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Una de las tantas noches en las que se encontraba en ese mundo de sueños, perdido en un jardín secreto, lleno de bellas flores iluminadas por la luna y estrellas, se encontraba el castaño caminando sin rumbo hasta que vio una pequeña figura a lo lejos moverse. 

Curioso, se encaminó a paso lento hasta el espectro algo luminoso y divisó una pequeña complexión de espaldas. Hebras rubias hondeadas, el joven desconocido se giró y fue una conexión inevitable cuando se miraron directamente hacia los orbes del otro, como si hubiese esperado vidas enteras para toparse con aquella mirada llena de un calor abrazador. Y de forma que un imán los uniera, sus cuerpos se juntaron en un abrazo, de esos que se dan luego de no ver a alguien en muchísimo tiempo.

Al separarse, ambos muchachos se observaron de cerca, pero como si fuese algo inevitable, sus bocas se fundieron en un beso. 

Aquella noche hicieron el amor a la luz de la luna, siendo testigo junto a sus hijas estrellas del amor sellado entre aquellos muchachos en aquel mundo onírico.

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Cada día que pasaba, el castaño se preguntaba dónde estaría su pequeño amado que sólo en sus sueños era capaz de ver. Suspiros escapaban de sus carmines, observando al sol estar en su punto más alto. Ya no quería que llegase la noche para verlo, quería tenerle junto a él, día y noche compartiendo sus vidas juntos, sin tener que esperar a que el sol se fuera y la luna se adueñara del cielo para tener que estar juntos dentro de un mundo onírico y que al despertar se encontrara solo nuevamente.

 La tristeza comenzaba a inundarle día a día, en sus sueños sólo podía tocar y ver a su pequeño chico de hebras doradas que al llegar la mañana desaparecía.

— ¿Cuándo podremos estar juntos al fin? —interrogaba al más bajo con voz triste.

El joven de claros cabellos cambió su expresión a una triste, tomando el rostro de su amado y acariciando con parsimonia sus mejillas. Juntando sus narices, un dulce beso esquimal nació entre ambos, el castaño no sabía que el otro se hacía la misma pregunta cada día. Un suave suspiro hizo cosquillas en los labios contrarios.

— Cuando el destino desee juntarnos…

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Así continuaron pasando los días, el más alto comenzaba a sentir la soledad cada mañana. El rubio dejó de soñar repentinamente con el castaño, angustiado, tres días pasaron desde su último encuentro. 

Al cuarto día, el castaño apareció sentado, el menor al verlo corrió para abrazarlo y este correspondió algo débil. Le miró, se le notaba cansado y supo que no había dormido, por eso no habían sido capaces de verse en sus sueños.

— Mañana, a la hora dorada, debes asomarte por la ventana… ¿De acuerdo? —murmuró el mayor con una suave sonrisa adornando su cansado y triste rostro.

— ¿Por qué…?

— Ya lo sabrás…

Pasaron la noche juntos, viendo el cielo estrellado, sus manos agarradas con el temor de que el otro iba a desaparecer. Pero esa angustia era más palpable en el chico más bajo, el cual se acurrucaba contra el pecho del otro, temía que en algún momento volviese a dejarle solo, que no durmiera y que así pasarían los días sin él, no quería tenerlo lejos. Esperaba cada noche para verlo y le dolía pensar que no volvería a dormir en algún momento para que estuviesen juntos.

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Por la mañana el castaño despertó, una sutil sonrisa se apoderó de sus facciones y con ganas, se levantó. Había descubierto una forma de verle fuera de sus sueños, pero no era suficiente.

Un día, en la hora mágica, cuando el sol estaba iluminando con su amarillo resplandor al juntarse con el horizonte al atardecer, fue capaz de divisar a un chico rubio con una manta amarilla sentado mirando un punto fijo y cuando se percató, ese chico era su amado pequeño de mejillas adorables. 

Sus orbes se llenaron de lágrimas por la emoción y deseó gritarle para que lo notara,  pero cuando comenzó a oscurecer, la imagen comenzó a volverse polvo de estrellas.

— No te vayas...  —su voz rota por las lágrimas.

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Así fue como las horas pasaron y pronto comenzaría la dichosa hora dorada estaba por llegar, corrió hacia la ventana cuando estaba a punto de empezar, sosteniéndose del barandal y notó cómo empezó a mostrar la imagen de su adorado amor que se encontraba en la misma posición. Ambos se miraron y ninguno podía creerlo.

Estaba seguro que era él, ese brillante cabello castaño y sonrisa de conejo eran de su amado, estiró su mano al igual que el contrario y sus dedos se rozaron antes de que los pocos minutos de la hora mágica acabaran. Entre lágrimas se gritaron y juraron amor eterno, no sabían cómo sucedió tal milagro, pero sus corazones estaban llenos de esperanza y amor renovados. Ninguno podía asimilar lo sucedido, entre las lágrimas corrían por sus rostros con una felices sonrisas plasmadas.

Transcurrían los días y cada vez que el reloj marcaba la hora mágica, ellos se esperaban en la ventana, para mirarse y tocar la punta de sus dedos, murmurarse con dulzor un te amo antes de desaparecer en la oscuridad. Sin embargo, pronto necesitaron estar con el otro sin tener que esperar aquella hora o en sus sueños, deseaban con todas sus fuerzas estar juntos.

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Esa noche, el castaño antes de ir a dormir se quedó contemplando el estrellado cielo desde su ventana, la luna llena brillaba con fuerza y de pronto vio una estrella fugaz, ese era el momento preciso para hacer la petición por su más anhelado deseo. 

Cerró sus ojos y con un pequeño suspiro preparó su deseo, mentalizándose y deseando con todo su ser que se cumpliera, creía firmemente que aquella estrella sería capaz.

“Desearía poder despertar junto a él cada día, no sólo verlo en mis sueños. Deseo tocarlo y besarlo, no rozar la punta de mis dedos con los suyos. Quiero hacerlo feliz, que sea feliz a mi lado. Por favor, estrella, haz que el destino nos deje estar juntos. Que el sol y la luna nos den más tiempo para encontrarnos. Quiero estar con él en esta vida y en todas las siguientes… por favor, concede mi deseo.”

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Desde el otro lado, el pequeño rubio cubierto con su manta amarilla mirando la luna y hablando con ella, pidió poder ver por más tiempo a su amado. Diciéndole que no era suficiente tiempo el que le daba, que si podía demorar un poco más en salir, sólo quería estar al lado del castaño con grandes orbes chocolate, no quería seguir sintiéndose solo. 

Sin percatarse, su deseo fue pedido cuando la brillante estrella surcaba el oscuro cielo nocturno.

Esa noche, dentro del mundo onírico que compartían, ellos se acariciaron de una manera diferente a la de siempre; con devoción, admirando al contrario, con sus miradas perdidas en la contraria y sonrisas enamoradas. Sabían que aunque no pudiesen estar juntos aún, de todas maneras se tenían ahí, en sus sueños.

 Sus corazones seguían unidos, sus almas enamoradas. Ellos continuaban su amor, a pesar de todo.

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Un peso irreconocible se encontraba sobre su pecho, el de cabello oscuro frunció ligeramente el ceño y se removió un poco hasta que escuchó un gruñido, que parecía más a un maullido felino. Ignoró aquello y siguió durmiendo al lado de ese calorcito cerca de su cuerpo… ¿calorcito?

Sus ojos se abrieron de golpe, observando aquello y se topó con una familiar cabellera rubia. Levantándose de golpe, intento asimilar la situación… su adorado chico con cabecita de sol estaba recostado sobre su cama, aunque en aquel instante se refregaba con sus pequeñas manos sus ojos. Boquiabierto, no podía hacer nada más que mirarlo, pronto sintió como sus luceros ardían por las lágrimas que se asomaban, no podía creerlo…

— La estrella… mi deseo fue… concedido…

El más bajo se dignó a abrir sus adorables ojos al oír una voz y con expresión somnolienta fijó su vista en la figura de enfrente… ¿aquello era real?

Sus diminutas manitos fueron hasta su boca mientras las lágrimas corrían por sus abultadas mejillas, el amor de su vida estaba parado al frente suyo. Sin vacilar un segundo, se abrazaron con fuerza. Entre lágrimas, besos, abrazos y caricias fueron capaces de celebrar, sus sentimiento a punto de desbordarse, al fin podían tocarse y decirse lo mucho que se amaban.

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Al fin estaban juntos.

 Su vida fue feliz, todo lo que duró hasta el último suspiro que abandonó la boca de cada uno.

Aquel deseo fue tan fuerte que sus vidas siguieron encontrándose, sus almas destinadas siguieron buscándose hasta hallarse en cada una de las vidas que han tenido. Diferentes nombres, edades, momentos, pero ellos seguían siendo el pequeño muchacho de con cabellos dorados y adorables mejillas y el castaño con grandes ojos color chocolate y dientes de conejo. Sus destinos estaban entrelazados, el hilo rojo invisible atado a sus meñiques en una promesa a su eterno amor.

 Pero siempre serían el pequeño gatito y su príncipe.

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Felices catorce meses, bebé.