cuenta de la profundidad de las palabras de Felipe.
—Pipin, a pesar de todo lo que te pasó, tienes que permitirte disfrutar la vida. Permitirte ser feliz —le dijo Alan, bajando la voz y acercándose a Felipe—. Me imagino que debe ser muy difícil, porque sé cuánto sufriste, estuve ahí contigo, pero a pesar de eso, tienes que volver a abrirte, volver a ser feliz.
—Gracias Bambi —le dijo Felipe, recordando el apodo que él le decía a Alan cuando eran pareja.
Alan se rió, encantado por el recuerdo, y sin perder ningún otro segundo, se acercó a Felipe y lo besó en los labios.
Felipe por su parte, no se resistió. Se dejó llevar por los labios de Alan, recordando los viejos tiempos de cuando ambos eran pareja.
Al cabo de unos segundos, Felipe se separó de su ex pololo, dando por terminado el beso.
Alan tenía el rostro humedecido por las lágrimas, y Felipe se sintió culpable por quizás darle falsas esperanzas.
—Lo siento —le dijo Alan, incapaz de mirarlo a los ojos—, no me quise aprovechar de tu vulnerabilidad.
—Alan —le dijo Felipe, poniendo su mano derecha en el mentón de Alan para levantarle el rostro y así mirarlo a los ojos—. Estoy con Rubén —le dijo, pretendiendo dejarlo claro—, e incluso si no estuviera con él, en este momento, con todo lo que ha pasado hoy, no siento nada —admitió, algo avergonzado—. Y por último, grábatelo bien en la cabeza —le dijo, poniéndose serio—: siempre te voy a amar.
Alan asintió, y dejó caer las últimas lágrimas de sus ojos.
—Yo también —admitió, sin saber que ambos hablaban de distintas formas de amor.
La conversación con Alan le ayudó a Felipe a desahogarse de buena forma, aunque la enfermedad de su padre le siguió dando vueltas en la cabeza desde ese día en adelante.
Al día siguiente en la mañana quiso ir a disculparse con Rubén, y explicarle por qué había decidido no ir con él al carrete de su carrera. Pensaba contarle todo lo relacionado a su familia, e incluso, arrepentido, contarle que Alan lo había besado. Sin embargo, no pudo decir nada.
Cuando se bajó de la micro, vio a Rubén que iba caminando hacia su casa también. Se veía agotado, destrozado prácticamente.
Se acercó a hablarle, pero su pololo no estaba de buen humor.
Todo lo ocurrido le estaba afectando tanto que no fue capaz de manejas la situación adecuadamente, y terminó diciéndole a Rubén que estaba hecho un desastre y que tenía un humor de mierda, mientras que su pololo le respondió con rencor que lo sentía por no ser perfecto como Alan.
Felipe se quedó sin palabras. Como si Rubén supiera que precisamente de él le iba a hablar.
Cuando Rubén se alejó caminando, Felipe se quedó petrificado, y de repente sintió como si su pesadilla se volvía realidad.
Al cabo de unos días, cuando estaba en el trabajo, Rubén se acercó a él para hacer las pases.
Felipe lo extrañaba, y quería disculparse también, pero no sabía cómo abordar toda la situación. Tenía muchas cosas en la cabeza, y sentía que por primera vez en su vida era incapaz de hilar una frase con coherencia, mucho menos ofrecer disculpas, o expresar todo lo que lo atormentaba en ese momento.
Estaba tan perturbado mentalmente que al reconciliarse le dijo a Rubén que de él dependía no volver a pelearse, como si todo fuera la culpa de su pololo. Como si sus mentiras y secretos no estuviesen desgastando su relación desde antes.
Pasaron las semanas y Felipe se dio cuenta que había sido un error mantener a Rubén al margen de todo lo que le sucedía.
Por el mismo agobio mental que sentía, había dejado de sentir deseo sexual, y por lo tanto buscaba excusas para no tener sexo con Rubén.
Agradecía para sí mismo que Rubén, dentro de todo, se mostrara comprensivo de sus excusas y no dijera nada, o que al menos no se molestara generando una pelea entre ambos. Seguramente, tenía esta actitud después de prácticamente cargarle toda la culpa de sus peleas, haciéndolo sentir aún más remordimiento.
Unas semanas después, su madre volvió a presentarse en el liceo, esta vez en el horario de inicio de clases, y lo interceptó cuando iba llegando al establecimiento.
—Tu padre quiere que vuelvas —le informó la mujer, saltándose las formalidades.
—¿Pero? —preguntó Felipe, desafiante, enmascarando muy bien la ansiedad y pánico que sentía en ese momento.
—Ya sabes cuál es la condición —su madre suavizó el tono, intentando convencerlo.
—Ya sabes cuál es mi respuesta entonces.
Felipe no esperó que su madre le dijera algo más e ingresó al liceo sin voltear a verla.
La visita de su madre lo mantuvo de mal humor todo el día, producto del estrés y la ansiedad que le provocaba toda la situación.
Durante esa mañana, mientras estaban todos en la sala de clases esperando que llegara la profesora de historia, Gabriel comenzó a molestar a sus compañeros para pasar el rato, una actividad que él mismo consideraba necesaria para generar confianza en el curso.
—Oye, ¿y tú?, ¿qué onda? —Gabriel se dirigió a Felipe—. ¿Cómo chucha te llamai?, ¿Felipe o Guillermo?
Felipe lo miró serio por un par de segundos, pero no respondió nada.
—Llevas ya más de un año con nosotros y todavía no te conocemos bien —continuó—, eres todo un misterio —Gabriel se quedó mirando a Felipe, esperando una respuesta, pero al no lograr nada, continuó—. Al parecer tiene varios secretos escondidos nuestro querido Guillermito. Ahora sabemos por qué el año pasado saltaste a defender al fletito del Joel, ¿se acuerdan que casi me castigan por su culpa? —le preguntó a su grupo de amigos, que lo escuchaban atentos—. Yo zafé, pero este hueón tuvo que quedarse limpiando la sala después de clases —le contó a su audiencia, y luego se dirigió a Felipe—. A ti te gusta el pico, ¿cierto?
—¿Algún problema? —preguntó desafiante Felipe.
Gabriel no se esperaba esa respuesta, y balbuceó un poco antes de continuar.
—Ninguno —dijo finalmente Gabriel, fingiendo seguridad—. Quería saber cómo caíste tan bajo con el hueón que te lo mete. El otro día te vimos en el mall con esa hueá fea.
Felipe no midió su reacción y se puso de pie, se acercó rápidamente a Gabriel y lo tomó del cuello.
—Repite eso —le dijo, asfixiándolo.
El rostro de Gabriel se puso rojo y luego comenzó a tomar una tonalidad azulina. Dentro de su desesperación, Gabriel logró calzarle un certero combo a Felipe en el pómulo derecho, logrando liberarse.
—¿Qué te pasa imbécil? —le gritó Gabriel, en el suelo.
—No vuelvas a hablar de mi pololo, ¿escuchaste conchetumadre? —Felipe lo tomó del pecho de la camisa, lo puso de pie, y le pegó un puñetazo en el pómulo izquierdo.
Gabriel por su parte se defendió y no fue contrincante fácil para Felipe, a pesar de que Felipe no pensaba que tendría esas habilidades de defensa personal.
La pelea entre ambos se detuvo cuando llegó la profesora de historia y los envió a ambos a la oficina de la directora.
Ambos fueron suspendidos por una semana, así que se encontraba en casa de Roberto cuando Rubén lo fue a ver esa tarde.
Se sentía molesto y avergonzado, además de agobiado por todo lo relacionado a sus padres.
Felipe estaba golpeando el saco de boxeo, liberando todas las tensiones acumuladas, cuando sintió que alguien lo abrazaba por la espalda. Era Rubén, que lo había ido a visitar. Sin querer, por la sorpresa, empujó a su pololo cuando se volteó a la defensiva.
Al ver el rostro de Rubén, se arrepintió de no haberle contado todo desde un inicio. La cara de su pololo expresaba sorpresa por su reacción, pero rápidamente cambió el semblante a uno más compuesto, y luego se dio cuenta de los moretones que tenía él en el rostro, todo en fracción de segundos. Felipe se dio cuenta que ya a esas alturas lo único que le quedaba era continuar con su mentira, y fingir que estaba todo bien.
Felipe trató de bajarle el perfil con humor, y Rubén trató de seguirle el juego, intentando bromear también, algo que Felipe agradeció en silencio, que no se pusiera denso al respecto.
Aun así, Rubén insistió en querer saber, y Felipe no soportó el ahínco de su pololo. Le dijo finalmente que no era necesario que se quedara. Notó que su pololo estaba dolido, pero Rubén se hizo el fuerte y no le dijo nada más. Aceptó que tenía que irse, y Felipe siguió aumentando se sentimiento de culpa.
Ahí estaba su pololo, dispuesto a escucharlo, intentando dominar sus propias emociones para no hacer un gran escándalo al respecto, y él le pagaba de esa forma, escondiéndole cosas fundamentales sobre su estabilidad emocional, y finalmente tratándolo con displicencia a pesar de ser su pareja.
—Valgo callampa —le comentó Felipe a Roberto, cuando se estaba acostando a dormir esa noche.
Roberto estaba acostado en su cama, con el brazo derecho tapándose los ojos, intentando dormir.
—¿Cómo llegaste a esa conclusión? —murmuró sin ganas Roberto.
—El Rubén me vino a ver hoy —le contó—. Vio que tenía el moretón en la cara, me preguntó qué me había pasado y básicamente le dije que no quería hablar con él.
—¿Que hiciste qué? —Roberto se enderezó, apoyándose en su codo izquierdo mientras intentaba enfocar la mirada en Felipe—. Eres como el hoyo Felipe.
—Si sé —asumió Felipe, avergonzado—. Y eso no es todo.
Roberto a esa altura ya estaba sentado en su cama, dispuesto a escuchar todo lo que Felipe le tuviera que contar.
—El otro día cuando fui al depa del Alan le conté todo —continuó Felipe, ante la atenta mirada de su hermano—, y al final nos besamos.
—Conchetumare —murmuró Roberto, poniéndose de pie y llevándose las manos a la cabeza, como si su equipo favorito estuviese perdiendo la final del campeonato de fútbol—. Felipe por la chucha, ¿por qué no me habías contado?
—Porque no quería que reaccionaras así —respondió Felipe tras dar un suspiro.
—¿Y cómo quieres que reaccione?
Felipe tenía claro que a Roberto no le caía muy bien Alan, a pesar de haberle contado la verdad sobre su separación.
—Le contaste todo al Alan, te lo agarrai a besos, mientras al pobre Rube lo tienes en completa oscuridad, sin saber nada siquiera de que tus viejos volvieron a buscarte —argumentó Roberto como causales de su molestia.
—Robe, no necesito consejos, solo quería desahogarme —le respondió Felipe—. Ya sé que valgo callampa.
Roberto se puso de pie y se sentó en la cama de Felipe, junto a él.
—¿Y qué vas a hacer al respecto? —le preguntó, casi como evaluándolo.
Felipe se encogió de hombros.
—Tengo que contarle —respondió finalmente—. Me va a odiar.
Roberto dio un suspiro.
—¿Qué te va a odiar el Rube? —preguntó retóricamente—. Si te odiara te habría mandado a la chucha hoy mismo después de decirle que no querías hablar con él. No sé si tendrá muchas falencias como para que lo trates así, pero al menos te ha aguantado mucho últimamente, y no te ha dicho nada. Y de hecho, si te llega a odiar, no sería sin razón. Que le hayas escondido esto, lo del beso, y aparte lo de la otra vez —le recordó.
Felipe aceptó con humildad cada palabra de su hermano, porque sabía que tenía toda la razón.
—Igual necesitaba que me subieras un poco el ánimo, no que me destruyeras —bromeó.
—Sale, hueón. Te subiré el ánimo cuando te lo merezcas, porque ahora no —Roberto se paró y le dio una palmada suave en la cabeza a Felipe.
Se acercó a su cama y estaba a punto de acostarse cuando se devolvió a darle un abrazo a Felipe.
—En realidad, sí mereces que te suba el ánimo, pero también tenía que decirte las hueás —le dijo al oído, cerrando el abrazo con un coscorrón en la cabeza a Felipe.
—Ya, eso era lo que estaba esperando —le dijo Felipe, golpeando suavemente el abdomen de Roberto con sus puños—. Gracias hermano.
—¿Estás seguro que no quieres que hable con mis viejos? —ofreció Roberto.
—Seguro —confirmó Felipe.
A la mañana siguiente, cuando se despertó con la visita de Rubén en su dormitorio se percató de inmediato que su pololo estaba bajo la influencia de la marihuana: tenía los ojos rojos, achinados y su forma de hablar era particular, además que no tenía idea qué hora del día era.
También se percató que la sustancia en su cuerpo había suprimido todos los filtros que Rubén se había autoimpuesto para no ser tan invasivo, y eso fue lo que más le molestó a Felipe, pero asumió también que era su culpa.
Evaluó la posibilidad de contarle toda la verdad, lo de sus padres, el beso con Alan y todo lo demás, pero en su lugar, prefirió inventar una nueva mentira: le contó que lo habían suspendido por besarse con Gabriel en los baños del liceo.
Una mentira inverosímil, pero quería ver la reacción de su pololo ante su infidelidad, queriendo tantear el terreno para cuando le contara sobre su beso con Alan.
Su sorpresa llegó cuando en vez de enojarse o ponerse a llorar, Rubén respondió en modo desafiante que él también se había besado con alguien más.
Estaba cien porciento seguro que Rubén no le estaba mintiendo. No tenía para qué mentir, además que bajo el estado en que estaba, le habría sido imposible inventar una mentira así en tan poco tiempo.
Rubén se notaba perdido, ausente, y con una expresión de completa inocencia comenzó a acariciar a Felipe en el rostro, como para asegurarse realmente estaba frente a él.
Felipe por su parte también le acarició el rostro a Rubén, enternecido por su actitud. Se sintió culpable por todo lo que le había hecho en las últimas semanas, o incluso meses sin que él lo supiera.
Después de tantas semanas de problemas como pareja, peleas, secretos y mentiras, pudo ver a Rubén cara a cara, y sintió que estaba viendo al mismo chico que conoció hace meses, con aquella inocencia particular, alguien que prácticamente estaba descubriendo mil cosas nuevas para él.
Felipe se acercó a su pololo y lo besó, completamente cautivado por esta especie de epifanía. Después de semanas pudo sentir la llama renacer en sí mismo, usando como combustible toda su furia, frustraciones y culpa, dejándolas salir con cierta violencia, que al parecer le encantaba a Rubén en ese momento.
Cuando terminaron, Felipe sintió la necesidad de sincerarse, aunque solo logró contar una parte de todas sus verdades.
Prefirió seguir ocultando algunas cosas, tras darse cuenta que Rubén había tomado la decisión de mentirle también, cambiando su versión del beso con ese tal Tomás.
Felipe sabía que ese beso (y quizás algo más) de verdad había pasado, y Rubén ahora le mentía para cubrir su culpa, pero no le dijo nada, sabiendo que él no tenía la mejor conducta moral. Reconocía la mentira en Rubén cuando la veía, igual como lo hizo el día de la partida de Sebastian.
Después de esa mañana de reconciliación con Rubén, Felipe no volvió a tener relaciones sexuales con su pololo. Entre el agobio de lo que estaba pasando con su padre, y todo lo demás que le ocultaba a Rubén, se sentía incapaz de volver a intimar con él, a pesar del amor que sentía.
La culpa era lo que lo carcomía por dentro, y cada vez que intentaba contarle todo a Rubén se sentía incapaz. Felipe se enorgullecía de siempre ser franco y directo, pero cada vez que se proponía contarle todo a Rubén se arrepentía al ver su rostro inocente, y su mirada llena de amor por él.
Cada día que pasaba se sentía más culpable, y se desconocía a si mismo más y más, tanto que le sorprendía que Rubén siguiera a su lado, paciente, sin exigirle nada a cambio, como si por alguna razón fuera él el culpable de todo eso.
Cuando Roberto lo invitó al carrete mechón de la universidad, Felipe aceptó de inmediato, sintiendo que necesitaba despejar la mente, y recordar por un momento que era un joven de dieciocho años aún, que tenía que disfrutar su vida. Cuando Rubén lo invitó por su parte, sintió aun más ganas de ir, y poder disfrutar con su pololo en un ambiente más distendido, y sin la privacidad necesaria para tener que enfrentar sus mentiras, preparándose para estar en buenos términos con él para el cumpleaños de su pololo en poco más de una semana.
Felipe se ofreció a ir a buscar refrescos para Rubén y él, aprovechando que su pololo se había encontrado con viejos compañeros del liceo.
Cuando llegó a la barra, pidió una coca cola para Rubén y una piscola para él.
—Oye bien simpáticas las amigas del Rube —la voz de Roberto le habló con fuerza al oído, para sobreponerse a la música ambiente, sobresaltando a Felipe.
—¿Por qué? —preguntó Felipe, algo perdido.
—Míralas —respondió simplemente Roberto, señalando con su cabeza hacia donde estaban sus compañeros, a quienes había pasado a buscar en el jeep, bailando con Gabriela y Bárbara,
Felipe soltó una risita desganada, y comenzó a tomar de su vaso.
—Voy a buscar al Rubén —dijo Felipe después de un rato conversando con Roberto.
Se puso de pie y dejó a Roberto junto a sus amigos y pretendía irse a buscar a Rubén cuando Gabriela lo tomó del brazo.
—¿A dónde vas? —le preguntó la muchacha, coqueta.
—A buscar al Rubén, le llevo un —Felipe le iba a decir que le llevaba el vaso de bebida que su pololo le había pedido, pero Gabriela se lo quitó de la mano y empezó a beber de él.
—Qué asco —exclamó ella—. Es pura bebida.
—Si, es la idea —respondió Felipe, sarcástico, pero aún así no se molestó con ella.
Gabriela se acercó a Bárbara que tenía un vaso de piscola casi transparente, y comenzó a mezclar ambas bebidas, traspasando líquido de un vaso al otro repetidamente.
Al cabo de unos segundos, probó del vaso que se suponía sería para Rubén, y le dio su visto bueno.
—Ahora sí es un trago decente para universitarios —comentó ella, devolviéndoselo a Felipe.
—Yo no soy universitario —le contestó él, algo molesto.
—Ay, verdad —Gabriela recordó que Rubén les había contado que Felipe estaba en el liceo aún—. Bueno, entonces ahora sí es un trago decente para un hueon apuesto, sexy, inteligente, rico —intentó arreglarla.
Felipe simplemente se rio, y le dio un sorbo a la bebida.
—Te quedó muy fuerte —le comentó, con cara de desagrado—. El Rubén no se va a poder tomar esto.
—¿Era para el Rube? —preguntó ella, y Felipe asintió—. Bueno, entonces tómatelo tú, y después te acompaño a buscarle un juguito en caja al Rube.
A Felipe le molestó el tono condescendiente de Gabriela, pero no le dijo nada. Solamente se tomó el vaso al seco y sintió de inmediato una sensación vertiginosa, que logró ocultar muy bien.
—Verte tomándolo al seco me provocó algo —le comentó ella al oido—. Solo faltó que tiraras el vaso al suelo y gritaras, o algo por el estilo.
—Ya, creo que es suficiente alcohol para ti también —le comentó Felipe—. Vamos a pedirte un juguito en caja igual.
—No necesito jugo —dijo ella, tomándolo de las manos para que bailara con ella al ritmo del reggaeton—. Solo más alcohol.
Felipe le siguió el juego por unos segundos, algo incómodo.
—Ah, y necesito algo más aparte del alcohol —le dijo ella al oído.
—¿Qué cosa? —preguntó él.
—A tí —respondió Gabriela, y le dio un beso en los labios.
Felipe se rió en medio del beso por la desfachatez de Gabriela, sabiendo que él era pololo de Rubén, su compañero. Le siguió el juego por unos largos segundos, agradado por su forma de besar, pero luego se separó de ella.
—Recuerda ese beso por el resto de tu vida porque va a ser lo único que vas a tener de mí —le dijo molesto—. Estoy con el Rubén, tu amigo —le recordó, y se fue caminando entre la multitud buscando a su pololo.
Llegó hasta el lugar donde había dejado a Rubén con Liliana y Rafael, pero ninguno estaba a la vista.
Se dedicó a buscar a Rubén por un par de horas en la discoteca, e incluso en algún momento le pidió ayuda a Roberto, pero luego también se le perdió él.
Finalmente, tras casi dos horas de insistente búsqueda, y reiteradas llamadas perdidas a su pololo, Felipe decidió que era mejor irse.
Tomó una micro, como suponía que Rubén también había hecho, y en el trayecto siguió intentando contactarlo.
Cuando llegó a la casa, se recostó en su cama, y se dio cuenta que ya era suficiente de tantas mentiras y secretos.
Era hora de contarle toda su verdad a Rubén, sin importar el daño que pudiera provocarle.
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 10: Nostalgia
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9
Felipe se llevó el cigarrillo a la boca y aspiró hasta que la punta brilló de un color naranjo fuego.
—¿Y por qué mentiste? —le preguntó a Rubén, tras botar el humo por la boca.
—Em, ya te dije, porque quería provocarte celos —respondió Rubén, enderezándose para quedar a la misma altura que su pololo.
—¿Celos? —se rió Felipe—. Te acababa de decir que yo te había cagado con otro hueón, ¿y tu primer impulso fue inventar algo para darme celos?
Rubén asintió, y Felipe claramente no creía su versión.
—¿Y si te hubiera dicho que me comí al Alan? —preguntó desafiante Felipe—, ¿también habrías inventado lo mismo?, ¿solo para darme celos?
A Rubén le hirvió la sangre con la pregunta de su pololo, pero no podía dejar que se diera cuenta de su mentira estúpida.
—¿Qué se yo? —respondió ya molesto Rubén—, no estaba en mis cinco sentidos —solo se le ocurrió culpar a la droga—. Aparte, ¿y tu? —Rubén levantó el tono de voz, pero lo intentó suavizar con su siguiente pregunta—, ¿por qué mentiste?
—Ya te dije —Felipe dio un suspiro—. No quería que sintieras que en el liceo se estaban burlando de ti.
—Pero dijiste que ese hueón se estaba burlando de nosotros como pareja —Rubén no entendía la preocupación de Felipe, pero ante su silencio tímido entendió todo.
Los compañeros de curso de Felipe se estaban burlando de él.
Sintió como si un yunque le hubiese caído en el estómago y un nudo se le formó en la garganta.
Nuevamente toda la seguridad en la que había estado trabajando los últimos meses se había desvanecido, al descubrir que un grupo de liceanos se burlaban de él. Quizás era por su apariencia, o por el hecho de ser gay, o simplemente porque lo consideraban demasiado poca cosa como para estar en pareja con Felipe.
Sea cual fuera la respuesta, no estaba seguro de querer saberlo.
—Como te dije, al conchesumadre no le quedaron ganas de hueviar a nadie más en su vida —le dijo Felipe lentamente, tomándole la mano.
—¿Por eso lo hicimos ahora? —preguntó Rubén de repente, mirando la mano de Felipe tomando la suya.
—¿Cómo? —Felipe no entendió a qué se refería.
—¿Por eso tuvimos sexo?, ¿para que no me sintiera indeseado? —Rubén no estaba enojado con Felipe ni nada parecido. Las palabras salieron de su boca con una inquietante monotonía—. ¿Lo hiciste por lástima? —preguntó mirándolo a los ojos.
Rubén tenía pena y rabia, pero por alguna razón en ese momento ambas emociones se estaban bloqueando mutuamente, como en una fórmula matemática. Ni siquiera sabía cómo había llegado a esa conclusión, pero estaba seguro que era producto de la marihuana que aún tenía en su organismo, que le provocaba hilar pensamientos demasiado rápido (o eso creía), y sacar conclusiones con un salto de lógica considerable.
—¿Cómo chucha se te ocurre preguntarme eso, Rubén? —Felipe se molestó visiblemente con la pregunta, y se puso de pie.
Felipe se puso un boxer que estaba a los pies de la cama, sin darse cuenta de que era el de Rubén.
—Pucha no sé, si hace varias semanas que no pasa nada entre nosotros y justo ahora te atreves a tener sexo conmigo, ¿Cuál crees que sería la conclusión más lógica?
Las lágrimas empezaron a caer por el rostro de Rubén, pero él no estaba llorando. No había un llanto que desencadenara su salida.
—¿No se te ocurrió pensar que quizás fue porque me di cuenta de lo mucho que te quiero y que de verdad quiero estar contigo?
La mirada de Felipe le demostró a Rubén que realmente sentía lo que decían sus palabras, y solamente le quedó negar con la cabeza, avergonzado.
—¿Por qué siempre piensas lo peor? —le preguntó Felipe, volviendo a sentarse a su lado.
Rubén se encogió de hombros.
—Creo que simplemente no he tenido un buen día —respondió finalmente, por decir algo.
—Ya veo que no, si empezaste a usar drogas con ese tal Tomy—se notó el reproche en el tono de Felipe.
—No me digas nada, que tú también fumas —replicó Rubén, retomando su actitud habitual mientras se secaba con las manos las últimas lágrimas que humedecían su rostro.
—Si, y por lo mismo pensé que al menos podrías haberme dicho si querías probar. Nunca pensé que te interesaba.
—No me interesaba —respondió Rubén—, pero cuando te vi fumar pensé que quizás podrías haberme enseñado.
—¿Y por qué no me dijiste? —le recriminó Felipe, aunque luego se rió—. Bueno, tampoco digamos que es algo bueno. Creo que nunca te lo ofrecí porque no quería corromperte, quitarte tu inocencia.
—Demasiado tarde, ya no queda inocencia en mí —Rubén se sintió empoderado al decir eso, aunque solo era una frase vacía.
—Aún te queda mucha inocencia Rubén, y espero que nunca la pierdas.
Felipe le pasó los dedos por el cabello a Rubén, intentando peinarlo, y observó su rostro, con ojos enamorados.
Las bellas palabras y los gestos de cariño que tenía Felipe en ese momento se le hicieron imposibles de disfrutar a Rubén, que en su mente la culpa iba aumentando a cada segundo, por haberle dicho que era mentira que había besado a Tomás.
Se sentía sucio, infiel, a pesar de que sabía que el beso no había significado nada sentimental ni sexual.
Al día siguiente en la universidad Rubén se sintió sumamente incómodo.
Trató de evitar estar mucho rato en el mismo espacio social que Tomás, porque sentía una vergüenza extrema después de lo que había pasado la mañana anterior.
Tomás por su parte, cada vez que miraba a Rubén se reía, probablemente porque su incomodidad era muy evidente.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Marco después de almuerzo.
—¿Por qué? —Rubén se hizo el tonto.
—Has estado raro toda la mañana —explicó Marco—, más raro de lo normal. Los chiquillos dijeron que iban a almorzar y tú de repente te acordaste que tenías que venir a la biblioteca. Llevamos media hora aquí y todavía no me dices qué libro vienes a buscar, y no quieres preguntarle a la señora Gloria.
—La señora Gloria no cacha dónde están los libros que necesito —inventó Rubén.
—¿Estás diciendo que la señora Gloria no sabe hacer su trabajo?, ¿ese que seguramente lleva años haciendo? —Marco preguntó con sarcasmo.
—Si quieres anda a almorzar con los niños —Rubén ya no tenía ganas de seguir inventando excusas.
—Ni loco —se rehusó Marco—. De seguro ya terminaron de comer, y ni ahí con comer solo. No me queda otra que esperarte.
Rubén hizo como que seguía buscando un libro por un par de segundos más, pero al considerar las palabras de su amigo diciendo que ya había pasado el tiempo suficiente para que almorzaran, decidió que ya era hora de terminar con la farsa.
—Lo encontré —anunció Rubén, tomando cualquier libro de la misma estantería que llevaba al menos cinco minutos revisando.
Marco le quitó de las manos el libro para saber para qué tanto alboroto.
—¿“Introducción a las enfermedades de transmisión sexual”? —leyó con curiosidad Marco—. No me digas que estás…
—No —respondió de inmediato Rubén, sorprendido por el título del libro que había escogido—. Es para Felipe, tiene que hacer un trabajo para el liceo —inventó rápidamente.
—Debiste haber empezado por ahí —comentó Marco con molestia—. Podría haberle dicho a la Cata que le ayudara a Felipe. Ella sabe todo. Me ha ayudado mucho a mí también. No con las enfermedades —repuso rápidamente, al ver la cara de sorpresa de Rubén—, sino con cosas relacionadas a mi sexualidad.
Rubén soltó una risita.
—No me refiero a eso —repuso Marco—. ¿Qué acaso tienes catorce años?, me sorprende viniendo de ti.
—Ya, no te enojes, si era una broma —lo tranquilizó Rubén.
—Bueno, el punto es que la Cata es sequísima y es lo mejor que me pudo haber pasado.
—Concuerdo —comentó Rubén. Su amiga era extraordinaria—, aunque creo que ese no era el punto principal.
Terminado el día de clases, Rubén tomó la micro apenas se estacionó, y se sentó esperando que partiera.
Al cabo de unos segundos, cuando la micro comenzó a andar nuevamente, Tomás se subió a toda velocidad, agradeciendo al chofer que lo haya esperado, y apenas vio a Rubén sentado, se rió.
Se acercó a su compañero, que aún no se percataba de su presencia, y se sentó a su lado.
Rubén se sobresaltó al notar que Tomás estaba sentado a su lado, y su corazón se le aceleró.
—¿Cómo te fue? —le preguntó su compañero, con una sonrisa coqueta.
—¿Cómo me fue con qué? —Rubén estaba confundido por la pregunta, e intentó disimular su incomodidad.
—Con el vuelito de ayer po —se rió Tomás.
—Ah, bien, supongo —respondió Rubén, aún algo descolocado.
Rubén bajó la vista, incómodo. quería disculparse por haberlo besado el día anterior, pero no sabía cómo decirlo sin hacer que la situación fuera aún más incómoda.
—Tomy, lo de ayer —comenzó diciendo Rubén, intentando darle coherencia a sus palabras—, me equivoqué. No se repetirá.
—¿Qué?, ¿no te gustó la weed? —preguntó algo decepcionado Tomás.
—No, no eso —lo corrigió Rubén—. El beso —susurró, para que no escuchara nadie más en la micro.
—Ah, eso —se rió Tomás—. Ya ni me acordaba —se encogió de hombros y sonrió para darle tranquilidad a Rubén.
—¿Tan olvidable fue? —preguntó Rubén, algo inseguro, provocando la risa de Tomás.
—Es un decir —le dijo dándole unas palmaditas en la mejilla—. Digamos que fue culpa de la weed, lo hiciste porque estabas volado y ya está. Fin.
Rubén sonrió aliviado por la actitud de Tomás.
—He tenido unos días de mierda últimamente —le contó Rubén, sintiendo de repente las ganas de explicarse.
—Y no hay mejores días para fumarte uno y olvidarlo todo —le aconsejó Tomás.
Rubén se rió por la insistencia de su compañero.
—Bueno, si es así, creo que arrasaría con las cosechas de todo el año —bromeó.
—¿Y cuál es el problema?, para que veas que soy buen amigo, te apañaría fumándote todo eso y más.
Rubén comenzó a pensar que quizás Tomás le estaba coqueteando, a pesar de que el día anterior le había asegurado que era heterosexual (y también le había dicho que tenía una relación con Lucas, al parecer.
—¿Cómo están las cosas con Lucas? —le preguntó Rubén de repente, para cambiar de tema y evitar sus coqueteos imaginarios.
—Bien, como siempre —respondió sucintamente Tomás.
—¿Son pareja?
—Algo así, creo —Tomás se encogió de hombros.
—¿Cómo que “algo así crees”? —se rió Rubén.
—Algo así po —se rió Tomas—. Dice que quiere esperar para formalizar.
—¿Y piensas esperar?
Tomás suspiró, miró por la ventana y después de varios segundos asintió convencido.
Rubén estaba muy confundido con todo el asunto de Tomás y Lucas. Muchas dudas y muy pocas respuestas claras. Estaba seguro que para entender todo tendría que preguntarle directamente a Lucas, pero desde el carrete mechón que no hablaban en privado, y pensó que sería demasiado patudo llegar y preguntarle por sus relaciones amorosas.
Aparte, era algo que no le incumbía en lo absoluto, y solo le llamaba la atención por el chisme.
La semana siguiente Catalina invitó a Rubén a la fiesta de bienvenida mechona de su universidad, que se iba a realizar en una discoteca del sector sur de la ciudad (precisamente muy cerca de su centro de estudios).
Rubén aceptó la invitación, considerando que estaría su amiga, Marco, y sobre todo, Felipe había aceptado ir (sin reparos esta vez).
Si bien Gabriela y Barbara le habían dicho que irían, Rubén prefirió llegar con Felipe para que no se sintiera abandonado por él. Lo que no había tomado en cuenta era que Roberto también iría, y pasaría a buscar a su grupo de amigos en el jeep.
De los tres compañeros de Roberto, uno se sentó de copiloto, y los otros dos en el asiento trasero, junto a Rubén y Felipe, que conversaba con ellos con cierta familiaridad, dándole la impresión a Rubén que los conocía de antes. En ese momento, él era el desconocido para los demás, y le provocó una sensación de ansiedad desesperante darse cuenta de ello.
—¿Estás bien? —le preguntó Felipe en un susurro, tomándole la mano.
Rubén asintió, con una leve sonrisa. Estaba sentado en las piernas de Felipe, mientras los otros dos desconocidos que estaban en el asiento trasero con ellos ocupaban cada uno un espacio.
Al rato Rubén entendió que Felipe conocía a uno de ellos, Julian, del liceo, y que estaba estudiando lo mismo que Roberto.
Cuando llegaron a la discoteca, Rubén vio a Bárbara y Gabriela bajándose de una micro, y se acercó a saludarlas, para poder conversar con alguien conocido.
—¿Ése es tu pololo? —preguntó sorprendida Gabriela.
—Si, él es —confirmó Rubén, algo orgulloso al ver la expresión de ambas muchachas.
—Se ve mucho más… grande que en las fotos que nos mostraste —comentó Gabriela, casi tartamudeando.
Rubén se rió por lo bajo, y procedió a llamar a su pololo para presentarlo ante sus compañeras.
—Al fin las conozco, el Rubén siempre habla de ustedes —dijo Felipe tras la presentación de rigor.
Rubén sabía que lo decía por cortesía, porque en realidad no hablaba específicamente de ellas, solo le comentaba de forma genérica sobre su grupo de compañeros.
—El Rube también siempre habla de ti —comentó Bárbara cordial, casi atropellando a Gabriela, como tratando de evitar que dijera algo desubicado.
—Este niño te ama demasiado —coincidió Gabriela.
—¿En serio? —preguntó Felipe, algo ruborizado.
—Si, llega a ser cansador —respondió Gabriela con sarcasmo.
—¡Oye! —intervino Rubén, a modo de queja.
—Son bromas, Rubencio —lo tranquilizó Gabriela.
—Con permiso chicas, nos vemos adentro, voy a hablar con mi hermano —anunció Felipe, y se despidió de las muchachas con un beso en la mejilla, y luego de Rubén con un beso en la boca.
—¿Tiene un hermano?, ¿hay más como él? —le preguntó en voz baja Gabriela a Rubén, con entusiasmo.
—No es realmente su hermano —aclaró Rubén—, así que no te ilusiones.
—Tienes tanta suerte Rubencio, que él sea gay, y tu seas un niño —comentó Gabriela dando un suspiro.
—¿Por qué? —se rió Rubén, algo descolocado.
—Porque me daría lo mismo que seas mi amigo, me lo comería igual —soltó Gabriela, moviendo la cola de caballo con actitud desafiante.
Rubén quedó descolocado con la frase de su compañera.
—No la pesques, Rube, te está molestando —lo tranquilizó Bárbara—. ¿Tú crees que de verdad sería capaz de hacerlo?, si ni siquiera se ha comido al Marquito, y eso que se ven todos los días.
—¡Barbie! —exclamó Gabriela abriendo los ojos como platos.
—¿Qué? —Bárbara se rió—, si ya les dijiste a todos que te gusta.
—Nunca he dicho que me gusta —aclaró la muchacha—, solo dije que lo encuentro guapo nomas.
—Si, claro —respondió Bárbara, haciéndole un gesto a Rubén para que se quedara tranquilo.
Rubén dejó a las muchachas discutiendo, sabiendo que al rato seguirían tan amigas como siempre, y se fue a buscar a su pololo.
Encontró a Felipe a unos cinco metros de la entrada, saludando a Catalina y Marco, que estaban acompañados de más personas que saludaban a Felipe, y Rubén asumió que serían compañeros de Catalina.
—¡Rube! Justo estábamos hablando de ti —gritó Catalina al ver que se acercaba—. Te presento a mis compañeros, Claudia —una muchacha muy bonita de largo cabello negro— y Victor —un delgado joven de cabello corto y negro oscuro al igual que Claudia.
Rubén los saludó con timidez, pero ambos le dieron una buena impresión.
—¿Son hermanos? —les preguntó Rubén, ya que le parecía ver un parecido entre ambos.
—¡No! —exclamó Claudia con una carcajada.
—Siempre nos dicen la misma hueá —comentó Victor, riéndose también.
Rubén pensó que probablemente eran pareja, a pesar de que Catalina no los haya presentado como tal, ya que al saber que siempre los confundían por hermanos, le daba la impresión de que la gente los veía mucho tiempo juntos. Sin embargo, no dijo nada para evitar algún momento incómodo.
Una vez adentro, Rubén sintió una sensación de agobio al estar rodeado de tanta gente conocida. Era una sensación rara, ya que por lo general le daba ansiedad social estar en un ambiente así con gente que no conocía. Ahora era al revés, pero aun así se sentía raro, como si no supiera con qué grupo quedarse.
Finalmente tomó la decisión que se quedaría con Felipe sin importar nada. Él sería su cable social, ya que era el único que no tenía realmente lazos más fuertes con nadie más en el carrete.
Mientras buscaban a Catalina en el interior de la discoteca, Rubén divisó a Liliana y Rafael, sus compañeros del liceo, y se acercó a saludarlos.
Liliana le dio un fuerte abrazo, mientras que Rafael le estrechó la mano con cordialidad.
—Él es Felipe, mi pololo —lo presentó Rubén a sus excompañeros.
A pesar de que estaba seguro que lo ubicaban, ya que estudiaban en el mismo liceo, y de hecho ambos ya sabían que había empezado a salir con él, Rubén había quedado en modo “presentación”, después de haber presentado a su pololo en varias oportunidades esa noche.
Rubén se dio cuenta que Liliana, a pesar de saludar a Felipe con amabilidad, mostró cierta tristeza en su mirada.
—¿Has sabido algo del Seba? —le preguntó la muchacha.
La pregunta le provocó una mezcla rara de pena y rabia a Rubén.
—No, no he sabido nada de él desde que se fue —respondió con la verdad—. Es complicado, ya que los primeros meses están completamente incomunicados con el mundo exterior —le contó, recordando lo que le había dicho su mejor amigo.
Ex mejor amigo.
—Voy a buscar algo para tomar —anunció Felipe, probablemente notando que él sobraba en esa conversación—. ¿Quieres que te traiga algo? —le ofreció a Rubén.
—Una Coca Cola —le pidió Rubén, y Felipe se despidió con un beso en la frente y se dirigió a la barra.
—Se nota muy demostrativo —comentó Liliana, a modo de cumplido.
A Rubén le hizo ruido el comentario, porque si bien, efectivamente en público Felipe no ocultaba que eran pareja, en privado seguía manteniendo esa actitud de evitar tener sexo con él.
Después de su último encuentro íntimo la semana anterior no habían vuelto a tener relaciones, a pesar de que las circunstancias se presentaron. Felipe seguía ofreciendo excusas como que era tarde, que estaba cansado, o simple y llanamente le decía que no quería.
Rubén se sentía frustrado, pero no le decía nada a su pareja porque se sentía culpable. Culpable por haberle mentido.
A pesar de que el beso con Tomás no había significado nada para él, ya que lo había hecho bajo la influencia de una droga sumado a su estado vulnerable emocionalmente, se sentía culpable por haberle mentido respecto a la ocurrencia del hecho. Y lo peor era que estaba casi completamente seguro que Felipe no le había creído su última versión.
—Si, no le gusta esconderse. Eso es lo que me gusta de él —respondió Rubén, casi sin pensar—. O sea, una de las cosas que me gustan de él —aclaró.
Liliana lo miró con pena, y Rubén supo de inmediato lo que pensaba.
Rubén quiso responder a las miradas silenciosas de Liliana, pero tenía miedo que al hablar, abriría una puerta que había mantenido cerrada los últimos meses y no sabía cómo podría reaccionar al respecto.
Aun así, por alguna razón Rubén sentía que le debía una explicación a Liliana, como si fuese una fiel fanática que no se perdía capítulo de la teleserie de su vida.
—Espero que esté bien, en el regimiento —comentó Liliana, cambiando de tema y poniendo palabras a ese silencio incómodo que se había formado.
—Si, estoy seguro que si —dijo optimista Rubén—. El Seba es muy hábil, sabrá como sobrellevar ese lugar.
—Me pregunto si habrá salido del closet allá —intervino Rafael, desubicándose como siempre.
Liliana lo miró con reprobación, pero no le dijo nada.
—El Seba no tiene ningún closet de donde salir porque no es gay —aseguró Rubén, enojado.
—Si, claro —se rió Rafael, y Liliana le dio un manotazo en el brazo.
Rubén se sintió incómodo ante los comentarios de Rafael, e inventó que tenía que ir a buscar a Felipe para salir de ahí. De verdad no entendía cómo Liliana podía estar con Rafael, que al parecer se volvía más idiota a medida que pasaba el tiempo.
Se dirigió a la barra y buscó a su pololo, pero no lo encontró. De seguro ahora estaba buscándolo en el mismo lugar donde había estado conversando con Liliana y Rafael.
Para no estar solo, Rubén se acercó hacia donde estaba Catalina y Marco junto a algunos compañeros de curso de su amiga.
—¿Y tú no tienes un vaso en la mano?, te felicito, es un avance desde la última vez —bromeó Marco al verlo.
—Ya te dije que no quiero que me pase lo mismo de la otra vez —le recordó Rubén, algo avergonzado.
—Bueno, si pasa acá estaremos para cuidarte —intervino Catalina, dándole unos golpecitos en el hombro—. Al menos viniste con Felipe, eso es un avance, creo.
—Si, pero ya se me perdió —le informó Rubén, mientras buscaba entre la multitud a su pololo—. Fue a buscar algo para tomar.
—De seguro se encontró con el Rober y se quedó conversando —lo tranquilizó Marco.
Rubén aceptó la alternativa de Marco y se relajó un poco.
—No estaba muy lejos mi impresión —le comentó Rubén a Catalina, señalando con el mentón a los compañeros de ella, Claudia y Victor, que se besaban a unos metros de distancia mientras bailaban un reggaetón.
—¿En serio pensaste que podían ser pareja? —se rió Catalina—. Para mí como que no pegan para nada. A la Clau le gusta otro compañero, que no vino ahora porque viajó a Serena a ver a su abuela que está enferma. El Victor es su amigo, y supongo que la Clau no quería estar sola esta noche. No le digas a nadie que yo te dije esto. Tú tampoco —se dirigió especialmente a Marco.
Después de harto rato, Rubén pudo ver a la distancia que Felipe estaba conversando con Gabriela, al lado del grupo de compañeros de Roberto, y luego Gabriela lo tomó de la mano para comenzar a bailar.
Felipe no opuso mucha resistencia y con una sonrisa se dejó llevar por la muchacha.
Rubén notó que su pololo tenía en la mano un vaso casi vacío, que intentaba mantener boca arriba para no derramar el líquido de su interior.
Se acercó hacia donde estaban para evitar que su compañera de curso hiciera lo que ya sabía que estaba dispuesta a hacer, y cuando estaba a unos diez metros de distancia, pudo ver entre las cabezas de la multitud que Gabriela se acercó a Felipe y lo besó en los labios.
Felipe por su parte, simplemente se rió y se intentó alejar, sin mucho éxito.
La sangre le hirvió a Rubén. Sintió rabia y pena.
Al ver a su pololo riendo entre besos le recordó la actitud de Tomás cuando él mismo lo besó. De seguro Felipe también estaba bajo la influencia de algo en ese minuto. Era la única explicación posible.
A pesar de toda la escena que estaba presenciando, Rubén se sintió incapaz de encarar a su pololo. Se le caía la cara de vergüenza de ir y hacerle una escena de celos, o de exigirle fidelidad, después de que él había hecho lo mismo.
Sintió que las lágrimas comenzaron a caer por su rostro, derramadas más por impotencia que por pena. Le daba rabia sentirse atado de manos gracias a la forma en que él mismo había manejado sus acciones del pasado.
Rubén dio la media vuelta, caminó hacia la puerta de entrada y salió al aire libre. Sintió la fresca brisa marina en su rostro y los ojos le ardieron.
Caminó por el camino de tierra hasta llegar al borde de los roqueríos que estaban a unos veinte metros de distancia, y se sentó en el borde de un pequeño muro, en silencio, con la esperanza de que el ruido de las olas ahogara sus pensamientos.
—¿Todo bien? —preguntó después de unos segundos una voz a sus espaldas.
Rubén se sobresaltó por la sorpresa y se volteó a ver quién era. Un desconocido de cabello castaño lo miraba extrañado.
Simplemente asintió, mientras se secaba las lágrimas de los ojos.
—Disculpa la interrupción, pero escuché un llanto y me preocupé —le explicó el desconocido—. Como me dices que estás bien, mejor me retiro.
El joven hizo un gesto incómodo, sin saber qué hacer en una situación así, al igual que Rubén.
Rubén se volteó nuevamente a mirar el mar, y cruzó sus brazos alrededor de las rodillas.
—¿Por qué estas llorando? —la voz del desconocido volvió a interrumpir su soledad después de unos segundos.
Su voz temblaba, claramente de nervios, o quizás de frío.
Rubén lo observó mientras el desconocido se sentaba a su lado, y por alguna razón decidió que contarle lo que le pasaba a esa persona con quien no tenía ningún vínculo era lo mejor que podía hacer en ese momento.
—Acabo de ver a mi… —Rubén se detuvo antes de decir “pololo”, pensando que la persona que lo acompañaba podía ser un posible homofóbico homicida— pareja besando a alguien más ahí en la disco.
Rubén escuchó que el desconocido daba un suspiro en señal de empatía.
—¿Con alguien conocido? —quiso saber el joven.
—Con una compañera de curso —respondió Rubén, y por alguna forma sintió la reacción de sorpresa en su interlocutor.
—Bueno, quizás se dieron un beso de amigas —sugirió el desconocido, intentando consolar a Rubén, dándole unas palmaditas en el hombro.
—No son amigos —aclaró Rubén—. Apenas los presenté esta noche. Y ella me dijo que se lo comería sin remordimientos —ya no se preocupaba de hablar con palabras de género neutro para no revelar su orientación.
—Ah —exclamó el desconocido con sorpresa.
Rubén volteó a mirarlo y notó que sonreía con algo de alivio. Tuvo el presentimiento que al escuchar esa información, el joven se sentía más cómodo. Sin embargo, Rubén no dijo nada y volvió a mirar hacia el mar.
—¿Igual lo consideras una infidelidad? —preguntó de repente el muchacho, después de unos segundos de silencio.
Nuevamente Rubén volteó a mirarlo, con el ceño fruncido.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —Rubén soltó una risita incrédula—. Obvio que es una infidelidad.
—¿En serio? —insistió el joven—. Si estás seguro que tu pareja es de una orientación, y por equis razón se besa con alguien del sexo opuesto a su orientación, no lo está besando por placer.
—¿Y eso hace alguna diferencia? —cuestionó Rubén.
—No sé, yo decía nomas —se defendió el desconocido, algo cabizbajo.
—Sorry —se disculpó Rubén por la forma en que le habló—. Sé que no es tu culpa, obviamente.
—Tranquilo. Igual no debí haberte dicho eso —se disculpó también el joven—. ¿Hablaste con él sobre el beso? —continuó preguntando, y vocalizó el artículo con un dejo de duda.
—No. No puedo.
—¿Por qué?
—Porque yo hice lo mismo la semana pasada, con un compañero de curso —le contó Rubén, y notó que el interés del muchacho por su teleserie de la vida real aumentaba—. Me siento culpable, así que no estoy en posición de exigirle nada. Pero verlo así, besando a alguien más, duele mucho.
El desconocido guardó silencio unos segundos, como intentando buscar las palabras correctas.
—Creo que todos nos podemos equivocar —comenzó a decir el muchacho—. Ahora sabes cómo se sintió él.
—No lo sabe. O bueno si —intentó corregirle Rubén—. Le conté, pero después le dije que era mentira.
Rubén tenía claro que sonaba como un loco en una relación completamente tóxica, pero no le importaba generar esa impresión en un virtual desconocido, quien soltó una risita al escuchar su última frase.
—¿Y tú?, ¿por qué no estás adentro? —le preguntó Rubén, al notar que ya estaba hablando demasiado de si mismo, y que de hecho ya no estaba llorando—. ¿Siquiera venías al carrete?
—Si, venía al carrete —respondió el muchacho, volviendo a tomar una actitud nerviosa, y comenzando a temblar levemente. Miraba a Rubén y luego bajaba la vista repetidas veces, como evaluando si contar lo que él realmente estaba haciendo ahí. Finalmente se decidió—. Acababa de llegar de hecho cuando te vi llorando. Estoy un poco nervioso porque —dio un suspiro, para darse ánimos— decidí que esta noche me la voy a jugar por alguien que me gusta.
El joven dio un suspiro de alivio al terminar la frase, como si acabase de conquistar un desafío imposible.
—Te costó —bromeó Rubén, provocándole una risita nerviosa al muchacho—. Debe ser una persona muy especial como para que estés así.
—Si —admitió el desconocido, sonrojándose levemente—. Éramos compañeros en el liceo, y ahora estamos en la u, en diferentes carreras eso sí.
Rubén notó que usaba palabras neutras según el contexto, pero perfectamente podía ser casualidad, y como si le estuviese leyendo la mente, el joven continuó:
—Es raro hablar de él con alguien más —le confesó—. Si todo sale bien, sería mi primer pololo.
Se notó el entusiasmo en su voz.
Rubén por un lado se vio reflejado a si mismo, recordando cómo se sintió cuando Felipe le pidió pololeo, pero por sobre todo, el muchacho le recordó a Sebastian.
El nerviosismo, la ansiedad y el miedo de asumir públicamente, aunque sea ante una persona, tu verdadera orientación. A pesar de que después su mejor amigo le aclaró que había tenido una simple discusión, la verdad era que en algún momento sintió cosas por él, y la expresión de sus ojos no mentía, por mucho que haya querido convencerse a si mismo (y a Rubén también) de lo contrario.
Rubén de un momento a otro, comenzó a sentir pena al recordar a Sebastian.
—Bueno, veo que ya estás mejor —dijo finalmente el desconocido, después de largos segundos de silencio—. Si no te importa voy a entrar.
—Éxito con eso —le deseó Rubén con toda sinceridad, viendo al muchacho ponerse de pie.
Cuando el joven le iba a dar la espalda para marcharse, Rubén se paró rápidamente y se acercó para darle un abrazo, sorprendiéndolo con el gesto.
Rubén lo abrazó con fuerza, como intentando transmitirle con ese gesto sus mejores deseos, como diciéndole que sin importar el resultado que tuviera esa noche con su compañero de liceo, supiera que no iba a estar solo, que iba a encontrar a alguien, en algún momento de su vida que lo va a amar como él se merecía, que simplemente tenía que esperar. Las cosas iban a mejorar siempre.
Todo eso que habría deseado poder decirle a Sebastian, pero no pudo.
El mismo último abrazo que su mejor amigo se esmeró en no recibir.
Su ex mejor amigo.
—Gracias por eso —le dijo el desconocido al separarse de Rubén, con una sonrisa de genuino agradecimiento.
Se alejó unos diez metros y se volteó nuevamente.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó a la distancia el muchacho.
—Rubén —respondió con una sonrisa—, ¿y tú?
—Bryan —finalmente tenía nombre el desconocido—. Mucho gusto Rubén.
—Igualmente Bryan.
Bryan se fue caminando, probablemente para no volver a verlo nunca más, y Rubén se quedó solo, con una sonrisa dibujada en el rostro, a pesar de que en su interior las emociones se mezclaban entre la pena, la nostalgia y la rabia ante lo que acababa de pasar con Felipe, la conversación con Liliana, y con el desconocido Bryan.
Finalmente Rubén después de unos minutos decidió tomar una micro, y se fue a su casa sin avisarle a nadie, con el amargo recuerdo de Sebastian fresco en su memoria.
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 9: Mentiras
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8
Pasaron las semanas y la situación de Rubén no mejoró mucho.
A pesar de haberse reconciliado con Felipe, sentía que no lo estaba viendo tanto como él quisiera. Tenía claro que la incompatibilidad de horarios de estudio y trabajo no ayudaban mucho, pero quería estar más tiempo con él. Era el único que podía darle cierta comodidad y cariño, que no estaba recibiendo en otros lados.
En la universidad, por ejemplo, si bien no sentía directamente la mala onda de sus compañeros, sí había tomado la decisión de aislarse para evitar entorpecer las relaciones sociales de Marco.
—Pero ven a estudiar con nosotros —insistía su amigo.
—No, anda tú nomas —respondió Rubén.
—¿Por qué no quieres venir? —quiso saber Marco—, ya te dije que no están ni ahí con lo del carrete.
—No puedo, tengo turno en el cine —inventó.
—¿Otra vez?, ¿no tuviste turno hoy en la mañana?
—Si, pero ahora el Jona quiere que lo cubra a las 3—estuvo a punto de decir que Catalina le había pedido cubrir, pero sabía que esa mentira podía corroborarse rápidamente.
Marco lo miró con suspicacia, como intentando mirar la verdad a través de los ojos de Rubén.
—Bueno Rubencio, después no digas que no te invitamos —le advirtió Marco a modo de broma, aunque con expresión desilusionada.
Sus compañeros irían a la casa de Bárbara a estudiar después de almuerzo, ya que al día siguiente tenían prueba de álgebra. Al menos ahora tuvieron la ocurrencia de juntarse temprano, para no repetir los errores de la primera vez.
Álvaro por otra parte, no perdía oportunidad de demostrarle a Rubén su desagrado, mirándolo con odio cada vez que cruzaban miradas, e incluso hacer un gesto simulando que le iba a pegar cuando pasaba por su lado para intimidarlo. Para vergüenza de Rubén, la táctica le funcionaba todas las veces a Álvaro, sobresaltándolo a cada movimiento repentino que hacía.
Rubén se fue a su casa después de clases para hacer hora hasta que Felipe llegara del liceo.
Si bien, era mentira que Jonathan le había pedido cubrir su turno de las tres de la tarde, sí tenía que ir al cine a las dieciocho horas.
Llamó a Catalina a pedirle que lo cubriera, y ella aceptó de mala gana.
No tenía ganas de ir al trabajo. La mayoría de sus compañeros no le agradaban mucho, a pesar de que no había logrado compartir mucho con ellos. No había nada en particular que le desagradara de ellos, pero en el fondo sabía que era simplemente porque no se había dado el tiempo de conocerlos (y había entrado en un momento personal muy atribulado).
En su lugar, durmió una larga siesta y pasadas las seis de la tarde se alistó para ir a ver a Felipe a la casa de Roberto.
La pareja, como casi todos los días, se sentó en el sillón a ver televisión.
—¿Seguro no quieres entrenar? —le preguntó Felipe, mientras le acariciaba el cabello.
—No —respondió Rubén, encogiéndose de hombros, sin dejar de mirar la televisión.
La verdad era que Rubén se sentía cansado, tanto mental como físicamente. Ya habían pasado un par de semanas desde su último entrenamiento con Felipe, y sentía que tenía cada vez menos energía.
En su lugar, se conformaba con sentarse en el sillón a ver series en el cable, mientras su pololo lo abrazaba, haciéndolo sentir protegido. Mentiría si dijera que no le gustaría probar otro tipo de actividad física, pero no estaba seguro de lograrlo energéticamente, y tampoco quería presionar a Felipe, después de lo que le había dicho la noche que se reconciliaron.
“Eso solo depende de ti”, le había dicho su pololo cuando Rubén le pidió no pelear más. Por eso, Rubén trataba de ser lo menos problemático posible para no iniciar alguna discusión con él.
En verdad, quería tener sexo con Felipe. Era una de las cosas que más disfrutaba con él, la complicidad, el cariño y la seguridad que su pololo le daba en ese momento para Rubén era lo máximo, pero Felipe no se mostraba dispuesto desde hace semanas.
Rubén entendía que los horarios de estudio y trabajo de ambos los agobiaba un poco, sobre todo a Felipe que tenía la intención de estudiar mucho este año para poder tener un buen rendimiento en la PSU y así quizás optar a alguna buena beca. A pesar de eso, Rubén sentía que igual podían hacerse un tiempo de intimidad, aunque no lo decía, para evitar conflictos.
—Yo ya me estoy poniendo gordo por no entrenar —comentó Felipe, llevándose un puñado de Cheetos a la boca.
Rubén se volteó y lo miró con ganas de reír. Le levantó la polera gris del liceo y dejó a la vista su marcado abdomen.
—¿Dónde estás gordo? —le preguntó Rubén, pellizcándole la piel sin grasa de la zona abdominal.
—Yo lo noto —se justificó él, algo molesto.
—Bueno, podríamos hacer otro tipo de cosas para quemar grasas, no necesariamente entrenar —sugirió Rubén, coqueto.
—No podemos —dijo Felipe, con su sonrisa torcida hacia la izquierda—. Está el Richi en la pieza.
—Vamos a mi casa —sugirió Rubén.
—Mucho atado. Está lejos, es tarde, mañana tenemos clases temprano, y tú sabes que no la hacemos corta —Felipe le dio un beso en el cuello seguido de una mordida suave.
Rubén encogió el hombro izquierdo por la cosquilla provocada por su pololo.
—Puedes llevarte tus cosas y te vas de mi casa al liceo —sugirió Rubén desganado, volviendo a mirar la televisión.
Felipe no respondió, y con eso Rubén se conformó. Esa noche tampoco pasaría nada.
Igual sentía que tenía razón. Rubén al día siguiente tenía prueba de algebra y no había estudiado aún, así que le daba ese punto extra a Felipe, aunque su pololo no lo sabía.
Cuando volvió a su casa, cerca de las diez de la noche, su padre estaba tomando té y le sirvió una taza para él también. Conversaron un buen rato, Rubén le contó de lo bien que le estaba yendo en todos los aspectos de su vida, para que no se preocupara, y apenas terminaron de comer, Rubén se fue a dormir sin estudiar.
Como era de esperar, al día siguiente a Rubén le fue pésimo en la prueba, y lo comprobó cuando recibieron las notas una semana después.
—Te dije que vinieras a estudiar con nosotros —le reprochó Marco, intentando no ser tan duro.
—Si sé —se lamentó Rubén, aunque tampoco estaba arrepentido.
Prefería estar solo antes que en un lugar donde no lo recibirían con los brazos abiertos.
—¿Por qué te sigues alejando? —le preguntó Marco, bajando la voz para que no lo escucharan los demás—. Hasta los chiquillos me preguntan qué onda contigo.
—No me estoy alejando —Rubén se hizo el tonto—, de verdad tenía que ir al cine ese día.
Marco volvió a mirarlo con suspicacia, sabiendo que mentía.
—Bueno, para que sepas, puedes sumarte a nosotros cuando quieras —le dijo finalmente cerrando el tema.
En verdad ya Rubén no sabía por qué actuaba de esa forma. Tenía claro que sus compañeros ya no le guardaban rencor por lo ocurrido en el carrete, al menos por lo que le contaba Marco. De seguro ni siquiera lo recordaban, pero de todas maneras seguía alejándose.
En el fondo, tenía miedo de repetir sus mismos errores. Si bien estaba un poco más estable últimamente, temía que en cualquier momento podía volver a perder el control y armar un escándalo como la vez anterior. Su única forma de evitar eso era mantener las distancias, y refugiarse en Felipe, que en ese momento sentía era el único que lo podía contener, aunque su pololo tampoco sabía todo por lo que él había pasado.
Tras la última reconciliación, Rubén no le había contado a Felipe que la noche del carrete había explotado y se había desahogado llorando por Sebastian, a causa de su partida. Simplemente omitió esa parte y dejó entrever que todo había sido por enojo al saber que Felipe había preferido ir a inaugurar el nuevo departamento de Alan. Por lo que sabía su pololo, Sebastian se había ido en buenos términos a hacer el servicio.
Mantener tantas verdades en secreto lo estaba comenzando a agobiar, pero no por eso dio su brazo a torcer. Estaba enfocado en ser un buen pololo, un buen compañero, un buen amigo, sin dejar que otros factores externos afectaran a sus relaciones o a las personas que quería.
—¿Por qué no le dices y ya? —le preguntó Catalina una tarde en su casa, respecto a la queja de Rubén de no haber tenido sexo con su pololo desde hace ya varias semanas—, ¿por qué te cuesta tanto entender que lo primordial en una relación es la comunicación?
Rubén había ido a verla a su casa simplemente para conversar, esperando que pasara la hora hasta que Felipe saliera de clases.
—Porque creo que debería darse cuenta —respondió Rubén, algo ansioso—. ¿Encuentras que estoy más feo?
Su inseguridad estaba comenzando a brotar nuevamente.
—Ay Rube, no seas tonto —Catalina dejó de dibujar en su croquera y miró a Rubén a los ojos—. Eres hermoso. Y si no fuera porque últimamente has sido un desastre emocional, diría que estás más guapo que antes —Rubén se ruborizó—. Quizás hay algo que le agobia y no te quiere contar, o simplemente está cansado de verdad.
—Se presiona mucho con los estudios, para entrar bien a la u —le contó Rubén—. También se esfuerza en el trabajo, para poder tener plata para ir a la u. El otro día me dijo que no quería que le pasara lo mismo que al Seba…stian.
Catalina sonrió con ironía al escuchar que Rubén decía el nombre completo de su mejor amigo, como poniendo fin a su confianza y amistad de años.
—¿Y qué le dijiste cuando hizo ese comentario? —Catalina apoyó los codos en la mesa y miró fijamente a su amigo, que se encogió de hombros en respuesta a su pregunta.
—Nada —Rubén suspiró—. No puedo decirle nada porque no tiene idea que el Seba se fue enojado conmigo.
—¿No te cansas? —le preguntó Catalina—. Se supone que Felipe es en quien más debes confiar, en quien te tienes que apoyar cuando te sientas mal. No deberías ocultarle cosas así.
—En ti es en quién más confío.
—Si sé, y te lo agradezco, pero deberías confiar en él también.
Rubén volvió a dar un largo suspiro.
—Ya ha pasado mucho tiempo —dijo finalmente—. Si le cuento ahora se va a enojar.
—Ya, pero tampoco es como que te vaya a pegar o algo, ¿cierto? —preguntó preocupada, ante la negación de Rubén—, quizás se moleste un poco, o quizás le duela que no le hayas contado en su momento, pero lo importante es que hablen. Al final por eso mismo peleaban tanto, por no comunicarse. Ya parezco disco rayado —Catalina soltó una risita.
—¿Crees que él presienta que le oculto cosas?, ¿y por eso no quiere estar conmigo? —le preguntó preocupado Rubén.
—No lo sé. Quizás sospecha que le ocultas algo, pero si fuera eso, creo que tomaría una actitud mucho más fría que no querer tener sexo contigo. Onda, si Marco sospecha que yo le oculto algo, no creo que se acurrucaría conmigo a ver televisión y me daría besos normalmente, pero solo evitaría tener sexo, ¿me entiendes?
Rubén asintió.
—¿Te ha pasado? —preguntó Rubén—, esto de tener problemas en el sexo con él.
—Para nada —respondió Catalina de inmediato—. Te mueres lo perfecto que es Marco en el sexo.
—Creo que me estás sacando pica—comentó Rubén fingiendo molestia.
—No, nada que ver —se rió Catalina—. Solo digo la verdad. Te lo cuento porque tenemos confianza, y porque siempre resalto las cosas positivas de la gente.
Rubén miró a su amiga, que se mordió levemente el labio inferior, como recordando en su mente alguno de sus encuentros con Marco, desatando una carcajada en él.
—Creo que voy a tener que empezar a mirarlo con otros ojos —bromeó—, ya que por mi lado no está pasando nada.
—Que eres tonto —Catalina volvió a reírse de las palabras de Rubén—, aunque si Marco quiere no le veo problema —se secó unas lágrimas de risa que le cayeron por la mejilla, y trató de ponerse seria—. Ahora en serio, habla con Felipe.
Rubén se despidió de su amiga y se fue a la casa de Roberto a ver a su pololo, como llevaba haciendo ya varias semanas.
Cuando llegó, Felipe estaba en el patio entrenando, golpeando el saco de boxeo. Aún estaba con el pantalón del liceo, y con una musculosa blanca.
—¿Cómo estuvo tu día? —le preguntó Rubén, abrazando por la espalda a Felipe.
Felipe se sobresaltó por la sorpresa, y sin querer empujó a Rubén cuando se volteó asustado.
Rubén se dio cuenta que Felipe tenía un moretón en el pómulo derecho.
—¿Qué te pasó? —preguntó Rubén sorprendido.
—Nada —respondió Felipe, bajando la mirada—. No es nada.
“¿Cómo que nada?” pensó Rubén. Tenía un moretón en el rostro, indicando que se había puesto a pelear, seguramente en el liceo, poniendo en riesgo nuevamente su registro escolar.
—¿Estás seguro que no es nada? —preguntó Rubén, midiendo sus palabras para no generar una pelea—, ¿quieres que te limpie?
—No, Rubén, tranquilo —respondió Felipe, volviendo a golpear el saco de boxeo—. Debiste ver cómo quedó el otro —el tono de arrogancia de Felipe se notaba artificial, como intentando tranquilizar muy a la fuerza a Rubén.
—Da igual, ¿dejaste que un zurdo te pegara? —bromeó Rubén, intentando sumarse al humor de su pololo, que bien sabía que él también era zurdo.
—Te dije que no es nada —insistió Felipe—. El único zurdo capaz de hacerme daño sólo puede dañarme aquí —se golpeó el pecho con el guante derecho.
—No digas eso —Rubén sintió sus palabras como un golpe bajo. Como si de verdad hubiese hecho algo para dañarlo.
—Estoy bromeando, Rubén —Felipe se rió, y volvió a golpear el saco.
Rubén sonrió, algo incómodo.
—¿Qué fue lo que pasó? —insistió Rubén en saber.
—Es una historia larga —respondió Felipe.
—No importa, tenemos tiempo —a Rubén lo estaba matando la incertidumbre de no saber qué le había pasado realmente, y estaba usando todas sus fuerzas para no agobiarlo con más preguntas.
—La verdad es que no tengo ganas de hablar —Felipe dejó de golpear el saco y miró a Rubén a los ojos.
Rubén se enojó, y le dieron ganas de llorar de la rabia y la pena que le producía la actitud de su pololo. Respiró hondo para no demostrar sus emociones y logró calmarse.
—Bueno, voy a estar en el living por si quieres hablar.
—No es necesario, Rubén. Ya es tarde, y mañana tienes clases, ¿o no? —lo disuadió Felipe.
—¿Por qué actúas así? —Rubén estuvo a punto de soltar el llanto.
—¿Así cómo? —Felipe se hizo el tonto.
—Olvídalo —dijo finalmente Rubén después de dar un suspiro. Se acercó a Felipe y le dio un beso en la mejilla a modo de despedida—. Te quiero.
—Yo también —le respondió Felipe.
Rubén se fue de la casa de Roberto, y fiel a lo que había aprendido erróneamente en el último tiempo, se guardó sus emociones y evitó llorar a toda costa.
Al día siguiente, cuando llegó a la universidad en la mañana, había apenas cinco compañeros más, y el profesor aun no llegaba.
—¿Sabes qué onda? —le preguntó Tomás, que se acercó a hablarle apenas llegó, atrasado en quince minutos.
—Ni idea —respondió Rubén, encogiéndose de hombros—, quizás cancelaron la clase y no nos enteramos.
—Le preguntaré a Lu—comentó Tomás, mientras se llevaba el celular al oído.
Rubén hizo lo propio llamando a Marco, quien le respondió adormecido al otro lado de la línea diciendo que se había quedado dormido.
—Lu me dice que el profe mandó un correo cancelando la clase —le comunicó Tomás a Rubén, y luego pasó la información al resto de sus compañeros.
Rubén se puso de pie, listo para irse a tomar la micro nuevamente que llegar a dormir a su casa.
—¿Me acompañai a fumar? —le preguntó Tomas, cuando Rubén ya estaba contando las monedas para pagar el pasaje.
Rubén se demoró en responder. Intentó inventar una excusa plausible para rechazar la invitación, para poder estar solo en su casa, en su cama, durmiendo, pero simplemente no se le ocurrió nada. Como si su mente se acababa de rendir después de inventar tantas excusas y mentiras.
Finalmente aceptó la invitación, tras sopesar que al menos Tomás sería la única persona presente, y que al menos por el momento estaba mostrando real interés en estar con él. Y además, ¿cuánto tiempo se demoraría en fumarse un cigarro?
—¿A dónde vas a fumar? —le preguntó Rubén.
—Sorpresa —respondió con misterio Tomás.
En el camino a la salida de la univerdad, Tomás desencadenó su bicicleta, y apenas salieron de las dependencias, le indicó a Rubén que se subiera a los pedalines de la rueda trasera.
Rubén obedeció, y Tomás rápidamente echó a andar, agarrando velocidad como si tuviese que cargar solamente su propio peso.
Bajaron por calle Sangra a toda velocidad, aprovechando los semáforos en verde. El fuerte viento no le permitía a Rubén respirar con normalidad, pero de todas maneras sintió un torbellino de adrenalina que hace tiempo no lograba experimentar.
Tomás bajó sin detenerse hasta llegar a la Parroquia del Carmen en la costanera, y pedaleó hasta llegar al muro que delimita la propiedad. Sin ser vistos, se escabulleron hacia atrás de la construcción, para sentarse en un delgado tramo de arena a ver el mar.
Tomás sacó un cigarrillo de marihuana del bolsillo y sin perder tiempo, lo prendió y le dio dos piteadas.
—¿Quieres? —le ofreció a Rubén, entre tosidos suaves.
Rubén miró el cigarrillo de marihuana que le ofrecía su compañero, y tras pensarlo unos segundos, lo tomó, sintiéndose de repente muy valiente.
—Nunca he fumado —admitió Rubén, algo avergonzado.
Tomás soltó una risita divertida.
—No importa si no quieres —le dijo, para quitarle la presión de encima.
—Sí quiero —confirmó Rubén, sintiendo un remolino de euforia en su interior.
—Ya —Tomás aceptó la decisión de Rubén, y se acercó para darle las instrucciones, tomando de regreso el porro—. Tienes que tomarlo entre los dedos —adoptó un tono muy serio y pedagógico, que sorprendió a Rubén—, y te pones la punta entre los labios y aspiras. La punta que no está prendida —aclaró, como si fuera siquiera necesario aclarar eso—. Cuando aspiras el pito, tienes que inspirar por la nariz, para que te llegue a los pulmones. Aguantas unos segundos y botas el humo.
Tomás hizo todo lo que acababa de explicar para que Rubén lo viera, y luego le extendió nuevamente el cigarrillo de marihuana.
—Te toca —le dijo, y Rubén tomó el pito entre sus dedos.
Estaba nervioso, temblaba de frío y de nerviosismo. Nunca pensó que esa mañana estaría probando una droga que, por lo que él sabía, era ilegal.
Se llevó el pito a los labios, aspiró e inspiró para que el humo llegara hasta sus pulmones, y luego de unos segundos botó el humo.
La garganta le ardió, provocándole mucha tos, ante la risa de Tomás.
—Si te arde es porque está buena —le dijo Tomás, probablemente para que no se asustara.
—La hueá mala —dijo Rubén entre fuertes tosidos, extendiéndole el cigarrillo de vuelta a Tomás.
—Na que ver —le dijo Tomás, dándole un empujoncito en el brazo—, te falta práctica.
—No me hizo nada —comentó Rubén, algo decepcionado.
—Dale tiempo po, si no te lo estay inyectando a la vena.
—Se nota que sabes harto de drogas —Rubén quiso saber más de Tomás.
Tomás negó con la cabeza.
—Sólo esta —aseguró—. No me meto otras hueás porque sé que tengo personalidad adictiva, y si empiezo no voy a parar nunca.
Rubén tomó de vuelta el pito de marihuana ante la sorpresa de Tomás.
—Menos mal que era mala la hueá—se burló.
—Si ya estoy aquí, que sirva de algo —dijo Rubén, ante la alegría de Tomás.
Al cabo de unos minutos Rubén comenzó a sentir cierto relajo, y se puse a mirar por largos minutos una gaviota caminando entre las rocas, lo que le provocó mucha risa después de un rato. Intentó aguantarse lo más que pudo, pero finalmente terminó riéndose junto a Tomás, que lo miraba con los ojos chiquitos.
—¿Está mala? —le preguntó Tomás, burlándose, y Rubén le respondió con un débil empujón.
Rubén sintió como si lo que estaba viviendo en ese preciso momento estuviera extrañamente editado. Como si hubiese partes faltando de lo que estaban conversando, como que había un gran vacío entre una frase y otra, pero en realidad no era así.
—Siempre pensé que mi primera vez fumando iba a ser con el Felipe —le confesó Rubén.
—¿Es de los míos tu pololo? —preguntó interesado Tomás.
—Si, fuma, pero muy ocasionalmente. Al menos solo lo he visto fumando una vez, cuando se juntó con sus amigos de la infancia.
Hilar esa frase completa le provocó muchos vacíos en la mente a Rubén, y al darse cuenta de eso le entraron ganas de reír.
—¿Y no te ofreció? —Tomás se veía muy interesado en la historia.
Rubén negó con la cabeza.
—Yo andaba en otra ese día —recordó Rubén, que estaba molesto por la presencia de Alan cuando vio a Felipe fumar marihuana—. No tenía idea que él fumaba, y pensé lo mucho que él había vivido y yo no había vivido nada hasta ese momento. Pensé que él me ayudaría a vivir muchas cosas nuevas, pero al final no pasó nada.
—En volá no quería corromper tu inocencia —supuso Tomás—. Tú tienes una onda muy inocente —le dijo mirando fijamente su rostro, como analizando cada centímetro de sus facciones, entrecerrando los ojos.
Rubén se ruborizó.
—Si, claro, súper inocente —se rió Rubén—. Después del escándalo que me mandé en el carrete creo que dejé atrás esa imagen de pendejo inocente.
—¿Por eso lo hiciste? —se rió también Tomás—, Harry Potter estaría orgulloso.
—¿Qué? —Rubén no entendió a qué se debía el comentario.
—Que el actor de Harry Potter, para quitarse el estigma de Harry Potter hace años hizo una obra de teatro en pelota —le contó Tomás,
A Rubén le causó gracia que Tomás supiera eso, y pensó que probablemente era muy culto, a pesar de que no lo demostraba.
—No, no lo hice por eso —negó finalmente Rubén—, lo hice simplemente porque soy un idiota.
—No eres idiota —lo corrigió Tomás—. Eres inocente. De hecho, si no supiera que tienes pololo, habría pensado que eres virgen —le dijo con total franqueza, mientras se echaba hacia atrás para recostarse sobre las conchillas mirando el cielo.
—No lo soy —lo corrigió de inmediato Rubén, mirándolo.
—Si sé —Tomás lo miró sonriendo plácidamente.
Rubén lo imitó y se recostó a su lado.
—Aunque últimamente perfectamente podría serlo nuevamente —comentó, ya sintiendo total confianza con su compañero.
—¿Por qué? —preguntó Tomás riéndose.
—Porque ya hace más de un mes que no pasa nada con el Felipe —ya había perdido la cuenta de cuántos días habían pasado.
Por alguna razón, estaba contándole muchas cosas personales a Tomás. Estaba seguro que era un efecto de la marihuana, pero no le importaba.
—¡Já! —exclamó Tomás con burla—, que es hueón tu pololo. Mucha marihuana parece.
—¿Por qué dices que es hueón? —Rubén no entendió a qué se refería.
Miró a Tomás a su lado y estaba con los ojos cerrados, sonriendo.
—Porque erí entero guapo. Si yo estuviese pololeando contigo no te soltaría —comentó sin inmutarse.
Rubén sintió una agradable sensación en el estómago. “Son mariposas”, supuso.
Se incorporó y miró atentamente a Tomás, que seguía a su lado con los ojos cerrados. Tenía la cabeza apoyada sobre sus manos, dejando ver sus axilas con los vellos sin recortar hace varios días.
Tomás llevaba una musculosa a rayas en tonos rojos, y a pesar del viento helado que corría a esa hora de la mañana, no temblaba como Rubén.
Por alguna razón, Rubén se sintió atraído, como si la sonrisa bravucona lo estuviese hipnotizando. Quizás las largas semanas de poca actividad sexual con Felipe, o incluso la total frialdad de su comportamiento de la tarde anterior lo hicieron volcarse sin ofrecer mucha resistencia a los encantos de su compañero.
Se acercó a Tomás y lo besó en la boca, quien sin decir nada, le siguió el juego, besándolo con suavidad por largos minutos, como si estuviesen recreando la icónica escena de “De aquí a la eternidad”.
Rubén solo cortó el beso cuando sintió que Tomás comenzó a reír.
—¿Qué pasó? —preguntó Rubén, contagiándose de a poco de la risa—, ¿por qué te ríes?
—Porque yo no soy… —respondió Tomás, y Rubén sintió de inmediato un vacío en el estómago.
—¿Cómo?, ¿acaso eres hetero? —Rubén estaba muy confundido.
Tomás asintió con la cabeza y siguió riéndose.
—¿Y por qué me dijiste eso recién?, que me encuentras guapo y que no me soltarías si pololeáramos —Rubén se comenzó a desesperar.
—Porque puedo apreciar la belleza en otro hueón po —Tomás se rió—. Tienes que dejar de ser tan prejuicioso.
—No puedes ser hetero —se negó Rubén, casi pensando en voz alta—. ¿No tienes algo con el Lucas?
—Sí —admitió Tomás—, pero no es el Lucas. Simplemente es Lucas.
—No te entiendo —la mente de Rubén no lograba procesar correctamente y darle sentido a las respuestas de Tomás—. Me acabas de besar.
—Tú me besaste a mí —lo corrigió Tomás.
—Da lo mismo, nos besamos.
—Sí —Tomás respondía como si no fuera gran cosa, lo que molestó a Rubén, que se puso de pie—. Cálmate —le pidió, aún desde el suelo.
—No puedo —dijo Rubén, alejándose de dónde estaba Tomás.
—Rubencio, no te vayas —le pidió Tomás, apropiándose del apodo puesto por Marco, y no poniendo mucho de su parte para evitar que Rubén se fuera.
El corazón se le aceleró a Rubén, y se fue caminando, sin destino aparente. Los ojos le comenzaron a arder, o al menos en ese momento comenzó a ser consciente de esa molestia.
Se dirigió a pie hasta la casa de Roberto para hablar con Felipe, para contarle arrepentido de lo que había pasado, y pensó que caminando iba a activar su metabolismo para eliminar más rápido la marihuana de su cuerpo.
No se había detenido a pensar que a esa hora Felipe debería haber estado en el liceo y no en la casa. Ni siquiera se percató de eso cuando salió el padre de Roberto a abrir la puerta, ya que por lo general, el hombre trabajaba durante las tardes, y nunca estaba cuando iba a ver a Felipe después de clases.
—¿Vienes a ver a Felipe? —adivinó el hombre, haciéndolo pasar.
Rubén estaba muy confundido. Le pareció rara la presencia del papá de Roberto, y comenzó a sospechar que quizá no era la hora que él pensaba que era, pero tampoco atinó a tomar el celular de su bolsillo para consultar la hora por sí mismo.
—Está en su pieza, puedes subir —le indicó el padre de Roberto.
Rubén no dijo nada, y esperó que el hombre desapareciera de su vista para poder subir con tranquilidad las escaleras. Temía que en esa acción dejara en evidencia que estaba bajo la influencia de las drogas, como si ya no fuera suficientemente evidente por su conducta.
Subió agarrándose con firmeza del pasamanos para no caerse. No sabía por qué lo hacía, ni siquiera estaba mareado, pero sentía que todo iba muy rápido y prefería evitar tener un accidente producto de la velocidad. No se daba cuenta, que en realidad estaba subiendo sumamente lento.
Al llegar al pasillo del segundo piso, golpeó la puerta del dormitorio de los chicos, y escuchó un gruñido adormecido.
—Voy —dijo una voz sin ganas desde el interior, y tras unos segundos Felipe abrió la puerta, vistiendo un simple short viejo—. Rubén, ¿qué haces aquí? —le preguntó sorprendido.
La impresión de la visita de Rubén de seguro le quitó todo rastro de sueño.
—Tengo que hablar contigo —le dijo Rubén, entrando al dormitorio sin esperar invitación.
—Pero ¿no puede esperar acaso?, mira la hora que es —le dijo Felipe, seguramente notando el estado de su pololo.
—¿Qué tiene la hora? —preguntó Rubén confundido—. ¿Tan temprano te acostaste a dormir?
—Rubén, son las diez de la mañana —le contó Felipe—. Aún no me levantaba, de hecho.
—¿Y qué haces acá a esta hora?, ¿no deberías estar en el liceo? —Rubén no entendía nada. Y comenzó a pensar que toda esa situación era una alucinación provocada por la marihuana, y que en realidad estaba tirado inconsciente en alguna calle de la ciudad.
Rubén bajó la vista y comenzó a verse disimuladamente las manos, como intentando encontrar ahí alguna señal de alucinación, y luego comenzó a pellizcarse los antebrazos.
—Me suspendieron, Rubén —le contó Felipe, esperando la reacción de su pololo.
—¿Qué? —exclamó Rubén, sin moderar el volumen de su voz—, ¿por qué te suspendieron?, ¿por qué no me contaste?
Todo el filtro que se había autoimpuesto Rubén en las últimas semanas para no hacer enojar a Felipe se había esfumado. Si bien, no estaba interrogándolo con rabia, sí estaba haciendo todas las preguntas que le surgían para conocer a cabalidad toda la situación.
—Sabía que te pondrías así —respondió sin ganas Felipe, rodeando a Rubén y sentándose en la cama.
—¿Así cómo? —se rió Rubén, como si sus preguntas no fueran para nada agobiantes.
—Olvídalo.
—¿Qué hiciste para que te suspendieran? —insistió en saber Rubén.
—Me pillaron en los baños comiéndome al presidente del CEAL —respondió finalmente Felipe, poniéndose de pie frente a Rubén, desafiante.
Rubén hizo memoria del Centro de Alumnos del liceo el año anterior, y no tenía ni la menor sospecha de que el presidente fuese gay.
—Mientes —dijo Rubén, en completa negación, juntando enojo.
—No miento. A él también lo suspendieron —replicó Felipe, serio.
—Yo igual me comí al Tomy, en la playa —le contó Rubén, como si estuvieran haciendo una competencia de quién podía dañar más al otro.
—¿Quién chucha es ese Tomy? —preguntó molesto Felipe.
—Un compañero de la U. Ahora en la mañana —reveló Rubén.
—Ya, se comieron y se volaron como piojos el parcito.
Felipe estaba completamente molesto, y a menos de cinco centrímetros de distancia del rostro de Rubén.
Rubén por su parte, intentó mantener su postura envalentonada, pero toda la situación le pareció irreal: estaba frente a su pololo, ambos enojados, revelando que habían sido infieles el uno con el otro y nadie estaba gritando. Aún.
Rubén levantó la mano para tocarle el rostro a Felipe, para asegurarse que era todo real, y no producto de algún tipo de alucinación.
Felipe lo imitó, seguramente no con la misma intención, pero igualmente le acarició el rostro, y poco a poco se comenzaron a acercar ambos hasta besarse con pasión.
Una vez comenzaron a besarse los muchachos no se detuvieron ante nada. Felipe tomó en brazos a Rubén y lo recostó en la cama, quien no dejó de besarlo en ningún momento.
Rubén deslizó su mano por debajo de la pretina del short que llevaba su pololo y comenzó a masturbarlo con delicadeza, mientras Felipe lo desnudaba con celeridad.
Tuvieron el mejor sexo que había tenido Rubén hasta el momento. Sintió tal placer que Felipe le tuvo que tapar varias veces la boca para evitar que gimiera muy fuerte, e incluso ahogó sus gemidos con besos.
Rubén sintió que su ritmo cardiaco se aceleraba y podía escuchar los latidos de su corazón en el oído, como si fuera parte de la banda sonora de su encuentro íntimo. Estaba seguro que, por primera vez en su vida era completamente consciente de todas las sensaciones que su cuerpo podía percibir.
Cuando terminaron, Rubén se recostó sobre la cama, con una sonrisa imborrable del rostro, completamente agotado.
Felipe se recostó a su lado, después de abrir la ventana del dormitorio. Tomó una cajetilla de cigarros del velador y se la mostró a Rubén.
—No creo que te moleste, ahora que ingresaste al club —le preguntó irónico Felipe.
Rubén sonrió con timidez, como si estuviese haciendo algo indebido, una maldad, y luego negó con la cabeza.
Felipe encendió el cigarrillo, y le dio un par de fumaradas.
—Te mentí —dijo Felipe, mirando la pared mientras botaba el humo, y luego miró a los ojos a Rubén.
Rubén se incorporó, asustado por las palabras de Felipe, y su mente proyectó miles de escenarios en que su pololo le pudo haber mentido. Si en estado normal la mente de Rubén daba muchas vueltas a las situaciones, con la marihuana sentía que era mil veces peor.
Muchas preguntas se amontonaron en su mente, dispuestas a salir disparadas por su boca, pero Rubén usó toda su fuerza de voluntad para evitarlo. Estaba recuperando algo de dominio racional.
—No me comí a nadie en el liceo —aclaró Felipe, y Rubén no supo cómo sentirse al respecto—. Le saqué la chucha al hueón del CEAL —tomó una pausa para fumar nuevamente, y prosiguió al botar el humo—. Él nos vió la otra vez cuando me fuiste a ver a la pega. Nos empezó a hueviar y simplemente le cerré el hocico —le contó finalmente, con un dejo de orgullo en su voz.
Felipe tenía una expresión infantil en el rostro, casi como si hubiese hecho una travesura. Miró a los ojos a Rubén que estaba boquiabierto, en silencio.
—¿No vas a decir nada? —le preguntó Felipe, algo inseguro.
—Yo también te mentí —dijo finalmente Rubén— tampoco me comí al Tomy. Solo lo dije como venganza, por lo que me acababas de decir.
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eldiariodelarry · 2 years
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Amiguitos!
Mil años que no publico por acá, pero creo que siempre es bueno volver donde uno empezó.
Acabo de publicar un corto que escribí esta semana. Es muy personal, y lo escribí en respuesta a cierto estado emocional en el que me encuentro, así que si quieren lo leen o no. 
Si no les gusta, por favor guárdenselo. No lo escribí para recibir críticas (buenas o malas), simplemente lo hice como una forma de desahogo.
Demás está decir que hoy no publicaré Clases de Seducción, pero espero poder hacerlo dentro de los próximos días.
Ustedes saben que los amo, y disculpen por no publicar tan seguido la historia de Rubencio, pero a veces la vida nos da desafíos un poco difíciles.
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eldiariodelarry · 2 years
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El Regalo (corto)
Me sudan las manos.
Siempre me pasa. Llevo meses viajando semana a semana, de mi casa al trabajo y del trabajo de regreso, pero aún no logro acostumbrarme a volar.
La ansiedad del despegue, los nervios cada vez que el avión se sacude por una leve turbulencia, y lo peor de todo es la cara de amabilidad de los asistentes de cabina que no se inmutan ante ningún movimiento o sonido raro que haga el avión.
Obviamente no es raro para ellos, pero para mí sí.
Voy agotado tanto física como mentalmente a descansar después de una semana intensa de estrés laboral y desgano emocional.
Me enteré al iniciar el turno que Diego, mi compañero de trabajo que tanto quería, había renunciado tras volver de unas semanas de vacaciones donde al parecer decidió que necesitaba buscar nuevos horizontes internacionales. Ya no lo volveré a ver.
Estaba molesto. Estoy molesto.
Pensé que teníamos una muy bonita amistad platónica. Teníamos nuestros códigos, nuestros chistes internos que nadie más entendía, nuestras miradas cómplices.
Pero todo eso no fue suficiente. Me enteré de su partida junto con todo el resto del equipo, el día que se suponía regresaría, después de no recibir mensajes de él durante sus vacaciones.
Estuve triste cuando me enteré, y ahora estoy aún más triste.
Traté de convencerme que no me gustaba románticamente. “No te atrae, porque no es de tu onda”, “él jamás te miraría de esa manera, no estás a su altura”, “sólo somos amigos”, pensaba. Pero por lo mucho que me duele, simplemente me estaba engañando para tratar de protegerme.
Me levanto de la silla que esta frente al mesón de la puerta de embarque número dos, y voy al baño. Me lavo la cara y me quedo mirando al espejo. Mis ojos recorren mi cara y analizan cada rasgo de mi rostro. Mi hermoso rostro, aunque esa es una cualidad que mi cerebro no logra interpretar en este momento. Quizás en un par de años lo pueda apreciar.
Vuelvo a mi asiento, y le tomo una foto al avión que abordaré en minutos, y la subo a mis historias de instagram. “Chaguito, aquí te voy denuevo”, escribo sobre el cielo en letras blancas, acompañadas de un par de emojis que demuestran felicidad.
Los emojis mienten.
“A qué hora aterrizas?”
Me llega una notificación de Diego, comentando mi historia.
El corazón se me acelera. Pasé toda la semana intentando convencerme, a pesar de mi tristeza, que no me importaba, pero aquí estoy, temblando ante un mensaje de alguien a quien claramente no le importaba tanto como creía.
“A las 14:30” respondo. Leo mi mensaje una y otra vez y lo encuentro muy cortante.
Diego no responde y pienso que efectivamente lo espanté con mi parquedad.
Guardo mi celular en el bolsillo tras no recibir ningún otro mensaje de su parte, y me quedo esperando con ansiedad a subir al avión.
Miro el gran ventanal que tengo a mi lado y no puedo evitar pensar en Destino Final.
“Deja de pensar hueás, Franco”, me digo, y me obligo a pensar cosas positivas: una semana de merecido descanso por delante. Una semana de soledad. Mi mente no está funcionando.
Cuando ya estoy sentado en el avión, y las asistentes de cabina dan la instrucción de poner en modo avión los celulares, mi teléfono móvil vibra. Lo saco del bolsillo de mi pantalón, miro la pantalla, y la notificación del chat de instagram acelera mi corazón aún más.
“Veámonos po, estaré ahí. Mi vuelo sale a las 3:15. Ojalá alcance a verte, te quiero dar algo”.
Como si no fuera suficiente con la ansiedad del vuelo, ahora tendré que lidiar dos horas en el aire con la intriga de qué es lo que pretende darme.
Sé que se va a vivir a Portugal con unas amigas de la universidad (no porque me lo haya contado personalmente, simplemente vi que lo publicó en Instagram), pero igual pienso por unos segundos si preguntarle “¿a dónde te vas?”, para hacerme el interesante. No lo hago simplemente porque estamos a punto de despegar, y qué mejor forma de hacerte el interesante que demorándote en responder.
Me doy cuenta que, por eso mismo estoy en este estado de profunda ansiedad y depresión, por no demostrar quién soy realmente, o por no decir lo que siento o lo que me interesa tal como es. O quizás es al revés, y la depresión y la ansiedad hacen que actúe así. No lo sé. Sólo sé que no voy a dejar que me vea triste.
Al aterrizar quito el modo avión de mi celular y me llega solo un mensaje de Diego: “estoy afuera del Dunkin”.
Pienso que es un punto de encuentro muy particular, sobre todo si tiene que tomar un vuelo internacional.
Me bajo del avión, casi corriendo para llegar al punto que me indicó. Son las 14:45.
Lo veo a unos veinte metros de distancia y trato de caminar lo más tranquilo posible, para no demostrar mi ansiedad.
Me mira con una sonrisa nerviosa, mientras su amiga se acerca a él con una caja de donas. Diego la mira y le dice algo, y ella se aleja un poco para dejarlo solo.
—Hola —lo saludo, tratando de sonar lo más casual posible, aunque estoy temblando por dentro.
Diego me da un abrazo apretado sin saludar de vuelta.
—Tengo dos minutos para abordar mi avión —me dice al oído, aun abrazándome.
—¿Qué me querías…?
Alcanzo a preguntar antes de ser callado físicamente por sus labios que se pegan a los míos como si correspondieran el uno al otro, mientras su lengua trata de meterse dentro de mi boca, buscando la mía.
Mi corazón se acelera aún más y siento que en cualquier momento salta de mi pecho y golpea a Diego.
Mi respiración se entrecorta, y siento que me falta el aire, pero aun así sigo besando a Diego, como si sus labios fuesen capaces de evitar que tenga un paro cardiorrespiratorio.
Después de no sé cuánto tiempo, pero que en mi mente fueron largos minutos, Diego se separa y me mira a los ojos, sonriendo.
—Eso te quería dar —me dice, sonrojado.
Diego se da media vuelta sin decir nada más, y se va.
Me quedo ahí de pie, sintiendo una presión en el pecho, incapaz de respirar.
Quiero decirle “quédate”, pero no me puedo mover. Mi corazón trata de salir de mi pecho con fuerza y siento incluso que me hace perder el equilibrio.
Mi mente es una maraña de pensamientos que no me permiten sacar una sola idea con claridad.
El regalo de Diego no se si finalmente le dio un poco de felicidad a mi vida gris, o simplemente reafirmó mis ganas de querer morir por su partida.
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 8: Soledad
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7
—Sácame la chucha po, conchetumare
Rubén desafió a Alvaro después de haberlo provocado por haber tenido la mala suerte de estar en su camino cuando quería tomar un shot de tequila.
Estaba tan borracho que perdió total capacidad de inhibición de sus impulsos, y solo quería gritar y pelear.
Álvaro, cansado de los gritos y empujones constantes por parte de Rubén, se preparó para golpearlo con toda la fuerza que sus puños le permitían.
Rubén vio a Álvaro levantar el puño y se quedó esperándolo, vio en cámara lenta cada movimiento de su corpulento compañero, y él fue incapaz de defenderse.
Hasta que el mundo se le puso de cabeza.
Sus pies se levantaron del suelo y por alguna razón aún no caía por efecto de la gravedad. Y tampoco había recibido el golpe.
Le tomó un par de eternos segundos darse cuenta de qué había pasado: alguien lo estaba cargando sobre el hombro. Desde su posición solo pudo ver la espalda de la persona, que vestía una camisa negra a cuadros holgada.
Era Marco.
—¡Suéltame hueón! —le gritaba Rubén, mientras pataleaba intentando librarse de su amigo—, ¡suéltame!
Marco salió de la cabaña y bajó caminando la calle de tierra hacia la carretera, guardando silencio, mientras Rubén seguía pataleando y gritando.
—¡Te dije que no te necesito! —seguía gritando Rubén.
Las piernas de Marco comenzaron a temblar notoriamente, y aprovechó un montículo de arena que estaba a unos pasos y tiró sin mucho cuidado a Rubén ahí.
Apoyó las manos en la rodilla para descansar mientras Rubén intentaba aparatosamente incorporarse.
—No necesito tu ayuda —insistió Rubén, acercándose a Marco y moderando el volumen de su voz lo apuntaba con el dedo índice—. No necesito a nadie —clavó su dedo en el pecho de Marco, que lo miraba serio, aun luchando por recuperar la respiración—. Al único que necesito…
Rubén no pudo terminar la frase. De un momento a otro, toda la furia que tenía dentro se transformó en pena al pensar en la única persona que necesitaba en ese momento.
Sebastian.
Dio media vuelta y trató de caminar hacia la carretera. No quería que Marco lo viera. Sentía una vergüenza tan grande que quería desaparecer de la faz de la tierra en ese preciso momento.
Caminó poco más de tres metros y cayó de rodillas. El llanto era incontrolable de tal forma que no podía respirar con normalidad, como si fuera posible que todo lo que no lloró en las últimas dos semanas tras la partida de Sebastian se había almacenado físicamente en su interior.
El llanto era una experiencia liberadora, pero al mismo tiempo sentía tanto dolor, tanta angustia, que pensó que se iba a morir en ese preciso instante, por no haber sabido cómo lidiar con sus emociones en su debido momento.
Los pasos de Marco le indicaron a Rubén que se acercó lentamente hasta estar de pie frente a él, y sin decir nada, se agachó y le dio un abrazo.
Ese pequeño y noble gesto de Marco hizo que la angustia de Rubén se desbordara aún más y el llanto salió con aún más fuerza.
—Seba, Seba —murmuraba Rubén entre sollozos, como si diciendo su nombre se iba a teletransportar mágicamente desde un regimiento en Arica hasta las costas de Antofagasta.
Marco seguía sin decir nada, y se limitaba a darle palmaditas en la espalda a modo de confort, y le acariciaba el cabello en la parte posterior de la cabeza.
Después de largos minutos, cuando por fin Rubén pudo controlar el llanto, Marco se separó de él, y lo miró a los ojos.
Seguía serio, aunque no se veía enojado. Solo tenía una expresión de profunda tristeza en la mirada.
Miró a los ojos a Rubén, como intentando asegurarse que ya estaba bien para continuar el camino.
—Vamos —le dijo simplemente a Rubén, y lo tomó del brazo para ayudarlo a ponerse de pie, y bajaron caminando hasta la carretera, donde no tuvieron que esperar más de un minuto hasta que pasó una micro.
Marco pagó el pasaje y ambos se sentaron al fondo de la micro. Rubén sintió vergüenza y asco de sí mismo, y comenzó a llorar nuevamente al recordar todo lo que había pasado hace solo minutos, justo cuando Marco le mandaba un mensaje de texto a Catalina diciéndole que ya se había ido del carrete.
Rubén apoyó la cabeza en la ventana para no molestar a Marco con su llanto, y sin darse cuenta, todo se fue a negro.
 —¡Marco!
La voz molesta de una mujer despertó de un sobresalto a Rubén.
De inmediato un dolor punzante en la cabeza comenzó a molestarle, al mismo tiempo que una sensación nauseabunda se extendía desde su estómago hacia su garganta. Estaba con resaca y lo poco que recordaba de la noche anterior le provocaba profunda vergüenza.
—¿Por qué hay un hueón durmiendo en mi sillón? —Rubén escuchó que la mujer le preguntaba a alguien, pero no podía ver el intercambio porque el respaldo del sillón obstruía la visual.
—Mamá, no es un hueón, es el Rubén —aclaró Marco, con la voz claramente adormecida.
—¿Rubén? —preguntó nuevamente la mujer, como intentando reconocer el nombre.
—Si, mami, el Rube. Lo vio cuando me fue a matricular a la U, ¿se acuerda? —explicó Marco.
Las voces se iban acercando hacia el living donde estaba acostado Rubén, que a pesar de la conversación, no se movió ni un milímetro.
—Ah —exclamó la madre de Marco al recordar de dónde conocía a Rubén—. Y tan tranquilito que se veía —comentó en voz baja.
—Si es tranquilo —se rió Marco.
—Ya, pero está borracho en el sillón. Hasta está fermentando, así que muy tranquilo no creo que sea —argumentó ella.
—Bueno, a veces la gente te sorprende —admitió Marco, con un dejo de pena en su voz—. ¿Le preparo el desayuno? —le ofreció Marco, cambiando de tema.
Rubén no escuchó respuesta de la mujer, pero sí sintió los suaves pasos de sus sandalias alejarse hasta un punto de la casa desconocido por él.
Se quedó recostado mientras escuchaba a Marco en la cocina preparando el desayuno. Quería levantarse ya que no podía encontrar una posición ideal acostado en que no le doliera la cabeza, pero la idea de levantarse y ver a los ojos a Marco le provocaba una profunda vergüenza que prefería soportar el malestar físico.
No tenía idea cómo había llegado a la casa de Marco, pero lo último que recordaba de él era que le había gritado que no eran amigos y que dejara de molestarlo (y luego cuando fue a confrontar a Álvaro era el último recuerdo que tenía de la noche). Y aún así, después de eso, fue capaz de llevarlo a su casa para que descansara seguro.
Sentía los ojos pesados e hinchados, como cuando uno de queda dormido llorando, pero no recordaba haber llorado. Se tocó el rostro buscando alguna señal de hinchazón y dolor por los obvios golpes que debió haber recibido por parte de Álvaro, pero tampoco sintió nada.
Después de unos diez minutos, escuchó que Marco se alejó hasta donde estaba su madre. Abrió una puerta y conversaron algo en voz baja que Rubén no logró escuchar. Seguramente estaban hablando de él, pensó.
Al rato Rubén sintió que Marco se acercaba al sillón, tan de improviso que no tuvo tiempo de disimular que dormía.
Marco lo miró serio, aunque la expresión de sus ojos se notaba triste. Dejó sobre la mesa de centro de madera un plato con dos panes tostados (bastante tostados) con mantequilla y una taza con una infusión de hierbas.
—El pan quemado es para la caña —le explicó Marco, como adivinando que Rubén se estaba fijando mucho en el estado del pan.
Su tono no era de enojo, más bien era decepción.
—Gracias, Marco —dijo Rubén con un hilo de voz.
Era incapaz de mirar a Marco a los ojos después de lo que había pasado la noche anterior.
Estaba convencido que Marco era un muy buen amigo, y se arrepentía de haberle dicho lo contrario en el carrete. Sentía que producto del alcohol un montón de frases se le cruzaron en la mente y verbalizó una mezcla que no representaba lo que él pensaba.
Rubén se sentó en el sillón con mucha calma, como evitando hacer movimientos bruscos para no marearse más. Marco se alejó sin decir nada, y volvió al cabo de un rato con un tazón en la mano. Se sentó en la mesa de centro al lado del plato con los panes y miró a Rubén.
—¿Qué pasó anoche después de…?, ya sabes —preguntó Rubén, incómodo ante el silencio de Marco.
—¿Después de qué? —quiso precisar Marco.
Rubén sabía que lo preguntaba para orientarse y no porque quisiera intimidarlo.
—Después de… —Rubén dio un suspiro, como intentando botar toda la vergüenza que sentía—, de lo que te dije, en el carrete.
—Ah —exclamó Marco. En su rostro se reflejó nuevamente una expresión de tristeza, como recordando las palabras de Rubén—. Fuiste a molestar al Álvaro, otra vez, y ahí te saqué de la cabaña, te llevé a tomar la micro y te traje a la casa.
Marco miró hacia un lado, como decidiendo si decir algo más.
Rubén lo miró. Sentía que le había provocado un daño muy grande y aun así, seguía preocupándose por él. Y no solo la última noche.
—Marco, perdóname —dijo de repente Rubén, con un nudo en la garganta—. Soy un imbécil por tratarte como lo he hecho —las lágrimas comenzaron a caer por los ojos de Rubén, como si alguien hubiese abierto la llave de la cañería, pero a pesar de eso, pudo hablar con relativa claridad—. No te merezco como amigo. Eres mucho más de lo que cualquiera podría desear —el llanto comenzó a afectar su habla—. No se por qué dije eso anoche, pero no es lo que pienso. Y si quieres distanciarte de mi, lo voy a entender, te lo prometo, pero quiero que sepas que sí te necesito.
Rubén se tapó la cara porque el llanto ya no le permitía ver con claridad, y sintió unas palmaditas de calma en la rodilla que le dio Marco.
—Ahora resulta que soy la raja como amigo —comentó con sarcasmo Marco, aunque sin intención de ser pesado—. Simplemente no soy el Seba.
Rubén lo miró extrañado. No sabía cómo había llegado a esa conclusión, por muy cierta que fuera. A pesar de la forma en que se marchó Sebastian, Rubén sentía que nadie iba a poder llenar el vacío de su amistad.
—Anoche cuando te saqué de la cabaña te pusiste a llorar por el Seba —le contó Marco, sin ahondar en detalles.
Rubén se sorprendió porque realmente no tenía ningún recuerdo de aquello, aunque ahora entendía la sensación de hinchazón en los ojos. La idea de haber llorado por la ausencia de su mejor amigo le daba cierto alivio. Aunque el haberlo hecho mediante una borrachera no le daba mucho confort.
Se sintió estúpido, como si fuera incapaz de canalizar de forma adecuada sus emociones en ausencia del alcohol (que era cuando explotaban de peor forma).
—Entiendo que el Seba siempre fue tu… —Marco dio un largo suspiro— tu mejor amigo, y que se haya ido al Servicio te haya afectado de alguna manera, ¿pero tanto? —lo cuestionó.
A Rubén le molestó la pregunta de Marco, poniendo en duda su sentir. ¿Qué sabía él cómo debía sentirse en su situación? Luego recordó que no conocía la situación real de la partida de Sebastian. Sólo Catalina sabía lo que realmente había pasado.
—Me dio la impresión de que hay algo que estás guardándote que te está llevando a actuar así, errático, furioso —dedujo Marco.
Rubén evaluó en su mente si decirle la verdad a Marco, o simplemente hacerse el loco, como venía haciendo las últimas semanas.
—El Seba se fue enojado conmigo —le contó finalmente, con temblor en la voz—. Me dijo que le daba asco, y que se dio cuenta que él nunca me importó —resumió Ruben.
El rostro de Marco se mantuvo serio, sin demostrar una pizca de sorpresa.
—¿Sabías que pensaba eso de mí? —le preguntó Rubén después de unos segundos, al notar el silencio de Marco.
Por un breve momento, sintió ese miedo de saber que la gente hablaba mal de él a sus espaldas, ese miedo que hace tiempo había comenzado a dejar atrás gracias a Felipe. Y el sentir que su mejor amigo podía ser una de esas personas le provocó una sensación de vértigo y pánico que le provocó ganas de vomitar.
—No, nada que ver —Marco soltó una risita de desagrado, se puso de pie y se dirigió a la cocina a buscar una cajita de jugo—. ¿Por qué no me habías contado eso?
—Porque no es importante —se justificó Rubén.
—¿Cómo no va a ser importante?, ¡es tu mejor amigo!
—¡Era mi mejor amigo! —le gritó Rubén, siguiéndolo hasta la cocina con la voz temblorosa—, y si él se quiso ir así no pienso darle importancia a eso, ni hablar de eso, ni de él. No soy importante para él, así que no es importante para mi.
Rubén tomó una postura de defensa, como si de alguna forma Marco lo estuviese atacando y tenía que defenderse de él.
—Rubencio, tú sabes que no es así —Marco intentó calmarlo, aunque se veía cansado.
A Rubén le molestó la actitud de Marco, hablando con tanta propiedad como si supiera cómo habían pasado las cosas, cómo se sentía Sebastian, y cómo debería sentirse él mismo.
Respiró hondo para aguantarse las ganas de llorar de impotencia, se miró las manos y notó que le temblaban evidentemente.
—Cómete el pan —le ordenó Marco, enojado, y salió de la cocina tratando de no empujar a Rubén.
Marco se dirigió a su dormitorio pero no cerró la puerta. Rubén, por su parte, volvió a sentarse en el sillón para terminar de comer el desayuno que le había preparado su amigo.
Logró calmarse mientras comía, aunque seguía sintiendo una mezcla muy rara de emociones.
Estaba por fin abriéndose con Marco sobre la despedida de Sebastian, pero aun así sentía que actuaba a la defensiva involuntariamente, a pesar de que en su mente debería ser al revés, que con el corazón un poco más liberado también habría dejado salir toda su frustración.
Ahí se dio cuenta que al abrirse con Marco estaba siendo vulnerable, y era precisamente eso lo que no le gustaba: Sentirse vulnerable.
Cuando terminó de comer, lavó el plato y la taza en la cocina, y luego se acercó al dormitorio de Marco a despedirse.
Al verlo asomarse por la puerta, Marco se quitó los audífonos.
—Gracias, por el desayuno —le dijo tímidamente, a lo que el anfitrión asintió.
—Ojalá te haya servido para aclarar la mente al menos —comentó Marco.
Después de todo lo que había pasado, de todo lo que Rubén le había dicho, Marco seguía con su actitud comprensiva, sin molestarse evidentemente con él.
—Perdona, por todo —se disculpó Rubén, resumiendo en sus breves palabras todas las razones por las que estaba arrepentido.
—Ya está —respondió finalmente Marco, y se puso de pie para acompañar a Rubén a la puerta.
Marco le puso la mano en el hombro a Rubén, como un signo fraternal de protección.
—No soy muy bueno para estas cosas —comenzó a decir lentamente Marco mientras abría la reja que daba a la calle—, para hablar y aconsejar; pero por si no te quedó claro, puedes contar conmigo para lo que sea. Aunque trates de alejarme.
Rubén se emocionó con las palabras de Marco. Se sintió estúpido por haberlo tratado como lo había hecho el último tiempo, y a pesar de todo eso, seguía ahí, como un buen amigo. No tenía por qué sentirse solo.
El par se despidió con un golpecito de puño, y Rubén inició su camino de vuelta hacia su casa.
Rubén se fue caminando hasta su casa. La distancia era de al menos media hora, así que tuvo mucho tiempo para pensar.
Cuando estaba llegando a su vecindario, una voz ronca y familiar lo sobresaltó por la espalda, recordándole en un instante otro componente de su enojo de la noche anterior.
—¡Rubén! —lo llamó Felipe, alcanzándolo.
Su pololo lo miró extrañado. En ese momento Rubén recordó que no se había siquiera mirado al espejo en la casa de Marco así que no tenía idea que aspecto tenía.
—¿Qué haces acá? —fue lo primero que se le ocurrió preguntar.
—Vine a verte —respondió Felipe, con el tono de obviedad necesario—, ¿estás bien? —preguntó preocupado.
—Si, estoy bien —Rubén intentó disimular, y retomó su camino hacia su casa, con Felipe caminando a su lado—, ¿por qué preguntas?
—Por… —Felipe iba a argumentar su pregunta, pero después de dar un suspiro, desistió—, olvídalo. ¿Cómo lo pasaste anoche?
—Súper —respondió sucintamente Rubén. Seguía molesto con Felipe por irse a carretear con Alan en vez de ir con él y sus compañeros de la universidad.
—¿Súper? —Felipe soltó una risita incrédula.
—Si, súper, ¿por qué? —le molestó la risa de su pololo.
—Se nota que lo pasaste súper —murmuró Felipe a su lado mientras caminaban por la pequeña plazoleta del barrio.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó Rubén, deteniendo su marcha y mirándolo de frente.
—Porque estás hecho un desastre y con un humor de mierda —le respondió Felipe, molestándose igual que él.
—Bueno, lo siento por no ser perfecto, guapo y simpático como el imbécil de Alan —le espetó con furia Rubén, con rencor por lo de la noche anterior, ante la mirada sorprendida de Felipe.
Rubén dio media vuelta y volvió a caminar hacia su casa, pero esta vez Felipe no lo siguió.
—Rubén —lo llamó nuevamente Felipe, pero esta vez sin mayor esfuerzo.
Rubén se detuvo en la esquina y tomó aire. Quiso relajarse y volver a hablar con Felipe, disculparse por su actitud y conversar, pero lo pensó mejor. Estaba muy volátil en ese momento y para conversar bien necesitaba estar relajado.
Siguió caminando hasta su casa, saludó a su padre, que estaba trabajando en el patio, intentando disimular su atribulado estado emocional, y se encerró en su habitación. Se miró en el espejo y notó que efectivamente tenía muy mal aspecto: tenía la cara sucia con tierra, igual que su ropa, además de estar completamente despeinado. Daba la impresión de que le habían dado una paliza.
Dio un largo suspiro, pensando en la forma que había tratado a Felipe hace minutos, cuando tenía toda la razón: estaba hecho un desastre en realidad, y tenía un humor de mierda.
Con ese último pensamiento, se tiró en la cama y se quedó dormido casi al instante.
 Cuando despertó, Rubén escuchó la voz de Catalina conversando con su padre en el living de la casa.
—Por ahora está bien, porque estamos recién en las primeras semanas —decía Catalina—, pero me imagino que cuando empiecen las pruebas será algo más complicado.
—Seguramente —coincidió Jorge, el padre de Rubén—. Yo obviamente no conozco de primera mano como es, nunca fui a la universidad, pero Darío, el hermano del Rube, me ha contado que si, efectivamente en periodo de pruebas es muy estresante.
Rubén salió de su habitación frotándose los ojos para poder enfocar de mejor manera la vista.
—¡Despertó el bello durmiente! —exclamó su padre al verlo.
—¡Rube! —lo saludó Catalina, contenta de ver a su amigo.
Rubén se acercó a Catalina y le dio un fuerte abrazo a modo de saludo.
—Sorry por la pinta —le dijo al oído, algo avergonzado.
—No seas tonto, Rube —le dijo Catalina—, te ves como alguien que ha dormido todo el día.
En ese momento Jorge anunció que saldría al patio a seguir trabajando.
—Me veo como alguien que tuvo una pésima noche, y una peor mañana —le reveló a su amiga, tras asegurarse que su padre no podía oírlos.
Catalina instintivamente lo volvió a abrazar, esta vez de forma casi maternal.
—Si me contó el Marco, por eso vine —le dijo al oído—, aunque no pensé que la conversación que tuvieron en la mañana había sido tan mala.
—Si, no fue eso —aclaró Rubén—. El Marco se portó súper bien conmigo. Mejor de lo que merezco incluso.
A Rubén le dio pena y vergüenza recordar lo mal que había tratado a Marco. Bajó la mirada e invitó a Catalina a su habitación.
Le contó todo lo que había pasado la noche anterior, desde que Felipe rechazó ir con él al carrete de su carrera, hasta que se quedó dormido en la micro, y luego todo lo ocurrido durante la mañana.
—¿Estás más tranquilo ahora? —quiso saber Catalina.
—Si, obvio —sonrió Rubén, con timidez, como si su amiga lo estuviese evaluando.
—De verdad estás como irritable —comentó ella, tratando de analizar toda la información en su mente.
—Si, desde que se fue Sebastian, creo. Es su culpa, estoy seguro —supuso Rubén con rencor.
—Ya, pero el Seba se fue hace dos semanas ya, no debería afectarte tanto —argumentó Catalina—, ya sé que te lo habías guardado todo, todo este tiempo, pero igual —agregó, al ver la mirada que le dedicó Rubén—. Lo de ayer fue más por tus celos. Por Alan.
Rubén aceptó la hipótesis de Catalina, en silencio.
—¿Crees que el Felipe me esté cagando con el Alan? —le preguntó Rubén a su amiga, verbalizando su mayor preocupación al respecto.
Catalina pensó muy bien sus palabras antes de decirlas.
—No creo que esa haya sido su intención, para no ir contigo a su carrete —respondió finalmente—. ¿Has pensado que, quizá, simplemente prefirió estar con gente de su confianza, sus amigos de toda la vida, cómodo, en vez de con un montón de desconocidos?
—Yo no soy un desconocido —argumentó Rubén, serio.
—Si sé, pero aparte de ti, todo el resto son desconocidos para él. ¿Acaso si te invita a un carrete con sus compañeros del liceo, ¿irías feliz de la vida?
—Es distinto —negó Rubén—, porque yo soy tímido, no me siento cómodo estando en un entorno con gente desconocida.
—¿Y qué te hace pensar que Felipe sería distinto a ti? —cuestionó Catalina—. Él es casi la persona más introvertida que conozco.
—Ya, pero se le va todo lo introvertido cuando aparece Alan —murmuró Rubén.
—¡Bingo, estás descubriendo los patrones de conducta de una persona introvertida! —exclamó con sarcasmo Catalina—. ¿En serio no lo ves? —preguntó más seria.
Rubén asintió de mala gana.
—No estoy diciendo que Felipe sea un santo, o que lo apoyo. Solo estoy diciendo que creo que entiendo por qué no te quiso acompañar anoche —se explicó Catalina.
Sabía que su amiga tenía razón. Volvió a asentir, de acuerdo con sus palabras.
—¿Y tu carrete cómo estuvo? —le preguntó Rubén, intentando cambiar de tema.
—Estuvo buenísimo, pero no me cambies de tema —respondió Catalina—. El Marco estaba súper afectado por cómo lo trataste.
—Si sé —admitió Rubén, y sintió todo el peso de la vergüenza encima—. Fui muy injusto con él.
—Quizás contigo no lo demuestre, pero el Marco tiene un corazón de oro, y estas cosas le afectan. Así que pobre de ti si lo vuelves a hacer sufrir, ¿está claro?
Catalina cerró su frase con seriedad, y Rubén no estuvo seguro si lo decía bromeando o en serio. De todas maneras, no tenía intenciones de volver a hacerle daño a Marco nunca más.
Con el paso de los días Rubén no volvió a hablar con Felipe, ni por teléfono ni por Messenger. Solamente pretendía hablar con él cara a cara, pero tampoco tomó la decisión de ir a verlo a su casa y conversar con calma.
Cuando tenía turnos de trabajo en el cine, se acercaba a la heladería donde trabajaba Felipe para ver si podía encontrarlo ahí, pero nunca coincidían.
El día martes se levantó temprano para ir a clases, y estaba muy cansado porque en la noche le había costado mucho conciliar el sueño. Estaba muy ansioso porque era la primera vez que vería a sus compañeros de clase después de su borrachera y escándalo de la noche del viernes.
Llegó a la universidad, nervioso, y sintió que todos lo miraban con reprobación, como si lo que hizo el día viernes era lo peor que una persona podría hacer en un carrete de bienvenida.
Marco estaba conversando con Bárbara y Gabriela, quienes lo saludaron fríamente. Marco, por su parte, le dio un golpe de puño como era habitual, sin demostrar enojo.
—¿Cómo estuvo su fin de semana? —les preguntó Rubén a las chicas, pretendiendo generar una conversación.
—Tranquilo —respondieron ambas al unísono, como si hubiesen pasado juntas los últimos días, y sin interés por saber qué había sido de la vida de Rubén.
Rubén se dio cuenta que su presencia no era bienvenida, así que inventó una excusa para salir de ahí.
—Voy al baño —anunció, mirando a Marco a los ojos, y su amigo asintió, mientras Gabriela y Barbara no dijeron nada.
Rubén se fue caminando, algo aliviado por alejarse de esa tensión.
—No sé cómo puedes seguir siendo su amigo después de cómo te trató —alcanzó a escuchar Rubén en la voz de Gabriela, cuando aún no se alejaba ni cinco metros de ellos.
Dio un suspiro y siguió su camino.
Se encerró en uno de los cubículos del baño, y se cruzó de brazos, con la espalda apoyada en la puerta esperando que pasara el tiempo. Pensando.
Esperaba poder conversar con su grupo de amigos al menos y poder disculparse con ellos para no ser excluido, pero si lograba hablar con ellos, ¿qué les diría? No los había atacado a ellos directamente. Al único que atacó fue a Marco, y ya estaba todo solucionado con él. Al menos eso creía.
Y bueno, también tenía que disculparse con Álvaro, pero esa no era su prioridad en ese momento.
Cuando salió del baño y se dirigió a la sala, ya todos habían entrado, así que se fue caminando con calma, hasta que sintió un fuerte empujón en su hombro de derecho que lo desestabilizó tanto que casi lo tira al suelo.
Álvaro pasó caminando por su lado y lo había empujado, sin voltear a ver cómo estaba.
Rubén sintió una mezcla de vergüenza y rabia, pero no dijo nada. Se tragó sus emociones y siguió caminando hacia la sala.
Álvaro ingresó al salón antes que él y cerró la puerta. Rubén, un par de segundos después trató de abrirla y no pudo.
Giró la chapa y tiró, pero le fue imposible abrirla. De seguro Álvaro la había trabado para que no entrase.
Rubén se comenzó a desesperar. Siguió intentando abrir la chapa mientras le daba golpes a la puerta para que asistiera alguien a abrirle y permitirle entrar a la clase.
Después de unos diez segundos, la profesora abrió la puerta y lo miró extrañado.
—¿Qué es este escándalo? —le preguntó mirándolo directamente a los ojos, juzgándolo.
—Dis… disculpe profesora, sólo quería entrar —explicó Rubén, nervioso.
—Que no vuelva a ocurrir —le advirtió la mujer, y lo dejó entrar.
Rubén se sentó en el primer pupitre al lado de la puerta, para no tener que pasar humillado frente a todos sus compañeros, quienes se reían por lo bajo de la situación, mientras Álvaro lo miraba con una sonrisa socarrona. Rubén bajó la mirada para evitar contacto visual con todos, y trató de enfocarse en la materia.
Con el paso de los días su situación social no mejoró.
Marco, que era el único que estaba dispuesto a hablar con él como un verdadero amigo, faltó a clases el resto de la semana por una intoxicación alimentaria. El resto, todos lo saludaban simplemente como cortesía, sin mayor interés en generar una conversación con él. Ni Bárbara, ni Gabriela, ni Lucas. Solo Tomas lo saludaba con un abrazo siempre, pero lo hacía con todos, así que Rubén dudaba que iba a cambiar su forma de ser solo porque estaba enojado con él.
Estaba solo. Completamente solo. Su peor pesadilla al iniciar su etapa universitaria se había vuelto realidad: estaba aislado de cualquier grupo social, y prácticamente era considerado una paria.
Al menos en el trabajo la cosa era distinta y se la pasaba hablando con gente, ya fueran clientes o su mejor amiga Catalina, que coincidieron en los turnos toda la semana.
Finalmente, el día domingo en la noche al terminar su turno, se acercó a la heladería y pudo ver a Felipe poniendo las sillas volteadas sobre la mesa, en señal de que ya estaban cerrando.
Esperó afuera, sentado en un gran macetero de cemento a que saliera su pololo y poder conversar. Y besarlo. Y abrazarlo.
Necesitaba abrazarlo.
Felipe salió al cabo de unos diez minutos, acompañado de una atractiva muchacha que usaba la misma polera institucional que él. Al ver a Rubén, se despidió de su compañera y se acercó hasta donde estaba sentado mientras Rubén se ponía de pie.
Felipe lo miró serio, aunque Rubén notó que se esforzaba por mantener una fachada dura, y sin decir ninguna palabra, ambos se abrazaron.
Rubén se dejó empapar por el aroma de su pololo, y sintió sus brazos y su pecho abrazándolo, protegiéndolo.
Hundió el rostro en su hombro y después de tantos días sin contacto, por fin se sintió un poco menos vulnerable.
—Perdóname —le dijo Rubén al oído—. Por ser un desastre y tener un humor de mierda.
—Eres el desastre más hermoso que he conocido —le respondió Felipe con su voz ronca.
Por alguna razón, en su voz, sus palabras no sonaban cursi, sino que, eran casi poéticas.
Al oír ese cumplido, Rubén lo abrazó más fuerte, casi como a modo de agradecimiento.
—No te negaré que tienes un humor de mierda —bromeó Felipe, separándose de Rubén y mirándolo a los ojos—. Aunque estoy seguro que parte de eso es mi culpa —admitió—. No debí irme con mis amigos y dejarte botado.
—No —Rubén negó con la cabeza—. Yo no debí obligarte a acompañarme a mi carrete con mis compañeros si no querías ir.
—Bueno, los dos nos equivocamos —concilió Felipe, para cerrar ese tema—. Ahora tenemos que aprender a no pasar a llevar al otro —le tomó la mano a Rubén y comenzó a caminar.
—¿Al menos valió la pena? —le preguntó Rubén.
—¿Qué cosa? —Felipe no entendió la pregunta.
—El haberte ido con tus amigos. El habernos enojado —aclaró Rubén—. ¿Al menos lo pasaste bien?
Quería saber si al menos se había divertido esa noche, o si al igual que él, lo había pasado fatal.
—¿Sinceramente? —le preguntó retóricamente, mirándolo a los ojos, y volvió a mirar el camino antes de negar con la cabeza—. La verdad es que no. ¿Y tú?, ¿lo pasaste bien? —preguntó de vuelta a mirar a Rubén nuevamente a los ojos.
—No —respondió de inmediato Rubén—. Lo pasé horrible. Eso si, casi pongo en práctica todo lo que he aprendido contigo sobre la defensa personal —Felipe lo miró sorprendido—. Bueno, por eso estaba tan irritable el sábado cuando me fuiste a ver. Lo había pasado pésimo, y me sentía mal. Por eso estaba hecho un desastre.
—Perdón por tratarte así.
—Está bien. Estaba hecho un desastre —admitió Rubén—, así que no mentiste.
La pareja tomó la micro juntos hacia la casa de Rubén. Se fueron casi en completo silencio todo el camino, simplemente disfrutando de la mutua compañía.
—No peleemos más —le pidió Rubén, dándole un abrazo de despedida cuando llegaron a su casa.
Felipe insistió en dejarlo solo en la entrada, porque tenía claro que si entraba iba a estar más tiempo del necesario y al día siguiente tenía clases temprano en el liceo.
—Eso solo depende de ti, Rubén —respondió Felipe, con tono suave.
Sus palabras no le cayeron muy bien a Rubén, quien sintió que lo estaba culpando al cien porciento de sus peleas. Tenía claro que últimamente habían peleado mucho por culpa de sus celos hacia Alan, pero Rubén sentía que Felipe también podía evitar las peleas, por ejemplo, dejando de ver a Alan.
Sin embargo, no dijo nada. Aceptó la observación de su pololo en silencio. Le dio un beso de despedida en los labios, y entró a su casa, donde su padre ya estaba a punto de acostarse a dormir.
Rubén se quedó con una sensación rara después de su despedida con Felipe.
¿Realmente solamente él estaba ocasionando los problemas?, claramente Felipe lo sentía así, como si no hubiese nada por mejorar en él.
Finalmente, en vez de estar tranquilo por haberse reconciliado con su pololo, ahora se sentía preocupado.
Al parecer, efectivamente él era el problema de todo. Era una fuente de conflicto donde sea que fuera: con su pololo, con Marco, con Álvaro; y por eso mismo, estaba cada vez más solo.
Quizás merecía esa soledad. Y quizás la vida de todos sería un poco más tranquila sin su negatividad alrededor de ellos.
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Clases de Seducción II, parte 7: Furia
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6
Catalina alcanzó a tomarle la mano a Rubén justo cuando Felipe los divisó a unos diez metros de distancia.
Felipe levantó la mano a modo de saludo y luego siguió mirando a Alan mientras le explicaba algo.
—Rube, cálmate —le dijo Catalina con disimulo.
—Estoy calmado —respondió él, aunque su rostro reflejaba exactamente lo contrario.
Catalina dio un suspiro.
—Solo no hagas un escándalo —le pidió.
—¿Por qué me dices eso?, ¿cuando he hecho escándalos? —Rubén se ofendió con la solicitud de su amiga.
—Sabes que no me refería a eso —repuso ella, algo molesta también.
La pareja de amigos llegó hasta donde estaba Felipe con Alan y Anita a saludar.
Rubén de inmediato se acercó a saludar a su pololo, dándole un beso en la boca, y luego se volteó a saludar con un gesto de la mano a Anita y Alan.
—¿Qué hacen? —les preguntó Rubén, intentando sonar casual, pero con un tono interrogativo evidente, mientras Catalina comenzaba a hablar con Anita y Alan.
—El Alan me estaba enseñando a llevar una bandeja como corresponde —le contó Felipe, con tono bastante casual.
—¿Y acaso acá no te enseñaron cómo hacer tu trabajo? —le preguntó Rubén sin medir el tono ni sus palabras.
—Es que el Alan está trabajando en el restorán de mi tío, y es más o menos siútico así que le pone color con todo eso de la etiqueta —intervino Anita, con su simpatía de siempre, pero Rubén no le prestó atención.
—¿Qué onda Rubén? —le preguntó Felipe, serio y en voz baja.
—¿Qué onda de qué? —Rubén se hizo el tonto, como si no hubiese sido obvia su mala actitud.
Felipe dio un suspiro y desvió la mirada, para ver a los clientes de una mesa que esperaban con mala cara que les llevaran su pedido. Tomó la bandeja con copas de helado que estaba en la barra y se dirigió hacia allá.
—¿Cómo has estado, Rube? —le preguntó Anita mientras Rubén miraba atento a Felipe atendiendo a los clientes.
—Bien. Perfecto —respondió sin mirarla—, ¿y tú?
—Bien igual —al parecer Anita no se daba cuenta de la actitud hostil de Rubén, o al menos no lo demostraba—. Con la Gorda nos fuimos a vivir juntas —así le decía a Ingrid, su pareja—, y bueno, con el Alan también. De hecho, andábamos comprando cositas para la casa.
A Rubén se le ocurrieron mil pesadeces que decirle a Alan con esas novedades, pero no pudo decir nada porque Catalina tomó la palabra de inmediato.
—¡Felicidades chiquillos! —comentó Catalina, y Rubén estaba seguro que lo decía de forma genuina—, debe ser genial poder vivir con amigos.
—Sí, es lo mejor, estamos muy entusiasmados —respondió Alan con su voz suave.
—Con mi mejor amiga decíamos en el liceo que apenas entráramos a la U nos iríamos a vivir juntas —compartió Catalina—. Qué tontas éramos —se rió—. Mucha serie gringa nos hizo daño.
—¿Quién te hizo tanto daño? —preguntó Felipe, sumándose a la conversación en la última frase.
Rubén notó que estaba un poco más apagado que como cuando habían llegado, y supuso que era por su presencia.
—Las series gringas —respondió Catalina y procedió a contarle el contexto de su frase.
Rubén se dio cuenta que Felipe fingía interés en la historia de Catalina. Su mente estaba en otra parte.
Al rato Anita y Alan se despidieron, probablemente sintiendo la mala onda de Rubén, con la excusa de seguir comprando cosas para du nuevo hogar.
—¿Te quedarás esperando al Felipe? —le preguntó Catalina a Rubén, tras anunciar su propia partida.
—Si —respondió rápidamente Rubén.
—No es necesario —acotó Felipe serio.
—¿Seguro? —quiso confirmar Rubén.
—Sí, hoy me toca cerrar —confirmó Felipe.
Rubén estaba seguro que su pololo se había enojado, no sin razón.
Se despidió de Felipe con un beso en los labios, frío como los helados de la vitrina.
—Se enojó —le comentó Rubén a Catalina mientras esperaban micro.
—¿Y te sorprende? —respondió ella—, fuiste muy desubicado.
Rubén sabía que era verdad.
—Lo siento.
—No tienes que disculparte conmigo —lo reprochó su amiga.
—Lo sé —Rubén dio un suspiro de vergüenza—. Igual tú me dijiste que tenía que dejar salir mis emociones.
—Sí, pero no así. Los celos los puedes controlar si te detienes cinco segundos a pensar y respirar —argumentó Catalina—. Ni siquiera estaban haciendo algo sospechoso.
—¿Acaso no los viste? —respondió Rubén—. Estaban demasiado cerca y a gusto. Estoy seguro que Alan tiene otras intenciones.
—Rubén, no seas estúpido —Catalina ya estaba cansada de la conversación—. Si tienes dudas, habla con el Felipe —Catalina hizo parar la micro, y antes de subirse le dijo a Rubén: —. Deja salir tu angustia por lo del Seba. Al final eso te está cagando la mente y no te das cuenta.
Rubén pasó el resto del día pensando en lo nefasto que había sido su día.
Se había peleado con Felipe, Catalina y Marco, y todo por su actitud de mierda.
Tenía clarísimo que el enojo de su pololo estaba sumamente justificado, pero aun así no lo llamó ni le mandó ningún mensaje pidiendo perdón. En el fondo de su mente, seguía pensando que Felipe y Alan no tenían por qué hablar tan animadamente, y que su enojo no era parte de una celopatía irracional.
 El día viernes en la universidad, Constanza les avisó que el presidente del Centro de Alumnos había publicado en el grupo de facebook de la generación (que había creado ella misma) que el viernes de la semana siguiente se llevaría a cabo un carrete de bienvenida a los mechones de la carrera, organizado por el Centro de Alumnos.
Rubén estaba seguro que lo anunció precisamente para alardear que tenía un celular con buena conexión a internet, algo con lo que él mismo solo podía soñar.
—¿Y dónde va a ser? —le preguntó Bárbara.
—No dice —revisó Constanza—, pero preguntémosle —aprovechó la ocasión de seguir alardeando de poder comunicarse en línea en directo.
Todo el curso se entusiasmó con la noticia y comenzaron de inmediato a proyectar planes para esa noche.
—¿Dónde hacemos la previa? —preguntó Tomás.
—Puede ser en mi casa —ofreció Lucas.
—No, tu casa es para juntarnos a estudiar nomas —comentó con sarcasmo Marco.
—Capaz que ahora sí se pongan a estudiar los hueones —bromeó Bárbara.
—Ya, en tu casa nomas —decidió Tomás dirigiéndose a Lucas.
—Ya, pero teni que venir si po, no como cuando íbamos a estudiar —lo desafió Lucas, de brazos cruzados, con evidente rencor por la última ausencia de Tomás.
—Si sabí que voy a ir —respondió simplemente el aludido, y le pellizcó con cuidado las mejillas  a Lucas y luego lo abrazó.
Rubén escuchó atento el intercambio entre los dos muchachos, y notó que los demás estaba cada uno en sus propias conversaciones privadas.
—¿Vas a ir tú? —le preguntó Gabriela a Marco.
—La preguntita —se rió él—. Obvio que voy a ir. ¿Tú crees que entré a la u para estudiar? Yo vine por los carretes.
Gabriela se rió de la respuesta, probablemente pensando que su pregunta había sido demasiado tonta.
—¿Ah, sí? —comentó ella coqueta.
—Gaby, tienes que creer la mitad de lo que te dice el Marco —intervino Rubén, bajándole un poco a la química de ambos, pensando en Catalina.
—Ya empezó el viejo amargado —respondió Marco—. Es verdad Gaby, lo único que me queda es carretear, ya que no soy un genio de nota siete como Rubencio —agregó, tirándole el palo a Rubén.
—No empieces, ya te pedí perdón por eso —respondió Rubén, volviendo a sentirse pésimo por su reacción del otro día.
—Te lo recordaré las veces que sea necesario —dijo Marco, aunque Rubén no sabía si lo decía en broma o en serio.
—Oye, ¿y se podrá invitar a más gente?, ¿gente que no sea de la carrera? —preguntó Rubén, pensando en Felipe, aunque luego recordó que estaba enojado con él.
—No sé, yo creo que si —respondió Bárbara, sin ver inconvenientes.
—Mejor preguntarle a la Cony para que averigüe con su celular de último modelo —comentó Lucas, con toda la burla que podía cargar su voz—, que, por si no lo sabían, tiene conexión a internet.
Todos se rieron de la intervención de Lucas, y finalmente conversaron con Constanza quien comentó en la publicación en facebook y realizó la consulta.
Producto del evento anunciado, Rubén decidió después de clases ir a ver a Felipe a su casa y pedirle perdón.
Llamó a la puerta de la casa de Roberto y esperó unos minutos hasta que salió la madre de Roberto.
—¿Está Felipe? —preguntó Rubén.
—Si —respondió la voz ronca de su pololo a su espalda.
Rubén volteó sobresaltado, ante la mirada divertida de la mujer. Felipe estaba con uniforme del liceo, indicando que venía llegando de clases.
 —Te vine a ver —explicó Ruben, a pesar de que Felipe no le había dicho nada.
—¿Puede pasar? —le preguntó Felipe a la madre de su mejor amigo, quien asintió con una sonrisa y los dejó pasar a ambos.
Felipe subió las escaleras hasta su dormitorio, y Rubén lo siguió instintivamente.
Roberto estaba recostado en su cama leyendo un libro cuando ingresó Felipe seguido de Rubén. Los saludó a ambos con un gesto de la mano y entendió de inmediato que era mejor salir de ahí.
—Quería pedirte perdón por mi reacción del otro día —comenzó a decir Rubén, mientras Felipe tiraba su mochila sobre la cama y comenzaba a desabotonar su camisa.
—¿Con “reacción” te refieres a tus celos estúpidos? —murmuró Felipe.
—Yo no los llamaría estúpidos, pero si —se justificó Rubén, recibiendo una mirada cansada de Felipe—. Yo sé que me equivoqué. No debí actuar así. Había tenido un mal día y reaccioné mal. Hasta me peleé con el Marco.
—Entonces, ¿cada vez que tengas un mal día voy a tener que aguantar tu mala actitud? —Felipe se notaba dolido, aunque Rubén no entendía por qué, si sentía que había atacado solamente a Alan, no a él.
—Solo si estás pasándolo de maravillas con tu ex —respondió Rubén, algo molesto por sentirse juzgado a pesar de que sentía que Felipe igual tenía que explicar su parte.
—¿Vamos a volver a lo mismo? —le preguntó Felipe enojado, ya sin camisa y sentándose en la cama para desabrochar las zapatillas negras—, ya hablamos esto, ¿te acuerdas? No me puedes prohibir que hable con mis amigos.
—¡No te prohíbo hablar con tus amigos! —Rubén estaba perdiendo la paciencia rápidamente—. Es tu ex con quien no quiero que hables. ¿Acaso es muy estúpido que me ponga celoso por eso?
—Lo es si sigues con eso después de explicarte todo sobre mi relación con él —respondió Felipe decepcionado.
—¿Es tan difícil que entiendas mi punto de vista? —Rubén dio un suspiro y se arrodilló frente a Felipe para buscar su mirada—. ¿Cómo crees que me siento cada vez que te veo reír cuando estás con él, mientras conmigo, que soy tu pololo, eres serio y frío como siempre?
—¿Eso es lo que más te molesta? —Felipe soltó una risita sarcástica—. Rubén, contigo no soy serio y frío porque no te quiera. Lo soy porque así soy yo ahora. Tú me conociste así, y siendo así te enamoraste de mí.
—¿Y por qué te ves tan feliz cuando estás con él?
Felipe suspiró largamente
—Porque me recuerda al pasado, cuando a pesar de que no lo sabía, lo tenía todo. Era feliz porque tenía a mi familia conmigo —Rubén notó que se le quebró la voz por un milisegundo, pero siguió hablando—. Tengo claro que nada de esa felicidad va a volver. No tienes que sentir lástima por mí —agregó, al ver la expresión de lástima en el rostro de Rubén—. Solo quiero que me dejes disfrutar los pocos resabios del pasado tranquilo, sin tener que preocuparme de que te vayas a enojar.
Felipe se quitó el pantalón del liceo y buscó entre su ropa un short deportivo, dejando a Rubén de rodillas frente a la cama.
Rubén tuvo una mezcla rara de sensaciones. Sentía culpa por lo mal que hacía sentir a Felipe con sus celos, pero no podía evitar sentirse así cuando lo veía con Alan.
—Lamento hacerte sentir así —admitió Rubén, poniéndose de pie—. Voy a tratar de ser más racional cuando lo vuelva a ver.
Ruben al notar la distancia con que Felipe le respondía asumió que no quería seguir hablando con él, así que decidió irse hasta que su pololo decidiera volver a estar con él en buenos términos.
—Tres días —le dijo Felipe, cuando Rubén estaba a punto de abrir la puerta para salir del dormitorio.
—¿Que? —Rubén se volteó al no entender a qué se refería.
—Entiendo tus celos. Los puedo aguantar, incluso —comenzó a decir Felipe, con evidente tristeza en el rostro, a pesar de sus intentos de endurecer su expresión—, pero te demoraste tres días en venir, como si no te importara estar conmigo o no.
—No es eso, Felipe —Rubén se acercó rápidamente y le tomó las manos—. Te amo, y mucho. Mucho, mucho —recalcó. Lo decía en serio, aunque no tenía idea por qué había demorado tanto en ir a pedirle perdón—. Solamente necesitaba aclarar la mente.
Ahora se sentía aún más culpable por no haberlo buscado antes para aclarar las cosas.
Rubén le dio un fuerte abrazo, con todo el sentimiento de culpa, sin reparos, por haber hecho sentir así a su pololo.
—¿Me perdonas? —Rubén sintió que Felipe asentía, y luego se separó para poder mirarlo a los ojos— ¿Te puedo besar? —le preguntó, para estar seguro de no violar su voluntad.
Felipe lo miró a los ojos y simplemente asintió con una leve sonrisa, casi inocente, previo a que ambos se fundieran en un beso de amor, el que luego los llevaría a amarse por completo sobre la cama en señal de reconciliación.
—¿Sabes?, me sentí como cuando mis viejos me echaron de la casa —le comentó Felipe a Rubén, en relación a su demora en pedirle perdón.
Ambos estaban recostados sobre la cama, completamente desnudos después de haber tenido sexo.
—Por mucho tiempo esperé que, de alguna forma descubrirían dónde estaba viviendo, y llegarían a buscarme, a decirme que se habían equivocado y que me aceptaban de vuelta. Cada vez que escuchaba que se estacionaba un auto fuera de la casa, o que alguien buscaba, me asomaba por la ventana pensando que eran ellos. Estos días sentí algo similar —admitió, algo avergonzado—. Aunque podía descartar las veces que llegaba un auto —soltó una risita.
Rubén se sintió terrible tras escuchar eso. Realmente le había afectado su alejamiento.
De alguna forma, sentía que Felipe siempre se guardaba esas cosas, le costaba hablar de sus sentimientos, y que él era el que más compartía sus emociones, y aun así, últimamente le estaba ocultando cómo realmente se sentía tras la partida de Sebastian.
—¿Cuándo dejaste de esperarlos? —quiso saber Rubén, aprovechando el momento de sinceridad.
Felipe hizo muecas, como sacando la cuenta en su mente.
—Al año —respondió finalmente—. Me di cuenta que, si en un año no se habían arrepentido, ya no lo harían nunca más.
Rubén apoyó su cabeza en el pecho de Felipe y lo abrazó con fuerza, como si con ese gesto le pudiera entregar todo el amor y cariño que su familia había rechazado darle.
—Y si ahora llegaran a buscarte y pedirte perdón, ¿qué harías? —quiso saber Rubén.
—¿La verdad? —preguntó Felipe sin esperar respuesta, y luego dio un suspiro—. No tengo idea.
 Al día siguiente Rubén conversó con Catalina, y también se disculpó por su actitud del otro día, a pesar de que ella no estaba enojada.
—Espero que te sirva para aprender a controlarte —comentó ella, y Rubén simplemente asintió avergonzado.
—¿No te pasa a ti?, ¿sentir celos si ves al Marco conversando con alguna mina, sabiendo lo mino y coqueto que es?
Catalina pensó exactamente dos segundos su respuesta.
—Sí, y no —respondió finalmente.
—¿Cómo “sí y no”? —se rió Rubén.
—Sí, obvio que me daría algo de celos, pero con el Marco no tenemos nada formal y por eso no le exijo nada, así como él tampoco me exige a mí. Aparte, si llegase a conocer a alguna mina que le guste más que yo, ¿por qué lo voy a obligar a seguir conmigo?
Rubén procesó las palabras de Catalina y tenía claro que, por lo que le había contado Marco, él estaba muy enamorado de ella.
—¿Te gusta realmente? -le preguntó directamente.
—Sí, obvio que me gusta —respondió ella—, pero no por eso me voy a volver loca por él.
Rubén se sintió estúpido por el comentario de su amiga, y ella lo notó.
—Pero como te digo, son situaciones distintas. Tú estás pololeando con el Felipe, y obviamente tienes sentimientos más intensos por eso. Aparte es tu primer pololo, así que estás recién aprendiendo a interpretar y expresar esos sentimientos. Con el tiempo vas a ir aprendiendo, pero recuerda siempre que la clave es la comunicación. Hablen entre ustedes y conversen sobre cómo se sienten.
—El otro día hablamos —recordó Rubén—, y me contó cosas que nunca habíamos hablado, de cuando sus viejos lo echaron.
—Qué triste —comentó Catalina, bajando la mirada, como asimilando toda la historia de vida de Felipe con esa pequeña información—. Bueno, esa precisamente es la clave.
Rubén tenía claro que su amiga tenía toda la razón, pero aun así seguía reacio a compartir su real sentir tras la partida de Sebastian.
—Oye, Rube —dijo Catalina después de unos segundos de silencio—, ¿no has pensado en ir donde tu mami para aclarar la mente?, por lo que me habías contado siempre que ibas a verla era como súper sanador para ti.
Rubén se quedó unos segundos pensando la respuesta.
—Si, lo he pensado, pero no he querido ir —respondió, y notó de inmediato la expresión de sorpresa de su amiga—. Lo que pasa es que, puede que suene muy estúpido, pero creo que ir a verla me va a recordar mucho al Seba —explicó, y Catalina comenzó a entender un poco—. Cuando mi mamá se fue, el Seba me acompañó durante todo el proceso. Con él iba a verla casi todos los meses desde entonces, y él se tomaba en serio esa confianza: se ponía siempre su mejor ropa, iba súper arreglado, con camisa y todo, y eso que a él le cargaba usar camisas —se rió—. En fin, quizá no tenga sentido pero, para mí, ir a verla, principalmente era sinónimo de ir con el Seba. De estar con él.
Rubén sintió una mezcla de nostalgia por aquellos bellos momentos del pasado, pena profunda, por la pérdida de su madre y la ausencia de Sebastian, y algo de enojo, por la forma en que todo había terminado con su mejor amigo.
Catalina estaba visiblemente ordenando las ideas en su mente para compartirlas con Rubén.
—Esta semana tenemos un carrete de bienvenida en la carrera, podemos invitar gente externa nos dijeron —Rubén cambió de tema rápidamente para no seguir ahondando en sus sentimientos—, ¿quieres venir?
—Si ya me invitó el Marco —confirmó ella, algo decepcionada por el cambio de tema—, pero el mismo día tenemos el carrete en mi carrera, así que no creo que vaya, aunque quizás me pase a saludar en algún momento. ¿Vas a invitar al Felipe?
—Sí, quiero que conozca a mis compañeros —respondió Rubén, entusiasmado.
Durante la semana Rubén invitó a Felipe al carrete de la carrera, ante el cual no se mostró muy entusiasmado.
—Bueno —respondió simplemente a la invitación.
—Vas a conocer a mis compañeros —agregó Rubén, como incentivo.
—¿Va a ir el Marco? —preguntó Felipe, sin mayor interés en la posible respuesta.
—Si po —respondió Rubén, mirando a su pololo mientras volvía a propinarle golpes al saco de boxeo.
—Ya, ahora te toca a ti —le dijo Felipe, cambiando de tema, quitándose los guantes y entregándoselos a Rubén.
Rubén los recibió y obedeció. Comenzó a golpear el saco tal como le había enseñado su pololo.
—¿Qué me dices? —insistió Rubén en obtener una confirmación—. Será tu primer carrete de universitarios.
—Me muero por ir —comentó con evidente sarcasmo Felipe.
—Ya po —se rió Rubén, insistiendo.
—Bueno —accedió vagamente Felipe, encogiéndose de hombros, y Rubén quedó satisfecho.
Llegado el viernes, Rubén fue a la casa de Roberto a buscar a Felipe para irse al departamento de Lucas para iniciar la previa.
—Sube, el Felipe se está duchando —le dijo Roberto al abrirle la puerta.
Rubén agradeció a Roberto y subió al dormitorio a esperar a Felipe, que se demoró solo un par de minutos en llegar desde la ducha con la toalla atada en las caderas.
—Podrías ir así no más —bromeó Rubén, encantado con la imagen se Felipe recién duchado.
—Te gustaría —se rió Felipe—. Oye Rubén, la Anita me dijo que iban a hacer una pequeña inauguración del depa donde están viviendo ahora —le contó.
—Ya, ¿y? —preguntó Rubén, notando para dónde iba el comentario de Felipe—, ¿cuándo es?
—Hoy —respondió Felipe, manteniendo su expresión neutra en el rostro.
—Pero Felipe, me habías dicho que iríamos al carrete de mi carrera —le espetó Rubén.
—Si sé, pero la verdad nunca tuve muchas ganas de ir —se sinceró Felipe—. Prefiero estar con mis amigos.
—Y con Alan, en su casa —disparó Rubén con furia.
—Prefiero estar con gente que conozco y me siento cómodo, solo es eso —explicó Felipe.
—Sí, claro —murmuró Rubén, y luego salió del dormitorio.
Estaba furioso. Perfectamente Felipe podría haberle dicho desde un inicio que no quería ir (aunque las señales estaban claras), o incluso, prefería que le mintiera y no le dijera que iría a la fiesta de inauguración de sus amigos, donde obviamente estaría Alan.
A los pies de la escalera se encontró con Roberto que le ofrecía un vaso de bebida.
—¿Vienes con nosotros a la casa de las chiquillas? —le preguntó con una sonrisa entusiasmada.
—No, Robe, no voy —respondió Rubén, intentando ser amable pero no lo logró.
Salió de la casa y caminó hasta el paradero para tomar la locomoción hacia el departamento de Lucas.
Cuando llegó aún era muy temprano, ya que pretendía quedarse más tiempo en casa de Roberto junto a Felipe, pero ese plan se fue a la basura.
Lucas al abrir la puerta se rió por la hora que llegaba Rubén.
—Rube, si dijimos a las diez, era para que comenzaran a llegar media hora después, no media hora antes —se burló con su voz suave.
—Si sé —Rubén ocupó todo su dominio para no soltar una pesadez a la burla de Lucas—. ¿Puedo pasar? —preguntó, para no seguir parado en la entrada como un idiota.
Lucas lo hizo pasar y le ofreció una cerveza, mientras terminaba de arreglarse. El muchacho se había puesto unos pantalones de cuero ajustados y una polera de color negro muy corta, casi mostrando el ombligo.
Si bien sentía que nunca se vestiría así, a Rubén le parecía que Lucas se veía bien con el atuendo.
—¿Tuviste algún problema y por eso llegaste temprano? —le habló Lucas desde el baño, donde estaba aplicando sus últimos retoques.
—Sí —respondió Rubén, mientras abría la lata de cerveza—. Se suponía que iba a venir con mi pololo, pero me plantó y prefirió salir con su ex.
Resumió la historia de la forma en que él la veía.
—Men-ti-ra —exclamó Lucas, enfatizando cada sílaba y saliendo del baño con la boca abierta—. ¿Y dejaste que se fuera?
—¿Y qué iba a hacer?, ¿amarrarlo?
—Hacer un escándalo, obvio. Que no le queden ganas de salir —respondió Lucas como si fuera obvio.
—Bueno, iba a juntarse con su grupo de amigos, del cual forma parte su ex —explicó de mejor manera Rubén, para evitar malinterpretaciones.
—Ah —Lucas asimiló la nueva información—. Pero igual, nada que ver que su ex sea parte de su grupo de amigos.
—Tenía tantas ganas de que lo conocieran —comentó Rubén, aún molesto.
—Pucha, Rube, ya habrá otra oportunidad de conocerlo —lo tranquilizó Lucas—. Ahora solo te queda hacerte pico tomando para olvidar al hueon, al menos por un rato —se rió, y Rubén obedeció, dando un largo sorbo a su amarga cerveza.
Poco a poco fueron llegando los demás miembros del grupo, cada uno con su mejor atuendo para dar una buena impresión en el primer carrete oficial de su vida universitaria. Marco llegó al último, con una botella de ron en la mano.
—Ah llegaste suavecito —lo saludó Bárbara, dándole un beso en la mejilla.
—Ya cabros, a tomar —anunció Tomás—, miren que al que no vomita esta noche, lo sacamos del grupo.
Los jóvenes bebieron y conversaron por alrededor de una hora, y luego se fueron al sector El Huáscar, a la cabaña que había arrendado el centro de alumnos para realizar el evento.
Rubén se fue bastante mareado en la micro, ya que dentro de su enojo se tomó a pecho las palabras de Tomás, y el consejo de Lucas.
Marco le conversaba a Rubén que Catalina le había dicho que intentaría acercarse en algún punto de la noche a la cabaña, ya que el carrete de su carrera también sería en el mismo sector, al menos por lo que tenía entendido, y quizás invitaría a algunos compañeros. Todo eso fue en vano, porque Rubén poco escuchó.
Tenía una mezcla de sensaciones muy raras en su interior. Estaba enojado por la situación con Felipe, y estaba eufórico por todo el alcohol que había bebido. Tenía ganas de seguir bebiendo, de bailar, cantar y gritar.
Por un momento se cuestionó si le habían puesto alguna droga a las bebidas, pero ya estaba seguro que su estado se debía al volumen ingerido más que a las posibles sustancias, viendo que sus compañeros se veían en buenas condiciones.
Llegaron a la dirección de la cabaña, y había varios compañeros de curso y de otras generaciones afuera, mientras conversaban y fumaban. En la entrada había una hermosa joven de cabello rizado con una bandeja que tenía muchos vasos pequeños llenos casi hasta el borde con un líquido traslúcido.
—Tequilazo de bienvenida —anunció la muchacha—. Si salen a fumar tienen que tomar otro para volver a entrar.
—¡Buena! —exclamó Tomás, y fue el primero en tomar su vasito y se tomó el líquido al seco.
Cuando fue el turno de Rubén, tomó el vaso y al empezar a beber le dio asco el sabor del tequila, y estuvo a punto de vomitar. Respiró hondo, se metió todo el líquido a la boca para dejar el vaso en la bandeja antes de entrar, pero luego se tomó el tequila muy despacio para evitar la emesis.
De inmediato el tequila le provocó mareos y sintió que todo a su alrededor se movía, aunque al mismo tiempo sintió un empuje de euforia. Nunca se había sentido así de embriagado, y le agradaba la sensación.
En el interior estaba lleno de gente bailando, conversando y bebiendo. Rubén divisó en un rincón a Alvaro con Ivan, mientras conversaban con Constanza y Camila, y se preguntó si el par de amigas habría descubierto que ambas habían salido individualmente con Álvaro.
Constanza al verlos llegar se acercó a saludarlos, casi como si fuera su responsabilidad darles la bienvenida.
—Bienvenidos chicos —les dijo a modo de saludo general, mientras Álvaro, Camila e Ivan se acercaban también detrás de ella—. Siéntanse cómodos y disfruten. Allá está la barra —apuntó a un rincón a la izquierda— para que pidan lo que quieran, todo corre por cuenta de los organizadores.
Rubén al saludar a Álvaro notó que estaba nervioso.
—¿Cómo estay perrito? —Álvaro intentó sonar casual.
—Bien, ¿y tú? —Rubén lo miró con una sonrisa irónica, sabiendo que tenía en sus manos el poder de arruinar las andanzas de Álvaro.
—Bien —respondió el muchacho maceteado—. No habíamos podido conversar —dijo en voz baja.
—¿Y de qué tenemos que conversar? —Rubén se hizo el loco, sin bajar la voz.
—De la vida po —Álvaro trató de disimular, como si todo el mundo estuviera pendiente de esa interacción, lo que le causaba gracia a Rubén porque nadie les prestaba atención.
—Voy a saludar a las chiquillas —comentó con sorna Rubén, señalando hacia donde estaban Camila y Constanza conversando muy cercanas.
—No po, perrito —Álvaro trató de retenerlo por el brazo, pero Rubén logró zafarse.
Se dirigió en dirección opuesta, a la barra a pedir una piscola, y luego a conversar con Marco, que estaba con Gabriela en ese momento.
—¿Y no piensas tomar? —le preguntaba la muchacha, al notar que Marco tenía una botella de agua mineral en la mano.
—Sí, pero más rato —respondió él, mirando preocupado a Rubén mientras se acercaba—, tengo que preparar mi templo —refiriéndose a su cuerpo.
Rubén dio un sorbo a su piscola y apoyó su brazo en el hombro de Marco, para disimular su falta de equilibrio.
—Rubencio, ¿estás bien? —le preguntó preocupado.
—De maravilla —respondió Rubén como si nada.
—¿Seguro? —insistió Marco.
—Sí, mira prueba —Rubén le extendió el vaso de piscola a Marco, pero él no lo aceptó.
—¿Viste? —le dijo Marco a Gabriela—. Tengo que regular lo que tomo o sino voy a terminar como el Rubencio.
—Ya, no es necesario que me uses de mal ejemplo —Rubén le dijo algo molesto.
—Creo que deberías parar un rato —le aconsejó su amigo.
Rubén no le hizo caso y se fue de su lado.
Se acercó hasta donde estaban bailando Tomás, Lucas y Bárbara y se unió al baile grupal.
Al poco rato Rodolfo, el presidente del Centro de Alumnos, habló por micrófono al centro de la cabaña y se presentó para darles la bienvenida a la nueva generación mechona de la carrera. Los instó a empaparse de la vocación de la carrera y a aprovechar los años de estudiantes universitarios para hacer nuevas amistades, amores y vivir experiencias nuevas.
Rubén sintió que el discurso le llegó de una forma especial, y decidió vivir la experiencia de tomar hasta quedar prácticamente en coma etílico, para olvidar los malos momentos que había vivido en los últimos días desde que Sebastian se fue.
Siguió bebiendo continuamente, a pesar de las advertencias de Marco.
Cuando vio que la muchacha de rizos que estaba en la entrada salió de la barra con la bandeja llena de shots de tequila, se acercó para tomar uno. Por alguna razón, pensó que ahora sí podría tomarse uno al seco sin provocarle ganas de vomitar por toda la pista de baile.
Se acercó impulsivamente y empujó a Álvaro para abrirse camino, haciendo que se manchara la ropa con la bebida que llevaba en la mano.
—Oye perro ten cuidado, ¿quieres? —le gritó enojado el corpulento muchacho.
Rubén recuperó el equilibrio y se acercó a responderle a Álvaro.
—Ten cuidado tú, imbécil —se acercó y le dio un empujón a Álvaro, que apenas se movió.
En ese momento se acercó Marco y se puso en medio de los dos.
—Ya basta Rube, vámonos —le dijo su amigo.
Rubén se dio cuenta que estaba enojado porque no le dijo “Rubencio” como hacía siempre, pero aun así no le importó.
—¡Córtala Marco! —le gritó Rubén— ¡déjame tranquilo!, ¡no eres mi amigo para que estés tan pendiente!, ¡no te necesito!
El rostro de Marco se desfiguró y la expresión de sorpresa transitó luego entre el enojo y la pena.
—Ándate a la chucha Rubén —le dijo simplemente Marco en voz baja, y se fue caminando en dirección a la salida.
Rubén se quedó en medio de la pista, respirando profundo por la adrenalina que le había provocado la situación, y notó que todos lo estaban mirando.
—¡¿Qué miran?! —les gritó a todos, quienes disimularon volver a conversar sobre otros temas.
Divisó a la muchacha de los rizos y fue a buscar su objetivo principal: el shot de tequila, y se lo bebió después de identificar a Álvaro, que había aprovechado de escabullirse cuando Marco trató de hacer entrar en razón a Rubén.
Se acercó hacia Álvaro, con el puro objetivo de buscar conflicto.
—Oye, ten más cuidado —le dijo nuevamente, dándole un empujón por la espalda.
A pesar de tomarlo desprevenido, poco se movió.
—Perro, corta tu hueveo —le dijo Álvaro completamente molesto—, si tení atados con tu pololo no es problema mío, pero si me sigues hueveando, te voy a sacar la chucha.
La voz de Álvaro se engrosó demostrando su enojo, y nadie a su alrededor quiso hacer algo para evitar un posible enfrentamiento porque veían que Rubén era el conflictivo.
—Sácame la chucha po, conchetumare —lo desafió Rubén, empujándolo con toda la fuerza que su estado etílico le permitía.
Álvaro se preparó para golpearlo con toda la furia que había acumulado en el momento y, antes de lo que Rubén esperaba, el mundo se le puso de cabeza.
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Clases de Seducción II, parte 6: Rubén
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5
La fría brisa de la mañana soplaba desde oriente a poniente, como anunciando la inminente aparición del sol, que ya proyectaba con toda claridad sus primeros rayos matutinos.
Los pájaros cantaban alegres, musicalizando equivocadamente aquel vano momento.
Rubén dio dos largos suspiros, intentando procesar lo que acababa de pasar: el Ford Fiesta había doblado en la esquina que estaba frente a él, perdiéndose de vista y con él, toda posibilidad de poder hablar con Sebastian, su mejor amigo, por última vez.
Quería llorar. Quería gritar.
No hizo ninguna de las dos.
Soltó un último suspiro y dio media vuelta, volviendo hacia su casa, con la peor sensación que imaginó que tendría cuando se fuera Sebastian: se sentía vacío.
Una larga y definida sombra proyectaba su cuerpo, augurando un hermoso día despejado. Un día hermoso que él no llegaría a disfrutar.
—¿Y tú? —le preguntó sorprendido su padre, apenas entró a la casa—, te escuché salir hace un rato.
Jorge, el padre de Rubén estaba de pie frente al televisor, con el control remoto en la mano. Había estado buscando en los canales del cable algo para poner de fondo mientras preparaba el desayuno, como hacía todos los domingos cuando tenía más tiempo disponible.
—Fui a despedirme del Seba —le dijo Rubén, con voz queda.
Su padre dio un suspiro y lo miró con compasión.
—¿Cómo estaba?, ¿le diste ánimo?
—Sí, obvio —mintió Rubén, intentando sonar natural—. Estaba bien, tranquilo. Le dije que lo quiero mucho, y que lo voy a estar esperando.
No era necesario que diera tanto detalle, pero Rubén sintió que tenía que decirlo. En realidad, le estaba diciendo a su padre lo que le hubiese gustado poder decirle a Sebastian.
Jorge le dio un fuerte abrazo a Rubén para consolarlo.
—El Seba va a estar bien —le dijo—, es un cabro inteligente y fuerte, no debería tener problemas para adaptarse.
—Eso espero —admitió Rubén.
Padre e hijo desayunaron juntos, y luego Rubén se preparó para ir al centro comercial, porque tenía turno de trabajo en el cine.
Al llegar le dieron el puesto de la boletería, que en la mañana pasaba prácticamente vacía, algo que Rubén agradeció profundamente.
Le dio muchas vueltas en su mente a todo lo ocurrido con Sebastian y, si bien, le daba pena la partida de su amigo, a medida que lo pensaba mejor, le daba rabia la actitud intransigente que había tenido, llegando al punto de poner en duda su amistad.
Rubén estaba consciente que había estado muy mal al no asistir a la fiesta de despedida, pero consideraba que no era para reaccionar de esa forma.
“Quizás estaba buscando cualquier excusa para terminar nuestra amistad porque ya le estaba cayendo mal”, pensó Rubén con una mezcla de pena y enojo.
Sacudió ese pensamiento rápidamente de su cabeza para no darle mucha vuelta. Era imposible que fuera por eso. Simplemente debió haber sido otra de las actitudes irracionales de Sebastian, como tantas otras en el último tiempo.
—¿Cómo estás? —le preguntó Catalina, abrazándolo por detrás y sorprendiéndolo en el acto.
—¿Qué haces acá? —contrapreguntó Rubén, aun aturdido por la sorpresa—, pensé que llegarías más tarde.
—Rube, son las dos de la tarde, a esta hora me tocaba venir —Catalina lo miró con extrañeza.
El tiempo se le había pasado volando, a pesar de no haber atendido a casi nadie. Todo por estar pensando en Sebastian.
—Perdí la noción del tiempo —se justificó Rubén.
—¿Me acompañarás un ratito? —le pidió ella.
—Sorry amiga, pero estoy muerto —de verdad estaba agotado.
Catalina asintió, entendiendo a su amigo.
—Oye, ¿no se suponía que esta semana se iba el Seba al Servicio? —le preguntó antes de que Rubén saliera de la boletería.
—Si —respondió sucintamente Rubén, bajando la mirada—. Te cuento más tarde sobre eso. De verdad necesito dormir.
Catalina entendió que era un mal momento para insistir, así que simplemente le dio un abrazo y se despidieron.
Rubén pasó por la heladería donde trabajaba Felipe, para ver si alcanzaba a saludarlo (su turno empezaba a las tres de la tarde), pero al parecer no había llegado. No tenía ganas de esperarlo, así que se fue a tomar la micro.
 —¿Qué tal va todo? —le preguntó Rubén a Sebastian, que lo llamaba desde kilómetros de distancia, en el regimiento.
Estaba apoyado en el marco de la puerta de su dormitorio, con el auricular del teléfono fijo pegado a su rostro.
—Excelente —la voz de Sebastian se escuchaba animada, sin rastros de ironía o sarcasmo en sus palabras.
—¿En serio? —quiso corroborar Rubén, sorprendido por la respuesta.
—Si po —confirmó Sebastian—, he hecho súper buenos amigos acá.
A Rubén no le calzaba que ya hubiese hecho nuevos amigos si no llevaba ni un día desde su partida.
—¿Qué tan buenos? —Rubén estaba molesto por la actitud de Sebastian al teléfono.
—Tan buenos que no me dejarían plantado en mi último día —la voz de Sebastian de repente se hizo presente detrás de Rubén, que volteó sorprendido—, no como tú.
Sebastian puso su mano en el cuello de Rubén y lo levantó con una fuerza sobrehumana, y luego tomó el cable del teléfono que seguía en la mano de Rubén y se lo enrolló en el cuello.
—¿Te duele? —le preguntó burlesco, ante lo que Rubén asintió—. Así me sentí cuando no llegaste.
Rubén vio la rabia en los ojos de Sebastian, antes que éste lo lanzara a un lado, provocando que diera un sobresalto en su cama.
 Rubén recuperó la respiración mientras buscaba su celular en el bolsillo del pantalón que estaba tirado en el piso.
Eran las seis y media de la tarde y el corazón le latía con fuerza.
Tener pesadillas con Sebastian era lo último que necesitaba en ese momento, porque seguía manteniendo fresco en su memoria todo lo que había pasado, y quería pasar la página rápidamente, después de todas las cosas feas que le había dicho su amigo.
Ex amigo, al parecer.
 Al dia siguiente en la tarde, Felipe fue a ver a Rubén a su casa, después de clases. El día anterior solamente habían hablado brevemente en la noche, pero Rubén no tenía muchas ganas de hablar con nadie.
—¿Cómo estás? —le preguntó Felipe, abrazándolo, aún en el pequeño ante jardín.
La camisa del uniforme ya le quedaba bastante ajustada, sugiriendo que el entrenamiento del verano había servido.
—Bien —respondió Rubén, más por inercia que por querer mentir deliberadamente.
—¿Pudiste hablar con Sebastian? —le preguntó Felipe. No habían hablado sobre eso desde la madrugada del sábado, cuando lo llevó a su casa.
Rubén simplemente asintió. Ahora sí estaba mintiendo a propósito.
No sabía por qué le mentía a la gente que lo rodeaba, si no tenía necesidad de hacerlo. Lo había hecho con su padre el día anterior y ahora lo hacía con Felipe.
—¿Te dijo algo por no llegar a la hora a su fiestecita? —a pesar de su monotonía, Rubén detectó algo de displicencia en la voz de Felipe, que en ese momento se sentaba en el sillón del living.
—No, él entendió que estaba cansado —mintió nuevamente Rubén, esperando que Felipe no le pidiera más detalles.
No tenía razón para mentirle, pero aun así lo hacía.
Rubén se culpaba a sí mismo por quedarse dormido el día de la fiesta, y estar con Felipe le recordaba eso, su propia irresponsabilidad, y de alguna forma, lo culpaba a él también.
Sabía que era una estupidez culparlo, pero no podía evitarlo. De algo estaba seguro, eso sí: era un sentimiento pasajero, solamente presente por lo reciente de los hechos, y por el estado de irritabilidad que le provocaba la forma en que Sebastian se había marchado.
—¿Qué tal tu día? —le preguntó Rubén, para cambiar de tema.
—Estuvo fome —respondió su pololo—. Ya estoy chato del liceo.
—Bueno, pero ya te queda poco —lo tranquilizó Rubén, no muy pendiente.
—Sí, supongo —coincidió Felipe—. ¿Y el tuyo?, ¿hiciste algo interesante? —le dio una repasada con la mirada a Rubén, que obviamente no mostraba señales de haber hecho nada durante el día.
—Nada —respondió Rubén, sin sentir vergüenza—. No tengo clases los lunes así que dormí hasta tarde. Por eso amo los lunes —bromeó sin ganas—, y sigo con sueño.
Rubén se acurrucó abrazado junto a Felipe y se pusieron a ver televisión, aprovechando el momento de compañía.
A Rubén le gustaba estar con Felipe, sentir su aroma, sentir sus brazos al rededor suyo, y sus besos de cariño de vez en cuando.
Las malas emociones que pudo haber desarrollado momentáneamente producto de lo ocurrido el día viernes ya estaban esfumándose, como debía ser.
Se quedó dormido en los brazos de su pololo, que miraba Yingo en la TV sin prestar mayor atención.
 Rubén despertó en su cama. Estaba todo oscuro y tenía la ropa puesta, lo que le provocó sentirse incómodo de inmediato.
Iba a voltearse hacia el otro lado, para mirar el reloj del velador, pero se sobresaltó al notar que no estaba solo: Felipe dormía a su lado.
Al sentir la sacudida de la cama por el sobresalto, Felipe despertó, y en medio de la oscuridad, Rubén notó que su pololo intentaba entornar la vista para distinguirlo bien.
—Hey —murmuró adormecido Felipe, contento de verlo—, ¿qué pasó?
—Nada, solo quería ver la hora —respondió Rubén, con la voz ronca—. ¿Qué haces acá?
—Tu viejo me dijo que me podía quedar a dormir, porque era muy tarde y tú estabas raja aún —soltó una risa desganada—. No te molesta, ¿cierto?
—¿Como se te ocurre? —a Rubén le parecía ridícula la pregunta. Obvio que no le molestaba, si era su pololo.
Rubén se quedó pegado mirando el pecho y los hombros desnudos de Felipe, de un color azulado, producto de la luz nocturna que se colaba por la ventana, dándole un aspecto fantasmal a su presencia.
—¿Por qué no me sacaste la ropa? —le preguntó Rubén, acomodándose la polera.
—Porque estabas durmiendo, y no está bien quitarte la ropa si estás inconsciente —respondió Felipe, como si fuera obvio.
—Ya, pero da lo mismo, si somos pololos —Rubén no entendía el alcance de lo que estaba diciendo.
—No da lo mismo, Rubén, aunque seamos pololos.
Rubén entonces entendió el punto de Felipe.
—Pero tú serías incapaz de hacer algo así —opinó Rubén.
—Por supuesto que nunca lo haría. Y por eso mismo, prefiero evitar ponerte en alguna situación en que te sientas vulnerable —Felipe se mantenía serio, mirando a los ojos a Rubén, quien sonrió agradecido por el respeto que su pololo le tenía.
—Ya tienes el respaldo de mi papá para quedarte a dormir —comentó Rubén, cambiando de tema.
—Sí —se notaba algo de entusiasmo en la voz de Felipe—. Me cae bien tu viejo.
—Es el mejor mi papá —confirmó Rubén—. Ahora podrás quedarte a dormir cuando quieras.
Rubén le dio un beso en los labios a Felipe, que lo recibió abrazándolo con fuerza.
—Ya, sácate la ropa, que hace calor —le dijo Felipe, aprovechando la cercanía.
Rubén obedeció, para su propia comodidad.
—¿Qué hora es? —le preguntó Rubén mientras doblaba sin mucha preocupación su polera.
Felipe se volteó para tomar su celular y revisó la hora.
—Son las tres y media —respondió Felipe—. Se te está haciendo costumbre despertar a esta hora.
—No hueí con eso —a Rubén le cayó pésimo el comentario de Felipe. Terminó de sacarse el pantalón y luego se acostó nuevamente, dándole la espalda a su pololo.
—Ya, ¿pero por qué te enojas? —Felipe no entendió la molestia de Rubén —, si al final le explicaste al Sebastian por qué no llegaste a la fiesta esa, y él lo entendió.
Rubén recordó que le había mentido a Felipe, diciéndole que todo había quedado bien con Sebastian.
—Sí, pero igual es algo serio —se justificó, aun dándole la espalda—. Lo pasé mal, me preocupé por haberme perdido su despedida, y él igual. Era la última oportunidad que teníamos de carretear juntos y la cagué.
En ese momento Rubén sintió pena por haberse perdido la fiesta de despedida de su mejor amigo, pero volvió a sentir rabia al recordar la actitud de Sebastian al respecto.
—Bueno, cuando se te pase la molestia, estaré aquí, atrás tuyo —le dijo Felipe dando un largo suspiro.
Le dio un beso en el hombro, y luego se acostó dándole la espalda a Rubén también.
Rubén se sintió estúpido por enojarse por esa tontera, pero no podía evitarlo, los recuerdos estaban muy frescos en su memoria.
Se dio vuelta y le remeció el hombro a Felipe.
—Abrázame —le pidió, pero su tono indicaba más una orden.
Si bien le molestó el comentario de Felipe, sentía más rabia consigo mismo, por haberse quedado dormido el día viernes, por haber dejado que Sebastian se fuera enojado con él, y por haberle mentido a su padre y a Felipe sobre lo que había pasado. Después de todo lo que había vivido los últimos meses y como había aprendido a vivir su vida de forma auténtica, seguía siendo un cobarde que le ocultaba cosas a quienes amaba.
Felipe le hizo caso, se acostó de espaldas y abrazó a Rubén, que apoyó la cabeza en su pecho.
—Él va a estar bien —le dijo de repente Felipe, ya con la voz nuevamente adormecida, a modo de confort
—Eso espero —respondió Rubén, aun molesto con Sebastian, pero lo decía de todo corazón.
 Cuando Rubén se despertó, escuchó a Felipe conversar con su padre mientras tomaban desayuno.
Tenía claro que aún no eran las 8 de la mañana, porque Felipe tenía clases en el liceo.
Al rato su pololo entró a la pieza a despedirse de él, y Rubén se quedó solo en casa.
Se quedó acostado por varios minutos, pensando en lo que había pasado en la noche: su padre había permitido que su pololo se quedara a dormir, y además habían tenido una pequeña discusión.
El estómago se le revolvió al pensar que las cosas iban relativamente bien en su vida, y él de alguna forma se las arreglaba para arruinarlo todo.
Cuando llegó al mediodía a la universidad, con sus compañeros esperaban dentro de la sala a que el profesor de cálculo volviera con el computador que había dejado en su oficina. En ese momento, Rubén se enteró que estaban listas las notas de la prueba de física que había rendido el día viernes.
—¿Qué nota te sacaste tú? —le preguntó Rubén a Marco, quien le había avisado de los resultados.
—No sé, aún no reviso —respondió su amigo.
—Yo reviso la mía y les presto mi notebook para que lo revisen —les avisó Lucas, con evidente ansiedad en el rostro. Se conectó a la red wifi de la universidad con su computador, e ingresó a la plataforma donde los profesores subían las notas —. Me saqué un cinco dos —anunció el delgado joven, sonriendo satisfecho.
—Y a ustedes, ¿cómo les fue? —le preguntó Rubén a Bárbara y Gabriela, que conversaban entre ellas, mientras Marco recibía el computador de Lucas.
—Bien —respondió sucintamente Gabriela.
—Las dos nos sacamos un cuatro cinco —agregó Bárbara, feliz por su evaluación.
Rubén estaba viendo que a todos les había ido bien en la prueba, así que se permitió ser optimista con su resultado.
—Conchetumare —murmuró Marco—. Me saqué un tres dos —le informó a sus compañeros.
Marco no se veía triste, pero sí un poco desanimado.
—No te preocupes, es recién la primera nota —intentó animarlo Tomás.
—Ah claro, todo porque tú tuviste un seis —le respondió Marco, bromeando.
—Y justo no llegaste a estudiar con nosotros —intervino Gabriela—. Te querías asegurar tus conocimientos solo para ti.
—Mi abuela siempre me dijo que no confiara en hueones con rastas —bromeó Bárbara, y todos se rieron del ataque a Tomás.
—Ay ya déjenlo tranquilo —intervino Lucas, defendiéndolo.
Rubén no prestó mucha atención a la conversación, porque estaba tratando de ingresar a la plataforma desde el computador de Lucas.
Cuando por fin pudo ver su nota, sintió un vacío en el estómago.
—Ay Rube —exclamó en voz baja Marco, que estaba sentado a su lado y pudo ver la nota en la pantalla.
Un dos punto ocho de color rojo aparecía como única nota en el ramo de física.
Estaba furioso. ¿Como era posible que tuviera la peor nota del grupo? El mismo grupo que se había reunido a estudiar. Claramente a él no le favoreció juntarse con ellos.
En el liceo siempre había sido un estudiante aplicado, con buenas notas, y comenzar la universidad con su peor nota era un golpe de realidad muy fuerte para él.
Todo eso, sumado a lo que había pasado con Sebastian (que, pensándolo bien, era una consecuencia de la noche de estudio con sus compañeros) lo ponía de muy mal humor. Nada de lo que había pasado ese día viernes había sido positivo para él.
—Gracias —le dijo a Lucas, tras cerrar el notebook y entregárselo, sin ocultar su enojo.
—¿Qué nota? —le preguntó Lucas, pero mirando a Marco, como sabiendo que Rubén no respondería.
—Un dos ocho —respondió Rubén enojado, sin mirar a nadie a los ojos.
—Bueno Rube, ánimo, que apenas es la primera nota, como dijo el Tomy —Marco intentó subirle el ánimo, dándole unas palmaditas en el hombro.
—Claro, como tú estás acostumbrado a sacarte rojos te da lo mismo —le respondió enojado Rubén.
Se arrepintió de inmediato por haberle respondido de esa forma a Marco, pero su orgullo fue más fuerte, y simplemente se puso de pie y salió de la sala, tras ver la expresión dolida y descolocada de Marco.
Rubén se fue al baño, donde golpeó la puerta de uno de los cubículos para liberar tensiones, y luego se lavó la cara con agua fría para calmarse.
No sabía por qué reaccionaba así. Se sentía pésimo por haberle respondido así a Marco, que solo quería darle apoyo moral, pero aun así seguía estando enojado.
Por la nota.
Por su mala actitud.
Por Sebastian.
Tomás entró al baño y se detuvo en la puerta al verlo, como decidiendo en el momento si entrar o ir a otro baño más lejano.
Le tomó un par de segundos solamente tomar la decisión de entrar.
—¿Qué onda Rube? —le preguntó, con su habitual actitud positiva—, no te enojí po, si es una nota nomás.
Escuchar ese argumento no le habría caído tan mal si lo hubiese dicho Marco o cualquier otro, pero como Tomás había tenido la mejor nota de todos ellos, lo sintió como si le estuviese echando leña al fuego.
Sin embargo, Rubén decidió respirar antes de responder.
—Es fácil decirlo con la nota que te sacaste —le dijo finalmente.
Tomás se rió.
—Ya, si, tienes razón —admitió—, pero igual no es razón para haberle respondido así al Marquito.
—Si sé.
Rubén se estaba molestando con la presencia de Tomás. En ese momento lo único que quería era estar solo, y aparecía él para hacerle ver todo lo malo que había hecho.
—Ya, mira, se me ocurrió algo —le dijo de repente Marco, apoyándose en la pared que estaba detrás de Rubén, buscándole la mirada a través del espejo—. Tengo justo lo que necesitas para relajarte.
—¿Qué?, ¿me vas a dar un pito para fumar?, ¿esa es tu gran idea? —le preguntó con pesadez Rubén.
—Mira hueón —Tomás se puso serio, parándose al lado de Rubén para mirarlo directo a los ojos—, en primer lugar, estoy tratando de ayudarte y me tratas así. En segundo lugar, ¿qué huea?, ¿solo porque tengo rastas piensas altiro que te voy a andar ofreciendo marihuana? Parecí viejo culiao arcaico con ese pensamiento.
Perfecto. Ahora Rubén se sentía aún peor por haber pensado eso de Tomás solamente por estereotipos. Su día iba de mal en peor.
—Y en tercer lugar, no hay tercer lugar —concluyó finalmente—. Tenías razón. Te iba a invitar a fumar, pero cagaste, porque no te voy a compartir.
El tercer punto de Tomás le provocó tanta risa a Rubén que de mala gana no se la pudo aguantar.
—Imbécil —murmuró Rubén, aún con una sonrisa en la cara, prácticamente contra su voluntad.
—Y cuarto —siguió Tomás—, no te creas tan importante, porque yo solo venía a mear, no a subirte el ánimo —a esa altura ya lo decía para hacer reír a Rubén.
Tomás no se movió de donde estaba parado, y a Rubén le dio la impresión que se quería asegurar de que él estuviera de mejor humor.
—Ya, anda a pedirle perdón al Marquito —le dijo finalmente Tomas, retomando un poco la seriedad, ante lo que Rubén asintió.
A Rubén le causaba algo de ternura que le dijera “Marquito” a Marcos, siendo el único en la universidad que había escuchado que le dijera así.
—Voy a mear, y cuando vuelva a la sala, los quiero ver a los dos abrazados, ¿entendiste? —Tomás ahora adoptaba la posición del padre haciendo que los hermanos se reconciliaran.
—Ya chao —Rubén salió del baño, riéndose por todo lo que le había dicho Tomás.
Al llegar a la sala, Marco estaba sentado escuchando atento al profesor de cálculo.
Rubén se sentó al lado de Marco, quien no le prestó atención. Apoyó la cabeza en el hombro de su amigo, y éste siguió sin reconocer su presencia.
—¿Me perdonas? —le dijo en voz baja para que sólo Marco lo escuchara.
—No me puedo enojar contigo, Rubencio —le respondió casi de inmediato Marco, sin quitar la vista del pizarrón.
Rubén sonrió satisfecho.
—No creo que seas tonto ni nada por el estilo, por si acaso —aclaró Rubén—. Hablé sin pensar, enojado, y dije cosas que ni siquiera son ciertas.
—Ya, si sé —le dijo Marco, mirándolo por primera vez y esbozando una sonrisa—. Entiendo que estás pasándolo mal.
Marco no lo especificó, pero Rubén tenía claro que se refería a la partida de Sebastian.
—Independiente de eso, fui un imbécil —insistió Rubén.
—Ya, si tú lo dices, imbécil —Marco sonrió con sorna y volvió a poner atención al profesor.
Rubén se sintió aliviado por haber logrado que Marco lo perdonara por su estúpido comentario, pero aun así se siguió sintiendo mal por eso.
 —¡Que idiota! —exclamó Catalina, cuando Rubén por fin pudo hablar con ella y contarle todo lo que había pasado con Sebastian.
Después de clases había ido al cine a realizar un turno, donde quedó encargado de la limpieza de las salas junto a Catalina.
—¿Cierto? —coincidió Rubén—, ni siquiera tenía sentido que me dijera que le doy asco. Ni siquiera sé por qué lo hizo.
—Quizá estaba muy dolido —trató de entender Catalina.
—Ya, si, estaba dolido, ¿pero llegar a decir que le doy asco? Exageró mucho.
—¿Y te dolió mucho que te dijera eso?
—No, no me dolió —respondió Rubén—, porque sé que no es verdad. No le doy asco, y no es homofóbico por ningún motivo, a pesar de que quiso hacerme creer que sí.
Catalina se quedó en silencio unos segundos, mientras barría las cabritas que estaban en el suelo.
—Quizás quería que te enojaras con él —sugirió.
—¿Y por qué iba a querer eso? —le preguntó Rubén.
—No sé po —Catalina se rió—, es tu amigo, deberías deducirlo.
—Eso no me ayuda mucho —Rubén tomó unos vasos a medio llenar con bebida y los tiró en el contenedor del carrito del aseo—. Ahora a todo lo malo de mi vida, se suma el hecho de que mi mejor amigo quería que yo me enojara con él.
Rubén se sentó en una de las butacas a descansar, y Catalina hizo lo mismo a su lado.
—Me he sentido pésimo estos días —le contó Rubén—. Siento mucha rabia, me enojo por todo.
—Debe ser por eso mismo, al sentir que Sebastian se fue sin poder despedirte bien de él —razonó Catalina—. ¿Lloraste cuando se fue?
—No —Rubén negó con la cabeza como si fuera obvio—. No pienso llorar después de cómo me trató. Ese día que fui a disculparme por no haber llegado a la despedida, me puse a llorar porque de verdad me sentía culpable, y él me atacó y estaba muy enojado. No le importó que yo me entregué, arrepentido. Así que no pienso llorar por él. No otra vez.
—Ya, pero Rube, no puedes bloquear así tus emociones. Tienes que dejar que salgan de la forma más natural posible, independiente de cómo te haya tratado el Seba.
Rubén sabía que Catalina tenía razón, pero en su interior, no quería darle esa satisfacción a Sebastian, no después de la forma en que se fue.
—¿Encuentras que estoy siendo muy pendejo? —le preguntó.
—No, nada que ver —se rió Catalina—. Eres humano. De hecho, te entiendo, estás dolido, picado, y no quieres sentirte más estúpido de lo que ya te sientes, llorando por alguien que se fue enojado contigo. Pero no creo que lo que estás haciendo ahora sea lo mejor para lidiar con eso —continuó—. Te estás amargando por nada. Tienes que dejarlo salir.
—¿Quieres que llore ahora? —le preguntó Rubén, algo confundido.
—No —se rió Catalina—. Solo quiero que no te hagas daño encerrando todo.
—Bueno, porque no tengo ganas de llorar —bromeó Rubén.
—Cuando menos te lo esperes, va a salir todo y no vas a poder controlarlo —le comentó Catalina, justo cuando Jonathan ingresaba a la sala para advertirles que venía entrando el público para la próxima función, para que terminaran de limpiar.
 Rubén terminó su turno cerca de las seis de la tarde, y junto con Catalina pasaron a la heladería a ver a Felipe, que también estaba trabajando a esa hora.
Cuando ingresaron al centro comercial y vieron la tienda desde la distancia, Rubén pudo observar a Felipe riendo muy animado con Anita y Alan, quien al parecer le estaba enseñando cómo llevar una bandeja con muchas copas de helado.
Rubén sintió que le hirvió la sangre, y comenzó a caminar en dirección a su pololo antes de que Catalina pudiera detenerlo.
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 5: Nada más que la Verdad
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4
“Seba”
La voz de Rubén llegó a los oídos como un bálsamo de miel que endulzó toda su conciencia.
“Seba…”, volvió a decir su amigo, llamándolo desde la calle.
Sebastian se levantó a mirar por la ventana, y vio a su mejor amigo de pie en la calle, esperando para verlo.
Salió con sigilo por la puerta principal y abrió despacio la reja de su casa para no hacer ruido.
Rubén tenía el rostro marcado por las lágrimas que aún mantenían húmedos sus ojos.
—Perdóname Seba —le dijo de inmediato su amigo.
—No —lo interrumpió Sebastian, acercándose a abrazarlo—, no hay nada que perdonar.
Rubén rompió a llorar, y para calmarlo Sebastian reunió toda su valentía y lo besó en los labios, ahí mismo en plena calle.
El beso fue correspondido, y duró mucho más tiempo del necesario para asegurar la tranquilidad de Rubén.
—¿No te importa que nos vea alguien? —le preguntó Ruben.
—No —respondió convencido—. Nada me importa si estoy contigo. Te amo, Rube. Tenlo claro.
Sebastian no sabía en ese momento que todo era producto de un sueño, donde pudo hacer realidad las palabras que deseaba decirle a Rubén esa noche.
Tampoco sabía que esa situación completa pudo hacerla realidad, si tan solo hubiese estado completamente despierto cuando su mejor amigo llamó su nombre frente a su ventana.
 —¿De dónde sacaron eso? —les preguntó Sebastian a Julio, Luis y Mario, intentando sonar casual.
Estaba tan nervioso que rápidamente pensó que mejor debió haber preguntado “qué era eso” para pasar desapercibido.
—Estaba acá en el basurero —respondió Julio, sin dejar de leer los pasajes del diario—. Mira, hay un huequito acá en el regimiento.
Julio le extendió el diario abierto, indicándole que leyera.
“Rube, esto es lo que realmente siento.
Te amo”.
—¿Quién es Rube? —preguntó Sebastian, haciendo como que no entendía la situación.
—No sé, da lo mismo, es la persona que escribe quien está acá en el regimiento —respondió Mario.
—¿Y si escribió eso por qué lo iba a botar acá? —planteó Sebastian, intentando desviar la atención, y dándose cuenta de lo estúpido que había sido al botar el diario a la basura.
—¿Por qué haces tantas preguntas? —intervino Luis, con el rostro ceñudo, haciendo sentir a Sebastian que había sido descubierto—, ¿acaso no puedes disfrutar un buen momento de hueveo? No me sorprende que hayas estado sin hablar con nadie las primeras semanas.
Sebastian ni siquiera se preocupó por las ácidas palabras de su compañero, sólo le importaba no ser descubierto.
—Ya, como sea, ¿de quién crees que sea esto? Nosotros tenemos clarísimo de quién es —le preguntó Julio, intentando incluirlo en el pelambre.
—¿De quién es? —quiso saber Sebastian, esperando que no lo nombraran a él.
—De Gonzalez po, es obvio —respondió Mario.
—¿Simon? —preguntó, nervioso. Obviamente era el único Gonzalez en el regimiento.
—Si po, si es entero maricón —respondió sin asco Julio—, se le nota que es hueco.
El corazón de Sebastian latía con tanta fuerza que estaba a punto de salir volando de su pecho.
Estaba enojado por la forma en que hablaban de Simón, pero estaba más aterrado de la posibilidad que hablaran así de él.
Era su oportunidad de desviar todas las posibles sospechas de sí mismo y dirigirlas a alguien más. ¿Qué más daba si seguían pensando que el diario era de Simón?
—No creo que sea de él —dijo finalmente Sebastian, para defender en algo a Simón.
—No seas idiota, Guerrero, obviamente es de él —le espetó Luis—. Ahora, veamos qué hacemos con esto.
—Yo digo que se lo entreguemos al Teniente, para que lo echen —opinó Julio.
—No, mejor vamos dejándole hojas en la cama a Gonzalez, así se vuelve loco de a poco —propuso Mario, soltando una risotada maquiavélica
—¿Por qué? —preguntó aterrado Sebastian, por la forma que planeaban solo hacer daño.
—¿Por qué? —contra preguntó Luis —, ¿acaso te sientes cómodo con un maricón acá, que te esté mirando en pelota en la ducha, cuando te cambias ropa y todo?
—¡Soldados! —la voz del Cabo Ortega los sobresaltó—, ¿por qué tanta demora?
Sebastian agradeció que el Cabo los interrumpiera para no tener que responder las preguntas de Julio, quien como acto reflejo tiró el diario nuevamente en el basurero para ocultarlo de la vista de Ortega.
—Nada, mi Cabo, solo comentábamos la guardia de anoche, mi Cabo —respondió Mario, evidentemente nervioso.
—¡Ya!, ¡Todos al casino! —les gritó Ortega sin permitirles responder más.
Sebastian agradeció la presencia del Cabo Segundo, por permitirle escapar de esa conversación, y por darle la oportunidad de recuperar el diario, que ahora estaba nuevamente en el basurero, sin vigilancia.
 Cuando despertó, Sebastian no tenía ganas de levantarse.
Se quedó acostado por varios minutos, pensando en todo lo que había pasado la noche anterior. Estaba un poco molesto por la ausencia de Rubén a su fiesta, pero para él no era algo que no se pudiera solucionar con unas disculpas sinceras.
Pensó en el sueño que había tenido la noche anterior, en como Rubén lo iba a buscar a su casa en medio de la noche para pedirle perdón y él sin más lo besaba en plena calle, libre de todo miedo.
Quedó con la sensación de que, en el fondo, su amigo también lo amaba como él lo hacía. No solo como amigo.
Escuchó la puerta de su dormitorio abrirse y cerrarse a su espalda, y se enderezó para ver quién era.
Rubén lo miraba con sus hermosos ojos, enrojecidos por la pena, expresando una gama de emociones tan variada que Sebastian sintió genuina empatía.
Entre esas emociones, Sebastian estaba seguro que estaba el amor verdadero.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Sebastian, ronco como la primera voz de cada mañana.
—Te vine a ver —respondió Rubén, apenas audible.
Estaba ahí para pedirle perdón, Sebastian estaba seguro de eso.
También estaba seguro que le perdonaría todo a Rubén, porque sabía que no había faltado a propósito.
Sin embargo, teniéndolo frente a él, se dio cuenta que Rubén sentía lo mismo que él. Amor profundo, y además sintió que, producto de sus propios fracasos y nulas expectativas de progreso, lo iba a estancar, iba a evitar que su amigo viviera experiencias que lo hicieran crecer como persona.
Con él en el servicio militar, Rubén iba a continuar encadenado a él de alguna forma, aferrado a su vida miserable, de mentiras, miedos y frustraciones.
Sebastian pensó que, efectivamente sería mejor para Rubén si se marchaba en malos términos, prácticamente terminando su amistad. Así podría vivir al máximo su vida universitaria, su relación con Felipe, y a sus nuevos amigos, que al parecer eran bastante agradables.
Todo sin él. Completamente libre.
—Perdona Seba… —comenzó a decir Rubén.
—¿Por qué vienes? —lo interrumpió Sebastian, para demostrar que estaba molesto.
Rubén trató de explicarse, pero Sebastian lo interrumpía sacándole en cara su ausencia la noche anterior, lo que le resultó bastante sencillo ya que, en el fondo, sí estaba molesto por eso.
Sin embargo, sentía que era algo muy pequeño como para terminar su amistad, así que comenzó a inventar situaciones en las que Rubén había sido mal amigo, lo cual era imposible, ya que si había alguien que debería enojarse por malas actitudes en la amistad, debería ser Rubén.
Sebastian era afortunado de tenerlo como amigo, aún después de todo lo que habían pasado en el último tiempo, después de hacerlo sentir pésimo sentimentalmente, por culpa de sus inseguridades y temores. Rubén era un sol y lo sabía, y no merecía todo lo que le estaba diciendo.
—Ya me di cuenta que nunca te importé —le dijo Sebastian.
—¿Cómo puedes decir eso? —Rubén soltó una risa nerviosa, sin creer el extremo al que llegó Sebastian.
—Cuando fuimos al paseo y el Marcelo nos amenazó no estabas ni ahí, dejaste que pasara todo el paseo preocupado por esa hueá y no te importó.
—¿Cómo puedes decir eso? —repitió Rubén, y Sebastian pudo ver que algo se apagó en su mirada—. No tienes idea lo que estuve dispuesto a hacer para evitar que Marcelo le dijera a todos —Rubén se secó las lágrimas y puso cara de asco—. Dejé que ese hueón me sacara la chucha para recuperar la tarjeta de memoria, mientras tu andabas por ahí, haciendo nada.
—¿Qué?
Las palabras de Rubén lo tomaron por sorpresa.
¿De verdad Marcelo lo había golpeado y él no se había enterado?, ¿de verdad su amigo había llegado a tal punto para defenderlo?
Su falso enojo se transformó en furia real, pero dirigida hacia Marcelo. Llevaba semanas sin recordar el paseo de Iquique, pero ahora por su propia culpa lo estaba reflotando.
Todo el odio que sentía por Marcelo salió a flote, más fuerte que nunca, pero intentó disimular su enojo. Simplemente apretó los puños para controlar la tensión.
Tras varios cruces de palabras, Rubén se acercó a Sebastian para insistir en que lo escuchara, pero Sebastian estaba seguro que si estaban más cerca no podría mantener su actitud de enojo.
—No te me acerques —le dijo, empujándolo.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido Rubén.
—Porque no quiero que te me acerques —respondió Sebastian, incapaz de inventar alguna excusa—. Porque me das asco —fue lo único que se le ocurrió, y estaba consciente de la nula convicción con que salieron las palabras de su boca—. Me das asco —repitió, dándole otro empujón—. Tú y tu pololo de mierda ese.
Involucrar a Felipe en la conversación le resultaba más fácil para focalizar su ira, pero no le duró mucho tiempo.
A cada segundo que pasaba se le hacía más difícil a Sebastian mantener su postura, sobretodo mirando a Rubén a los ojos, que funcionaban como un imán para sus genuinas emociones. Estaba al borde de las lágrimas intentando permanecer estoico con su decisión.
Cuando Rubén por fin dio media vuelta para marcharse, Sebastian aprovechó de inmediato para voltearse y soltar las lágrimas que luchaban por caer por su rostro.
—Te amo —le dijo Rubén desde la puerta.
Al escuchar sus palabras sintió un fuerte dolor en el pecho.
Estaba seguro a qué tipo de amor se refería Rubén.
Y Sebastian sentía igual. Y por lo mismo, se mantuvo en su postura. Lo amaba tanto que prefirió darle la libertad de ser feliz lejos de él.
El llanto intentó salir contra su voluntad, pero lo dominó lo mejor que pudo. Dio un largo suspiro y luego se aclaró la garganta.
—Yo no —respondió finalmente.
No más de cinco segundos después Rubén salió de su habitación cerrando la puerta detrás de sí, y Sebastian por fin pudo liberar toda la angustia y dolor que sentía.
Acababa de cortar lazos de forma definitiva con quien había sido su mejor mejor amigo de años, y quien en ese momento, estaba convencido que era el amor de su vida.
Las piernas le comenzaron a temblar, completamente débiles, como si con cada lágrima se esfumara algún tipo de unidad de energía.
Se sentó en su cama y abrazó la almohada, hundiendo su rostro en ella para ahogar el llanto.
No se dio cuenta en que momento abrieron la puerta, pero sintió que alguien se sentó a su lado en silenció y lo abrazó. No le importó que lo vieran en ese estado después de haber hablado con Rubén.
Desde ese momento ya no le importaba nada.
Continuó llorando hasta que su organismo no pudo más, y entonces continuó sintiendo ese dolor en el pecho, como si literalmente su corazón se hubiese partido en mil pedazos.
—¿Así se siente el amor? —le preguntó su hermana con su dulce voz, aun abrazándolo.
Sebastian sintió un calor agradable en su interior, como si las palabras de su hermana tuvieran el poder de aliviar su dolor, y agradeció la naturalidad con la que formuló la pregunta.
—No debería —respondió Sebastian, con la voz temblorosa y débil aún.
Se quitó las manos del rostro y miró a su lado. Su hermana le devolvía la mirada con una sonrisa casi maternal, entendiendo lo que estaba pasando.
—¿Cómo…? —quiso preguntar muchas cosas, pero no sabía por dónde empezar.
—Dos más dos —respondió ella, aun sonriendo—. La verdad no sabía nada, pero ahora tu llanto fue muy revelador, sumado al llanto del Rube —Sebastian agradeció que estuviera su hermana y no sus padres en la casa en ese momento—. ¿Esto significa que el Rube no va a volver a ser tu amigo?
Sebastian no estaba seguro de qué forma estaba interpretando su hermana la situación, pero suponía que tenía una idea bastante clara, aunque no quería confirmar todo al cien porciento.
—No, Prisci —lo negó para tranquilizarla—, esto solo significa que tendremos una conversación pendiente para cuando vuelva del regimiento.
—¿Qué debo hacer ahora que te vayas?, ¿lo debo seguir saludando en la calle cuando lo vea? —le preguntó Priscilla.
—¿Y por qué no vas a hacerlo? —Sebastian se rió por la pregunta.
—¡Porque te hizo llorar!, ¡te hizo daño! —explicó ella, como si fuera obvio.
Sebastian se rió y le dio un abrazo.
—Él no me hizo daño —respondió finalmente—. Me hizo despertar, de alguna forma, y siempre le voy a estar agradecido por eso —Priscilla lo miró seria, analizando sus palabras—. Si lo ves, salúdalo, hazle saber que, a pesar de todo, aún hay amor y cariño para él en esta casa, aunque yo no esté.
—No creo que venga, con todas las cosas malas que hablan mamá y papá sobre él —dijo Priscilla dando un suspiro.
—No les hagas caso, porfa —le pidió Sebastian—. No seas como ellos.
—Por ningún motivo —aceptó ella, al momento que el auto de su padre se estacionaba fuera de la casa—. ¡Llegaron!
—Si —coincidió Sebastian sin ganas—. Anda a bañarte que tenemos que ir donde la tía Carmen.
Priscilla se puso de pie y se dirigió a la puerta. Antes de salir se devolvió hasta la cama de Sebastian y se paró frente a él.
—No hay nada malo contigo, hermano —le dijo—, aunque mamá y papá, o el mundo entero te digan lo contrario, no dejes que apaguen tu luz.
Las palabras de su hermana le provocaron nuevamente una agradable sensación de calor en su interior, como si realmente tuvieran poderes sanatorios.
El pecho ya no le dolía tanto como al inicio, pero estaba seguro que su última conversación con Rubén dejaría una marca en él difícil de borrar.
 Sebastian ingresó al comedor, caminando detrás de Julio, Mario y Luis. Prefirió salir último para asegurarse que el diario permaneciera en el basurero.
Notó que Simon estaba sentado a la misma mesa que Javier y Andres, y Sebastian se les sumó, mientras que los otros tres muchachos prefirieron sentarse en otra mesa aparte, entre risas.
Simón le sonrió con timidez y complicidad al sentarse frente a él.
—¿Qué onda? —preguntó Javier a modo de saludo.
—¿Qué onda de qué? —Sebastian se hizo el loco.
Esperaba pasar desapercibido su nerviosismo, pero dudaba que lo estuviera logrando.
—¿Cómo que de qué? Se demoraron caleta en llegar —fundamentó Javier.
—Sí Sebastian, de hecho, se demoraron cinco minutos más de lo que deberían. Me sorprende que no los hayan castigado —intervino Andrés.
—Eso de seguro te habría gustado, ¿cierto? —respondió con acidez Sebastian, y de inmediato se arrepintió.
El estrés de haber sido descubierto su diario le estaba alterando su estado de ánimo de forma inmediata.
Sebastian notó que Simon cambió su sonrisa por un aire cabizbajo y nuevamente retraído como en los últimos días.
—¿Qué onda Simón? —preguntó Javier—, ¿estaba así de hueon anoche en la guardia?
Simón se llevó un trozo de pan a la boca y simplemente se encogió de hombros, sin decir nada.
—¿Y a ti ahora te comieron la lengua los ratones? —le espetó Javier.
Sebastian sabía que lo decía en broma, pero le preocupó que Simón se lo tomara a pecho.
—¡Pero si estoy igual de colgado que tu! —se defendió Simón.
—¡Todos los hueones raros!, esos culiaos sentándose allá —Javier apuntó a los tres amigos —, ahora falta que tú agarres a chuchás al Teniente —se dirigió a Andrés— y estaríamos listos con el capítulo de la Dimensión Desconocida.
A Sebastian le causaron gracia las palabras de Javier, y no pudo evitar reírse.
—No digas eso ni en broma —le respondió Andrés a Javier, completamente serio.
Sebastian notó que Simón seguía cabizbajo, pero prefirió no decirle nada para no incomodarlo frente a los demás preguntándole qué le pasaba.
Mirándolo frente a él, y después de saber que lo que le había dicho la noche anterior era cierto, que sus compañeros sí decían cosas de él a sus espaldas, sintió pena y rabia.
Sabía que era un privilegiado por no haber sido discriminado anteriormente, pero nada le aseguraba que en ese preciso momento quizás los demás hacían los mismos comentarios sobre él que sobre Simón, y una sensación de inseguridad y miedo se volvió a apoderar de él.
Comenzó a mirar a su al rededor, buscando alguna mirada furtiva, o algún idiota murmurando con malicia.
Su mirada se cruzó con la de Luis, que conversaba en voz baja con Julio y Mario a un par de mesas de distancia. Al terminar de hablar, los tres soltaron unas risas sardónicas.
La sangre le hirvió. Sabía que estaban hablando de Simón, y que estaban tramando algo para humillarlo. Y tenía claro que, si hablaban de Simón, en el fondo hablaban de él también.
Necesitaba recuperar el diario y quitarles la ventaja con la que contaban, pero dudaba que sería capaz de lograrlo sin ayuda.
Justo en ese momento, el sonido de las trompetas anunciaron el término del desayuno, así que todos pudieron salir al patio a respirar y distenderse por al menos diez minutos antes del inicio de la próxima instrucción.
Sebastian se dirigió de inmediato al baño, sin decirle a nadie, pero al llegar estaba atestado de otros soldados ocupando los lavamanos, así que no tuvo oportunidad de buscar en el basurero sin levantar sospechas. Se dirigió a las barracas a buscar su cepillo de dientes para disimular la demora cuando aparecieron los tres amigos, con la misma misión: recuperar el diario.
—¿Vienes a sacar el librito, Guerrero? —le preguntó Luis—, te caché, quieres seguir leyendo las aventuritas de Gonzalez —Julio y Mario se rieron de la frase burlesca—, tranquilo que ya vas a poder leerlo todo, igual que todos los demás.
Sebastian se paralizó.
Le iban a contar a todos sobre lo que él había escrito en el diario. Dentro de poco todo el regimiento se enteraría de sus sentimientos por Rubén, y bastaría solo un par de preguntas para que averiguaran que el diario era de él.
Se quedó en silencio, petrificado. No se movió cuando se quedaron los cuatro solos en el baño, ni cuando Julio metió la mano al basurero para recuperar el diario. Era como si su cuerpo fuera una armadura inerte, incapaz de moverla a su propia voluntad para evitar que pasara lo que estaba presenciando.
—A la tarde seguimos con el club de lectura —le dijo a modo de burla Mario, dándole un par de palmadas en la mejilla.
Sebastian se sintió completamente estúpido.
¿Cómo había sido incapaz de evitar que recuperaran el diario? Lo peor de todo era que, por su propia culpa, Simón también saldría lastimado.
Justo en ese momento, el muchacho en quien pensaba ingresó al baño.
Al verlo sonrió sin ganas y volvió a bajar la mirada.
—Simón —le dijo Sebastian, acercándose, aunque no estaba seguro de qué decir—. ¿Cómo estás? —preguntó finalmente.
—Bien, igual que ayer —respondió el muchacho.
Efectivamente mostraba la misma actitud del día anterior, como si estuviese cansado de todo.
—¿Seguro?, pregunto porque te ves distinto a como estabas anoche.
Simón dio un suspiro.
—Tu actitud esta mañana, me sacó un poco de onda. Estabas raro —le explicó Simón—. Es una tontera, lo sé, pero pensé que, después de nuestra conversación de anoche, quizás te habías arrepentido de ser mi amigo, que te habías asustado como la vez anterior.
Sebastian miró a Simón y sintió verdadera lástima. Él estaba aterrado de ser expuesto ante todo el regimiento, pero le dio la impresión que Simón ya estaba tan acostumbrado a esas situaciones que tenía asumido que en algún momento quedaría solo y sin amigos.
Sebastian se dio cuenta demasiado tarde que se había perdido en sus propios pensamientos sin haberle respondido a Simón.
—No te voy a obligar a que seas mi amigo, Seba. Entiendo que no quieras que piensen que somos iguales —agregó Simón al no recibir respuesta.
—No es eso, Sim —Sebastian no alcanzó a decir el nombre completo cuando Simon ya estaba saliendo del baño.
Sebastian volvió al patio justo a tiempo para la formación y el inicio de la primera instrucción del día, que como era costumbre, era de defensa personal.
Le tocó hacer ejercicios en pareja con Javier, como hacían siempre, pero su mente estaba en otra parte.
—¿Qué chucha te pasa? —le preguntó Javier al notar su desinterés.
—Nada —respondió simplemente Sebastian, mirando hacia donde estaban Julio y Luis.
—¿Cómo que nada? —insistió Javier—, si se te nota que te pasa algo.
Sebastian suspiró sonoramente y evaluó si valía la pena contarle a Javier, o si quiera pedirle su ayuda.
—¡Gutierrez!, ¡Guerrero!, ¿Qué pasa? —les gritó el Cabo Trujillo al notar que no estaban trabajando como deberían.
Los muchachos retomaron nuevamente el ejercicio para evitar ser reprendidos nuevamente.
Javier no insistió en saber qué le pasaba a Sebastian, y él lo agradeció, pero no apreciaba que lo mirara serio y con suspicacia.
—Necesito tu ayuda —le dijo a Javier al terminar la instrucción, después de decidirse finalmente a pedir apoyo.
—Ah, ahora hablai —comentó con sarcasmo Javier—. Ya, dime, ¿a quién hay que pegarle?
Javier sonrió con arrogancia, esperando detalles.
 Sebastian estaba sentado en el incómodo y horrible sillón de cuerina amarillo en la casa de su tía Carmen. Sus padres habían decidido realizar un almuerzo especial con la familia que vivía en la ciudad para celebrar su ingreso al Servicio Militar.
Después de la conversación con Priscilla se había sentido un poco más aliviado, pero con el pasar de las horas, volvió a repasar en su mente toda su conversación con Rubén, y le dio varias vueltas a una frase en particular.
Rubén le había dado a entender que había intentado defenderlo de Marcelo de formas en que él no tenía idea, y que incluso había recibido una paliza.
La sola idea de que Marcelo le haya puesto un dedo encima a Rubén le hizo hervir la sangre, y antes de que se diera cuenta, tenía las uñas marcadas en las palmas de las manos, por presionar con tanta fuerza los puños.
La Tía Carmen se paseaba por el living ofreciéndole distintos tipos de licores a Sebastian, después de haber terminado de almorzar.
—Aprovecha, porque desde mañana ya no podrás tomar nada —lo incitaba la añosa mujer.
Sebastian rechazó los múltiples ofrecimientos con una falsa sonrisa.
—Oye, ¿qué le pasa al Sebita? —le preguntó Carmen al padre de Sebastian—, no quiere whisky, vino, ni siquiera una cerveza; no salió a jugar a la pelota con los niños. No me digai que te salió huequito —bromeó la mujer, buscando la sonrisa de su sobrino, pero solo encontró mayor seriedad, enmascarando profundo temor.
—¡Ay, hermana, no digas hueás! —respondió de inmediato el padre de Sebastian—. Sobre mi cadáver voy a tener un hijo maricón. Parecen plaga esos hueones ahora.
—Un vecino nuestro ahora es mariconcito —intervino la madre de Sebastian, refiriéndose a Rubén.
—No es “un vecino” —Sebastian intervino molesto—, y tampoco es “mariconcito”. Es mi —dio un suspiro antes de continuar. No podía dejar que la furia que sentía en ese momento le hiciera tomar malas decisiones—, es mi mejor amigo.
—Ay, hijo, ¿Cómo puedes seguir diciendo que es tu amigo? —le preguntó su madre, horrorizada—, ¿acaso después cuando se haga drogadicto va a seguir siendo tu amigo?
Sebastian no soportó más el sin sentido de conversación que estaban teniendo los adultos, y se puso de pie.
Sus padres y su tía Carmen lo miraron atentos, esperando que dijera algo.
—Voy a la cancha a jugar con mis primos —dijo finalmente a modo de excusa.
Sebastian salió de la casa, y caminó en dirección opuesta a la cancha, para no tener que ver a sus desagradables primos mayores, que todos le hacían recordar a Darío, el hermano imbécil de Rubén.
No sabía qué hacer, ni hacia dónde ir, solo tenía claro que tenía que salir de ese tóxico ambiente.
Volvió a pensar en Rubén y Marcelo, y dejó que el enojo acumulado por las palabras de su amigo, y aumentado por los comentarios de sus padres y su tía, se apoderara de él.
Decidió ir a confrontar a Marcelo.
Sabía que Marcelo vivía a unas diez cuadras de donde vivía su tía, pero no estaba seguro de la dirección exacta.
No tenía claro cómo lo iba a localizar, pero pensó que lo resolvería cuando se encontrara en el lugar, y suponía que iba a esperar hasta que saliera de su casa a visitar a algún amigo o a comprar en el almacén.
Las probabilidades de encontrarlo con tan poca información eran bastante escasas, pero en ese momento no estaba pensando con claridad.
Llegó a la población donde sabía que vivía, y para su suerte, lo vio caminando por la plazoleta que estaba frente a un paradero de micros.
Marcelo estaba apoyado en un poste que avisaba sobre la prohibición de alimentar a las palomas. Con su robusto cuerpo proyectaba un aura imponente, como si toda la plaza le perteneciera.
Sebastian se acercó, y cuando hizo contacto visual con él, Marcelo ni se inmutó.
Pensó que si lo golpeaba, apenas le iba a hacer daño, como si fuera un muro de concreto, pero eso no lo detuvo. Sebastian continuó caminando hacia él, y sin previo aviso, levantó el puño y lo clavó en la mandíbula de Marcelo.
—¡¿Qué mierda le hiciste al Rube?! —le preguntó a Marcelo, en un volumen tan fuerte que estuvo seguro por unos segundos que sus padres pudieron haberlo oído desde la casa de la tía Carmen.
—¿Qué hueá Sebastian culiao? —preguntó Marcelo intentando incorporarse con dificultad—, ¿qué le voy a hacer a ese maricón de mierda? No lo veo de hace meses.
El ataque lo había tomado por sorpresa, pero aun así estaba a la defensiva.
—Me dijo que le hiciste algo en el paseo —Sebastian lo empujó y Marcelo volvió a caer de espaldas al suelo.
—Hice que me chupara el pico, el maricón culiao ese —respondió Marcelo empapando con asco cada una de sus palabras—. El muy maricón ni para eso servía, así que le saqué la chucha, como merece.
Las palabras de Marcelo enfurecieron a Sebastian, y se abalanzó encima de él, golpeándolo en el rostro con los puños.
Era como estar golpeando a un saco de arena, algo que era incapaz de sentir dolor.
Los puños le ardían a Sebastian, y no estaba seguro si la sangre con la que estaban manchados era suya o de Marcelo.
Aun así, después de decenas de golpes, Marcelo mantenía su sonrisa burlesca, provocando a Sebastian para que siguiera golpeándolo.
—¡Golpea como hombre po! —le decía para seguir provocándolo—, pegai como niñita, de seguro te enseñó a pegar el maricón del Rubén.
Sebastian ya no tenía más energía para seguir golpeando. Las manos le temblaban y la piel le ardía, pero sentía aún más rabia al ver que Marcelo era incapaz de sentir dolor por sus puños.
Tenía la polera salpicada con gotas de sangre, al igual que el rostro, mientras que la cara de Marcelo parecía un lienzo de una pintura de arte contemporáneo.
Sin que Sebastian se diera cuenta, Marcelo levantó el puño derecho y lo golpeó en el oído izquierdo, tumbándolo de cabeza hacia el cemento. Se levantó lo más rápido que pudo para evitar recibir otro golpe, y se alejó un par de metros desde donde seguía Marcelo en el suelo.
—Te prometo maricón culiao que te voy a matar —lo amenazó Marcelo, aún en el suelo.
—Párate primero —fue lo único que se le ocurrió responder a Sebastian.
Se dio media vuelta, y se fue caminando, dejando al matón tirado en el medio de la plaza, y pasando por el lado de una señora que miraba horrorizada el espectáculo.
 —No hay que pegarle a nadie —le respondió finalmente Sebastian a Javier después de almuerzo, cuando pudieron conversar a solas nuevamente. Estaba realmente agradecido por la buena disposición.
Sebastian se quedó mirando a Javier, que le daba una fumada a su cigarrillo, esperando su respuesta.
—¿Entonces? —preguntó Javier, botando el humo por la boca.
—El Julio con los otros hueones —Javier asintió entendiendo que se refería a Luis y Mario— encontraron un cuaderno morado, es mío. Necesito que me ayudes a quitárselo.
—¿Y por qué no se lo pides directamente? —preguntó Javier, confundido.
—No puedo —Sebastian estaba tenso y visiblemente nervioso—. No saben que es mío.
—Bueno —aceptó finalmente con algo de displicencia.
Javier apagó la colilla del cigarro en el macetero que tenía a su lado, y la botó en un basurero cercano. Sin decir nada, comenzó a caminar hacia las barracas.
—¿Para dónde vas? —le preguntó Sebastian, siguiéndolo, ya más nervioso que antes.
—A buscar tu cuaderno —respondió Javier, sin darle tiempo a Sebastian de detenerlo, o de pedirle armar algún plan.
Sebastian estaba nerviosísimo. Estaba seguro que Javier lo arruinaría todo, y luego todos sabrían que el cuaderno era suyo, y de su amor por un tal Rubén.
Javier ingresó al dormitorio, donde estaban Julio, Luis y Mario sentados en la cama del primero.
Estaban leyendo más del diario de Sebastian, según el autor pudo notar con temor.
Javier se detuvo unos segundos en la entrada, seguramente para pensar qué hacer a continuación, pero sin meditarlo mucho, se acercó a los tres muchachos.
—Oye Guti, mira lo que encontramos —le dijo Julio cuando lo vio acercarse, para involucrarlo en su estúpido propósito de humillar a Simón.
Sebastian se dirigió hasta donde estaba su cama, para disimular. Desde ahí podía escucha y ver todo.
—¿Qué cosa? —preguntó Javier, con la mirada fija en el diario que tenía Julio en las manos.
—Este cuaderno… —alcanzó a decir Luis, antes de que Javier le quitara el diario de las manos a Julio.
—¡Buena!, es mío —dijo Javier, dándose media vuelta para salir de las barracas.
—Oye, ¿qué huea? —saltó Mario, impidiéndole el paso a Javier.
—Nosotros lo encontramos, así que es nuestro —argumentó Julio.
—Sí, lo encontraron porque se me había perdido —dijo con obviedad Javier—, así que gracias —le dio una palmadita en el hombro a Julio.
Simón ingresó al dormitorio y un tenso silencio se apoderó de la habitación.
—Imposible que sea tuyo —dijo desafiante Mario, acercándose a Javier para intimidarlo, y mirando intermitentemente a Simón, que no le prestaba atención.
—¿Por qué te parece tan imposible que sea mío?
Sebastian desde la distancia veía en el rostro de Javier que mantendría su postura hasta el final, aunque podía ser que estuviera dudando un poco.
—¿Acaso tú le escribiste esas hueas a otro hueón? —preguntó Julio—, ¿acaso erís maricón?
La última palabra hizo eco en el dormitorio, quedando todo en completo silencio después de ello.
Sebastian se preparó para que Javier se negara y le echara toda la culpa a él.
—Sí —respondió firme Javier—, ¿algún problema?
El corazón se le detuvo a Sebastian por unos segundos, completamente sorprendido, al igual que Julio, Mario y Luis, quienes quedaron boquiabiertos, y fueron incapaces de contestar si tenían algún problema con eso.
Simón, por su parte, se quedó en silencio, frente a su casillero mientras sacaba algo del interior, escuchando, pero no viendo el intercambio.
—Pregunté —Javier levantó la voz, sonando más amenazante, a la vez que levantaba su puño derecho, listo para dar un golpe—, ¿algún problema con eso?
Por alguna razón, Javier en ese momento se veía más grande e intimidante que nunca, frente a Julio, Luis y Mario que habían quedado completamente disminuidos.
—Bien —dijo finalmente, bajando el puño, pero aun aferrando el diario en su mano izquierda—. Al primero que comente algo sobre esto, va a ser lo último que diga en su puta vida, ¿estamos claros?
Los tres asintieron, Mario y Luis sin ocultar el susto en sus rostros, mientras que Julio intentaba igualar la actitud de Julio, desafiante, pero la verdad no tenía por dónde.
Javier se abrió paso entre los tres muchachos y salió de la habitación, no sin antes darle una mirada furiosa a Sebastian, que lo miraba a la distancia, aún con el corazón en la mano.
 Sebastian se limpió la sangre de las manos y de la cara con la manguera que estaba en el antejardín de la casa de su tía, antes de ingresar. Los nudillos le ardieron con fuerza, pero lo soportó.
—¡Sebita!, ¿qué te pasó? —la tía Carmen le preguntó horrorizada al verlo entrar.
Si bien se había limpiado las manos y la cara, en la polera aún tenía gotas de sangre.
—Ah, me empezó a salir sangre de nariz —inventó Sebastian, sin ganas, restándole importancia.
—No te escandalices por eso, mujer —el padre de Sebastian reprochó a la dueña de casa—, tu sobrino se va a entrenar para matar y defender a su país. Un poco de sangre no es nada, ¿cierto hijo? —el padre lo miró serio, aún más de lo normal, y Sebastian no respondió de ninguna forma.
—Hijo, ¿necesita que le limpie la carita? —le preguntó su madre, ante lo que Sebastian negó con la cabeza.
—Voy a acostarme un rato —anunció Sebastian sin entrar en mayores detalles, y se fue a la pieza de su primo, a esperar que sus padres decidieran al fin devolverse a su casa.
Era su último día de libertad, y estaba en esa casa atrapado, sin poder hacer nada, y el único escape que había tenido había sido para ir a golpear a un matón.
Sintió vergüenza de sí mismo. Ni siquiera se reconocía en lo que se había convertido. Él no era así, y no quería seguir en ese camino.
Pensó que esas decisiones impulsivas eran producto de su distancia con Rubén, a pesar de que llevaban solo un par de horas sin hablar. El término de su amistad había sido tan intenso que algo había cambiado en él. Estaba más errático e irascible.
Cuando volvió a su casa quiso ir a hablar con Rubén, explicarle por qué había reaccionado así, y contarle con vergüenza lo que le había hecho a Marcelo, pero después de meditarlo por varios minutos, finalmente se contuvo. Decidió que sería mejor para su amigo seguir como estaban en ese momento, y no volverlo a confundir, como había hecho en múltiples ocasiones anteriormente.
Ahora estaba seguro que todo lo que hacía, lo hacía por él.
 Javier estaba sentado en uno de los grandes maceteros de cemento que estaban en el patio. Fumaba su último cigarro de la noche después de la cena, esperando que llegaran los cabo segundo a obligarlos a acostarse a dormir.
Sebastian se acercó lentamente, preocupado. Desde que le quitó el diario de Julio, Javier no había vuelto a hablar con él. Sebastian lo había observado a la distancia, asustado de su reacción, después de la mirada furiosa que le había dedicado al cumplir con su “ayuda”.
—¿Qué huea?, ¿te doy miedo? —le preguntó Javier al ver a Sebastian acercarse.
—No —respondió con firmeza Sebastian, aunque ni siquiera estaba seguro de eso.
No le daba miedo Javier, después de todo, lo había ayudado. Solo temía que por eso se distanciara de él, al saber su realidad.
—Te quería dar las gracias —dijo finalmente, reuniendo las palabras—, por ayudarme.
La punta del cigarrillo brilló de un color anaranjado fuerte, y luego Javier miró a los ojos a Sebastian, mientras botaba el humo.
—¿Por qué no me dijiste de qué trataba todo ese asunto del cuaderno ese? —le preguntó Javier. No se notaba enojado, solo serio.
—No sé si te diste cuenta, pero estaba hecho un desastre emocional —le dijo Sebastian, sin ganas—, mi objetivo precisamente era mantener la hueá en secreto, lo máximo posible. Y pensé que, si te lo contaba, no ibas a querer ayudarme.
Javier asintió, entendiendo sus motivos. Le extendió la cajetilla de cigarros, invitándolo a seguir compartiendo con él, pero Sebastian rechazó el ofrecimiento.
—¿Te has visto? —le preguntó de repente—, siempre estas hecho un desastre, no tenía como saber que era tan importante —bromeó, sacándole una sonrisa a Sebastian.
—No estoy siempre tan mal —repuso Sebastian.
—No me corresponde a mi decirlo —Javier levantó las cejas con expresión de burla.
—Perdón por hacerte salir del closet a la fuerza —se disculpó Sebastian, sabiendo que lo que había dicho Javier temprano había sido solo para defenderlo, y no porque de verdad fuera gay.
—De todas las preocupaciones que tenía antes de venir acá, nunca se me pasó por la mente que iba a terminar siendo el hueón gay del regimiento.
—Al menos ante cualquier cosa, me tendrás a mí, tu amigo completamente heterosexual para defenderte —bromeó Sebastian.
Se sentía raro decirle amigo a alguien que apenas conocía hace menos de un mes, pero estaba seguro que las circunstancia ameritaban darle ese nombre.
Sebastian nunca pensó que iba a estar hablando de esa forma con un compañero en el regimiento, con tanta sinceridad.
—No necesito un hombre que me defienda —respondió Javier, fingiendo orgullo.
—¿En serio no te molesta que piensen que eres gay? —le preguntó Sebastian, ya más serio.
Javier negó con la cabeza.
—Si eso significa que me van a dejar de hablar, mejor —respondió Javier.
—¿Y si intentan atacarte?, ¿humillarte? —insistió Sebastian.
—Ya viste cómo los manejé. Esos hueones no se van a acercar a mí. Ni a ti, si es que algún día decides contar lo tuyo. No lo voy a permitir.
Sebastian agradeció la defensa de Javier, aunque seguía preocupado por él.
—¿Quién era el loco ese, al que le escribiste el libro? —le preguntó Javier de repente.
—¿Lo leíste? —le preguntó Sebastian, y Javier negó con la cabeza—. Era mi mejor amigo.
—¿Murió? —la mirada de Javier expresó su preocupación.
—No, no —respondió rápidamente Sebastian—. Es mi mejor amigo, aunque antes de venirme, intenté destruir nuestra amistad.
—¿Le dijiste que te gustaba y se fue todo a la cresta? —Javier intentó adivinar.
Sebastian negó con la cabeza.
—Lo alejé, para que pudiera ser feliz, con su pololo, sus amigos, para que viviera su mundo —respondió dando un suspiro—. Pensé que, si seguía esperándome, se iba a estancar, se iba a limitar a disfrutar su vida, por mi culpa.
—Eso es lo más estúpido que he escuchado —comentó Javier, hiriendo un poquito a Sebastian—, y también, lo más noble que pudiste haber hecho —continuó—. Preferiste poner primero su bienestar, antes que el tuyo.
Sebastian agradeció el punto de vista de su nuevo amigo, a pesar de las palabras duras que usaba.
—¿Cómo chucha esos hueones te quitaron el diario? —quiso saber Javier.
—No me lo quitaron —lo corrigió—. Lo encontraron en el basurero. Yo lo había botado.
—¿Y por qué lo botaste? —cuando Javier le hacía las preguntas, lo miraba de cierta forma, como indicándole que no era necesario responder si no quería.
—Pensé que era momento de pasar página, literalmente —Sebastian se rió por su pequeño chiste—. Sentía que me hacía daño mantenerlo.
Javier suavizó su expresión, mostrando algo de empatía.
—Te dejé el cuaderno en tu casillero —le dijo Javier, poniéndose de pie, tras apagar la colilla del cigarro.
—¿Y cómo?, si está cerrado con candado —le preguntó Sebastian.
—Te falta mucho por conocerme, pequeño —respondió Javier con un aire de superioridad.
—¿O sea que pudiste sacar el diario del casillero de alguno de los hueones sin que se dieran cuenta?
—Si. Pero no habría sido ni la mitad de divertido de como fue al final —Javier se fue caminando, sin esperar a Sebastian, justo cuando los Cabo Segundo llegaban a las barracas para ordenarles que se acostaran.
Sebastian lo alcanzó, y entraron juntos a las barracas.
—A todo esto, ¿quién chucha se pone a revisar los basureros del baño? —comentó Javier, soltando una risotada.
 Sebastian se despertó sin sueño cerca de las dos de la mañana. Todo el dormitorio estaba en completo silencio, a excepción de Andrés que roncaba como una locomotora.
Todos los hechos ocurridos durante el día le provocaron mucha ansiedad. La posibilidad de ser sacado del closet a la fuerza, el hecho de estar en riesgo la estabilidad emocional de Simón, y la defensa y lealtad sin límites de Javier.
Su mente le dio muchas vueltas a todo eso apenas se despertó, después de haber estado soñando cosas relacionadas también.
Se levantó con sigilo y abrió su casillero. Sacó una hoja del diario y su lápiz y se puso a escribir.
“¿Quieres ser mi amigo? (te ofrezco mi amistad y lealtad, sin condiciones)”
Debajo de la frase dibujó dos cuadrados a modo de alternativas, y a cada una le puso la misma leyenda: “Si”.
“(La verdad, no tienes alternativa)”
Cerró la misiva con su nombre y una carita feliz, la dobló por la mitad y la metió por el borde del casillero de Simón.
Estaba determinado a llegar a conocerlo y ser su amigo y no pensaba recibir un no por respuesta.
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Clases de Seducción II, parte 4: La Fiesta
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3
Desde que tiró el diario en el basurero del baño, Sebastian sintió algo de alivio. Pensaba que el diario lo estaba atando a su pasado, a su frustración por las condiciones en las que se encontraba en ese momento, y a su negación de aceptar que estaba haciendo el Servicio Militar.
A partir de ese día se permitió ser un poco más libre, dejando al descubierto su verdadera personalidad. A pesar que había perdido días cruciales para formar lazos con sus compañeros, estaba confiado en que su forma de ser le permitiría ponerse al día.
Fue precisamente con Javier con quien comenzó a desarrollar un tipo de amistad bastante sutil, manteniendo las pesadeces que se habían dicho desde el principio, pero ambos sabían que la amargura subyacente ya no estaba. Habían encontrado un punto en común donde había mutuo respeto.
—¿Cómo estuvo el día de castigo? —les preguntó Andrés al desayuno, dándole la impresión a Sebastian que cuando cruzaron palabras la noche anterior estaba aún dormido—, el de nosotros estuvo intenso. ¡Cien flexiones antes de cada instrucción! —exclamó con entusiasmo, abriendo los ojos como platos—. Se fue al chancho el Teniente Guerrero, pero como buenos soldados cumplimos todos.
—Tú de verdad tienes un problema —le dijo Javier, serio, aunque sin mala intención.
—¿Por qué? —preguntó Andrés sin perder su sonrisa.
—¡Porque no puedes contar con tanto entusiasmo el castigo! —respondió Javier, haciendo tanto énfasis en que era obvio su punto que Sebastian, que escuchaba sin intervenir, sintió una pizca de lástima por Andrés.
—¡Pero si era nuestro primer castigo! —intervino Luis, molestando a Andrés—, ¿no es obvio acaso?, ¡es lo mejor que nos ha pasado desde que pusimos pie en este glorioso regimiento!
—¡Soldado Rivera! —le llamó la atención el Cabo Ortega que justo iba caminando por detrás de la mesa de los muchachos.
—¿Si, mi Cabo? —respondió Luis de inmediato, cuadrándose ante la presencia de su superior.
—¿Qué fue eso? —le preguntó levantando la voz—, ¿acaso le parece una burla su Regimiento?
—¡No, mi cabo! —respondió Luis de inmediato.
—¡Haga cien sentadillas ahora! —le ordenó Ortega, y Luis obedeció de inmediato.
Ante las sonrisas burlonas de Mario, Andrés y Javier, Sebastian se mantuvo serio. Odiaba esos arranques de locura de los superiores y los castigos estúpidos que los obligaban a hacer, para reforzar que ellos como soldados eran los que estaban más abajo en la escala jerárquica y que podían hacer con ellos lo que quisieran.
Sebastian notó que Simón, que estaba sentado en el otro extremo de la mesa, siguió tomando desayuno, sin burlarse de Luis, al igual que él, incómodo por la situación.
—Ya, entonces asumo que no te gustó tu castigo —volvió a retomar el hilo de la conversación Andrés, dirigiéndose a Javier.
—Obvio que no. Fue un asco.
—¿Por qué tanto? —quiso saber Andrés.
—Porque no tiene ninguna gracia pasar todo un día encerrado con este culiao —respondió Javier, serio, apuntando a Sebastian.
—Cállate conchetumare —respondió Sebastian de forma inmediata, igual de serio que Javier.
Los compañeros de castigo se quedaron mirando por un par de segundos, manteniendo la seriedad. Ninguno de los dos se rió, pero Sebastian estaba seguro que Javier lo decía bromeando, al igual que él.
Andrés se llevó las manos a la boca, sorprendido por la escena.
—No empiecen otra vez —les pidió Mario, aunque por su tono de voz daba la impresión que realmente quería verlos pelear.
—Por favor empiecen —intervino Julio—, no pueden quitarle a Andresito la posibilidad de tener su segundo castigo en menos de cuarenta y ocho horas.
—Muy gracioso —respondió Andrés sin mostrar molestia.
Durante la semana Sebastian se fue dando cuenta que, a pesar de que estaba comenzando a encajar un poco mejor con sus compañeros, no todos le caían muy bien: Julio, Mario y Luis eran bastante básicos con su humor, y lo basaban principalmente en bromas homofóbicas que a Sebastian le causaban rechazo inmediato; Andrés era un ser demasiado inocente como para entender esas bromas, pero no podía descartar que también fuera homofóbico.
Sebastian también se fijó que Simón no era tan parte del grupo como pensaba. No participaba mucho en las conversaciones y, al igual como hacía él al principio, se aislaba e iba al dormitorio en la mayoría de los tiempos libres.
—¿Sabes qué le pasa a Simón? —le preguntó en privado Sebastian a Javier un día después de almuerzo.
—¿Por qué lo preguntas? —Javier no había entendido la pregunta.
—No sé, lo noto raro, como si se estuviera aislando —fundamentó Sebastian.
—No cacho —respondió Javier con sinceridad—. Quizás extraña a su familia o algo así.
—¿Por qué no vas a ver si está bien? —Sebastian estaba preocupado por simón.
Si bien, él ya había estado varios días aislándose del resto ahí en el regimiento, creía que era lo suficientemente fuerte mentalmente como para hacerlo. En cambio, Simón le daba la impresión de ser más frágil en ese sentido, y por eso mismo, le preocupaba.
—¿Por qué no vas tú? —contrapreguntó Javier—. No se va a morir si no habla con nadie por unos días —se quedó en silencio unos segundos mientras observaba a unos soldados que se pateaban el trasero mutuamente a modo de broma—. Creo que incluso en este ambiente, es mejor aislarse.
Javier soltó una risita socarrona, pero Sebastian se quedó pensativo. Sabía que, en cierto sentido, Javier podría tener razón, que no le haría mal pasar unos días sin socializar mucho, sobre todo por la personalidad infantil de quienes los rodeaban, pero no podía evitar preocuparse, en cierta forma, porque sentía algo de culpa.
Sebastian pensaba que Simón se estaba aislando después de haber hecho guardia juntos, aunque era una teoría bastante egocéntrica. Realmente no recordaba haberse percatado de eso precisamente después de aquella noche, pero pensaba que era posible.
A pesar de sus mejores intenciones, no logró reunir la valentía suficiente para acercarse a hablar con Simón, quien cada día comía más rápido y evitaba hablar con los demás.
Para fortuna de Sebastian, al llegar el fin de semana, les tocó hacer guardia juntos nuevamente.
El cabo segundo Ortega los emparejó nuevamente para que estuvieran haciendo la guardia juntos igual que la vez anterior.
—A ver si ahora puede mantener en línea a Guerrero, Soldado Gonzalez —le dijo Ortega a Simón a modo de broma.
Sebastian sonrió ante las palabras del Cabo, aunque no porque las encontrara graciosas, sino porque sentía que al fin tendría la posibilidad de hablar con Simón.
—Mi Cabo —habló Simón, cuadrándose y poniéndose firme—, ¿puedo hacer la guardia solo?
La sonrisa se le borró del rostro a Sebastian de inmediato, al confirmar que efectivamente Simón tenía algo contra él.
—Soldado Gonzalez —respondió Ortega—, acá tenemos que aprender a trabajar con todos. Solicitud denegada.
Simón aceptó dando un largo suspiro, y luego bajó la vista.
A los muchachos les tocaba el segundo turno de la guardia, que iniciaba a las dos de la mañana, así que se fueron a acostar a dormir, pero a Sebastian le costó conciliar el sueño.
Se dio muchas vueltas en la cama, pensando en que efectivamente Simón no quería estar con él, y lo culpable que se sentía por eso, después de la última guardia que habían compartido, donde él prácticamente lo había rechazado.
Cerró los ojos por largos segundos y luego los abrió al sentir en su hombro la mano de Morales, el soldado a quien relevaría junto a Simón.
El cuerpo le pesaba como si no hubiese dormido nada, y en completo silencio, se vistió bien abrigado y salió a la intemperie. Esperó que saliera Simón y Morales y los tres caminaron hacia el portón posterior del regimiento, donde estaba Jimenez esperando que llegaran para ir a descansar con Morales.
La pareja de soldados que estaban terminando su guardia se despidieron, y se fueron a descansar, dejando a Sebastian completamente a solas junto a Simón.
—¿Cómo dormiste? —le preguntó Sebastian a Simón, intentando generar una conversación.
—Bien —respondió Simón.
Su tono de voz no era serio ni pesado. Simplemente le daba la impresión a Sebastian que estaba cansado y no quería hablar.
Sebastian no insistió en buscar conversación por largos minutos, pero sentía que no podía seguir manteniendo ese silencio incómodo por más tiempo. Al menos quería disculparse por su actitud de la última guardia.
—Oye, Simón —comenzó a decir Sebastian, pero luego se quedó en silencio un par de segundos sin saber cómo continuar—. Perdón por haber actuado como lo hice el otro día cuando estábamos haciendo la guardia.
Simón lo miró, pero no dijo nada. Simplemente bajó la vista y asintió.
—Dime algo, porfa —le pidió Sebastian al darse cuenta que no obtendría respuesta voluntaria.
—¿Qué quieres que te diga? —le preguntó Simón, con tranquilidad—. Está bien, Sebastian, no tienes nada por qué disculparte.
—No es que quiera que me digas algo específico —se explicó Sebastian—. Es que, siento que fui un imbécil el otro día. Tú me estabas contando algo importante para ti y yo me asusté y me fui. No debí haber hecho eso y me arrepiento y por eso te pido perdón.
—Está bien Sebastian —insistió Simón.
—¿Seguro que no pasa nada?
—Si.
Simón se sentó en la tierra y apoyó la espalda contra el imponente portón de hierro.
—Estabas hablando de lo aliviado que te habías sentido al ver que estaba yo acá, porque según tú somos iguales —le recordó Sebastian, insistiendo para que Simón admitiera que no había sido cualquier cosa.
—Si, bueno, me equivoqué claramente —respondió Simón, algo avergonzado.
—Bueno, independiente de que te hayas equivocado o no, no quiero que te sientas solo —le explicó Sebastian, sentándose a su lado—. Creo que yo estaba pasando por lo mismo y por eso decidí alejar a todos desde el principio, pero eso no me sirvió de nada. Es una mierda estar solo en un lugar como este.
Simón lo miró por largos segundos, como pensando qué responder a sus palabras.
—Supongo que es mejor tener un amigo, antes que no tener ninguno —respondió finalmente, esbozando una leve sonrisa.
Sebastian sonrió ampliamente, satisfecho por la respuesta de Simón, y le dio un golpecito con el puño en el brazo.
Al ver la sonrisa tímida de simón, Sebastian recordó a Rubén, su mejor amigo. a pesar de que físicamente no se parecían en nada, pudo sentir una similitud particular, como si fueran la misma persona en diferente cuerpo.
—¿Por qué te has estado aislando estos últimos días? —le preguntó Sebastian—, ¿es porque extrañas a tu familia?
—En parte eso —respondió Simón—, y en parte porque —dio un largo suspiro— no me siento cómodo aquí. La forma en que bromean todos no me gusta, y a veces siento que murmuran cosas cuando paso, o que insinúan cosas…
—¿Qué cosas? —lo interrumpió Sebastian.
Sebastian sospechaba a qué se refería Simón, a pesar de que nunca había visto algo parecido. Se sintió incómodo por haber hecho la pregunta a los segundos de haberla hecho.
—Cosas —respondió Simón con un suspiro, como si fuera obvia la respuesta.
Sebastian se dio por satisfecho.
—¿Y si hablas con Guerrero?, ¿o con el Capitán Gomez? —sugirió Sebastian.
—Ni cagando —respondió de inmediato Simón—. Al final no harían nada, y si hacen algo los demás me tendrán de punto fijo. Igual si sobreviví al liceo, podré sobrevivir un par de meses más en este circo.
Sebastian sintió lástima por Simón. Si bien él desde hace muy pocos meses había comenzado a descubrir su propia orientación, dentro de su entorno de amigos o compañeros de curso nunca tuvo algún problema de aceptación (sin contar a Marcelo, obviamente). No se podía imaginar lo terrible que debió haber sido para Simón haber pasado toda su etapa escolar siendo discriminado por sus compañeros. Eso asumiendo que ambos estaban hablando de lo mismo.
—Bueno, ya no estás solo. Me tienes a mi —le dijo Sebastian, y no pudo evitar sentirse un poco tonto al decirlo en voz alta, como si él fuera una especie de súper héroe o algo por el estilo.
—Gracias, Sebastian —Simón lo miró a los ojos y sonrió cándidamente.
Sebastian estaba aliviado de haber podido restaurar la posibilidad de una nueva amistad con Simón.
—¿Por qué te asustaste el otro día cuando hablamos? —le preguntó Simón al cabo de unos minutos.
Por alguna razón, Sebastian se volvió a poner nervioso, como si con esa pregunta estuviese intentando dejar expuestos todos sus secretos.
—Porque… no lo sé —realmente no sabía cómo responder la pregunta—. Creo que me asustó que supieras quién soy, sin siquiera conocerme. De hecho, no estoy seguro de conocerme a mí mismo. Ni siquiera tiene sentido lo que digo —soltó una risita nerviosa.
Sebastian trató de explicarse de mejor forma sin ser demasiado obvio.
—Entiendo —dijo finalmente Simón, con una sonrisa satisfecha—. Tiene todo el sentido del mundo.
Efectivamente, ambos estaban en la misma sintonía.
 —¿Cómo te fue en la prueba?
—Aún no la tengo. Es ahora en la tarde.
La voz de Rubén sonaba adormecida al otro lado de la línea telefónica. Sebastian lo había llamado a la hora de almuerzo desde el teléfono fijo de su casa para saber cómo estaba su amigo, y para asegurarse de que estuviera tan entusiasmado como él por su gran fiesta de despedida, a la que no podía faltar por ningún motivo.
La ansiedad por la fiesta le provocó a Sebastian tener problemas para dormir la noche anterior, y tuvo que levantarse temprano en la mañana para ayudar a su padre con unas compras en el centro, así que igual se sentía algo cansado.
—Estoy muerto de sueño —le comentó Rubén—, y creo que me irá pésimo en la prueba.
—¿Por qué? —preguntó Sebastian, curioso—, ¿no se suponía que anoche ibas a estudiar con tus compañeros?
—Si —Rubén soltó una risita desganada—, pero no fue la mejor idea. No estudiamos mucho; casi nada en realidad. Lo peor es que tampoco dormimos.
La voz de Rubén se escuchaba animada al hablar de la noche anterior, como si le divirtiera mucho recordarlo.
—Mucho éxito en tu prueba entonces Rube —le dijo Sebastian—, no te quito más tiempo para que sigas repasando.
—Gracias Seba. Necesito todo el ánimo posible, porque estoy seguro que me quedaré dormido en plena prueba —bromeó.
—Mientras despiertes a tiempo para ir donde la Dani a la noche.
—¿Qué hay donde la Dani? —preguntó bromeando Rubén.
—Ja ja, muy gracioso —respondió con sarcasmo Sebastian, aunque con una sonrisa genuina en su rostro.
—No me lo perderé por nada del mundo. Te quiero —le dijo a modo de despedida Rubén, y Sebastian atesoró en su corazón cada palabra.
Colgó el teléfono, se dio media vuelta y vio que su madre lo miraba con una ceja arqueada.
—¿Con quién hablas que sonríes tanto? —le preguntó la mujer, con una sonrisa cómplice—, ¿es con Daniela?, me encanta esa niñita para ti.
Sebastian dio un suspiro en señal de cansancio.
—No estaba hablando con la Dani, hablaba con el Rube —respondió con la verdad.
—¿Y por qué sonreías? —preguntó nuevamente, intentando disimular su desagrado.
—Porque es mi amigo —respondió Sebastian, sin darle mayor vuelta al asunto—, me hace reir.
Sebastian se dirigió a su dormitorio, y cerró la puerta justo antes de escuchar a su madre gritar que no se encerrara por mucho tiempo porque ya iba a servir el almuerzo.
Se recostó en la cama, tomó una pelota saltarina que tenía en el cajón del velador, y comenzó a lanzarla contra la puerta del armario que tenía enfrente.
Mientras lanzaba la pelota, se puso a pensar en lo que sentía cada vez que Rubén le contaba sobre su nueva vida universitaria.
Por muy difícil que fuera admitirlo, sentía envidia de su mejor amigo. Sentía que Rubén estaba experimentando muchas cosas nuevas que él mismo también debería poder experimentar, pero no lo estaba haciendo.
No era nada contra Rubén, obviamente. Lo amaba y jamás podría desearle que le fuera mal en esa nueva etapa. Solo le gustaría poder estar viviéndolo junto a él. Las noches de estudio con sus compañeros, las noches de carrete con sus compañeros, y las noches que deberían ser de estudio pero que terminan en carrete con sus compañeros.
Durante la última semana Rubén le había contado todo sobre sus nuevos compañeros de curso, con quienes había desarrollado una buena relación y quienes ya le desagradaban, y si bien Sebastian escuchaba atento, contento por ver a Rubén emocionado por eso, desearía que no lo hiciera, para no hacerle recordar que ése era un proceso que él no estaba viviendo.
Cerca de las seis de la tarde, tras tomar una siesta, Sebastian fue a la casa de Daniela para comenzar con los preparativos de la fiesta de despedida. Fueron al supermercado y compraron una gran cantidad de bebidas, cerveza, pisco y ron, y muchos aperitivos como papas fritas y ramitas.
—¿Le vas a decir? —le preguntó Daniela mientras ordenaban el living para hacer espacio a la pista de baile.
—Quizás, si me tomo las piscolas suficientes —respondió Sebastian.
—No seas tonto —se rió Daniela—. Si lo haces, tienes que hacerlo consciente. En tus cinco sentidos.
—¿Por qué?
—Porque así te aseguras de que lo que digas sea lo que realmente quieres decir. Ni más ni menos.
Sebastian se quedó pensando unos segundos en las palabras de su confidente.
—La verdad, no tengo pensado contarle nada al Rube, al menos no aún —le dijo Sebastian—. Pero sí le quiero entregar esto.
Sebastian sacó de su mochila el diario color púrpura donde había escrito todo lo que sentía.
—¿Un diario de vida? —preguntó Daniela incrédula.
—Algo así —Sebastian se lo entregó a su amiga y procedió a explicar—. Está cerrado, así que la idea no es que lo lea, pero que lo guarde. Cuando vuelva, se lo voy a pedir, y si estoy en un buen estado mental, lo leeremos juntos. La idea es ver cuánto me cambia el servicio; qué tanto evolucionan mis sentimientos hacia él. Ahí escribí todo lo que siento hasta ahora. Hasta ayer, de hecho.
—Qué lindo —se limitó a decir Daniela, con una sonrisa genuina en el rostro—. Ojalá te haya servido para ordenar las cosas en tu mente.
—Si, me sirvió —respondió Sebastian—, aunque no te voy a negar que por otro lado sentí que me hacía daño escribir.
—¿Por qué? —quiso saber Daniela.
—Porque seguía dándole vueltas a todo en mi cabeza, lo revivía para plasmarlo en el diario, y a la larga me hacía sufrir más. Pero ya lo terminé, está listo y no lo volveré a abrir. Igual después cuando vuelva, si ya no me duele leerlo, será una buena señal.
Daniela coincidió dándole un afectuoso abrazo.
Siguieron conversando mientras se preparaban para la llegada de los invitados. Sebastian se dio una ducha rápida y se puso su mejor tenida para la noche, y luego Daniela hizo lo mismo.
La primera en llegar fue Macarena, seguida de Liliana y Rafael, quienes saludaron con mucho cariño a Sebastian.
—¿Cómo estás?, ¿cómo te sientes? —le preguntó Liliana, con su habitual tono maternal.
—Bien, triste, ansioso, enojado —respondió Sebastian—, una mezcla de todo. Ahora estoy bien, tranquilo.
Liliana le dio un fuerte abrazo.
—Estaremos siempre aquí para ti, no lo olvides nunca —le dijo al oído para darle ánimos.
—No lo olvides —coincidió Rafael, incapaz de articular mayores palabras de apoyo emocional.
—Gracias chicos —les dijo Sebastian aceptando sus buenas intenciones.
—Oye, ¿y el Rube? —le preguntó Rafael después de darle un abrazo.
—Debe venir en camino —respondió Sebastian, intentando ocultar su nerviosismo.
La verdad era que le llamaba la atención que su amigo aún no llegara, siendo ya más de las diez de la noche, pero no había querido llamarlo para no parecer insistente. Por alguna razón, sentía que si lo llamaba, podía espantarlo, como si estuviese siendo demasiado cargante.
Esperó quince minutos y luego le pidió el celular a Daniela, ya que el suyo no tenía saldo para realizar llamadas. Marcó el número de Rubén, y lo arrojó de inmediato a buzón de voz, como si estuviera apagado.
“Quizá se le descargó mientras venía en camino”, pensó.
Cuando llegó Marco, cerca de las once y media, le preguntó si había visto a Rubén.
—Cuando salimos de la prueba me dijo que iría a ver al Felipe —le contó Marco—. Supongo que aprovechó de dormir allá un rato, porque estábamos muertos de sueño —se rió—. Anoche no dormimos nada.
—Si, me contó el Rube eso —dijo Sebastian, para evitar que Marco le contara las anécdotas de la noche de estudio.
—Quizás se quedó dormido —sugirió Marco—. Llegará un poco más tarde, debe ser eso.
Sebastian aceptó las palabras de Marco para poder estar tranquilo unos minutos. La idea de que su amigo no llegara a su fiesta de despedida por haberse quedado dormido le daba mucha pena, pero prefería eso antes de que efectivamente no haya llegado porque algo le había pasado.
Intentó enfocarse en la fiesta, disfrutar, conversar con sus amigos que habían llegado y bailar y beber como se lo había propuesto, pero no podía. Su mente seguía pensando en Rubén, y en el hecho de que no estaba ahí con él.
—¿Te traigo otra cerveza? —le ofreció Daniela, intentando animarlo. Sebastian negó con la cabeza.
—¿Y si le pasó algo? —la preocupación en su voz era evidente.
—Ay, Seba, no pienses en eso —lo reprochó Daniela—. El Rube está bien, debe venir en camino en este preciso momento —Sebastian no le respondió nada, solo se quedó mirando fijamente el suelo—. ¿Y si llamas a su viejo?
Sebastian negó con la cabeza nuevamente.
—No quiero preocuparlo.
—Eso quiere decir que no estás tan preocupado que le haya pasado algo.
Sebastian no respondió. Miró el reloj de la cocina que marcaba las doce y media de la noche, y desesperado, se le ocurrió una idea.
—¿Tienes el número del Roberto? —le preguntó a Daniela.
—Si —respondió ella.
—¿Me prestas tu celular? —le pidió y ella accedió de inmediato.
—¿Por qué llamarás a Roberto en vez de llamar directamente a Felipe? —le preguntó mientras Sebastian buscaba el contacto en su celular.
—Porque me cae mal ese hueón —respondió sin siquiera ocultar su mala onda.
Daniela no dijo nada, solo se limitó a observar lo siguiente.
—Hola, Roberto, oye soy el Seba, el amigo de la Dani y del Rube —se presentó Sebastian, conciente de que estaba llamando desde el teléfono de Daniela—. Oye, te llamaba para preguntarte si habías visto al Rube últimamente.
—¿Al Rube? —preguntó brevemente Roberto desde el otro lado de la línea, sin esperar una respuesta—, si po, estaba en la casa, durmiendo raja con el Pipe.
Sebastian tuvo varias sensaciones extrañas en su interior. Por un lado, se sentía aliviado de saber que Rubén estaba bien, que no le había pasado nada, pero por otro lado le dio pena saber que en ese preciso momento estaba con Felipe, y no con él.
—¿Por qué?, ¿pasó algo? —quiso saber Roberto.
—No, tranquilo, no pasó nada. Solo estaba preocupado porque no me respondía el teléfono.
—Estoy con unos amigos ahora, pero si quieres voy a la casa a despertarlo, estoy a cinco minutos —ofreció Roberto—. Le diría a mi vieja que lo despertara, pero el par de hueones se quedaron dormidos en pelota arriba de la cama —se rió.
—No gracias, no te preocupes —Sebastian intentó que su voz sonara lo más casual posible—. Gracias Roberto.
Colgó la llamada y trató de recomponerse antes de decirle a Daniela la nueva información. El descubrir que Rubén seguramente había tenido sexo antes de quedarse dormido le había dolido más de lo que debería.
Por alguna razón, sentía como una traición mayor, como si Rubén le debiera algún tipo de fidelidad. Era ridículo, lo sabía, pero estaba seguro que era porque en el fondo de su corazón, tenía una ínfima esperanza irracional de que esa noche podría ser feliz junto a Rubén, igual como lo fue la primera noche del paseo de curso.
—Está durmiendo en la casa del Roberto, con el Felipe —le contó a Daniela, que lo miraba ansiosa.
—Podemos llamar al Pipe entonces, para que lo despierte y se vengan —sugirió ella, para levantarle el ánimo.
—No, no importa —le dijo Sebastian, incapaz siquiera de mirarla a los ojos.
—¿Estás seguro?
Sebastian asintió mientras un nudo se le formaba en la garganta.
—¿Dónde quedó el diario? —le preguntó, aclarándose la voz.
—En mi pieza, arriba del escritorio —respondió Daniela.
Sebastian se dirigió al dormitorio de Daniela sin decir nada, y ella lo dejó. Tomó el diario rápidamente y luego volvió a la cocina, donde ahora Daniela conversaba con Liliana.
—Me voy —le dijo a Daniela, mirándola brevemente a los ojos.
Evitaba hacer contacto visual para que no se diera cuenta que realmente estaba triste, como si no fuera obvio.
—¿Por qué?, ¿pasó algo? —preguntó preocupada Liliana.
—Está cansado —respondió Daniela por él, y Sebastian lo agradeció—. ¿Estás seguro? —le preguntó directamente, buscando su mirada.
Sebastian asintió, y Daniela lo aceptó como respuesta, dándole un abrazo.
—Mañana hablamos —le dijo ella a modo de despedida.
Sebastian le dio un abrazo a Liliana también, y le agradeció haber asistido.
—Mañana será un mejor día —le dijo Liliana, intuyendo la causa del “cansancio” de Sebastian.
Sebastian salió de la casa sin despedirse de nadie más, caminó por el solitario pasaje hasta llegar a la calle principal, donde esperó que pasara un colectivo que lo llevara cerca de su casa.
No tuvo que esperar mucho hasta que pasó un colectivo vacío. Se subió al asiento trasero, y sin poder evitarlo, comenzó a llorar.
Las lágrimas comenzaron a caer en silencio en un principio, pero luego le fue imposible evitar que el conductor lo notara.
—Reconocería ese llanto donde sea —comentó desde adelante el chofer, que lo miraba por el espejo retrovisor—. Usted está llorando por amor. ¿Qué quiere que le diga? A su edad estas cosas del corazón parecieran ser todo, lo único importante en la vida, pero tiene que saber que la vida está llena de cosas bonitas, y de seguro hay muchas más chiquillas en el mundo como para que esté llorando solo por una.
Sebastian agradecía las palabras de consuelo del desconocido, a pesar de que estaba errando en un detalle importante.
—Además, todas las mujeres son iguales, ¿o no? —agregó el hombre, a modo de broma.
En ese momento, Sebastian sintió un impulso de empoderamiento que no había tenido nunca. ¿qué más daba si le decía su verdad a ese completo desconocido? Claro, podía ser un homofóbico y golpearlo a la primera oportunidad, pero en ese preciso instante, su propia salud física no le importaba a Sebastian. No tenía nada que perder.
—No estoy llorando por una chiquilla —lo corrigió, sintiendo una dosis de euforia en su interior.
—¿Entonces? —preguntó el hombre, confundido.
—Estoy llorando por un chico —admitió Sebastian, levantando la vista y mirando a los ojos al conductor a través del retrovisor.
—Ah, bueno —el conductor estaba confundido, sin saber qué decir en un inicio. Fijó la mirada en el camino por largos segundos y luego volvió a mirar a Sebastian por el espejo. Su mirada expresaba lástima—. Con mayor razón aún, los hombres somos lo peor. No debería sufrir por uno.
El hombre no continuó la conversación hasta terminar el recorrido, pero Sebastian agradeció para sí mismo sus palabras.
—Ya sabe ya, no llore más por un hombre —le dijo a modo de despedida el conductor cuando Sebastian anunció dónde se bajaba—, y cuídese joven, mire que en la noche anda mucha gente mala, sobretodo gente que le podría hacer daño a usted.
—Gracias —dijo escuetamente Sebastian, pero lo decía con total intención.
Se secó las últimas lágrimas de las mejillas después de bajarse del colectivo, y caminó hasta su casa. Al entrar a su dormitorio cerró la puerta, se quitó la ropa y se acostó en la cama.
Pensó que por haber llorado en el colectivo su mente estaría más despejada y lista para descansar, pero no. Siguió dándole vueltas a todo por largos minutos (incluso horas).
Volvió a llorar mientras pensaba en la cama. Lloraba no porque Ruben estuviera en ese momento con Felipe, su pololo, sino porque él estaba completamente solo, en esa noche que se suponía sería su despedida oficial, donde debía estar junto a su mejor amigo, la única persona que le importaba que estuviera con él, y quien le había prometido, por su madre, que estaría.
Sin embargo, estaba seguro que, si Rubén llegaba a pedirle perdón, él lo aceptaría sin dudarlo, porque era mucho más que “el amor de su vida”, era su hermano, y no podría jamás estar enojado con él.
Sebastian y Simón junto a los demás soldados que cerraban la guardia se sumaron a las seis de la mañana a la fila inicial del día con todos sus compañeros, pero tuvieron que pasar a ducharse antes de ir a desayunar.
Simón como siempre era rápido en la ducha, no demoró mucho, pero Sebastian se quedó un rato más.
Al terminar de ducharse, se puso la toalla en la cintura y mientras salía del baño escuchó las risotadas de un par de soldados que estaban en los lavamanos.
Se acercó a mirar y estaban Julio, Luis y Mario (que también habían realizado guardia durante la noche) riéndose mientras miraban algo que Sebastian no alcanzaba a ver.
Los muchachos se percataron de la presencia de Sebastian, y en vez de disimular, siguieron riéndose.
—Guerrero, ven, mira lo que encontramos —lo invitó Mario.
Sebastian se acercó, y vio con terror como los tres soldados estaban leyendo el diario púrpura que le había escrito a Rubén.
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