“Call it a wild perversity or a wild optimism, but they were right, our ancestors, to celebrate what they feared. What I fear I avoid. What I fear I pretend does not exist. What I fear is quietly killing me. Would there be a festival for my fears, a ritual burning of what is coward in me, what is lost in me. Let the light in before it is too late.”
— Jeanette Winterson, “The Green Man” | The World and Other Places: Stories (Alfred A. Knopf; February 22, 1999) (via Alive on All Channels)
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La herida
Mi madre se vio obligada a amputar una parte de sí misma para dejarme ir. He sentido la herida desde entonces. La señora Winterson era una mezcla de verdad y engaño. Se inventó muchas madres malas para mí; mujeres descarriadas, drogadictas, alcohólicas, cazadoras de hombres. La otra madre tenía mucho con lo que cargar, pero yo lo cargué por ella, queriendo defenderla y sintiendo vergüenza al mismo tiempo.
Lo peor era no saber.
Siempre he estado interesada en las historias de disfraces y confusión de identidad, en poner nombres y conocer, ¿Cómo se te reconoce? ¿Cómo te reconoces a ti misma?
En la Odisea, Odiseo, debido a sus aventuras y a su constante vagar por tierras remotas, siempre siente la necesidad de “recordar el regreso”. El viaje consiste en volver al hogar.
Cuando llega a Ítaca, el lugar está alborotado por culpa de los díscolos pretendientes de su esposa, sometida a una gran presión. Suceden dos cosas: su perro lo huele y su esposa lo reconoce por la cicatriz que tiene en el muslo.
Ella siente la herida.
Hay muchas historias de heridas:
Quirón, el centauro, mitad hombre, mitad caballo, es herido con una flecha envenenada con la sangre de Hidra, pero como es inmoral y no puede morir, debe vivir para siempre en agonía. Sin embargo, usa el dolor de la herida para curar a otros. La herida se convierte en su propio bálsamo.
Prometeo, el ladrón del fuego de los dioses, recibió como castigo una herida permanente; cada mañana, un águila se posa en su cintura y le arranca el hígado; cada noche la herida sana, para volver a abrirse al día siguiente. Me lo imagino, tostado por el sol, encadenado en las montañas del Cáucaso, la piel de la tripa suave y pálida como la de un bebé.
Tomás, el apóstol incrédulo, debe meter su mano en la herida de lanza del costado de Jesús, antes de aceptar que Jesús es quien dice ser.
Gulliver, al finalizar sus viajes, es herido por una flecha en la parte posterior de la rodilla al marcharse del país de los Houyhnhnms, los amables y educados caballos mucho más evolucionados que los humanos.
Al regresar a casa, Gulliver prefiere vivir en el establo de su casa, y la herida de detrás de la rodilla jamás se cura. Es el recuerdo de otra vida.
Una de las heridas más misteriosas es la historia del Rey Pescador. El Rey es uno de los protectores del Santo Grial, del cual se alimenta, pero tiene una herida que no sana y, hasta que no sane, el reino no se podrá mantener unido. Finalmente, Galahad llega y posa su mano en el Rey. En otras versiones es Percival.
La herida es un símbolo y no se puede reducir a una única interpretación. Pero herir parece ser una pista o una clave para ser humanos. Hay valor aquí, además de agonía.
Lo que podemos extraer de las historias es la cercanía de la herida al don: aquel que es herido está marcado -literal y simbólicamente- por la herida. La herida es una señal distintiva. Hasta Harry Potter tiene una cicatriz.
Freud colonizó el mito de Edipo y lo renombró como el hijo que mata al padre y desea a la madre. Pero Edipo es la historia de una adopción, y también la historia de una herida. Yocasta, la madre de Edipo, perfora los tobillos de Edipo antes de abandonarlo, para que no pudiera escaparse gateando. Lo rescatan y vuelve para matar a su padre y casarse con su madre, sin que nadie lo reconozca, excepto Tiresias, el adivino ciego; un caso de una herida que reconoce a otra.
No puedes deshacerte de lo que es tuyo. Aunque lo arrojes lejos, siempre está al regreso, el ajusta de cuentas, la venganza, quizá la reconciliación.
Siempre está el regreso. Y la herida te llevará hasta allí. Es un rastro de sangre.
Cuando el taxi arranca frente a la casa comienza a nevar. En los días en que me volvía loca tenía un sueño en el que me encontraba tumbada boca abajo sobre una capa de hielo debajo de mí, mano con mano, boca con boca, había otra yo, atrapado bajo el huelo.
Quiero romper el hielo, pero ¿me cortaré?
De pie en la nieve, podría estar en cualquier punto de la línea de mi pasado. Estaba obligada a llegar aquí.
Nacer es ya una herida. La sangre menstrual tenía un significado mágico. La llegada del bebé al mundo desgarra el cuerpo de la madre y deja la cabecita todavía suave y abierta. El niño es una cura y un corte. El lugar de lo perdido y lo encontrado. Está nevando. Aquí estoy yo. Perdida y encontrada.
Lo que tengo ahora ante mí, como un extraño al que creo reconocer, es el amor. El retorno o, mejor dicho, el retornando, llamado la “pérdida perdida”. No podía romper el hielo que me separaba de mí misma, solo podía dejar que se fundiera, y eso significaba perder todo el apoyo para el pie, toda la sensación de suelo. Significaba una caótica fusión con lo que parecía una absoluta locura.
Toda mi vida he trabajado desde la herida. Curarla significaría ponerle fin a una identidad, la identidad definidora. Pero la herida curada no es la herida desaparecida; siempre habrá una cicatriz. Siempre se me podrá reconocer por mi herida.
Y lo mismo sucede con mi madre, pues es su herida también, y tuvo que dar forma a una vida alrededor de una elección que no quería tomar. Ahora, a partir de ahora, ¿cómo nos conocemos la una a la otra? ¿Somos madre e hija? ¿Qué somos?
***
Los finales felices son solo una pausa. Hay tres tipos de grandes finales: venganza. Tragedia. Perdón. La venganza y la Tragedia suelen suceder juntas. El perdón redime del pasado. El perdón desbloquea el futuro.
Mi madre intentó lanzarme lejos de su propio naufragio y aterricé en un lugar completamente distinto del que pudiera haber imaginado para mí.
Ahí estoy, dejando su cuerpo, dejando la única cosa que conozco, y repitiendo esta partida una y otra vez hasta que es mi propio cuerpo el que intento dejar, la última evasión que me puedo permitir. Pero hubo perdón.
Aquí estoy.
Ya no tendré que marcharme.
Ese es el hogar.
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