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#masha ivashintsova
gacougnol · 2 months
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Masha Ivashintsova
Lena. Leningrad, August 20, 1979
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pretonobranco77 · 1 year
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Masha Ivashintsova, self-portrait. Leningrad, USSR, 1976.
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pedestriansteppers · 26 days
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Masha Ivashintsova
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opticandmasturbation · 8 months
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1979 | Masha Ivashintsova
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russianreader · 8 months
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Middle of the Morning
Masha Ivashintsova, Leningrad, 1983 So perhaps there were people who would like to hear about feelings, but I did not think they were people I would want to know. — Helen DeWitt, The English Understand Wool Jason Isbell and the 400 Unit, “Middle of the Morning” (2023) Well, I’ve triedTo open up my window and let the light come inI step outsideIn the middle of the morning and in the evening…
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solid-in-the-light · 28 days
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Masha Ivashintsova
Nudes & Noises
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pensierispettinati · 1 year
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Dice Šklovskij che Tolstoj, un giorno, ha detto: "Se c’è qualcuno che dirige le cose della vita, vorrei rimproverarlo”.
Foto di Masha Ivashintsova
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paolo-streito-1264 · 2 years
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Masha Ivashintsova.
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photographenomade · 2 years
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Masha Ivashintsova, une Vivian Maier soviétique ? – Marc MEINAU
https://marcmeinau.fr/2021/10/20/masha-ivashintsova-une-vivian-maier-sovietique/
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sleepydrummer · 3 years
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Masha Ivashintsova self-portrait with Leica IIIa   Leningrad, U.S.S.R. 1976 © Masha Ivashintsova
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gacougnol · 8 months
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Masha Ivashintsova
Self Portrait
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las-microfisuras · 2 years
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HOMERO
Cuando era pequeña, a veces pasaba por la playa un viejo loco y vagabundo a quien llamaban el Búzio.
El Búzio era como  un monumento manuelino: todo en él recordaba cosas marítimas. Su barba blanca y ondulada era igual que una ola de espuma. Las gruesas venas azules de sus piernas eran iguales a cabos de navío. Su cuerpo parecía un mástil y su andar era balanceante como el andar de un marinero o de un barco. Sus ojos, como el mismo mar, ahora eran azules, ahora grises, ahora verdes, y a veces, incluso, los vi morados. Y traía siempre en la mano derecha dos conchas.
Eran de aquellas conchas blancas y gruesas con círculos marrones, semiredondas y semitriangulares, que tienen en el vértice de la parte triangular un agujero. El Búzio pasaba un hilo a través de los agujeros, atando así las dos conchas una a otra, de manera que formara con ellas unas castañuelas. Y era con esas castañuelas que él marcaba el ritmo de sus largos discursos cadenciosos, solitarios y misteriosos como poemas.
El Búzio aparecía a lo lejos. Se veía crecer de los confines de los arenales y los caminos. Primero se creía que fuera un árbol o un peñasco distante. Pero cuando se aproximaba se veía que era el Búzio.
En la mano izquierda traía un gran palo que le servía de cayado y era su apoyo en las largas caminatas y su defensa contra los perros rabiosos de las casas. A este palo estaba atado un saco de paño, dentro del que él guardaba los bocados secos de pan y los tostones que le daban. El saco era de algodón remendado y tan descolorido por el sol que casi se había vuelto blanco.
El Búzio llegaba de día, rodeado de luz y de viento, y dos pasos delante de él iba su perro, que era viejo, blanquecino y sucio, con el pelo muy fuerte, ensortijado y largo y el hocico negro.
Y por las calles venía el Búzio con el sol en la cara y las sombras trémulas de las hojas de los plátanos en las manos.
Paraba frente a una puerta y entonaba su larga melopea ritmada por el tocar de sus castañuelas de conchas.
Se abría la puerta y aparecía una criada de delantal blanco que le extendía un pedazo de pan y le decía:
- Vete, Búzio.
Y el Búzio, sin prisa, soltaba el saco de su cayado, desataba los cordones, abría el saco y guardaba el pan.
Después seguía.
Paraba bajo un balcón y cantaba, alto y claro, mientras el perro olfateaba el camino.
Y en el balcón se asomaba alguien rápidamente, tan rápidamente que su rostro ni se veía, le tiraba un trozo de pan y decía:
- Vete, Búzio.
Y el Búzio, con lentitud –con tanta lentitud que se veía cada uno de sus gestos- soltaba el saco del pan, desataba los cordones, abría el saco, guardaba el trozo de pan y de nuevo cerraba el saco y lo ataba y lo cogía
Y seguía con su perro.
Había en la tierra muchos pobres que aparecían los sábados en una multitud pardusca y trágica, y que pedían limosna por las puertas y daban pena. Eran ciegos, cojos, sordos y locos, eran tuberculosos escupiendo sangre en sus trapos, eran madres esqueléticas de hijos casi verdes, eran ancianas encorvadas y llorosas con las piernas increíblemente hinchadas, eran chicos jóvenes mostrando llagas, brazos torcidos, manos cortadas, lágrimas y desgracia. Y sobre la multitud revoloteaba un murmullo incansable de gemidos, quejas, rezos y lamentaciones.
Pero el Búzio aparecía solo, no se sabía qué día de la semana, era alto y erguido, recordaba al mar y a los pinares, no tenía ninguna herida y no daba pena. Sentir pena de él sería como sentir pena de un plátano o de un río o del viento. En el parecía abolida la barrera que separa al hombre de la naturaleza.
El Búzio no poseía nada, del mismo modo que un árbol no posee nada. Vivía con toda la tierra, que él mismo era.
La tierra era su madre y su mujer, su casa y su compañía, su cama, su alimento, su destino y su vida.
Sus pies descalzos parecían escuchar el suelo que pisaban.
Y fue de esta manera que lo vi aparecer aquella tarde en la que yo jugaba sola en el jardín.
Nuestra casa estaba a la orilla de la playa.
La parte de la entrada, que miraba al mar, tenía un jardín de arena. En la parte de atrás, girada hacia el Este, había un pequeño jardín agreste y mal tratado, con el suelo cubierto de pequeñas piedras sueltas que giraban bajo sus pasos, un pozo, dos árboles y algunos arbustos desgreñados por el viento y quemados por el sol.
El Búzio, que llegó por el lado de atrás, abrió la cancela de madera -que se puso a balancearse-, y atravesó el jardín, pasando sin verme.
Se paró frente a la puerta de servicio y al son de las dos castañuelas de conchas se puso a cantar.
Esperó algún tiempo. Después se abrió la puerta y en su ángulo oscuro apareció un delantal. Visto desde fuera, el interior de la casa parecía algo misterioso, sombrío y brillante. Y la criada extendió un pan y dijo:
- Vete, Búzio.
Y después cerró la puerta.
Y el Búzio, sin prisa, lentamente como dibujando la luz en cada uno de sus gestos, desató los cordones, abrió el saco, volvió a atar el saco, lo enganchó en el palo y siguió con su perro.
Después dio la vuelta a la casa, para salir por delante, por el lado del mar.
Entonces decidí ir tras él.
Él atravesó el jardín de arena cubierto de sauces llorones y lirios del mar y caminó por las dunas. Cuando llegó al lugar donde comienza la curva de la playa, paró. Allí ya era un lugar salvaje y desierto, lejos de las casas y los caminos.
Yo, que lo había seguido de lejos, me aproximé escondida en las ondulaciones de la duna y me arrodillé tras un pequeño monte entre hierbas altas, transparentes y secas. No quería que el Búzio me viera, porque lo quería ver así, solo.
Era un poco antes de la puesta de sol y de vez en cuando pasaba una pequeña brisa.
De lo alto de la duna se veía toda la tarde como una enorme flor transparente, abierta y extendida hasta los confines del horizonte.
La luz recortaba una por una todas las cuevas de la arena. El olor desnudo de la maresia (ii), perfume limpio del mar sin putrefacción y sin cadáveres, lo penetraba todo.
Y a todo lo largo de la playa, de norte a sur, perdiéndose de vista, la marea vacía mostraba sus rocas oscuras cubiertas de caracolas y algas verdes que recortaban las aguas. Y detrás de ellas, se rompían incesantemente, blancas y enroscadas y desenroscadas, tres hileras de olas que, constantemente, deshechas, constantemente volvían a levantarse.
En lo alto de la duna el Búzio estaba con la tarde. El sol se posaba en sus manos, el sol se posaba en su cara y en sus hombros. Se quedó algún tiempo callado, después, lentamente, comenzó a hablar. Yo entendí que hablaba con el mar, ya que lo miraba de frente y extendía hacia él la palma de sus manos abiertas, con las palmas en forma de concha giradas hacia arriba. Era un largo discurso claro, irracional y nebuloso que parecía, con la luz, recortar y dibujar todas las cosas.
No puedo repetir sus palabras: no las memoricé y esto pasó hace muchos años. Y tampoco entendí del todo lo que decía. Incluso algunas palabras no pude oírlas, porque el viento rápido las arrancaba de la boca.
Pero recuerdo que eran palabras moduladas como un canto, palabras casi visibles que ocupaban los espacios del aire con su forma, su intensidad y su peso. Palabras que llamaban por las cosas, que eran el nombre de las cosas. Palabras brillantes como las escamas de un pez, palabras grandes y desiertas como playas. Y sus palabras reunían los restos dispersos de la alegría de la tierra. Él los invocaba, los mostraba, los nombraba: viento, frescura de las aguas, oro del sol, silencio y brillo de las estrellas.
- Sophia de Mello Breyner Andresen. En Contos exemplares, Lisboa, Livraria Morais Editora, 1962.
Traducción: Marta López Vilar
- Masha Ivashintsova
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semioticapocalypse · 3 years
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Masha Ivashintsova. Leningrad, USSR. 1975
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opticandmasturbation · 8 months
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Theater expert Tanya Zolotnitskaya. Leningrad, 1977 | Masha Ivashintsova
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creativespark · 3 years
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Born in 1942, Masha Ivashintsova used photography as a visual journal of her life, taking photographs from the time she was 18 years old up until one year prior to her death. Coming of age in the USSR, Masha was highly involved in Leningrad's underground poetry and photography movement, and her life was intertwined with three geniuses of the time—photographer Boris Smelov, poet Viktor Krivulin, and linguist Melvar Melkumyan.
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sesiondemadrugada · 3 years
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Masha Ivashintsova.
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