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creacion-cultural · 6 years
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Y... ¿cómo acabo?
Angélica Liddell al inicio de Y los peces salieron a combatir contra los hombres se pregunta cómo dar comienzo a su obra. A modo de respuesta un tropel de negros emergen de las vísceras de Moby Dick. Una horda de hombres-pez, dignos intérpretes de El hombre anfibio (o su copia: La forma del agua), surgen de las entrañas de la ballena canturreando frases como Someday I’ll wish upon a star. 
Yo dudo ahora de cómo concluir mi blog. Pero no caen animales del cielo ni encallan transatlánticos a los pies de mi puerta. Nadie vomita. El teatro no parece abrirse paso. El arte no sucede per se. Hace tiempo leí en alguna parte que la creatividad es un hábito. Este blog llega a su fin, pero su espíritu y propósito nunca deben terminar. La reflexión crítica, la asociación libre de ideas, la imaginación y el análisis han de continuar activos. Agradezco haber tenido la oportunidad de ejercitar esas habilidades y espero que todos sigamos haciéndolo habitualmente para que así el arte pueda ser siempre un arma cargada de futuro.  
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creacion-cultural · 6 years
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Crisis de identidad posmoderna y teatro posdramático.
La crisis de la Modernidad inauguró un periodo de relatividad e incertidumbre, dejando tras de sí el surco de una época sustentada en un pensamiento positivista o materialista. Tal transformación tuvo su génesis en una sucesión de acontecimientos que determinarían categóricamente el curso de la historia. Entre ellos podríamos señalar la increíble revolución científica que modificaría la cosmovisión imperante: la formulación de la Teoría de la Relatividad de Einstein a principios del XX evidenció la pérdida de ese punto de vista supuestamente sólido que antaño era tomado como medida irrefutable; del mismo modo el descubrimiento por parte de Thomspon (1904) de que los átomos se podían descomponer en partículas hizo desaparecer por completo el principio sobre el que se había basado la filosofía occidental de espíritu-materia, pues la materia ya no era estable. Esta indeterminación generalizada será al mismo tiempo causa y consecuencia de un creciente interés por el individuo, como se demostrará en los diversos avances en psicología y psicoanálisis, así como en el surgimiento de la sociología como disciplina académica independiente. Un individuo que comienza a ver el mundo como su propia voluntad y representación y no sólo como mera apariencia enfrentada a una hipotética realidad objetiva, un sujeto que parece aproximarse al ocaso de sí mismo tras la traumática muerte de su dios.
Pero no sólo asistimos a la caída del hombre, también el teatro –como metonimia de lo humano- empezará a sufrir «problemas de identidad», especialmente durante la segunda mitad del XX. A ojos de Hans-Thies Lehmann (1999) se trata del fin de la hegemonía del texto dramático como eje del espectáculo con la aparición y el papel cada vez más decisivo de las nuevas tecnologías en el sistema de comunicación: «Nuestro período histórico […] acaba caracterizándose más por la presencia simultánea de signos, típica de la lectura de una imagen, que no por la disposición lineal de ellos, típica de la lectura de un texto»[1]. Al respecto, escribe Davide Carnevali: «en todo el teatro de Kane aquel microcosmos cerrado que “está por” el mundo ya no es creado por la palabra, sino por un juego de evocación entre palabra e imagen, a subrayar la impotencia misma del logos.» Pareciese que, como se enuncia en un momento de la película Film Socialisme de Jean-Luc Godard, «el lenguaje se revela contra aquellos que lo hablan». El lenguaje verbal deja de «ser representativo» -como explican Deleuze y Guattari (1975: 33)- «para tender hacia sus extremos o sus límites»:
Se hace pasar la obra por un mecanismo de desestabilización, en paralelo a un violento trabajo con el cuerpo, que busca la apertura de un espacio de intensidades, lo que exige un movimiento hacia los márgenes del espacio consensuado y convencional de la representación, tanto a nivel físico como lógico. (Cornago, 2005).
No obstante, el teatro bautizado por Lehmann como «postdramático» no presupone la desaparición completa del texto, «más bien su reposicionamiento en el conjunto de la teatralidad, dentro del cual no quedaría ya como el núcleo fundamental, sino como uno de los varios componentes que interaccionan a un mismo nivel»[2]. Por tanto, prevalecerán otros elementos como el cuerpo y el espacio o, más bien, se llevará a cabo una «democratización» de los distintos signos teatrales. Esta revisión del lenguaje tal y como venía dándose hasta el momento hará que la palabra se presente extremadamente formal, poética, sonora, huyendo de la cháchara. Se primará el lenguaje conversacional y paraemiológico, fusionando conocimiento y expresión. Como decimos, son comunes la reapropiación y los entrecruzamientos de discursos a modo de renovación o ampliación de antiguos significados. Véase como ejemplo este fragmento de Perro muerto en tintorería (2007):
¡Habéis firmado al pie de la letra,
al mismísimo pie de la letra!
¡Habéis participado,
sí señor,
habéis participado!
Habéis firmado al pie de la letra El contrato,
El contrato,
habéis firmado un contrato en el que dice,
dice muy claramente,
tal vez con excesiva claridad,
dice Rousseau,
«la conservación del Estado es INCOMPATIBLE con la conservación del enemigo, es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace perecer al culpable es menos como ciudadano que como enemigo»,
y lo habéis firmado,
lo habéis firmado con creces,
El contrato de Rousseau,
una y otra vez,
El contrato,
gracias al Contrato habéis invadido países,
habéis hecho saltar por los aires islas enteras,
habéis aniquilado,
sí señor,
aniquilado,
simplemente aniquilado al enemigo,
una y otra vez,
al enemigo.
Habéis unido la justicia a la venganza,
para aniquilar al enemigo.
(Liddell, 2007)
 Pero volvamos a la cuestión de la identidad: el sujeto posmoderno ha perdido la fe ciega en la ciencia y la técnica, del mismo modo que el metarrelato capitalista y su racionalidad económica han acabado dándose de bruces contra su propio fundamento. ¿Qué salida queda para la humanidad? Se inicia la llamada Posmodernidad[3] para Lyotard, y con ella la proliferación de los microrrelatos. Estos poseen una diferencia de dimensión respecto a los metarrelatos, como apunta Adolfo Vásquez Rocca (2011: 5), pues sólo buscan dar sentido a una parte delimitada de la existencia, no al conjunto entero de la realidad, como sí pretendían aquéllos. Y es que «la existencia humana se ha vuelto tan compleja que cada región existencial tiene que ser justificada por un relato propio» (2011: 29), probablemente desgajado de algún relato mayor. Ahora bien, como indica Rocca y otros pensadores han acertado igualmente en apuntar, sin metarrelatos no hay utopías ni, en consecuencia, futuro –ya afirmó Eduardo Galeano que la utopía sirve para caminar–. Se ha perdido ese imaginario idílico común a todos, no hay unanimidad de expectativas, cada cual persigue el que considera que es su mejor objetivo -de aquí el aumento del individualismo y narcisismo que tanto caracteriza la Posmodernidad, entre otras causas-. Nadie acierta a formular un futuro que sea asumido por todos sus coetáneos, pues resulta imposible prever qué traerá el mañana. Ahora que la verdad parece haber llegado a su fin lo único que aflora es la mentira, el desengaño. En esta línea, Gilles Deleuze, al formular su propia inversión del platonismo[4], dirá que «ya no hay punto de vista privilegiado ni objeto común a todos los puntos de vista. No hay jerarquía posible» (2005: 305).
Por consiguiente, la noción de ser humano que venía dándose en la tradición europea queda desvirtuada: ya no pensamos en él en términos de agente, sino de subconsciente, explica Lehmann, «como estructuras de lenguaje que gobiernan nuestro pensamiento, como algo que cambia constantemente de ideas e identidad». «Brecht, por ejemplo» -nos dice el investigador- «llamaba al individuo humano, dividuo, porque es dividido, separado y reconstruido todo el tiempo»[5]. El nuevo drama “desdramatizado” (en tanto que reduce la dimensión de los personajes, acontecimientos y conflictos), en palabras de Carles Batlle, explora lo “infradramático”, es decir, plantea la importancia de la “subjetivización”, «desplaza el centro del drama desde la relación interpersonal hasta el hombre solo, “l’homme séparé”, o el “sujeto escindido”, que diría Valentina Valentini (1991)»:
Hablamos, en definitiva, de un nuevo paradigma dramático que ha evolucionado lentamente hasta la actualidad, que ha ido incorporando aspectos intrasubjetivos, que juega con recursos de perspectiva (hasta hace poco reservada únicamente para la narración) y que establece un principio básico de “relatividad” (de los pensamientos, de los valores, de las acciones o de la historia). (Batlle, 2015).
Como señala Davide Carnevali (2009), en Heiner Müller el personaje deja de ejercer su papel y constata su inmovilidad y su inutilidad (Hamletmaschine). Por otro lado, Martin Crimp, en su obra Attempts on her life, manifiesta ese problema identitario del individuo posmoderno, de hecho, este constituye el tema principal de la obra, «individuo que ya no es una “entidad indivisible” (del latín in y dividuus: no divisible, in-separable), sino una entidad multiforme que estalla en la mirada del otro, condicionada por las normas sociales»[6]. Pero la búsqueda de la verdad sobre Anne no será el único asunto del argumento -continúa Carnevali-; también se persigue «la búsqueda de una nueva y más adecuada definición de persona y, en el plano formal del texto dramático, de una nueva y más adecuada noción de personaje.» Observamos pues cómo los cambios individuales van de la mano con las transformaciones culturales.
Para finalizar no podíamos pasar por alto Psicosis de las 4.48 de Sarah Kane, obra que Lehmann estableció como ejemplo idóneo de textualidad postdramática. Este texto sería sin duda uno de los mejores ejemplos de esa variación en la concepción del individuo. Nos topamos con un sujeto escindido cuya voz (o voces) son la expresión de una conciencia diseminada. La protagonista presenta todos los síntomas de la enfermedad contemporánea por excelencia: la aniquilación del ser:
La psicosis, como flujo de conciencia podríamos llamar defectuoso, no permite que el individuo se reconozca a sí mismo. Por consiguiente, la forma del drama se descompone. Dice el texto: “¿cómo puedo regresar a la forma/ ahora que la forma de mis pensamientos ha desaparecido?” Y la voz se fragmenta, se multiplica o se disuelve. Es una voz atravesada de otras voces. Un sujeto (o una subjetividad) boicoteada. Y a pesar de ello […] la convicción lacerante por parte del receptor que estamos ante un único sujeto combate todo el tiempo con la evidencia constante -rítmica- de su desintegración. (Batlle, 2015).
En síntesis, como opina Batlle, nos encontramos no sólo ante la crisis del personaje, sino de la historia en general, como ya han asumido buena parte de los dramas contemporáneos: «Ya no hay finales, ni progresiones causales y, por tanto, tampoco accidentes muy marcados ni conflictos definidos ni objetivos a batir». En consecuencia, «el sujeto y la acción dramáticos se diluyen, la composición formal clásica se fragmenta y pierde la lógica de su concatenación; la información dramática se elide, se sustrae, se dificulta su aprehensión, cada vez es más complicado restituir la historia». De hecho, bastantes veces se habla de la completa desaparición de la historia. Todo esto no es sino el reflejo de esa pérdida de futuro, de esa ausencia de porvenir, la respuesta a una desorientación y un sinsentido globales, el absurdo mismo de la existencia cada vez más descubierto a ojos de los hombres, cada vez más evidente, más irrespirable, más insalvable, cada vez menos y menos habitable. Es mediante el arte que nuestro desasosiego cobra un sentido, ocupa un lugar, toma una forma. No desesperéis: no todo está perdido mientras podamos hacer de nuestra angustia un drama.
Y la gente dice que sufre.
Porque se han visto obligados a actuar como ellos no querían.
Que se han visto obligados a hacer cosas que ellos no querían hacer.
Y le echan la culpa a otros.
Que otros les han dicho lo que tenían que hacer.
Que ellos pensaban con la cabeza de otro, o para la cabeza de otro, o con las ideas de otro, o pagados por otro, o yo qué sé.
[…]
Hay que elegir entre apartarse o quedarse a cambiarlo todo. Hay que elegir entre apartarse definitivamente —pegarse el tiro— o quedarse y cambiarlo todo.
Siempre te he dicho: vas a pensar con tu cabeza, aunque traten de arrancarte la cabeza a guantazos.
Tienes que echar a correr si hace falta.
Como yo. De chaval. Con altavoces robados de mi escuela, sudando, atravesando el campo de fútbol, saltando una alambrada. Con gente que me persigue y me persigue. Y la diferencia con los demás es que mi cuerpo lleva mi cabeza.
(Rodrigo García: Haberos quedado en casa, capullos)
[1] Carnevali, David (2009). La crisis del drama en la contemporaneidad: Attempts on her life de Martin Crimp. Universitat Autònoma de Barcelona: trabajo de investigación del Doctorado en Artes Escénicas, p. 10.
[2] Ibídem, p. 11.
[3] Una brecha separa a los filósofos en su apreciación y conceptualización del presente. Para unos (Jürgen Habermas a la cabeza), nuestra actualidad pertenece a la llamada modernidad, iniciada con la Ilustración (y sus ideales serían por tanto vigentes). Otros, en cambio, entienden que las especificidades del momento presente rebasan lo anecdótico o testimonial, e inauguran un nuevo momento histórico: la postmodernidad. Jean-François Lyotard se erige, junto a Richard Rorty, Gianni Vattimo o Gilles Lipovetsky, en uno de los representantes de esta última opción, indagando en su obra La condición postmoderna (1979) las características y peculiaridades de este nuevo momento histórico, y su ruptura con la edad moderna a todos los niveles. En este sentido, Lyotard apunta como rasgo clave de la Posmodernidad «el fin de los grandes metarrelatos», es decir, tras el fracaso no sólo del ideal ilustrado, sino de los sistemas filosóficos omniabarcantes, las explicaciones totales de la realidad, las grandes utopías y proyectos emancipatorios de la Historia, se abre un espacio y un tiempo caracterizado precisamente por la ausencia de un discurso hegemónico que oriente, dirija y otorgue sentido a las empresas humanas y su devenir histórico.  
[4] Desde que Nietzsche señalara la “inversión del platonismo” como una de las tareas ineludibles de la filosofía futura, no son pocos los pensadores, desde Heidegger hasta Derrida, que han reflexionado sobre la cuestión y ofrecido sus propias propuestas. En su texto Platón y el simulacro, anexado a Lógica del sentido en la edición española de Paidós de 2005, la inversión del platonismo que Gilles Deleuze formula no consiste en subvertir la jerarquía “ideal-sensible”, sino en suprimir precisamente esa estructura que da primacía a lo uno frente a lo otro. Es decir, Deleuze apunta a la propia estructura “verdad-mentira” como lo propio del platonismo y señala que aquella inversión del platonismo que Nietzsche proclamara pasaba por abolir esa violencia de un discurso (la verdad) sobre los demás (las mentiras). El reto de la filosofía futura, para Deleuze, consiste en la construcción de una filosofía emancipada del corsé platónico “verdad-mentira”.
[5] Soto, Ivanna (2012). «Hans-Thies Lehmann: "El teatro no es político por su contenido, sino porque está hecho de un modo político”» en Revista Clarín [en línea]: <https://www.clarin.com/teatro/hans-thies-lehmann-teatro-posdramatico-politico_0_B15w7Tx2wmx.html> [consulta: 28/05/18].
[6] Carnevali, David (2009). La crisis del drama en la contemporaneidad: Attempts on her life de Martin Crimp. Universitat Autònoma de Barcelona: trabajo de investigación del Doctorado en Artes Escénicas, p. 32.
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creacion-cultural · 6 years
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«Yo puedo pedir, cansarme de estirar la mano. Humillarme al grado de afirmar la indiferencia de cualquiera que ya esté harto de mirar siempre lo mismo. De escuchar siempre lo mismo. Eso mismo que está ahí, invisible de tan expuesto, parado al centro de la calle, en la noche oscura del mediodía más luminoso, sin quitarnos el sueño, pegado a nosotros, como una sombra babosa, pero ahí, a nuestro lado, peligrosamente circundante: siempre lo mismo.» (Ternura Suite, Edgar Chías). 
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creacion-cultural · 6 years
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Refugio y destino.
Reflexionando en torno al concepto de refugio y de lo que éste significaba para mí pensé en la posibilidad de entenderlo como ese espacio exento de inquietud para con uno mismo, un lugar que garantiza y preserva tu “yo”, que otorga un sentido a tu ser. Esto fue lo que escribí:
No tengo lugar en el mundo, o sí lo tengo, pero no es mío, o sí lo es, mas no deliberadamente, sino por acto de azar. Lo tengo y lo es como podría no tenerlo y tener otro, o no serlo y ser otro. He aquí uno de los mayores malestares de la Modernidad, que es al mismo tiempo su bálsamo -no siempre terapéutico-: la falta de un espacio reservado en el universo de las cosas. Esa ausencia de puesto inapelable en el que uno se sitúa con más o menos convicción revela la sustancia del absurdo que constituye la realidad y la mantiene tan unida como desgajada (tal vez más lo último que lo primero). ¿Soy yo, como pudiera haber sido cualquier otro? ¿Me llamas a mí, como podrías llamar a quien fuese? Nuestro egoísmo exige que nuestra individualidad sea reconocida esencialmente y no de forma contingente: la cándida certeza de que ese sitio estaba ahí únicamente para mí, la seguridad de que aquel asiento luzca sólo mi nombre. Pareciese que necesitáramos afirmarnos a través de una suerte de hado inédito; creernos que estamos donde por identidad nos corresponde. Nuestros amantes nos besan y aseguran confiar plenamente en nuestra singularidad, como enviados del cielo exclusivamente para ellos, como si no se tratase de una caída. ¿Es a mí a quien miras o miras sólo un accidente?
(En realidad creo que todo esto podría resumirse perfectamente tal que así: no estamos los que somos, pero somos los que estamos).
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creacion-cultural · 6 years
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El refugio del suicida
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«No hay ningún refugio de la confesión salvo el suicidio; y el suicidio es la confesión». (Daniel Wester)   «Matarse es, en cierto sentido, confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se comprende ésta». (Albert Camus)
 Habiendo trabajado en clase en torno a la idea de refugio y hallándome realizando mi proyecto final de máster sobre el suicidio resultó inevitable cuestionarme acerca de la posibilidad de asociación de ambos conceptos. Justamente por encontrarme determinada en buena medida por mi tarea, las relaciones que aquí se llevan a cabo pueden resultar quizás infundadas, aunque personalmente no creo que así sea y, de hecho, se me antojan bastante más significativas de lo que en un principio pudieran parecer a simple vista. Dicho esto, preguntémonos por el significado de refugio. La primera definición que encontramos en el D.R.A.E. al respecto es la siguiente: «Asilo, acogida o amparo». Sin duda, un refugio es aquello que proporciona auxilio y protección, sin especificar que deba tratarse necesariamente de un espacio sensible -como sí se hace en la segunda acepción («Lugar adecuado para refugiarse»)-. Por tanto, podemos considerar refugio a todo aquello que haga sentir a uno resguardado y socorrido. Sin embargo, ¿qué puede procurar el amparo de los desamparados per se?, ¿dónde buscar el consuelo de Los Desconsolados?, ¿existe arraigo para los eternamente desarraigados?
Hay muchas formas de entender el suicidio, las más populares se hayan hermanadas con lo patológico, de ahí que habitualmente se piense al suicida como un enfermo mental. En general, creo que estaremos de acuerdo en afirmar que esta figura se acerca considerablemente a la del insatisfecho crónico: pareciese que los suicidas abandonan la vida porque no encuentran ánimo o alivio en ella, la orfandad existencial es su sino, acostumbran a sentirse continuamente abandonados, desahuciados de sí y del mundo («nacidos sin vida, no siempre mueren», que escribiese Anne Sexton). Pareciese ciertamente que la muerte les provee de todo cuanto la existencia no fue capaz de darles. Aquélla les abriga con su fosco hábito, es su cobijo y su aliento.
El tema del suicidio es recurrente en la dramaturgia de Angélica Liddell. Lo encontramos presente desde su primera obra, Greta quiere suicidarse, la cual jamás llegó a ver la luz. Al respecto de ella dice Liddell: «Era malísima, pero todavía hoy sigo hablando del suicidio, quizá porque no me atrevo a quitarme la vida.» En numerosas ocasiones Angélica ha manifestado abiertamente su deseo de poner fin a su vida: en la puesta en escena de la obra Perro muerto en tintorería: los fuertes (2007), la dramaturga desafiaba al público gritando «¿Alguien quiere matarme?» y en las entrevistas que realizó ante los medios de comunicación con motivo del estreno aseguraba que había trabajado todos los días con ganas de morir. «Mi temperamento es suicida» -reconoce la autora- «pero no por eso voy a poner fin a mis días. El suicidio es un rasgo de carácter de quienes estamos en conflicto con lo que nos rodea, de aquellos a quienes nos duele el mundo», de aquellos para quienes el universo nunca es un refugio. Su pensamiento se asemeja al que el poeta Cesare Pavese describe en su diario: «Es esto lo que me aterra: mi principio es el suicidio, nunca consumado, que no consumaré nunca pero que me halaga la sensibilidad». El suicidio no como un acto inmediato, sino como «un estado de ánimo trágico en donde la muerte no es algo ajeno y remoto (…), una obsesión presente, otra manera de sentir» (Antonio Molina, 2003), una vida suicida.
En otras ocasiones, Angélica Liddell ha afirmado que el teatro es lo único que la mantiene con vida. En él encuentra no sólo una motivación a nivel profesional, sino también político; empuña su dramaturgia como arma contra el sistema. También el suicidio es para ella una muestra de «la insatisfacción que le produce el orden imperante», como expresa Ana Vidal Egea (2010: 167). «Lo que frena ese impulso destructor de la dramaturga» -continúa diciendo Vidal Egea- «es lo mismo que detiene a sus personajes: la esperanza, la posibilidad de enmienda, la corrección del error social, la creencia en que un cambio es posible». Puede que no haya otro refugio para los suicidas que la muerte, pero eso no les impide hacer del mundo un mejor hospicio para los otros.
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creacion-cultural · 6 years
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En mi anterior publicación me preguntaba por la belleza, lo irrepresentable, el horror y lo sublime. Cuestiones nada insignificantes e incluso demasiado ambiciosas para una mera entrada de blog, por lo que me limitaré a esbozarlas de soslayo y siempre orientadas al propósito de las dramaturgias aquí trabajadas. Lola Blasco, en sus textos, parecía entender la belleza como lo poético, como algo bonito que se opone al horror del mundo. Combatir la desgracia a base de duraznos en flor, olorosos perfumes y armoniosas flautas… En la edición de 1984 del Diccionario filosófico de M.M. Rosental y P.F. Iudin se define lo bello como aquella categoría que proporciona al hombre un «deleite estético». Seguidamente escriben: «Lo bello es la principal forma positiva de asimilación estética de la realidad». Esa positividad que el filósofo Byung-Chul Han ha entendido como «sobreabundancia de lo idéntico» o «tiranía de lo igual» («Lo uno y lo infinito / destruidos / irradiaban yo», Paul Celan), una práctica que excluye todo lo negativo, todo lo que pudiera producir rozaduras o provocar discordia. Me inquieta esa belleza positiva, pues en muchas ocasiones parece ir de la mano de lo «políticamente correcto» y, por consiguiente, no posee la capacidad de movilizar a nadie, no otorga agencia: «En opinión de Gadamer, la negatividad es esencial para el arte. Es su herida. Es opuesta a la positividad de lo pulido. En ella hay algo que me conmociona, que me remueve, que me pone en cuestión, de lo que surge la apelación de tienes que cambiar tu vida» (Han, 2015: 17). Por todo esto, considero que quizás no habría que aspirar a lo bello en el arte como estrategia para denunciar las injusticias o generar pensamiento crítico («Hay que hablar del horror, pero de forma bella», que dice Blasco), sino a lo sublime. Lo sublime, en oposición a lo bello, incita «las ideas de dolor y peligro, es decir, lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de una manera análoga al terror» (Burke, 1987: 29); lo sublime como un «horror delicioso», como aquello que escapa al pulimento al que se ve abocado lo bello hoy en día.
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creacion-cultural · 6 years
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¿Imágenes (poéticas) pese a todo?
En una de las entradas de este blog realicé una suerte de «lectura cromática» -por llamarlo de alguna forma- sobre la dramaturgia de Angélica Liddell; un breve análisis general en el que comparaba el mundo simbólico del color rojo con la propia autora: Angélica es roja y su teatro también. Por este motivo me sorprendí leyendo En defensa de un teatro político-revolucionario de Lola Blasco, cuando en un momento del texto el personaje de ella misma dice: «Que soy yo. Que vengo a hacer un teatro rojo. Sí. Un teatro rojo.» Evidentemente no se refería al mismo tipo de teatro rojo que yo había querido figurar en Liddell. Blasco hace referencia en su obra a un teatro propuesto por Alfonso Sastre, «un teatro político en el más pleno y noble sentido del término (…) un teatro realmente comprometido con la lucha por la liberación de los oprimidos»; un teatro subvencionado por el público y no por el Estado. Como apuntan los críticos y ella misma reconoce, el teatro de Lola Blasco es fundamentalmente político, concretamente en el sentido de polis -nos dice-, en tanto y cuanto es una ciudadana y ejerce la ciudadanía, adquiere una postura respecto a los acontecimientos que ocurren, interviene en los asuntos públicos a través de sus textos. La técnica que ella utiliza para tratar esos textos acostumbra a ser la de la metáfora, y el lenguaje poético en general, pues de este modo pueden servir para otros fines en el futuro, no se convierte en un teatro caduco. Imaginamos que toma este propósito del propio Sastre: «una obra de intención política debe ser antes que nada y sobre todo, una buena obra poética». Otro motivo por el que esta dramaturga decide emplear la poética es por la belleza que, desde su punto de vista, siempre acompaña a toda poesía. A su parecer el arte ha de ser bello para que pueda «cambiar las cosas», el horror debe ser estético. Esto me recuerda a un documental de Harun Farocki, El fuego inextinguible, donde el cineasta se propone revelar los efectos del napalm sobre el cuerpo humano, pero no sabe cómo hacerlo: si enseñase literalmente una quemadura en la piel a causa de este ácido, apartaríamos la mirada: «Primero cerrarán los ojos ante las imágenes, luego cerrarán los ojos ante la memoria, después cerrarán los ojos ante los hechos, finalmente cerrarán los ojos ante la verdad.» Por ello decide explicarlo calcinando su propio brazo con un cigarrillo y comparándolo con una herida hecha por napalm. En realidad lo que Farocki se está planteando es cómo mostrar lo irrepresentable. Él opta por la sustitución; en el caso de Lola Blasco es evidente: a través de la belleza. Angélica Liddell, en oposición, no parece pretender sustituir su dolor, por muy irrepresentable que este sea, sino que lo expresa todo lo que los límites de su cuerpo le permiten: automutilaciones, extracciones de sangre y arañazos en escena… Podría parecer que en ocasiones intenta ser lo más fiel posible a su horror personal. Esta es una de las cosas que la hacen tan roja.
Me pregunto qué es exactamente lo bello. Y qué lo irrepresentable. Y por qué supuestamente habría que representar el horror de forma bella, si acaso habría que buscar lo sublime en lugar de lo bello. Esta y otras preguntas espero poder responderlas en mi próximo post.
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creacion-cultural · 6 years
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La melancolía del ahogado
«España. El sol de España. Las playas de España. Hay tantas playas en España. Qué suerte. Qué suerte vivir en España», rezan las primeras hojas de Y los peces salieron a combatir contra los hombres de la dramaturga Angélica Liddell. Es cierto. ¡Cuántas playas hay en España! ¡Más de 3000! Playas de aguas frías y templadas, rodeadas de acantilados, envueltas de bosques litorales, de arena fina y blanca, de roca y grava, playas de dunas y vegetación virgen, playas nudistas… Tenemos muchas playas en España. Pero ninguna tan famosa como aquella de Turquía. Sí, esa, ¿recordáis? La del niño muerto. Salió en todas partes. No se habló de nada más en meses, ni siquiera de los nuevos muertos. Hasta se construyó una estatua del crío como homenaje a los miles (¡miles!) de refugiados ahogados en el Mediterráneo. El Papa inauguró la escultura en Roma. Se preocuparon de dejar bien claro que estaba esculpida en mármol blanco de Carrara. Al parecer era importante que fuese de ese material y no otro. ¿Les gustará el mármol a los ahogados? En Carrara también hay playas. Aunque ninguna tan famosa como aquella de Turquía.
Dicen que es un «símbolo del drama». Me refiero al niño muerto. La gente necesita esas cosas. Necesitamos signos que nos resuman el mundo, insignias que lucir en nuestras solapas. Describen la efigie del niño muerto como una obra «hiperrealista». Sé que hablan en términos artísticos, pero tiene mucho más sentido una interpretación filosófica. Forma parte de la hiperrealidad creer que haber erigido una estatua en nombre de todos los fallecidos resuelve la crisis migratoria. Pienso en la piel pútrida esculpida en un perfecto blanco: ¿todo arte es político? También pienso en Gadamer: «La negatividad es esencial para el arte. Es su herida. Es opuesta a la positividad de lo pulido. En ella hay algo que me conmociona, que me remueve, que me pone en cuestión, de lo que surge la apelación de “tienes que cambiar tu vida”». ¿Qué causa más impacto u otorga mayor agencia, un muchacho muerto o una escultura sobre ese mismo muchacho? «La estetización demuestra ser una “anestetización”», nos dice Byung-Chul Han. El cuerpo tallado en mármol de ese niño muerto no es más que un simulacro, un emblema de una conciliación que no existe. Admitámoslo: el cadáver marmóreo inaugurado con motivo del Día Internacional de la Alimentación es una farsa. Él ni siquiera murió de hambre, joder. ¿Por qué la tragedia se sirve de símbolos que la recuerden y creen conciencia? ¿No habría de bastarse consigo misma? (Tal vez lo haría si no estuviésemos tan insensibilizados). ¿Qué pruebas requiere la catástrofe? ¿Qué argumentos exigirle al desastre?
Angélica invoca en su obra uno de tantos cuerpos vertidos en las playas, como  aquel famoso niño muerto. Pero su conjura se reduce a los límites de nuestra tierra: «Qué suerte vivir en España. Traer el cadáver de un negro ahogado. Ir a la playa, una playa de España, y traerlo. Un cadáver real en un escenario». Cada semana recibimos noticias de nuevas embarcaciones de africanos que llegan a nuestras costas. Y cada semana les devolvemos nuevamente a la pobreza de la que huyeron valiéndonos de pretextos como «bandera», «patria» o «frontera». Tal vez, en palabras de Angélica, «el peligro reside en pensar que la pobreza es algo que pertenece a la naturaleza del náufrago», («¿Cuándo se nos quitará el miedo a morir de hambre, señor Puta? No hay caviar para todos, señor Puta. No hay langosta para todos, señor Puta. No hay champán para todos, señor Puta», se pregunta con socarronería La Puta de la obra de Liddell). No podía ser de otra forma. Como expresa Enrique Díaz Álvarez (2015), «toda identidad colectiva es excluyente». Tenemos el derecho a negarles asilo porque no son uno de los nuestros. «Uno se define como navajo, feminista, de izquierdas, heterosexual o musulmán porque hay otros muchos que no lo son. De otra forma no tendría sentido el pronunciarse», explica Díaz Álvarez. Pero, ¿qué ocurre con quien ni siquiera concedemos voz para que se pronuncie? Aquellos a quienes negamos la palabra (o sea, la identidad), ¿existen? «Los negros están fuera del lenguaje», sentencia la dramaturga. Así es. Las función de las fronteras no se reduce a delimitar espacios o garantizar protección, también disponen emocionalmente el imaginario espacial humano, de modo que poseen el poder de sedarnos frente a aquello que se nos presenta como «ajeno», «lejano» o «intruso». Y es que «el enemigo también se construye a nuestra imagen y semejanza» (Díaz Álvarez, 2015). Sin embargo, afortunadamente, «un mapa nunca será un rostro» (2015); quizá por ello sellamos nuestras fronteras, a lo mejor tenemos miedo de descubrir que tras los atlas y las vallas hay en realidad hombres y mujeres como nosotros:
«Los negros también son hombres.
Se ahogan como los hombres.
Se ahogan como su perro.
(…)
Pero un perro no es un hombre, señor Puta.
Y yo estoy hablando de negros, señor Puta.
Estoy hablando de pobres, señor Puta.
Los negros y los pobres no son perros, ¿verdad, señor Puta?
Aunque se ahoguen como los perros no son perros.
(…)
Aunque a veces se confundan con un perro.
No tienen forma de perro.
Tienen forma de hombre.
(…)
Así que los negros y los pobres también son hombres.
Definitivamente hombres.
Hombres del todo.»
«Pero ellos están fuera del lenguaje
y no saben que son hombres,
que ya son hombres,
hombres del todo.
Por eso se ahogan al pie de nuestras tumbonas,
porque no saben que ya son hombres
y quieren ser hombres como nosotros.»
(Angélica Liddell, Y los peces salieron a combatir contra los hombres).
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creacion-cultural · 6 years
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¿Qué haré yo con esta espada?
Tras mi lectura de Y los peces salieron a combatir contra los hombres de Angélica Liddell vino a mí una inspiración que, si bien no derivó en un denso discurrir estrictamente relacionado con la obra –¡Vaya por Dios!–, al menos sí resultó en una pequeña y facilona asociación poética, que ya es algo, supongo. Ciertamente no me siento del todo cómoda sirviéndome de textos que denuncian la pobreza e injusticia humanas para escribir versos melifluos, como expreso en el poema –y me cito a mí misma, al igual que Eugen Coseriu, como toda una erudita, para mayor frivolidad–: «y la miseria se llora rosa / enamorada / en desgracia», pero tampoco creo que me sintiese bien inhibiendo o castigando tales oleadas de conciencia. De todas formas, no me parece que dicha asociación sea del todo baladí: los textos de Liddell son dolorosamente líricos y llaman y atraen a la estrofa, provocan poesía. He aquí el resultado de tal provocación:
(La imagen del fondo del poema es de la artista Aleksandra Waliszewska).
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creacion-cultural · 6 years
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En mayo iré a ver Génesis 6, 6-7 de Angélica Lidell a los Teatros del Canal. Compré las entradas hace unos meses sin saber quién era ella, por recomendación de un amigo. Me he puesto las pilas: a día de hoy ya he leído cinco de sus textos (Y los peces salieron a combatir contra los hombres, Te haré invencible con mi derrota, Anfaegtelse, La falsa suicida y La casa de la fuerza) y sé que su pseudónimo proviene de Alice Liddell, la muchacha que sirvió de inspiración a Lewis Carroll para escribir su famoso libro. También sé que fue bautizada en la misma pila que Dalí, y que necesita creer en Dios aunque sepa que no existe. Conocido esto ya puedo entregarme ardientemente a la exaltación más gratuita y devota, a un fanatismo exacerbado y caprichoso, «sin miedo a leyes ni a nostalgias», tal como a mí me gusta, al igual que ocurrió con tantas otras cosas que fueron objeto de mi efímero éxtasis: Breaking Bad, el sushi, Isa Calderón, Bataille… Cómo olvidar el día que me hice beatnik, o la semana que me interesé por el Ché hasta el hartazgo, o la tarde que fui bailarina de pole dance… Otro amigo me dice que debería hacer una lista con la evolución de mis ídolos, que esa sucesión sería un buen retrato de mi devenir. Quién sabe. Pero no hablemos de mí.
Me gusta el nombre de la estancia en la que se representará la obra de Angélica que voy a ir a ver: «Sala roja». Como escribe Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos, generalmente el color rojo -«el color de la sangre palpitante y del fuego»- es también el de «los sentidos vivos y ardientes» y se asocia, además, con conceptos como «herida», «agonía» o «sublimación». No obstante, para el pintor Sasha Schneider (estéticamente afín a Liddell) se refiere más bien al fuego y a la purificación, lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta el gran número de elementos nigrománticos presentes en sus cuadros. Así, en tanto que correspondencias alquímicas -prosigue Cirlot-, el rojo pertenecería al estado del sufrimiento y el amor, una de las fases principales de la ascensión espiritual. Todos estos conceptos orbitan en torno a un mismo orden simbólico, se ubican en una «dirección simbólica» de igual sentido. No cuesta encontrar a Angélica Liddell en tal itinerario alegórico. Su obra está repleta de factores que podríamos relacionar con ese color, el de la sala que de forma inconsciente pero lúcida le han asignado. No sólo cuando se automutila en el escenario, («Yo empecé a cortarme el cuerpo para que él lo viera. / Y esa es la verdadera razón por la que me corto el cuerpo, por amor») no sólo por lo explícito. Su estilo es rojo, su angustia y su voz son rojas.
¿Las pasiones llevan a la sangre o es al revés? (¿Es ésta una simple frase vacía con apariencia transcendental?). «Sangrando he convocado la sangre», grita Angélica en ¿Qué haré yo con esta espada? «Las cualidades pasionales del rojo infunden su significado simbólico a la sangre», parece respondernos Juan Eduardo Cirlot: «En la sangre derramada vemos un símbolo perfecto del sacrificio. Todas las materias líquidas que los antiguos sacrificaban a los muertos, a los espíritus y a los dioses (leche, miel, vino) eran imágenes o antecedentes de la sangre.»  Para Angélica Liddell el teatro es un ritual sagrado y profano donde se atenta contra los absolutismos de la razón blandiendo el propio pensamiento. La dramaturga se sacrifica poéticamente por sus creencias sin esperar nada, ni tan siquiera nuestra compasión [«El sacrificio poético, como el de Abraham, no tiene un fin, es una prueba terrible, absurda, que no tiene valor más allá de lo INCOMPRENSIBLE» (Liddell, 2014)]; pero el ángel nunca aparece, jamás salvan a Angélica: «Y yo pensé que era el hijo de la promesa, como Isaac. (…) / Invertí todas mis fuerzas en mi debilidad. / Pero no era el hijo de la promesa. / No. / No apareció el ángel.» Aun así, pese a la decepción (¿puede haber decepción en un acto exento, en principio, de intencionalidad?), nos dice Alberto Albert Alonso (2016), pese a la omisión de socorro, pese a la muerte poética, ella sigue creando, sacrificando también su propia obra, condenada a la derrota. 
Como expresa Fernando Broncano, «un espacio delimita el lugar de lo existente» y hablar de él implica hablar de cómo se materializan nuestras ideas. El espacio del teatro es el lugar del sacrificio para Angélica Liddell (¿y qué otro color podía tener el sacrificio sino el rojo?), el término donde ofrenda su cuerpo a cambio de la palabra para comunicarse con el espectador (Patricia Úbeda, 2016), el peep-show en el que se expone desnuda o muerta cual Ofelia de La falsa suicida… Allí toman forma sus sentimientos, ahí cristaliza la alquimia. Y nosotros simplemente no podemos dejar de mirarla («Qué tendrán los ojos que miran y miran y miran…», se pregunta Ofelia), como hechizados por un sortilegio. Con suerte tal vez nuestro escrutinio voyeur logre ensuciarnos con su angustia para ser capaces de sentir algo [«Todas las cabecitas mirándome. (…). Otra moneda, otra, otra, otra, mírame, mastúrbate, echa monedas hasta que me desnude del todo y te ensucies la mano» (La falsa suicida, 2000)]. La Sala Roja, exorcizada por Angélica, mancha a todos con su color, nos hace culpables desde sus butacas, nos señala como ese camarero negro de Y los peces salieron a combatir contra los hombres («El negro tenía el dedo índice cortado y lo llevaba estirado como si nos señalara»), cual policía althusseriano, haciéndonos sujetos de dolor, sujetos para el dolor -si es que acaso llegamos a permitirnos sentir algo-. Al fin y al cabo, como a Horacio en La falsa suicida, la oscuridad del patio de butacas nos ampara, la luz sólo está en el escenario: «La oscuridad te protege, te bendice, te encabrita, te hace bueno, te proporciona el valor suficiente para ultrajarme. Desde esa oscuridad que compras siempre te creerás mejor que yo». Cuando salgamos del teatro nadie más que nosotros mismos podrá decidir qué hacer con lo que nuestros ojos han mirado: «Tú pagas, tú miras, tú insultas, tú amas. Cuando salgas de esa cabina oscurísima, digas lo que digas, tendrás razón» (La falsa suicida, 2000)]. He aquí -quizás- el peligro de asistir a una de las obras de Angélica (¿sólo de ella?): nos guste o no, seremos Dios y amo de un dolor quizás no tan ajeno.
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