La noche empieza a alcanzar ese silencio en el que solo crujen mis reflexiones, el crepitar que no permite concebir el sueño —conozco bien estos momentos—, anoto la fecha y la hora, porque estas son las solitarias inflexiones que toma mi vida, en las que me espera un decisivo rumbo nuevo al amanecer.
Amanece, otra noche sin dormir, paseando en la memoria con capítulos de mi libro personal. Capítulos a medio escribir, inacabados, no cerrados, ¿O si? Remembranzas de letras ya escritas, recuerdos de páginas y páginas que me traen días del pasado, tiempo en pretérito, no perfecto, pero si vivido.
En vigilia la ansiedad me consume, el desvelo me agota y los bostezos se afanan en decirme que el sueño no se completó y dormir es necesario. Pero la mente se niega a dejar de pensar, los ojos a cerrarse y una lánguida luz que es mi acompañante no me permite dejarla y abandonarme al descanso.
Salió el sol, los pájaros cantan, la vida brota allá afuera y yo me resigno a levantarme, a empezar con una nueva mañana.
Soñaba; la tia, ya fallecida años atrás, se preparaba para acostarse. Sobre su cama tres pequeños daban vuelcos para allá y para acá buscando el lugar más cómodo para descansar. Uno de ellos brincó de aquella cama y corrió hacia la mía que estaba justo enfrente. Yo también me disponía a dormir. El chico trepo y se acomodó pegándose a mi. Me sentí incómodo.
Desde afuera, en la realidad, se escucharon unos golpecitos desde atrás en la cabecera de mi cama. —¡Toc, toc, toc!".
Desperté y observe en el derredor mío, mi esposa dormía. A partir de ese momento ya no pude conciliar el sueño. Me daba vuelta en mi cama de un lado a otro, agarre el smartphone para buscar en Facebook alguien con quien hablar.
-¿Decís que esta sea la última vez que nos veamos?- le dije, llorando en un McDonalds.
-No sé- su tibia respuesta sepulcral dio fin al duelo que venía llevando de nuestra relación hacia meses. No existe intentar con un no sé.
Hay personas no sé. Personas que con miedo a formar una opinión, o peor, decirla. Porque no creo que él pensara en no saber si nos íbamos a ver otra vez. Sus acciones indicaban que tenía la esperanza de vernos otra vez. Pero no lo dijo. Y mi mente ya no estaba en estar con alguien que no dice lo que piensa, que finge inseguridad como una muestra de empatía.
Yo quería que diga que no. Que esa noche fuera para él la despedida que fue para mí. Por más que doliese. La culpa de no decírselo pesa en mis hombros. Pero él no me lo preguntó. Eso, se había vuelto recurrente. La falta de una repregunta en nuestras charlas era, para mí, algo obvio, una ausencia estelar, cada vez más frecuente. Se acumulaba el desinterés en los affairs del otro.
Como una grieta después de la sequía, quebraba los pilares que quedaban de lo que habíamos destruido. Y ya no iba a llover nunca más.